Carta del Papa a la Orden de los camaldulenses en el milenario de Pedro Damián
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 12 marzo 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la carta que ha enviado Benedicto XVI a la Orden de los camaldulenses
con motivo del milenario del nacimiento de san Pedro Damián.
Nacido en Ravena (Italia), el año 1007, Pedro Damián ejerció la docencia, pero
se retiró en seguida al yermo de Fonte Avellana, donde fue elegido prior. Fue
gran propagador de la vida religiosa allí y en otras regiones de Italia. En
aquella dura época ayudó eficazmente a los papas, con sus escritos y legaciones,
en la reforma de la Iglesia. Creado por Esteban IX cardenal y obispo de Ostia,
murió el año 1072 y al poco tiempo era venerado como santo.
* * *
Al
reverendo padre
GUIDO INNOCENZO GARGANO
Superior del monasterio de
San Gregorio en el Celio
La fiesta de San Pedro Damián me brinda la grata ocasión de enviar un cordial
saludo a todos los miembros de la benemérita Orden de los Camaldulenses, así
como a los que con admiración se inspiran en la figura y en la obra de este gran
testigo del Evangelio, que fue uno de los protagonistas de la historia
eclesiástica medieval y, sin duda, el escritor más fecundo del siglo XI.
La celebración del milenario de su nacimiento constituye una ocasión muy
oportuna para profundizar en los aspectos que caracterizan su poliédrica
personalidad de estudioso, eremita, hombre de Iglesia, pero sobre todo enamorado
de Cristo. En su existencia, san Pedro Damián muestra una feliz síntesis entre
la vida eremítica y la actividad pastoral. Como eremita encarna el radicalismo
evangélico y el amor sin reservas a Cristo, tan acertadamente expresados en la
Regla de san Benito: "No anteponer nada, absolutamente nada, al amor de Cristo".
Como hombre de Iglesia actuó con clarividente sabiduría, haciendo incluso,
cuando era necesario, opciones osadas y valientes. Toda su historia humana y
espiritual se desarrolla en la tensión entre la vida eremítica y los compromisos
eclesiales.
San Pedro Damián fue, ante todo, un eremita; más aún, el último teorizador de la
vida eremítica en la Iglesia latina, en el momento mismo en que se consumaba el
cisma entre Oriente y Occidente. En su interesante obra titulada Vita Beati
Romualdi, nos ha dejado uno de los frutos más significativos de la
experiencia monástica de la Iglesia indivisa. Para él la vida eremítica
constituye una fuerte llamada a todos los cristianos al primado de Cristo y a su
señorío. Es una invitación a descubrir el amor que Cristo, a partir de su
relación con el Padre, tiene por la Iglesia; amor que a su vez el eremita debe
alimentar, con Cristo, por Cristo y en Cristo, hacia todo el pueblo de Dios.
Sintió tan fuerte la presencia de la Iglesia universal en la vida eremítica, que
en el tratado eclesiológico, titulado Dominus vobiscum, escribió que la
Iglesia es al mismo tiempo una en todos y toda en cada uno de sus miembros.
Este gran santo eremita fue también eminente hombre de Iglesia, que estaba
dispuesto a salir del eremitorio para dirigirse a cualquier lugar donde fuera
necesaria su presencia para mediar entre contendientes, fueran eclesiásticos,
monjes o simples fieles. Aunque estaba radicalmente concentrado en el unum
necessarium, no se sustraía a las exigencias prácticas que el amor a la
Iglesia le imponía. Le impulsaba el deseo de que la comunidad eclesial se
mostrara siempre como esposa santa e inmaculada, preparada para su Esposo
celestial, y expresaba con intensa ars oratoria su celo sincero y
desinteresado por la santidad de la Iglesia. Con todo, después de cada misión
eclesiástica, volvía a la paz del eremitorio de Fonte Avellana y, libre de toda
ambición, llegó incluso a renunciar definitivamente a la dignidad cardenalicia
para no alejarse de la soledad eremítica, celda de su existencia escondida en
Cristo.
San Pedro Damián fue, por último, el alma de la Reforma gregoriana, que
marcó el paso del primer milenio al segundo, y de la que san Gregorio VII
constituía el corazón y el motor. En concreto, se trató de llevar a cabo medidas
de orden institucional y de índole teológica, disciplinar y espiritual, que
permitieron en el segundo milenio una mayor libertas Ecclesiae,
recuperando la dimensión de la gran teología con referencia a los Padres de la
Iglesia, y en particular a san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio Magno.
Con la pluma y la palabra se dirigía a todos: a sus hermanos eremitas les pedía
la valentía para una entrega radical al Señor que se acercara lo más posible al
martirio. Al Papa, a los obispos y a los eclesiásticos de alto rango les exigía
un desapego evangélico de honores y privilegios en el cumplimiento de sus
funciones eclesiales. A los sacerdotes les recordaba el ideal altísimo de su
misión, que debían desempeñar cultivando la pureza de costumbres y una pobreza
personal real.
En una época marcada por particularismos e incertidumbres, porque carecía de
principios unificadores, san Pedro Damián, consciente de sus propios límites,
—solía definirse peccator monachus— transmitió a sus contemporáneos la
convicción de que sólo a través de una constante tensión armónica entre dos
polos fundamentales de la vida —la soledad y la comunión— puede darse un
testimonio cristiano eficaz.
¿Acaso no vale también para nuestro tiempo esta enseñanza? Expreso de buen grado
el deseo de que la celebración del milenario de su nacimiento no sólo contribuya
a redescubrir la actualidad y la profundidad de su pensamiento y de su acción,
sino que sea también ocasión propicia para una renovación espiritual personal y
comunitaria, recomenzando constantemente de Jesucristo, "el mismo ayer, hoy y
siempre" (Hb 13, 8).
Le aseguro un recuerdo en la oración por usted y por todos los monjes
Camaldulenses, a los que envío una bendición apostólica especial, que hago
extensiva a todos los que comparten su espiritualidad.
Vaticano, 20 de febrero de 2007
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]