Benedicto XVI presenta a san Ignacio de Antioquía
Intervención en la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 14 marzo 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este
miércoles en la que continuó con la serie de los padres apostólicos. En esta
ocasión, presentó a san Ignacio de Antioquia.
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Queridos hermanos y hermanas:
Como ya hicimos el miércoles, estamos hablando de las personalidades de la
Iglesia naciente. La semana pasada habíamos hablado del Papa Clemente I, tercer
sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de
Antioquia, del año 70 al 107, fecha de su martirio.
En aquel tiempo, Roma, Alejandría y Antioquia eran las tres grandes metrópolis
del Imperio Romano. El Concilio de Nicea habla de los tres «primados»: el de
Roma, pero también el de Alejandría y Antioquia participan, en cierto sentido,
en un «primado».
San Ignacio era obispo de Antioquia, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en
Antioquia, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad
cristiana floreciente: el primer obispo fue el apóstol Pedro, como dice la
tradición, y allí «fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el
nombre de “cristianos”» (Hechos 11, 26).
Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica todo un capítulo de su
«Historia Eclesiástica» a la vida y a la obra de Ignacio (3,36). «De Siria»,
escribe, «Ignacio fue enviado a Roma para ser pasto de fieras, a causa del
testimonio que dio de Cristo. Viajando por Asia, bajo la custodia severa de los
guardias» (que él llama «diez leopardos» en su Carta a los Romanos 5,1), «en las
ciudades en las que se detenía, reforzaba a las Iglesias con predicaciones y
exhortaciones; sobre todo les alentaba, de todo corazón, a no caer en las
herejías, que entonces comenzaban a pulular, y recomendaba no separarse de la
tradición apostólica».
La primera etapa del viaje de Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna,
donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí, Ignacio escribió
cuatro cartas, respectivamente a las Iglesias de Éfeso, e Magnesia, de Tralles y
de Roma.
«Al dejar Esmirna», sigue diciendo Eusebio, «Ignacio llegó a Troade, y allí
envió nuevas cartas»: dos a las Iglesias de Filadelfia y de Esmirne, y una al
obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que nos han
llegado de la Iglesia del primer siglo como un tesoro precioso.
Al leer estos textos se siente la frescura de la fe de la generación que todavía
había conocido a los apóstoles. Se siente también en estas cartas el amor
ardiente de un santo. Finalmente, de Troade el mártir llegó a Roma, donde en el
Anfiteatro Flavio, fue dado en pasto a las fieras feroces.
Ningún Padre de la Iglesia ha expresado con la intensidad de Ignacio el anhelo
por la «unión» con Cristo y por la «vida» en Él. Por este motivo, hemos leído el
pasaje del Evangelio sobre la viña, que según el Evangelio de Juan, es Jesús. En
realidad, confluyen en Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de Pablo,
totalmente orientada a la «unión» con Cristo, y la de Juan, concentrada en la
«vida» en Él.
A su vez, estas dos corrientes desembocan en la «imitación» de Cristo,
proclamado en varias ocasiones por Ignacio como «mi Dios» o «nuestro Dios». De
este modo, Ignacio implora a los cristianos de Roma que no impidan su martirio,
pues tiene impaciencia por «unirse con Jesucristo».
Y explica: «Para mí es bello morir caminando hacia («eis») Jesucristo, en vez de
poseer un reino que llegue hasta los confines de la tierra. Le busco a Él, que
murió por mí, le quiero a Él, que resucitó por nosotros. ¡Dejad que imite la
Pasión de mi Dios!» (Romanos 5-6). Se puede percibir en estas expresiones
ardientes de amor el agudo «realismo» cristológico típico de la Iglesia de
Antioquia, atento más que nunca a la encarnación del Hijo de Dios y a su
auténtica y concreta humanidad: Jesucristo, escribe Ignacio a los habitantes de
Esmirna, «es realmente de la estirpe de David», «realmente nación de una
virgen», «fue clavado realmente por nosotros» (1,1).
La irresistible tensión de Ignacio hacia la unión con Cristo sirve de fundamento
para una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define como «un hombre al
que se le ha confiado la tarea de la unidad» (A los fieles de Filadelfia 8, 1).
Para Ignacio, la unidad es ante todo una prerrogativa de Dios, que existiendo en
tres Personas es Uno en una absoluta unidad.
Repite con frecuencia que Dios es unidad y que sólo en Dios ésta se encuentra en
el estado puro y originario. La unidad que tienen que realizar sobre esta tierra
los cristianos no es más que una imitación lo más conforme posible con el modelo
divino. De esta manera, Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que
recuerda mucho a algunas expresiones de la Carta a los Corintios de Clemente
Romano. «Conviene caminar de acuerdo con el pensamiento de vuestro obispo, lo
cual vosotros ya hacéis --escribe a los cristianos de Éfeso--. Vuestro
presbiterio, justamente reputado, digno de Dios, está conforme con su obispo
como las cuerdas a la cítara. Así en vuestro sinfónico y armonioso amor es
Jesucristo quien canta. Que cada uno de vosotros también se convierta en coro a
fin de que, en la armonía de vuestra concordia, toméis el tono de Dios en la
unidad y cantéis a una sola voz» (4,1-2).
Y después de recomendar a los fieles de Esmirna que no hagan nada «que afecte a
la Iglesia sin el obispo» (8,1), confía a Policarpo: «Ofrezco mi vida por los
que están sometidos al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Que junto a
ellos pueda tener parte con Dios. Trabajad unidos los unos por los otros, luchad
juntos, corred juntos, sufrid juntos, dormid y velad juntos como administradores
de Dios, asesores y siervos suyos. Buscad agradarle a Él por quien militáis y de
quien recibís la merced. Que nadie de vosotros deserte. Que vuestro bautismo sea
como un escudo, la fe como un casco, la caridad como una lanza, la paciencia
como una armadura» (6,1-2).
En su conjunto, se puede percibir en las Cartas de Ignacio una especie de
dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida
cristiana: por una parte la estructura jerárquica de la comunidad eclesial, y
por otra la unidad fundamental que liga entre sí a todos los fieles en Cristo.
Por lo tanto, los papeles no se pueden contraponer. Al contrario, la insistencia
de la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, se refuerza
constantemente mediante imágenes elocuentes y analogías: la cítara, los
instrumentos de cuerda, la entonación, el concierto, la sinfonía.
Es evidente la peculiar responsabilidad de los obispos, de los presbíteros y los
diáconos en la edificación de la comunidad. A ellos se dirige ante todo el
llamamiento al amor y la unidad. «Sed una sola cosa», escribe Ignacio a los
Magnesios, retomando la oración de Jesús en la Última Cena: «Una sola súplica,
una sola mente, una sola esperanza en el amor… Acudid todos a Jesucristo como al
único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y al proceder del único
Padre, ha permanecido unido a Él, y a Él ha regresado en la unidad» (7, 1-2).
Ignacio es el primero que en la literatura cristiana atribuye a la Iglesia el
adjetivo «católica», es decir, «universal»: «Donde está Jesucristo», afirma,
«allí está la Iglesia católica» (A los fieles de Esmirna 8, 2). Precisamente en
el servicio de unidad a la Iglesia católica, la comunidad cristiana de Roma
ejerce una especie de primado en el amor: «En Roma, ésta preside, digna de Dios,
venerable, digna de ser llamada bienaventurada… Preside en la caridad, que tiene
la ley de Cristo, y lleva el nombre del Padre» (A los Romanos, «Prólogo»).
Como se puede ver, Ignacio es verdaderamente el «doctor de la unidad»: unidad de
Dios y unidad de Cristo (en oposición a las diferentes herejías que comenzaban a
circular y que dividían al hombre y a Dios en Cristo), unidad de la Iglesia,
unidad de los fieles, «en la fe y en la caridad, pues no hay nada más excelente
que ella» (A los fieles de Esmirna 6,1).
En definitiva, el «realismo» de Ignacio es una invitación para los fieles de
ayer y de hoy, es una invitación para todos nosotros a lograr una síntesis
progresiva entre «configuración con Cristo» (unión con Él, vida en Él) y
«entrega a su Iglesia» (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y
al mundo).
En definitiva, es necesario lograr una síntesis entre «comunión» de la Iglesia
en su interior y «misión», proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una
dimensión hable a través de la otra, y los creyentes tengan cada vez más «ese
espíritu sin divisiones, que es el mismo Jesucristo» (Magnesios 15).
Al implorar del Señor esta «gracia de unidad», y con la convicción de presidir
en la caridad a toda la Iglesia (Cf. A los Romanos, «Prólogo»), os dirijo a
vosotros el mismo auspicio que cierra la carta de Ignacio a los cristianos de
Tralles: «Amaos los unos a los otros con un corazón sin divisiones. Mi espíritu
se entrega en sacrificio por vosotros no sólo ahora, sino también cuando alcance
a Dios… Que en Cristo podáis vivir sin mancha» (13). Y recemos para que el Señor
nos ayude a alcanzar esta unidad y vivamos sin mancha, pues el amor purifica las
almas.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Ignacio fue Obispo de Antioquia, ciudad en la que los discípulos recibieron
por primera vez el nombre de cristianos. Durante el camino que le condujo a
Roma, para ser martirizado, escribió siete cartas en las que expresa su anhelo
de unión con Cristo y de vida en Él. Los cristianos están llamados
a construir una unidad que sea reflejo de la unidad de Dios. Con imágenes
tomadas de la música, insiste sobre la comunión de los fieles entre sí y con sus
pastores, conciliando así la estructura jerárquica de la comunidad eclesial con
la unidad fundamental que une a todos, evitando contraponer los respectivos
papeles. San Ignacio es el primero que llama a la Iglesia «católica», universal,
destacando el primado en la caridad de la Iglesia de Roma respecto a la Iglesia
universal. Con razón, Ignacio es el «doctor de la unidad»: unidad de Dios y
unidad de Cristo, unidad de la Iglesia y unidad de los fieles, llamados a
realizar una síntesis progresiva entre configuración con Cristo y compromiso con
su Iglesia, entre comunión y misión.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular a la
Hermandad de Veteranos de las Fuerzas Armadas y Guardia Civil de España, con su
consiliario nacional, Monseñor José Manuel Estepa, un querido amigo mío; a la
Delegación de Pastoral de la Salud, de Santiago de Compostela, acompañados de su
Arzobispo Monseñor Julián Barrio; así como a los demás grupos de España, México
y otros países latinoamericanos. Os animo a estar muy unidos a Cristo, y a
trabajar por la salvación de todos los hombres, superando toda forma de
división. ¡Gracias por vuestra visita!
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