Benedicto XVI presenta a los esposos y primeros cristianos Priscila y Áquila
Intervención en la audiencia general de este miércoles

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 7 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención en la audiencia general que pronunció Benedicto XVI este miércoles dedicada a presentar a un matrimonio que formaba parte de la Iglesia primitiva, los esposos Priscila y Áquila.

 

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Queridos hermanos y hermanas:
Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de los primeros testigos de la fe cristiana, que hemos comenzado hace unas semanas, tomamos en consideración hoy una pareja de esposos. Se trata de los cónyuges Priscila y Áquila, que se encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en torno al apóstol Pablo, a quienes ya había mencionado brevemente el miércoles pasado. En virtud de las noticias con que contamos, esta pareja de esposos desempeñó un papel muy activo en tiempos de los orígenes de la Iglesia, tras la Pascua.

Los nombres de Priscila y Áquila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío. Al menos Áquila, sin embargo, procedía geográficamente de la diáspora, de la Anatolia del norte que se asoma al Mar Negro, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo nombre abreviado, Prisca, es utilizado en ocasiones, era probablemente una judía procedente de Roma (Cf. Hechos 18, 2). Como quiera que sea, desde Roma habían llegado a Corinto, donde Pablo se encontró con ellos al inicio de los años cincuenta; allí si asoció a ellos y, dado que ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico, como cuenta Lucas, fue acogido incluso en su casa (Cf. Hechos 18, 3).

El motivo de su llegada a Corinto había sido la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían en la urbe. El historiador romano Suetonio nos dice, al hablar de este acontecimiento, que había expulsado a los judíos porque «provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto» (Cf. «Vidas de los doce Césares, Claudio», 25). Se ve que no conocía bien el nombre --en vez de Cristo escribe «Cresto»-- y tenía una idea muy confusa de lo que había sucedido. De todos modos, se daban discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas eran simplemente motivo de expulsión de todos los judíos de Roma. Se deduce que los esposos habían abrazado la fe cristiana ya en Roma, en los años cuarenta, y que ahora habían encontrado en Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe --que Jesús es el Cristo--, sino que era también apóstol, llamado personalmente por el Señor resucitado. Por tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde le acogen en la casa y trabajan juntos en la fabricación de tiendas.

En un segundo momento, se trasfieren a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un papel determinante para completar la formación cristiana del judío alejandrino Apolo, de quien hablamos el miércoles pasado. Dado que él sólo conocía someramente la fe cristiana, «al oírle Áquila y Priscila, le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino» (Hechos 18, 26). Cuando en Éfeso el apóstol escribe su Primera Carta a los Corintios, junto a sus saludos, envía explícitamente también los de «Áquila y Prisca, junto con la Iglesia que se reúne en su casa» (16,19).

De este modo, sabemos el papel importantísimo que esta pareja desempeñó en el ámbito de la Iglesia primitiva: es decir, el de acoger en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar, cuando se reunían para escuchar la Palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. Es precisamente ese tipo de reunión que en griego se llama «ekklesía», la palabra latina es «ecclesia», la italiana «chiesa» [la española «iglesia», ndr.], que quiere decir convocación, asamblea, reunión.

En la casa de Áquila y Priscila, por tanto, se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados misterios. De este modo, podemos ver precisamente el nacimiento de la Iglesia en las casas de los creyentes. Los cristianos, de hecho, hasta el siglo III, no tenían lugares propios de culto: éstos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta cuando la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento se deshizo y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el Antiguo Testamento.

Después, tras esta «ruptura», los cristianos se reúnen en las casas, convirtiéndose así en «Iglesia». Y por último, en el siglo III, nacen los auténticos edificios del culto cristiano. Pero aquí en la primera mitad del silo I y en el siglo II, las casas de los cristianos se convierten en auténtica «iglesia». Como ya he dicho, juntos leen las Sagradas Escrituras y se celebra la Eucaristía. Es lo que sucedía, por ejemplo, en Corinto, donde Pablo menciona a un cierto «Gayo, huésped mío y de toda la Iglesia» (Romanos 16, 23), o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la casa de una cierta Ninfas (Cf. Colosenses 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la casa de un tal Arquipo (Cf. Filemón 2).

Al regresar posteriormente a Roma, Áquila y Priscila siguieron desempeñando esta función preciosísima también en la capital del imperio. De hecho, Pablo, al escribir a los romanos, les envía este saludo particular: «Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa» (Romanos 16, 3-5). ¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran estas palabras! Lo eleva nada más y nada menos que el apóstol Pablo. Reconoce explícitamente en ellos dos a auténticos e importantes colaboradores de su apostolado. La referencia al hecho de haber arriesgado la vida por él está probablemente en relación con algún gesto a favor suyo durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma Éfeso (Cf. Hechos 19,23; 1 Corintios 15,32; 2 Corintios 1,8-9). Y el hecho de que Pablo asocie su gratitud a la de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda parecer una hipérbole, da a entender la grandeza de su radio de acción y, de todos modos, su influencia a favor del Evangelio.

La tradición hagiográfica posterior ha dado una importancia sumamente particular a Priscila, aunque queda en pie el problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, tenemos tanto una iglesia dedicada a santa Prisca, en el Aventino, como las catacumbas de Priscila, en la Vía Salaria.

De este modo, se perpetúa la memoria de una mujer que ha sido seguramente una persona activa y de gran valor en la historia del cristianismo romano. Hay algo que es seguro: a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de los fieles laicos, de familias, de esposos como Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación. Podía crecer no sólo gracias a los apóstoles que lo anunciaban. Para arraigarse en la tierra del pueblo, para desarrollarse vivamente, era necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades cristianas, de fieles laicos que han ofrecido el «humus» al crecimiento de la fe.

Y siempre, sólo así, crece la Iglesia. En particular, esta pareja demuestra la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están apoyados por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia se hace natural. La cotidiana comunión de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una común responsabilidad a favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de éste. Así sucedió en la primera generación y así sucederá frecuentemente.

De su ejemplo podemos sacar otra lección que no hay que descuidar: toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y recíproca atención, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a rotar en torno al único señorío de Jesucristo. Por eso, en la Carta a los Efesios, Pablo compara la relación matrimonial con la comunión esponsalicia que se da entre Cristo y la Iglesia (Cf. Efesios 5, 25-33). Es más, podríamos considerar que el apóstol conforma la vida de la Iglesia con la de la familia. Y la Iglesia, en realidad, es la familia de Dios.

Honramos, por tanto, a Áquila y Priscila como modelos de una vida conyugal responsablemente comprometida al servicio de toda la comunidad cristiana. Y encontramos en ellos el modelo de la Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo: ]


Queridos hermanos y hermanas:
Priscila y Áquila era un matrimonio que desempeñó un importante papel al servicio de la Iglesia primitiva, colaborando estrechamente con el apóstol san Pablo, y llegando incluso a arriesgar su vida por él, como atestigua en su carta a los Romanos. Expulsados de Roma con todos los judíos, por orden del emperador Claudio, llegaron a Corinto donde acogieron en su casa al grupo de fieles que se reunían para las celebraciones litúrgicas, como era costumbre entre los cristianos. En verdad, gracias a la fe y a la entrega apostólica de testigos como Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado hasta nosotros. De modo particular, esta pareja nos demuestra cuánto es importante el compromiso de los esposos cristianos en la Iglesia. Además, nos enseñan cómo cada hogar se puede transformar en una pequeña iglesia, donde reine el amor cristiano y donde toda la vida familiar tenga como centro a Cristo.

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En especial, saludo a los peregrinos de la diócesis de Plasencia, con su Obispo Monseñor Amadeo Rodríguez Magro, así como a los demás grupos parroquiales de España y de Latinoamérica. Deseo saludar además al grupo de Policías locales de Valencia, que colaboraron en el gran Encuentro Mundial de las Familias. Muchas gracias! Os animo a todos a seguir el ejemplo de los primeros cristianos, y a ofrecer, en vuestra vida matrimonial y familiar, un testimonio coherente de amor a Cristo y de servicio a los demás. ¡Gracias por vuestra visita!


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