Benedicto XVI presenta al apóstol
Felipe
Intervención en la audiencia general del miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 6 septiembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este
miércoles, celebrada en la plaza de San Pedro, dedicada a presentar la figura
del apóstol Felipe.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Al seguir trazando el semblante de los diferentes apóstoles, como hacemos desde
unas semanas, nos encontramos hoy con Felipe. En las listas de los doce siempre
aparece en el quinto lugar (en Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 14; Hechos 1,
13), es decir, fundamentalmente entre los primeros. Si bien Felipe era de origen
judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo que constituye un pequeño
gesto de apertura cultural que no hay que infravalorar. Las noticias que nos
llegan de él proceden del Evangelio de Juan. Era del mismo lugar del que
procedían Pedro y Andrés, es decir, Betsaida (Cf. Juan 1, 44), una pequeña
ciudad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande,
quien también se llamaba Felipe (Cf. Lucas 3, 1).
El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe
se encuentra con Natanael y le dice: «Ése del que escribió Moisés en la Ley, y
también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret»
(Juan 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael --«¿De Nazaret
puede haber cosa buena?»--, Felipe no se rinde y responde con decisión: «Ven y
lo verás» (Juan, 1, 46). Con esta respuesta, seca pero clara, Felipe demuestra
las características del auténtico testigo: no se contenta con presentar el
anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor,
sugiriéndole que él mismo haga la experiencia personal de lo anunciado. Jesús
utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan
a Él para preguntarle dónde vive: Jesús respondió: «Venid y lo veréis» (Cf. Juan
1,38-39).
Podemos pensar que Felipe nos interpela con esos dos verbos que suponen una
participación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael:
«Ven y lo verás». El apóstol nos compromete a conocer a Jesús de cerca. De
hecho, la amistad, conocer verdaderamente al otro, requiere cercanía, es más, en
parte vive de ella. De hecho, no hay que olvidar que, según escribe Marcos,
Jesús escogió a los doce con el objetivo primario de que «estuvieran con él»
(Marcos 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente
de Él no sólo el estilo de su comportamiento, sino ante todo quién era Él
realmente. Sólo así, participando en su vida, podían conocerle y anunciarle. Más
tarde, en la carta de Pablo a los Efesios, puede leerse que lo importante es «el
Cristo que vosotros habéis aprendido» (4, 20), es decir, lo importante no es
sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerle a Él
personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, el misterio de su belleza. Él
no es sólo un Maestro, sino un Amigo, es más, un Hermano. ¿Cómo podríamos
conocerle si estamos lejos de Él? La intimidad, la familiaridad, la costumbre,
nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente
lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y a «ver»,
es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida
con Jesús, día tras día.
Con motivo de la multiplicación de los panes, recibió de Jesús una petición
precisa, bastante sorprendente: dónde era posible comprar el pan que se
necesitaba para dar de comer a toda la gente que le seguía (Cf. Juan 6, 5).
Entonces, Felipe respondió con mucho realismo: «Doscientos denarios de pan no
bastan para que cada uno tome un poco» (Juan 6, 7). Aquí se pueden ver el
realismo y el espíritu práctico del apóstol, que sabe juzgar las implicancias de
una situación. Sabemos qué es lo que pasó después. Sabemos que Jesús tomó los
panes, y tras haber rezado, los distribuyó. De este modo, realizó la
multiplicación de los panes. Pero es interesante el hecho de que Jesús se
dirigiera precisamente a Felipe para tener una primera impresión sobre la
solución del problema: signo evidente de que formaba parte del grupo restringido
que lo rodeaba.
En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión,
algunos griegos se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua, «se
dirigieron a Felipe… y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a
decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús» (Juan 12,
20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular
dentro del colegio apostólico. En este caso, en particular, realiza las
funciones de intermediario entre la petición de algunos griegos --probablemente
hablaba griego y pudo hacer de intérprete-- y Jesús; si bien se une a Andrés, el
otro apóstol de nombre griego, de todos modos los extranjeros se dirigen a él.
Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos tanto a acoger las
peticiones e invocaciones, vengan de donde vengan, como a orientarlas hacia el
Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. Es importante, de hecho,
saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quien
se nos acerca, sino el Señor: tenemos que orientar hacia Él a quien se encuentre
en dificultad. ¡Cada uno de nosotros tiene que ser un camino abierto hacia Él!
Hay otra oportunidad sumamente particular en la que interviene Felipe. Durante
la Última Cena, después de que Jesús afirmase que conocerle a Él significa
también conocer al Padre (Cf. Juan 14,7), Felipe, casi ingenuamente, le pidió:
«Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Juan 14, 8). Jesús le respondió con un
tono de benévolo reproche: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me
conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:
“Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?
[…] Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Juan 14, 9-11). Son
unas de las palabras más sublimes del Evangelio de Juan. Contienen una auténtica
revelación. Al final del «Prólogo» de su Evangelio, Juan afirma: «A Dios nadie
le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha
contado» (Juan 1, 18). Pues bien, esa declaración, que es del evangelista, es
retomada y confirmada por el mismo Jesús. Pero con un detalle. De hecho,
mientras el «Prólogo» de Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a
través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe, Jesús hace
referencia a su propia persona como tal, dando a entender que sólo se le puede
comprender a través de lo que dice, es más, a través de lo que es Él. Para
darnos a entender, utilizando la paradoja de la Encarnación, podemos decir que
Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente a partir de ahora,
si realmente queremos conocer el rostro de Dios, ¡sólo nos queda contemplar el
rostro de Jesús! ¡En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios!
El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo
cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones
posteriores («Hechos de Felipe» y otros), nuestro apóstol habría evangelizado en
un primer momento Grecia y después Frigia y allí habría afrontado la muerte, en
Hierópolis, con un suplicio que algunos mencionan como crucifixión y otros
lapidación.
Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe
orientarse nuestra vida: encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de
ver en Él al mismo Dios, Padre celestial. Si falta este compromiso, nos
encontraremos sólo con nosotros mismos, como en un espejo, ¡y cada vez nos
quedaremos más solos! Felipe nos invita en cambio a dejarnos conquistar por
Jesús, a estar con Él y a compartir esta compañía indispensable. De este modo,
viendo, encontrando a Dios, podemos encontrar la verdadera vida.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En inglés, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El apóstol Felipe, natural de Betsaida como Pedro y Andrés, nos manifiesta las
características del verdadero testimonio cuando, en su diálogo con Natanael, no
sólo le habla de Cristo, sino que le invita a conocerlo de cerca. En efecto,
sólo podremos descubrir la identidad de Jesús en una relación de amistad con Él.
En otras ocasiones podemos ver cómo Felipe gozaba de un cierto prestigio dentro
del colegio apostólico. Así, con ocasión de la multiplicación de los panes,
Jesús se dirige precisamente a este Apóstol, para tener una primera indicación
sobre cómo resolver aquella necesidad. También, antes de la Pasión, algunos
griegos se acercaron a Felipe porque querían ver a Jesús. Esto nos enseña a
estar siempre dispuestos a acoger a los demás con sus inquietudes y a
orientarlos hacia el Señor, el único que pude satisfacerlas en plenitud. En la
última Cena, una pregunta de Felipe dio ocasión a Jesús para hacer una
importante revelación sobre su persona, afirmando que: «quien me ha visto a mí,
ha visto al Padre». Es decir, de ahora en adelante, si de verdad queremos
conocer el rostro de Dios, no tenemos más que contemplar el rostro de Jesús.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial a los de
Logroño, con el Señor Cardenal Eduardo Martínez Somalo; a la peregrinación
diocesana de Huelva y a los diversos grupos parroquiales de España. Saludo
también a los peregrinos de Colombia, Chile y de otros Países Latinoamericanos.
Os animo, como el apóstol Felipe, a dejaros conquistar por el Señor, invitando
también a otros a participar de su vida y de su amor. ¡Que Dios os bendiga!
[© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]