Benedicto XVI: Cristo libera del
miedo a la muerte
Intervención en el Ángelus dominical
CIUDAD VATICANO, domingo, 5 noviembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI al rezar la oración mariana del
Ángelus este domingo junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza
de San Pedro del Vaticano.
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Queridos hermanos y hermanas:
En estos días que siguen a la conmemoración litúrgica de los fieles difuntos se
celebra en muchas parroquias la octava de los difuntos; ocasión propicia para
recordar con la oración a nuestros seres queridos y meditar sobre la realidad de
la muerte, que la «civilización del bienestar» trata de remover con frecuencia
de la conciencia de la gente, sumergida en las preocupaciones de la vida
cotidiana.
Morir, en realidad, forma parte de la vida y no sólo de su final, sino también,
si prestamos atención, de todo instante. A pesar de todas las distracciones, la
pérdida de un ser querido nos hace descubrir el «problema», haciéndonos sentir
la muerte como una presencia radicalmente hostil y contraria a nuestra natural
vocación a la vida y a la felicidad.
Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero
sobretodo afrontando Él mismo a la muerte. «Muriendo destruyó la muerte», dice
la liturgia del tiempo pascual. «Con el Espíritu que no podía morir --escribe un
padre de la Iglesia-- Cristo venció a la muerte que mataba al hombre» (Melitón
de Sardes, «Sobre la Pascua», 66). El Hijo de Dios quiso de este modo compartir
hasta el fondo nuestra condición humana para abrirla a la esperanza. En última
instancia, nació para poder morir y de este modo liberarnos de la esclavitud de
la muerte. La Carta a los Hebreos dice: «padeció la muerte para bien de todos»
(2, 9).
A partir de entonces, la muerte ya no es la misma: ha quedado privada por
decirlo de algún modo de su «veneno». El amor de Dios, actuando en Jesús, ha
dado un nuevo sentido a toda la existencia del hombre y de este modo ha
transformado también la muerte. Si en Cristo la vida humana es un paso «de este
mundo al Padre» (Juan 13, 1), la hora de la muerte es el momento en el que este
paso tiene lugar de manera concreta y definitiva.
Quien se compromete a vivir como Él queda liberado del miedo de la muerte,
dejando de mostrar la sonrisa sarcástica de una enemiga para ofrecer el rostro
amigo de una «hermana», como escribe san Francisco en el Cántico de las
Criaturas. De este modo, también se puede bendecir a Dios por ella: «Loado seas,
mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». No hay que tener miedo de la
muerte del cuerpo, nos recuerda la fe, pues es un sueño del que nos
despertaremos un día.
La auténtica muerte, de la que hay que tener miedo, es la del alma, llamada por
el Apocalipsis «segunda muerte» (Cf. 20,14-15; 21,8). De hecho, quien muere en
pecado mortal, sin arrepentimiento, cerrado en el orgulloso rechazo del amor de
Dios, se autoexcluye del reino de la vida.
Por intercesión de María santísima y de san José pidamos al Señor la gracia de
prepararnos serenamente para dejar este mundo, cuando Él quiera llamarnos, con
la esperanza de poder permanecer eternamente con Él, en compañía de los santos y
de nuestros queridos difuntos.