Benedicto XVI: «La adoración no es un lujo, sino una prioridad»
Palabras antes y después de rezar la oración mariana del Ángelus

CASTEL GANDOLFO, domingo, 28 agosto 2005 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que dirigió Benedicto XVI este domingo antes y después de rezar la oración mariana del Ángelus ante fieles y peregrinos reunidos en el patio del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, donde transcurre estos días del período estival tras su regreso de Colonia (Alemania).

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¡Queridos hermanos y hermanas!

Ha sido verdaderamente una extraordinaria experiencia eclesial la vivida en Colonia la semana pasada con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, con la participación de un grandísimo número de jóvenes de todas partes del mundo, acompañados de muchos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. Ha sido un evento providencial de gracia para toda la Iglesia.

Hablando con los obispos de Alemania, poco antes de volver a Italia, decía que los jóvenes han lanzado a sus pastores, y en cierto modo a todos los creyentes, un mensaje que es al mismo tiempo una petición: «Ayudadnos a ser discípulos y testigos de Cristo. Como los Magos, hemos venido para encontrarlo y adorarlo». Desde Colonia los jóvenes han regresado a sus ciudades y naciones animados por una gran esperanza, sin perder de vista las no pocas dificultades, los obstáculos y los problemas que en este tiempo nuestro acompañan la búsqueda auténtica de Cristo y la fiel adhesión a su Evangelio.

No sólo los jóvenes, sino también las comunidades y los mismos pastores deben tomar cada vez más conciencia de un dato fundamental para la evangelización: en donde Dios no ocupa el primer lugar, allí donde no es reconocido y adorado como el Bien supremo, la dignidad del hombre se pone en peligro. Es por lo tanto urgente llevar al hombre de hoy a «descubrir» el rostro auténtico de Dios, como los Magos, postrarse ante él y adorarle. Hablando con los obispos alemanes, recordaba que la adoración no es «un lujo, sino una prioridad». Buscar a Cristo debe ser el incesante anhelo de los creyentes, de los jóvenes y de los adultos, de los fieles y de sus pastores. Hay que alentar esta búsqueda, sostenerla y guiarla. La fe no es simplemente la adhesión a un conjunto de dogmas, que apagaría la sed de Dios presente en el alma humana. Al contrario, aquella proyecta al hombre, en camino en el tiempo, hacia un Dios siempre nuevo en su infinitud. El cristiano es por ello contemporáneamente uno que busca y uno que encuentra. Es precisamente esto lo que hace a la Iglesia joven, abierta al futuro, rica de esperanza para toda la humanidad.

San Agustín, de quien hoy hacemos memoria, tiene estupendas reflexiones sobre la invitación del Salmo 104 «Quaerite faciem eius semper – Buscad siempre su rostro». Él observa que esa invitación no vale sólo para esta vida; vale también para la eternidad. El descubrimiento del «rostro de Dios» no se acaba jamás. Cuanto más entramos en el esplendor del amor divino, más bello es seguir adelante en la búsqueda, de forma que «amore crescente inquisitio crescat inventi – en la medida en que crece el amor, crece la búsqueda de Aquél que ha sido encontrado» (Enarr. in Ps. 104,3: CCL 40, 1537).

Es ésta la experiencia a la que también nosotros aspiramos desde lo profundo del corazón. Que nos la obtenga la intercesión del gran obispo de Hipona; nos la obtenga la maternal ayuda de María, Estrella de la Evangelización, a quien invocamos ahora con el rezo del Ángelus.