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EL CRECIMIENTO DE LA VIDA EN CRISTO


NOTA PRELIMINAR

818 En el Nuevo Testamento es constante la exhortación a los cristianos para que cumplan la voluntad del Padre celestial, o sea, para que hagan «obras buenas». Pues bien, el valor de las obras en la vida del justificado constituye un problema bastante complejo. Si se piensa en el don que ya se le ha concedido al hombre, o bien en la trascendencia divina, se sentirá la tentación de negarle toda importancia a cualquier obra humana; por el contrario, si se centra la atención en el hecho de que el hombre posee ya un don que tiende a su cumplimiento, nos sentiremos inclinados a esperar únicamente de la actividad del hombre justificado ., el paso definitivo del estado de vía al estado de gloria. Efectivamente, este tema ha sido discutido repetidas veces en la historia de la Iglesia: a veces se exageraba el valor de las obras, como aconteció en el caso del pelagianismo, mientras que otras veces se negaba que las obras tuvieran alguna importancia para la salvación, como hicieron las diversas tendencias antinomísticas. A partir del siglo xv1, este tema se ha considerado sobre todo bajó el aspecto de la polémica entre católicos y protestantes. Mientras que los primeros insisten en la necesidad de las obras buenas para conservar y desarrollar la nueva vida que se ha recibido de Dios, y en el valor de estas obras para conseguir la corona del «justo juez» (2 Tim 4,8), los otros por el contrario ponen el acento en la imperfección intrínseca de toda obra humana y en la majestad divina, de la que el hombre solamente puede sentirse «siervo inútil» (Lc 17,10). La insistencia unilateral de cada uno en su propio punto de vista, junto con la deformación polémica de la opinión del contrario, han creado una atmósfera de malentendidos que ha durado varios siglos: de esta forma, ha sucedido que expresiones como «obras meritorias» o «la fe sola» estén actualmente cargadas de resonancias antipáticas. El diálogo ecuménico, en estos últimos decenios, ha conseguido notables progresos .en este sentido. Por una parte, se empieza a reconocer que los católicos no hacen al hombre autor de su propia salvación, haciendo inútil la cruz de Cristo; por otra parte, los reformadores tampoco son acusados de haber hecho inútil la moral con su teoría de la «sola fe» 1.

819 En este capítulo expondremos en primer lugar la doctrina de la sagrada Escritura sobre las obras buenas del justo; a continuación seguiremos el progreso de la doctrina católica hasta el concilio de Trento; finalmente, añadiremos algunas reflexiones teológicas para lograr insertar la doctrina católica sobre las obras buenas dentro de la síntesis antropológica.

BIBLIOGRAFÍA

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LA DOCTRINA BIBLICA SOBRE LAS BUENAS OBRAS

El Antiguo Testamento

822 La vida del justo consiste en la observancia de los mandamientos (Sal 119): es éste el camino por donde el hombre tiene que avanzar (Ex 18,20; Jer 7,23). La observancia de los mandamientos es necesaria por razón del pacto: Dios se ha comprometido a proteger a Israel y el pueblo, al aceptar a Dios como «su Dios» y protector, asume su voluntad como norma de la propia vida (Dt 27,9-26). La predicación de los profetas no disminuye en lo más mínimo la necesidad de esta observancia, aunque insiste en la actitud interna del «corazón», a la que no pueden suplir los actos exteriores ( Jer 31, 32; Ez 36,26-27). La fidelidad a la ley es prenda de salvación. Un principio fundamental del Antiguo Testamento es que Dios Premia las buenas obras y castiga las acciones malas (Dt 11,26-28; cf. también Dt 28,1-5). En la concepción más antigua, el juicio sobre la colectividad no se distinguía del juicio sobre el individuo, ni se hablaba de una retribución después de la muerte. Progresivamente, a través de muchas dudas (Eclo 7,16) y de dolorosas experiencias ( Job 42,1-6), Dios revela que el premio por las obras buenas consiste en la unión íntima consigo, que manifiesta toda su riqueza en el más allá (Sal 73,21 - 28; Sab 2-5)2. Al lado de estas concepciones bastante elevadas de la recompensa que se les reserva a los justos, la literatura rabínica hacía también eco a ciertas tendencias impregnadas de antropomorfismo y de juridismo: en el juicio divino, las malas y las buenas acciones serían contadas y pesadas por Dios, y recibirían el premio o el castigo según el predominio cuantitativo de las mismas.

Sinópticos

823 Es especialmente Mateo el que insiste con cierta frecuencia en la necesidad de observar la ley divina, para obtener la salvación (Mt 5,17-18; 7,21-30; 19,17) 3. Las buenas obras son dignas de premio, mientras que las malas merecen un castigo: cada uno será juzgado según sus propias obras (Mt 16,27-30). Por eso, la salvación escatológica es considerada como «paga» (misthos), como salario (Mt 5,12; 5,46; 6,1; 10,42; etc..). Sin embargo, Jesús nos previene contra las deformaciones de esta, doctrina: nos dice que el mérito delante de Dios es diferente del mérito ante los hombres, puesto que la razón última de la retribución divina consiste en la bondad de Dios. El hombre, al cumplir con los mandamientos divinos, hace lo que debe hacer, aun prescindiendo del premio que le ha prometido la misericordia gratuita de Dios (Lc 17,10). Por otra parte, el premio no consiste en la con-cesión de un bien creada cualquiera, sino en la admisión en el reino de Dios (Mt 5,3-10), en una cercanía especial junto a Dios (Mt 25,32). Por eso mismo, los siervos fieles reciben la invitación para que entren en el gozo de su Señor (Mt 25, 21-23) 4.

Pablo

824 El justo es aquél que vive de la fe (Rom 1,17). El sentido de esta. afirmación no es solamente que el hombre queda justificado por la fe (Rom 3,28), sino que Cristo por la fe habita en los corazones de los justos (Ef 3,17), y solamente el que haya conservado la fe hasta la muerte, podrá esperar de Dios la corona merecida (2 Tim 4,7; cf. 1 Tim 1,16). Por consiguiente, la justicia, según Pablo, depende de la fe, no solamente en sus comienzos sino en toda su duración. Pues bien, la fe incluye esencialmente la obediencia y la sumisión total a la economía de la salvación, inaugurada por Jesucristo (Rom 1,5; 6,8; 6,17; 15,18; 16,19; 16,26; 2 Cor 10,5-6; F1p 2,12; 2 Tes 1,8; 3,14). Así pues, existe una norma objetiva, a la que el cristiano tiene que obedecer, o sea, una ley. Por eso el apóstol proclama que no es un hombre sin ley (ánomos), sino que está sujeto a la ley de Cristo (ennomos Jristou) (1 Cor 9,21). Todos los cristianos tienen que cumplir la ley de Cristo, haciendo obras buenas, por ejemplo, soportando los unos el peso de los otros (Gál 6,2), y en general, poniendo en práctica las exhortaciones morales que Pablo no se cansa de repetir en sus cartas (Rom 12-14). El que se empeñe en ignorar esos preceptos, será ignorado por Cristo (1 Cor 14,38). Por consiguiente, la justicia cristiana no es un estado libre de obligaciones mora-les, en el que el hombre pueda hacer todo cuanto le plazca, movido únicamente por la atracción espontánea de los valores: el cristiano, liberado del pecado, se ha convertido en siervo de la justicia (Rom 6,18) y tiene que llevar a cabo su salvación con temor y temblor (F1p 2,12); existen, de hecho, reglas morales cuya violación excluye del reino de Dios (1 Cor 6,9-10; Gál 5,19-21; Ef 5,5-6).

825 Sin embargo, estas normas no son reglas impuestas arbitrariamente: el justo tiene que «convertirse en lo que es», tiene que realizar en el plano dinámico lo que en el plano estático le ha sido concedido en la justificación. La relación entre el ser y el obrar del cristiano se manifiesta en el uso característico de los indicativos (2 Cor 5,17; Rom 6,6; 8-10; Gál 2,20; Col 1,27; Gál 3,27) y de los imperativos (Ef 4, 21-24; 3,17; Rom 13,14) íntimamente relacionados entre sí (Rom 6,1-7; 8,1-17; Gál 5,13-25; 1 Cor 6,9-11) 5.

826 Esta doctrina queda completada e interpretada por otra serie de textos paulinos que exaltan la libertad cristiana frente a toda ley (Gál 5,18; Rom 6,14; 7,1-6). La contradicción aparente no se resuelve del todo reduciendo dicha libertad de la ley a la abrogación de los preceptos ceremoniales de la ley mosaica, ni afirmando que la ley antigua ha quedado sustituida por una nueva ley de la misma naturaleza, pero más perfecta. El cristiano se ha liberado de la ley por el hecho de que:

1) la ley de Cristo no es ya una norma impersonal, sino que se basa en una relación personal del justo con Cristo, a quien el justo desea acercarse cada vez más (Ef 4,20; Col 1,10; Rom 13,14; Ef 4,15);

2) la ley mosaica (al menos en la interpretación rabínica) insistía en las prescripciones particulares; la ley de Cristo, precisamente porque se basa en una relación personal, es una ley de amor, que se manifiesta en las diversas obras buenas (Rom 13,8-10; Gál 5,14); por consiguiente, no es letra sino espíritu, no exige principalmente la ejecución concreta de cada acto considerado materialmente, sino la opción fundamental que encierra virtualmente todas las elecciones particulares, que han de hacerse a su debido tiempo (2 Cor 3,6; Rom 2,29; 7,6).

3) la ley mosaica en sí misma no daba fuerza alguna para observar los diversos preceptos; por eso era una ley enferma (Rom 8,3), que conducía a la muerte (Rom 7,10), que fue motivo de ira (Rom 4,15); por el contrario, la ley de Cristo da el espíritu, la vida, y libera de la necesidad de pecar y de la muerte privada de toda esperanza de resurrección gloriosa: por tanto, los preceptos a los que el justo obedece no le son impuestos únicamente desde fuera, sino que dimanan de un principio interior, que se le dio en el bautismo y son manifestaciones connaturales de la nueva vida recibida en Cristo 6.

827 También Pablo nos enseña que existe una retribución para las obras buenas. Dios le da a cada uno según sus obras (Rom 2,6; 14,10-12; 2 Cor 5,10). Entre esas obras y el premio existe cierta proporción (Gál 6,7-10; Rom 6,21). Por consiguiente, las acciones que merecen como premio la vida eterna son en sí mismas buenas y le agradan a Dios (2 Cor 5,9-10; 1 Cor 15,58; Flp 1,10; 1 Tes 3,13). Aun cuando antes de la justificación ninguno pueda gloriarse delante de Dios por sus buenas obras. (Rom 4,2), el hombre justificado que obra bien tiene cierta «gloria» ante Dios; efectivamente, el fruto del apostolado cederá «en gloria» del apóstol el día de Cristo (F1p •2,16; cf. 1 Cor 9,15; 2 Cor 11,10; l Tes 2,19). Las obras hechas en Cristo hacen «dignos» del reino de Dios (2 Tes 1,5); por eso, es justo que los que han sufrido por Cristo, obtengan la salvación (2 Tes 6,8). Puesto que existe una proporción entre el valor de las obras y el premio, la vida eterna es llamada «paga» (misthos: 1 Cor 3,8), «remuneración» (misthapososia: 'Hebr 10,35), «retribución» (antapodosis: Col 3,24); «trofeo» (brabeion: 1 Cor 9,24; F1p 3,14), «corona» (2 Tim 4,8). Esta proporción resulta especialmente clara cuando Pablo afirma que Dios da el premio, porque es un juez justo (2 Tim 4,8; cf. Hebr 6,10).

828 Estas afirmaciones no quitan que la vida eterna, según Pablo, sea concedida por Dios como gracia en Cristo Jesús (Rom 6,23 ),. En efecto, las mismas buenas obras, con las que el cristiano consigue la vida, eterna, son un don de Dios (1 Cor 15,10; F1p 2,13). El que ha recibido ese don, es «nada»; sin embargo, según la gracia de Dios que se le ha concedido, su vida se hace digna de premio (1 Cor 3,6-14). Finalmente, la vida eterna es también gracia, porque las obras, sean las que fueren-, no son iguales a la inmensidad del premio (Rom 8, 18); por tanto, la proporción que hay entre las obras y la recompensa se verifica solamente en cuanto que las obras están puestas bajo la moción del Espíritu, qué guía al hombre hacia su total glorificación (Rom 8,15-18).

Juan

829 Si Pablo consideraba el problema de la ley sobre todo en oposición con el legalismo farisaico, en Juan predomina la preocupación por combatir las tendencias antinomísticas. Por eso, tiene que insistir particularmente en la encarnación del amor a Jesús, mediante la observancia de los mandamientos (Jn 14,15; 14,21; 14,24; 15,10; 15,14; 15,16). La primera carta de Juan tiene como uno de los temas principales la necesidad de observar los mandamientos, que no se opone al espíritu, sino que indica precisamente la presencia del espíritu que nos ha dado Cristo (1 Jn 2,3-4; 3,24; 4,6). La vida eterna se les da únicamente a aquellos que obedecen a la palabra de Dios. El que cree en Jesús, tiene la vida eterna; el que no cree, está condenado (Jn 3,18; 5,40; 6,47; 8,50). La fe genuina desemboca connaturalmente en obras buenas, por eso solamente el que haya obrado bien, podrá alcanzar la resurrección gloriosa (Jn 5,29). En el Apocalipsis, retorna con frecuencia el pensamiento del premio que se les concederá a las obras (por ejemplo Ap 20,4-15). El valor de las obras en orden a la recompensa se expresa igualmente con la imagen del «libro de la vida», en el que se van escribiendo las obras de cada uno y según el cual tendremos que ser juzgados (Ap 20,12). Las obras buenas «siguen», por tanto, a los que mueren en el Señor (Ap 14,13) y Jesús le da a cada uno la recompensa «según su trabajo» (Ap 22,12). La vida eterna es «paga» (p toOós: 2 Jn 8,9), pero es también gracia: Jesús es el que resucitará el último día a aquellos que le ha dado el Padre (Jn 6,39-40). En efecto, todas las buenas obras son frutos de la unión con Cristo (Jn 15,1-2), puesto que los hombres reciben de él el poder de convertirse en hijos de Dios (Jn 1,12-13).

830 Temas de estudio

1. Estudiar cuál es el valor de las obras en la vida cristiana según la carta de Santiago, examinando con ayuda de algún comentario: 1,4.25.27; 2,14-17; 3,1; 4,5.

2. Considerar los textos de la carta a los hebreos en los que se habla de la «ley» y determinar la parte que tiene la ley en la vida cristiana.

3. Examinar la interpretación de P. Y. EMERY, Le Christ notre récompense. Neuchátel 1962, 40-52 y 129-131 (cf. Greg 45 (1964) 339-348).

4. Estudiar la función de la «espera» en la moral del Nuevo Testamento, según C. SPICQ, Théologie moral du Nouveau Testament. Paris 1965, 309-318, 342-352.

5. Estudiar en la obra citada de C. SPICQ en qué sentido el cristiano, según Pablo, es «libre», «liberto» y «liberado» (o. C., 828-849).

6. Ver en P. GRELOT, Sentido cristiano del Antiguo Testamento. DDB, Bilbao 1967, 204-218, el valor de la ley antigua para el cristiano.

EL DESARROLLO DEL DOGMA

Los Padres de los siglos I-IV

831 La predicación de los cuatro primeros siglos insistió tanto en la necesidad como en el valor de las buenas obras en orden al premio eterno; la única discusión que existe entre los historiadores del cristianismo es la de si esta tendencia tiene que considerarse como una desviación del paulinismo, como una recaída en el legalismo judaico, o si es más bien la continuación de un desarrollo de la predicación apostólica 7. Esta doctrina, propuesta al principio de una forma parenética, fue elaborándose especulativamente en la controversia contra Marción, en la segunda mitad del siglo n. En esta ocasión, los Padres, al tener que determinar su propia postura frente al Antiguo Testamento, sostuvieron no solamente que la ley se le había dado a Israel por obra de Dios, sino también que los cristianos tienen su propia ley, que abraza varios preceptos morales, ya conocidos en el Antiguo Testamento 8.

832 El que observa esos preceptos, puede esperar un premio proporcionado, concedido (como decían los Padres griegos) Kat'áxían, según el valor de la obra 9. Los Padres latinos, desde Tertuliano 10 utilizan la expresión meritum para designar la relación existente entre la obra y el premio. A finales del siglo pasado se quiso deducir de la introducción de este término el signo de una deformación jurídica de las relaciones entre Dios y el hombre 11: en realidad, el término «mérito» es mucho menos jurídico de lo que pudiera pensarse a primera vista, y no dice más que un valor, digno de alabanza o de reconocimiento 12; hoy todavía, en la liturgia, meritum carece de un significado estrictamente jurídico 13. Sin embargo, es preciso reconocer que los latinos, en conformidad con su mentalidad, aplicaban de buen grado los esquemas jurídicos para ilustrar la relación que hay entre la obra buena y el premio 14.

San Agustín

833 El problema de la relación entre la justicia cristiana y las obras se puso de actualidad en la polémica pelagiana. El pelagianismo reducía el cristianismo a una ley superior a la antigua, definitiva, pero que era también totalmente extrínseca; la vida cristiana consistiría en ir conformando de manera cada vez más perfecta el libre albedrío con los preceptos di-vinos. San Agustín insiste entonces en la necesidad de observar los preceptos morales 15; sin embargo, integra esta afirmación con la explicación de que el cristiano queda liberado de la ley 16. El cristiano se ve libre de la ley por el hecho de que su voluntad ya ha sido sanada, y por consiguiente se ha hecho capaz de observarla. Además, no se ve obligado por el temor a someterse a la letra de la ley, ya que es llevado espontáneamente por el Espíritu de Dios, que mora en él para que ponga en práctica la voluntad del Padre celestial 17.

834 La crisis pelagiana le ofreció a Agustín la ocasión de elaborar también una teología del mérito. Pelagio deducía el valor meritorio de las obras buenas únicamente de la bondad de la naturaleza humana, que se manifiesta en ellas 18. Agustín admite que las obras buenas merecen realmente una recompensa de Dios, pero añade que las mismas obras meritorias son fruto de una gracia no merecida; por consiguiente, Dios, coronando nuestros méritos, corona sus propios dones 19.

Santo Tomás

835 La escolástica elaboró progresivamente la noción del mérito y las condiciones necesarias para qué una obra sea realmente meritoria 20. Santo Tomás 21 presenta una teología sistemática sobre el mérito. Encuentra el fundamento de esta doctrina en el principio paulino, según el cual Dios, «justo juez», le da a los justos su premio. De aquí concluye que la vida eterna se les da a los justos como merced «condigna», esto es, proporcionada a sus buenas obras. Para mostrar de qué manera puede haber una proporción entre las obras humanas y la vida eterna, santo Tomás distingue entre la obra en cuanto que procede del libre albedrío, y la obra en cuanto que es fruto del Espíritu Santo que habita en el justo. Considerada de la primera forma, la obra buena merece la vida eterna solamente por una especie de conveniencia (congruitas), por el hecho de que es conveniente que Dios recompense según su inmenso poder aquello que el hombre ha hecho con sus débiles fuerzas 22. En cuanto que la obra pro-cede de la gracia del Espíritu Santo, exige el premio en cierto sentido (meritum ex condigno): efectivamente, en primer lugar, el influjo del Espíritu Santo les da a las obras del justo una ordenación intrínseca a la vida eterna; en segundo lugar, la obra participa de la dignidad de aquella gracia, por la que el hombre se ha convertido en hijo adoptivo de Dios 13. Además, aun cuando la gracia del Espíritu Santo, que el justo posee en esta vida, no tenga la misma perfección ontológica que tendrá luego en la gloria, sin embargo contiene la gloria virtualmente, lo mismo que la semilla al árbol 34. De esta forma santo Tomás encuentra en las obras buenas de los justos las dos propiedades del mérito estrictamente dicho (de condigno), esto es, la proporción entre la obra y el premio, y la promesa del premio, que está contenida implícitamente en el don del Espíritu Santo, en virtud del cual las obras del justo están ordenadas a la vida eterna.

836 Sin embargo, santo Tomás es consciente de que un mérito delante de Dios es bastante distinto de un mérito ante los hombres 25:

1) El hombre, en su ser y en su obrar, es totalmente dependiente de Dios; las mismas obras buenas que el justo lleva a cabo, no le pertenecen totalmente, sino que le pertenecen a Dios, bien sea por la creación, bien por la gracia especialmente, ya que son frutos de la misma. Por eso, Dios no se hace propiamente hablando deudor del hombre por sus buenas obras. Tiene que darse el premio a sí mismo, ya que no puede ponerse en contradicción con lo que él mismo ha establecido, al querer que los justos alcancen la vida eterna por sus propias obras buenas. Por consiguiente, si el mérito exige un premio en justicia, se trata en último término de un efecto de la misericordia divina, causa primera de todos nuestros méritos.

2) No puede haber nunca una igualdad absoluta entre la obra humana y el premio divino; habrá únicamente una connaturalidad entre la obra y el premio, en cuanto que las obras de los justos son obras de hijos adoptivos de Dios.

3) Finalmente, Dios no recibe ninguna utilidad de las obras buenas de los justos, sino que por el contrario comunica con mayor abundancia su bondad a través de ellas: por tanto, cuando el justo obra bien, él mismo es el que sale ganando, ya que con sus obras participa cada vez más de la bondad divina, construyendo la unidad de su existencia.

Precisamente por estas razones, santo Tomás en la Summa theologica, no aplica nunca el concepto de «justicia conmutativa» al valor meritorio de las obras buenas, sino que les aplica solamente el concepto de «justicia distributiva» 26..

837 Temas de estudio

1. Recoger el sentido de la expresión «kat'axian» de los textos siguientes: TEÓFILO ANTIOQUENO, Ad Autolycum 2,14: PG 6, 1046; JUSTINO, Apol, 1, 43; PG 6, 392-393; IRENEO, Adv. haer. 5, 36: PG 7, 1222-1223; CRISóSTOMO, Hom. 2 de diabolo tentatore 8: PG 49, 258; BASILIO, Hom. in Psalmum 114, 3: PG 29, 489; GREGORIO NI-SENO, In Psalmum 6: PG 44, 612.

2. Reconstruir la doctrina de Agustín sobre el mérito, según la Ep. 194 (especialmente, c. 5): PL 33, 874-891.

3. Comparar la teología de santo Tomás sobre el mérito con la de los nominalistas, p. e., GUILLERMO DE OCCAM, 1 Sent. dist. 17, q. 1 M (ed. Lyon 1494-1496, reimpresa en London 1962) 27.  

4. Leer los artículos de A. VALSECCHI, Gesú Cristo nostra legge: SC 88 (1960) 81-100, 161-190, y determinar en qué difieren la noción teológica de la ley y la filosófica.

La Reforma

838 Los reformadores sintieron agudamente el problema de las obras buenas de los justos. Supuesta su doctrina sobre la total corrupción del hombre caído y sobre la justicia meramente imputada, no podían atribuir un valor verdadero a las obras realizadas después de la justificación; por otra par-te, tampoco querían llegar a las consecuencias de las sectas medievales, condenadas, por ejemplo, en el concilio de Vienne (D 891-899) 28. Por eso uno de los problemas que preocupa continuamente a la teología de la reforma es el de la relación entre el evangelio y la ley.

839 Los reformadores suelen distinguir tres usos de la ley:

1) El más característico es el uso teológico: la ley se ha dado para que el hombre se haga consciente de que es pecador y, desesperando de sus fuerzas, se refugie en la misericordia de Dios que le imputa la justicia de Cristo.

2) Por medio del uso político, la ley mantiene el orden jurídico externo, impuesto incluso a los malvados por la fuerza: este uso de la ley, como todo el orden jurídico, es absolutamente independiente de la moral cristiana y solamente puede explicarse suponiendo el pecado.

3) El uso didáctico les manifiesta también a los justos el modo de vivir que Dios quiere: este tercer uso, que no tiene mucha importancia en Lutero, queda más resaltado en Melanchton, y todavía más en Calvino 29.

840 Una tendencia extremista de la reforma, representada por Juan Agrícala, rechazaba absolutamente el «tercer uso» de la ley, y pretendía que a los cristianos solamente debería anunciárseles el evangelio (según el cual, Dios les ofrece a todos el perdón en Jesucristo), pero no la ley (abolida ya para los justos). Lutero reaccionó violentamente en sus disputas contra los antinomistas 30; enseña que la ley tiene que predicárseles a todos, para inducirlos al arrepentimiento, y que debe ser también puesta en práctica por los justificados, aun cuando ninguno pueda cumplirla perfectamente.

841 Finalmente, en la Formula concordiae, el antinomismo quedó definitivamente excluido de la ortodoxia luterana. Por una parte, las buenas obras no les sirven a los pecadores para la justificación, ni tampoco a los justificados para conseguir la vida eterna; por otra parte, esas buenas obras le siguen infaliblemente a la fe sincera, lo mismo que los frutos buenos que no pueden faltar en el árbol bueno. Por consiguiente, el justificado tiene que hacer obras buenas, no como si estuviera obligado a ello por la ley, sino espontáneamente y dentro de la libertad de espíritu, como si no existiese ninguna ley. Dada la corrupción que existe incluso en los justificados, sus obras buenas siguen siendo pecaminosas, y por tanto es preciso que Dios misericordiosamente, por los méritos de Cristo, no les impute a los justos esas obras que en sí mismas serían dignas de condenación. El pecado cometido voluntariamente es signo de la pérdida de fe y manifiesta la pérdida de la inhabitación del Espíritu Santo. Consiguientemente, la Formula defiende el «tercer uso» de la ley, que debe ser predicada también a los justos 31.

842 Naturalmente, con estas afirmaciones no puede conciliarse el valor meritorio de las obras de los justos. Lutero piensa que los «papistas» hacen a Cristo superfluo, al considerar que los pecadores merecen «de congruo» la justificación y que el justo merece «de condigno» la vida eterna 32. Melanchton, en la Apología de la confesión de Augsburgo, rechaza la doctrina católica sobre el mérito, bien sea porque —según él— elimina la mediación de Cristo 33, bien porque excita a la presunción a los que se glorían en sus méritos y a la desesperación a los que temen no haber hecho nunca bastantes 34; sin embargo, Melanchton admite que las obras buenas merecen algún premio, pero no la vida eterna 35. La doctrina de Calvino es más bien semejante a la de Lutero 36.

El concilio de Trento

843 El Tridentino, al tratar de las obras buenas, tuvo presente de manera especial a la tendencia antinomista, que era considerada como una consecuencia inevitable de la doctrina sobre la «sola fe» 37. En la sesión VI, capítulo 11 (De observ'antia mandatorum deque illius necessitate et possibilitate), el concilio enseña no solamente que no basta la fe sola para salvarse, sino que es falsa también la afirmación de los que dicen que el justo peca, al menos venialmente, en todas sus obras. Es lícito obrar el bien con vistas a la vida eterna, con tal que no se excluya la tendencia radical de toda obra buena hacia la gloria de Dios, fin último de todas las cosas creadas (D 1536-1539; cf. cánones 19-21: D 1569-1571).

844 La doctrina del concilio sobre el mérito se expone en el capítulo 16 (D 1545-1549; cf. canon 32: D 1582):

1) El concilio no utiliza el término meritum de condigno porque es demasiado escolástico, y porque entre los teólogos se disputaba sobre las condiciones necesarias para esta especie de mérito. Sin embargó, el concilio habla de un «mérito propiamente dicho», puesto que enseña que el justo me-rece verdaderamente (vere promeruisse) y cita a 2 Tim 4,7, donde se habla de Dios, justo juez, que da la corona de la justicia (D 1545).

2) El concilio dice que las obras son meritorias si son conformes con la ley, según las condiciones del hombre viador (pro hujus vitae statu: D 1546); por consiguiente no se pretende que las obras meritorias sean siempre perfectísimas.

3) El concilio enseña que incluso los justos, que obran bien, permanecen siempre en la incertidumbre de su propia salvación. Así se explica por qué los santos afirman con frecuencia que no tienen ninguna confianza en sus méritos 38. Sin embargo, en el canon 32, el concilio enseña que el justo con sus obras merece «vitam aeternam et ipsius vitae aeternae consecutionem»; esta precisión sirve para excluir la necesidad de una imputación ulterior de la justicia de Cristo (añadida a los méritos de los justos) para que puedan conseguir la vida eterna. El concilio, por tanto, no acepta la doctrina de la «doble justicia», defendida en el concilio sobre todo por Girolamo Seripando, según el cual la imperfección intrínseca de toda obra buena exigiría tina imputación de la justicia de Cristo, para conferir a dichas obras un valor meritorio.

4) El concilio insiste en el influjo de Cristo en el mérito de los justos («cujus virtus bona eorum opera semper antecedit, comitatur, et subsequitur, et sine .qua nullo pacto Deo grata et meritoria esse possunt»: D 1546). De esa manera, el concilio muestra que Cristo no resulta «superfluo» en la doctrina católica sobre el mérito.

5) El concilio no determina si las obras buenas del justo son meritorias por el hecho mismo de que la gracia las ordena a la vida eterna (opinión tomista), o si además se requiere la aceptación divina, expresada en forma de una promesa (teoría escotista).

845 Temas de estudio

1. Recoger la definición y las condiciones del mérito «de congruo» y «de condigno» en el opúsculo del teólogo conciliar ANDRÉS DE VEGA, De justificatione, de gratia, fide, operibus et meritis. Coloniae 1572 (reimpreso en London 1964), 780-824 (este opúsculo se les ofreció a los padres durante el concilio, y nos ayuda a comprender la doctrina tridentina).

2. Estudiar cómo puede conciliarse la doctrina sobre el mérito con la manera de hablar de la liturgia y de los santos que confían en la cruz de Jesucristo (cf. Canon romano: «intra quorum nos consortium, non aestimator meriti, sed veniae quaesumus largitor admitte...»; PSEUDO-ANSELMO: PL 158, 686-687; SANTA TERESA DE LISIEUX, Consejos y recuerdos, 5. en Obras completas. Monte Carmelo, Burgos 1943, 485; DTC 10, 707-710.

3. Examinar sí es posible compaginar con la doctrina del Tridentino las propuestas ecuménicas del monje de Taizé, P. Y. EMERY, Le Christ notre recompense. Neuchátel 1962, 204-218.

4. Considerar qué es lo que le añade a la doctrina de Trento la condenación de las proposiciones de Bayo: D 1911 y 1915.

REFLEXIÓN TEOLÓGICA

Planteamiento del problema

846 La primera tarea de la reflexión teológica consiste en distinguir los datos primarios de los datos derivados, para determinar de este modo la orientación de la especulación ulterior. Pues bien, el dato fundamental en la doctrina sobre el mérito está constituido por el hecho de que la revelación establece una comparación entre la relación que tiene el justo comprometido por sus buenas acciones con Dios y la relación del asalariado con el patrono, que promete y que da una paga. La reflexión eclesial determina, a la luz de la analogía de la fe, cuáles son los límites entre los que este esquema intrahumano puede aplicarse a la relación entre la criatura. y el creador (cf. n. 836).

Es misión del teólogo reflexionar sobre los elementos restantes del esquema humano, que pueden aplicarse al mérito delante de Dios y, mediante una especie de «reducción», intentar descubrir una unidad entre dichos elementos, para acercarse de este modo a una inteligencia más profunda de la realidad misteriosa que se expresa con la categoría del «mérito». Pues .bien, al examinar las condiciones que según la doctrina de la Iglesia son necesarias para el mérito, descubrimos en ellas tres aspectos, con los que ya nos encontramos anteriormente en el análisis del pecado original (n. 432-444): personalista, ontológico y jurídico.

Los tres aspectos del mérito

847 La Iglesia, en contra de Jansenio, definió que el acto meritorio tiene que ser no sólo moralmente bueno, sino además libre de toda coacción externa y de toda necesidad interna (D 2003). Por consiguiente, el acto meritorio no es considerado por Dios como digno de recibir el premio de la vida eterna, por causa de la misma prestación (exterior o interior) materialmente considerada. El acto tiene valor por el hecho de ser un obsequio filial de la persona que lo realiza y para ser tal es necesario que sea libre. Pues bien, el justo, que obra bien y libremente, obra siempre en cierta manera bajo el influjo de la caridad. De ahí se sigue que el justo, cuando merece ante los ojos de Dios, no puede ser considerado como un mercenario que, sin ninguna relación con el patrono, adquiere por medio de su fatiga el derecho a un salario, sino que es un hijo que coopera con su padre. Por tanto, todo acto meritorio tiene en sí mismo una especial bondad moral, distinta y superior de la bondad puramente natural, por el hecho de que tiende a Dios, conocido por la fe como padre y amado como padre. Con esto no queremos afirmar que para el mérito sea necesaria una intención explícita de caridad; sino solamente que es indispensable, para que exista el mérito, tal aceptación de la voluntad de Dios que de hecho es la caridad virtual. Recordando cómo el compromiso consciente y libre de un sujeto para con otros sujetos es un elemento característico en las relaciones interpersonales, podemos decir que el mérito tiene esencialmente un aspecto personal.

848 El concilio de Trento enseña que el hombre, para adquirir méritos, tiene que ser «justo», es decir, tiene que estar en estado de gracia (D 1545, comparado con 1532). En consecuencia, un acto bueno y libre del justo, aunque no sea particularmente difícil, es meritorio, mientras que un acto heroico de un hombre no unido a Cristo «no ayuda» a la vida eterna (1 Cor 13,3). Efectivamente, el que todavía no está justificado no es partícipe de la naturaleza divina; por eso, sus actos no tienen una dignidad proporcionada con la vida eterna, dada por el Padre a los justos por medio de Jesucristo. Por consiguiente, el mérito tiene un aspecto óntico; esto es, los actos meritorios tienen que tener una perfección entitativa especial, que no es el resultado de su perfección psicológica, pero sí su fundamento.

849 El concilio de Trento al tratar del mérito, nos recuerda la promesa divina del premio (D 1545, 1546). Así pues, está claro que las obras buenas del justo son meritorias, por el hecho de que la misericordia divina quiere concederles el premio. Por tanto, la raíz última del mérito no se encuentra en la realidad creada de las obras humanas, sino en el Padre, que atrae al justo por medio de Cristo hacia su perfección definitiva de tal forma que esta perfección sea también en cierto sentido el fruto de las obras del justo. Esta aceptación divina de las obras con vistas al premio (que, según santo Tomás, no es más que la elevación del hombre a la filiación adoptiva) no puede ser concebida sin la aplicación de las categorías jurídicas, tales como promesa, fidelidad al compromiso adquirido, mérito, " recompensa, merced, etc. 39.

La unidad de los tres aspectos

850 Estos tres aspectos del mérito pueden quedar reducidos a una unidad si nos damos cuenta de que .el mérito es una realidad simple, pero que trasciende al entendimiento humano, de forma que solamente puede expresarse aplicándole, de manera convergente, varias categorías.. El aspecto específico, como en todo lo que se refiere al pecado y a la gracia, es el aspecto personalista, que expresa la relación filial entre el justo y el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Al estar unido a Cristo, el hombre se ve inclinado por una exigencia intrínseca (que se deriva del don del Espíritu) a vivir filialmente. Su comportamiento no sería verdaderamente cristiforme, si no tendiese por su propia naturaleza hacia aquella unión íntima que el Hijo glorificado tiene con su Padre: en efecto, la vida de Cristo en la tierra estuvo totalmente dirigida hacia la glorificación final a la derecha del Padre. El Padre, queriendo y aceptando ese obsequio final, por eso mismo se abre paternalmente y de forma progresiva hacia el hijo, ofreciéndose a sí mismo como Padre, que comunica al hijo sus bienes.

851 Entre los hombres puede realizarse un obsequio personal sin que tenga lugar una trasformación óntica previa. En orden a Dios, el aspecto personalista del mérito supone necesariamente el aspecto óntico. Efectivamente, el hombre no puede actuar como hijo de Dios, si por la inserción en Cristo no se hace partícipe de la naturaleza divina, perfeccionándose de esta manera entitativamente. Esta es la razón de que el aspecto personalista del mérito sea inseparable de su aspecto óntico.

852 Además, en las relaciones interhumanas, el obsequio que se ofrece como fruto de la propia actividad no produce necesariamente un aumento de intimidad entre aquél que actúa y aquél a quien se dirige dicha actuación. En la relación del hombre con Dios sucede todo lo contrario. En efecto, Dios le concede al justo la participación' de su naturaleza y' las mismas obras buenas, para que se vaya disponiendo a recibir otros dones, y de esta manera, cooperando libremente, llegue a aquella participación de la divina bondad, que Dios quiere concederle. Para expresar esta conjunción entre los dones concedidos y los que Dios quiere conceder, no tenemos ninguna otra analogía creada más que la de la promesa de un premio y su concesión. De este modo, se puede decir que las buenas obras del justo constituyen, en cierto modo, un título jurídico en orden al aumento de la vida filial (esto es, al aumento de gracia), y finalmente en orden a la consecución de la vida eterna, o participación en la vida gloriosa de Cristo.

853 Esta explicación que hemos ofrecido sirve para purificar el concepto de «mérito» de aquellas deformaciones que desgraciadamente se han manifestado con frecuencia en la religiosidad popular, que han dado ocasión a la reacción de los reformadores y que repugnan tanto a la mentalidad kantiana y marxista de nuestro tiempo. Efectivamente, el mérito no es un derecho que se tenga a un bien subjetivo creado, que el hombre pueda exigir de Dios por su buena conducta, y por el que Dios se convertiría en una especie de medio para la felicidad del hombre. El objeto del mérito es una comunión mayor con Cristo, y, fundamento del mérito es Cristo, ya presente en las acciones buenas del justo, pero sin estar todavía perfectamente «formado» en el mismo justo (cf. Gál 4,19). Por eso, afirmar el valor meritorio de las obras no es más que reconocer una exigencia intrínseca de la vida en Cristo, por la que esa vida tiende a progresar cada vez más hacia Cristo.

854 lemas de estudio

1. Examinar cómo el justo, que tiene ya «derecho» por herencia a la vida eterna, puede también merecerla (cf. EG 683-692).

2. Determinar cuáles son los bienes que puede merecer el justo, según STh 1-2, q. 114, a. 5-7 y 10.

3. Leer en DSAM 1, 142-166 los artículos de TH. DEMAN y F. DE LANVERSIN sobre el aumento de las virtudes infusas por medio de los actos buenos, dándose cuenta del valor de los argumentos en favor de cada una de las soluciones (cf. EG 690-692).

4. Forjarse una opinión sobre la controversia acerca del modo cómo la caridad influye en el mérito: cf. O. MARCHETTI, La sf era di attivitá della caritá: Greg 2 (1921) 13-41; A. ZICHLINSKI, De caritatis in f luxu in actus meritorios juxta S. Thomam: ETL 14 (1937) 651-656; G. GILLEMAN, Le primar de la charité en théologie morale, Bruxelles 21954, 36-64; K. RAHNER, Sobre la buena intención: Escritos de teología 3, 125-150.
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1 Sobre el último fundamento de esta diferencia cf. la interpretación sugestiva de H. MÜHLEN, Das Vorverstündnis von Person und die evangelisch-katholische Di f f erenz. Münster 1965.

2 Cf. en la literatura qumránica, 1 QS 4, 7-8 y 1 QH 7, 31.

3 Sobre la postura de Jesús respecto a la ley cf. C. LARCHER, L'actualité chrétienne de l'Ancien Testament, d'aprés le Nouveau Testament. Paris 1962, 218-255.

4 Sobre la oposición entre la doctrina de las obras de la Iglesia primitiva y la del judaísmo, cf. R. HuMMEL, Die Auseinandersetzung zwischen Kirche und Judentum im Matthiiusevangelium. München 1963, 64-75.

5 E. MócsY, Problema imperativi ethici in justificatione paulina: VD 25 (1947) 204-217, 264-269.

6 S. LYONNET, Libertad cristiana y ley del espíritu según san Pablo, en La vida según el espíritu. Sígueme, Salamanca 21967, 175-202.

7 Cf. la postura tradicional del protestantismo liberal en J. KuN-zE, Realencyclopedie für protestantische Theologie und Kirche 20, 501-502; W. VOLKER, Religion in Geschichte und Gegenwart. ed. 2, 5, 1479.

8 Cf. la documentación en A. HARNACK, Marcion. Leipzig 1921: Beilage 5.

9 Para el uso profano de esta expresión, cf. STEPHANUS, Thesaurus linguae graecae, ed. Didot 1, 1, 1081-1083; para el uso patrístico, cf. G. W. H. LAMPE, A Patristic Greek Lexicon, 1. Oxford 1961, 166-167; en particular, cf. TEÓFILO ANTIOQUENO, ad Autolicum 2, 14: PG 6, 1046.

10 Apologeticum 17-18: PL 1, 377-378; Scorpiace 6: PL 2, 134.

11 Cf. la polémica en contra de A. von Harnack en J. RIvIi:RE: DTC 10, 619-624.

12 Cf. los ejemplos aducidos en FORCELLINI-FURLANI, Totius latinitatis lexicon, 4. Prato 1868, 107.

13 Cf. los textos recogidos por P. Y. EMERY, Le Christ notre récompense. Neuchátel 1962, 155-159.

14 Cf. por ejemplo, CIPRIANO,, De opere et eleemosynis 26: PL 4, 622.

15 De fide et operibus: PL 40, 198-236.

16 De spiritu et littera: PL 44, 201-246. Cf. J. PLANIEX, Le chrétien en lace de la loi d'apres le «De spiritu et linera» de saint Augustin: Theologie in Gesichte und Gegenwart. München 1957, 725-754.

17 Cf. P. LENIQUE, La liberté des en f ants de Dieu selon saint Augustin: L'année théologique 13 (1953) 110-144.

18 Ad Demetriadem 2,3: PL 33, 1100.

19 Sermo 158, 2: PL 38, 863; Enarr. in Ps. 70, 2, 5: PL 36, 895, De gratia et libero arbitrio 6: PL 44, 889; ibid., 9: PL 44, 893; Sermo 333, 5: PL 38, 1466.

20 Cf. las obras de Auer, Landgraf, Ferraro, Casimiro a Grajau, citadas en el n. 821.

21 STh 1-2, q. 114.

22 STh 1-2, q. 114, a. 3.

23 Ibid.

24 STh 1-2, q. 114, a. 3 ad 3.

25 STh 1-2, q. 114, a. 1.

26 Para la evolución de la teoría de santo Tomás sobre el mérito cf. P. DE LETTER, O. C., en el n. 821.

27 Cf. J. RIVIÉRE: DTC 10, 701-706; P. VIGNAUX: DTC 11, 770-776.

28 Sobre los errores cf. ILARINO DA MILANO, Le eresie medievali: Grande antología filosofica, 4. Milano 1954, 1606-1607 y 1657-1659.

29 Cf. JOEST, o. C. en el n. 820.

30 Op., Weimar 39/1, 334-584; Op., 50, 468-477.

31 Formula concordiae, 4: Die Bekenntnisschri f ten der evangelischluttherischen Kirche. G:Sttingen 21952, 786-795.

32 In Epist. ad Gal.: Op., Weimar 40/1, 220.

33 Die Bekenntnisschriften., 193.

34 Die Bekenntnisschrif ten., 163-164.

35 Die Bekenntnisschri f ten., 198, 229-230.

36 Cf. Institutio religionis christianae 3, 15, 3: Corpus Reformatorum 30, 580-581.

37 CT 5, 582.

38 Cf. las explicaciones de LAíNEZ: CT 5, 619-620, y las profundas observaciones de BELARMINO, De justificatione 5, 7.

39 STh 1, q. 62, a. 3.