Muchos de nosotros provenimos de familias en las
que lo que “nos sucedía” no era muy tomado en cuenta y en las que la
educación estaba basada en conceptos autoritarios y rígidos. Incluso si no
hubo golpes o gritos, podemos haber vivido innumerables situaciones de
soledad, en las que nuestra alma infantil, nuestras percepciones o añoranzas
quedaban muy lejos del mundo de los demás.
Partiendo de esa realidad, hemos construido
modalidades de supervivencia. A veces, obligando a los otros a someterse a
nuestros deseos o necesidades, identificándonos con alguno de nuestros
padres. Así nos ponemos la etiqueta de “victimarios”, y sólo nos
relacionamos con el otro si se hace lo que supuestamente queremos. Otras
veces nos ponemos la etiqueta complementaria, relegando todo lo valioso que
hay en nuestro interior en beneficio del deseo o la necesidad del otro. Es
decir, nos ponemos la etiqueta de víctimas. Desde allí, parece que sólo
existimos en la medida en que el otro nos humilla, nos descalifica o nos
desprecia.
No importa si nos hemos puesto una u otra
etiqueta, porque somos dos caras de la misma moneda. Provenimos ambos de
historias de abuso emocional, de desiertos afectivos y desamor. Estamos
carentes y desesperadamente necesitados, pero lo manifestamos de formas
diferentes. Por otra parte, no podemos vivir el uno sin el otro, porque en
el fondo nos comprendemos.
Ésa es la trampa en la que caemos cuando abordamos el problema de la
violencia doméstica, que se suele producir entre el hombre culpable y la
mujer víctima. El problema no pasa por lograr que la mujer “se salve” de las
garras del hombre que la mortifica, porque hagamos lo que hagamos, esa mujer
permanecerá allí, en ese lugar calentito que se asemeja a sus experiencias
de amor primario. Y no hay muchos lugares tanto más dulces hacia donde
escapar.
Por eso merece la pena abordar el enfoque
verdadero sanador, fuera de los prejuicios y las opiniones sobre la moral y
buenas costumbres, desde la comprensión de lo que nos pasó, desnudando el
desamparo en el que nos hemos criado, reconstruyendo a su vez los
desvalimientos de los que han sido víctimas nuestros padres cuando fueron
niños y buscando cual detectives todas las piezas que faltan hasta terminar
el rompecabezas de nuestra vida. Así podremos saber con qué contamos cuando
pretendemos vincularnos a los otros. A lo sumo sabremos que no tenemos
restos emocionales para el intercambio amoroso. Pero la culpa no
será del otro. Es más, no habrá culpas. Si podemos hacerlo,
constataremos que el cuento de “La bella y la bestia” es sólo eso: un
cuento.
Laura Gutman