Vigilad y orad

Escrito por Ángel Moreno de Buenafuente   

miércoles, 31 de marzo de 2010

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Entra en Getsemaní, en el Huerto donde impera la noche, la tristeza, el agotamiento, el desaliento. Pocas escenas del Evangelio representan con más realismo la experiencia del hombre moderno y con frecuencia la experiencia de la comunidad cristiana, que el Huerto de los Olivos en la noche de la traición.

Tres avisos quedan grabados en la memoria de los evangelistas como enseñanza del Maestro, que no habla de memoria, sino que comparte el secreto con los suyos, para que salgan vencedores en la tentación.

El primer secreto: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar» (Mt 26, 36). «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38).

Jesús ha necesitado la compañía humana, amiga, aunque ésta se queda a una distancia infranqueable. Nos enseña que en algunos momentos de la vida es muy importante tener próximos a los amigos, poder decirles el corazón, expresar el sentimiento más íntimo.

Jesús no es el invulnerable, el valiente insensible, el fuerte solitario. Nos ha enseñado que es buena la amistad, que es necesaria la comunidad, que es mandamiento el amor mutuo. ¡Cómo ayuda saber que están junto a ti los que te quieren, aunque no pueda ser en cercanía física!

Jesús invitó a sus discípulos a acompañarlo. Muchas otras veces se había retirado Él solo al monte, en la espesura de la noche y en las latitudes del descampado, para orar. Esta noche nos dice que en los momentos recios es bueno tener cerca a los que amas.

El segundo secreto: «Pedid que no caigáis en tentación» (Lc 22, 40). «¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación» (Lc 22, 46). «Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14, 37-38).

Jesús reconoce nuestra vulnerabilidad, Él se sabe también frágil y comprende muy bien los sentimientos humanos, las reacciones psicológicas evasivas. El sueño es manifestación de defensa. No se resuelve el problema evadiéndolo, ni dejando pasar las cosas sin afrontarlas, ni reaccionando de manera inconsciente.

Jesús recomienda dos actitudes para el momento de la prueba, la vigilancia y la oración. Hay veces que acontece lo peor por no estar atentos, porque se descuidan la sensibilidad y la prudencia. La astucia, la cautela, la vigilia son referencias evangélicas frente a los que puedan hacernos daño.

Jesús insiste en la oración. Los humanos consuelan. Los amigos son necesarios, pero el Maestro nos deja como testamento una llamada apremiante para la hora oscura. En el tiempo de las tinieblas, la luz proviene de la oración, de la súplica, del grito de socorro, con la certeza de saberse escuchado. El creyente ora y atraviesa el cerco del abismo hablando con Dios.

El tercer secreto: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36). «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).

Jesús clama: “¡Abba!” Éste es el desafío más grande que tiene el cristiano. En cualquier circunstancia, siempre, el creyente sabe que tiene por Padre a Dios, y desde esta certeza se atreve a abrazar unos acontecimientos que se muestran terribles.

Jesús nos ha enseñado a orar, y cuando nos ha apremiado a hacerlo, deberemos recordar su lección. Cuando oréis, decid: “Padre Nuestro”. Si nosotros, que somos malos, nos compadecemos de los que sufren, Dios ¿no va a tener compasión de nosotros? El creyente llega a sentir, en medio de la oscuridad y de las tinieblas, el cayado del Buen Pastor.

En la noche suprema, Jesús se abrazó a la voluntad de su Padre. Es la sabiduría cristiana por excelencia, que no se haga mi voluntad, sino la de Dios. Y en la peor encrucijada, no pedir otra cosa que lo que Dios quiera, y nos sorprenderemos de la fuerza que nos asiste y de la paz que nos acompaña.

 

Contemplación de Cristo yacente

 

Escrito por Ángel Moreno de Buenafuente   

miércoles, 31 de marzo de 2010

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Contempla la Cruz, mira a Cristo yacente, clavado en ella, y descubre una extraña significación de las heridas del Crucificado.

Necesitamos poner delante de nuestros ojos a Aquel que con sus heridas nos ha curado, el que venda nuestras llagas y nos promete, al palpar las huellas dolorosas, la resurrección.

Cada una de las llagas del Señor responde a un gesto supremo de solidaridad, de amor, como réplica a todas las prepotencias, vanidades, incredulidades, evasiones, mediocridades, huidas de los discípulos, tuya y mía.

Mira al Todopoderoso, el Hijo de Dios, clavado, en la mayor impotencia, sujeto al antojo de los hombres. Observa las manos heridas del artífice de la creación, atravesadas, sujetas; Fíjate en los pies detenidos, inertes, del que fue mensajero de paz; contempla el costado traspasado del que no hizo otra cosa que amar. Pero todas estas heridas no le han sido infligidas como resultado de un accidente, de un mal entendido, de una mala suerte, de una estrategia política, sino como consumación de un proyecto de amor. “No me quitáis la vida, soy yo quien la entrego libremente”.

Es muy posible que tú también estés padeciendo alguna impotencia, incomprensión, desprecio, juicio inmisericorde, trato violento e injusto, rechazo a tus gestos de amor, insensibilidad a tus ofrendas.

Las heridas de la vida, a la luz de las heridas del Crucificado, se pueden convertir en el mejor testimonio de entrega, de donación de sí. En el diálogo mantenido entre Jesús y el que estaba también crucificado a su derecha, descubrimos una reacción luminosa. A fin de cuentas nosotros sufrimos como consecuencia de nuestra conducta, reconocía el buen ladrón, mientras que este, refiriéndose a Jesús, sufre injustamente.

De mirar y mirar a Jesús en la cruz, descubro destellos transfiguradores sobre las experiencias más dolorosas de la vida.

Jesús, en sus llagas, sufre los efectos de nuestros egoísmos, convertidos por Él en motivo de amor. La mayor prueba de amor no es morir por un hombre de bien, sino por quien no tiene título honroso. Jesús se entregó por nosotros, aun siendo nosotros causa de su sufrimiento.

Cada uno de nosotros puede transformar sus heridas en ofrendas redentoras, solidarias. No sólo por aceptarlas con paciencia, sino porque al padecer puede asociarse a la Pasión de Cristo, y cabe descubrir el privilegio de compartir las señales más autentificadoras del amor. San Pablo comprendió esta posibilidad cuando dijo: “completo en mi cuerpo lo que le falta de la Pasión de Cristo”.

Cuando en los sufrimientos se pierde la perspectiva trascendente, atrapan, traumatizan, se convierten en facturas permanentes. Aunque sean por títulos nobles, que tendrán su recompensa, sin embargo el que padece así, deja de gustar una de las posibilidades mayores de la fe, la de transformar todo, unidos a Cristo, en motivo de amor, de entrega, en actitud de abandono y confianza, como Jesús en manos de su Padre.

El cristiano conoce el secreto de poder vivir el gozo en la adversidad, la esperanza contra toda esperanza, el amor frente a los enemigos. Esta sabiduría se recibe al mirar al Crucificado. El error posible proviene de desviar la mirada y fijarla en el comportamiento de los que nos rodean. Cuando volvemos nuestros ojos y los ponemos en las categorías sociales, humanas, de nuestro mundo, perdemos el sentido trascendente de la realidad y perecemos en agravios comparativos, por celos o rivalidad, por sentirnos despreciados o ignorados, y nos obsesionamos por pensar que en la vida nos ha tocado una mala suerte.

Jesús reconvierte en la cruz los signos de muerte en esperanza de vida, y los motivos de sufrimiento, en posibilidad redentora, sea por expiación propia, sea por solidaridad amorosa.

El Crucificado sigue siendo el Maestro de vida, no humilla a quienes padecen, sino que concede un sentido superior a lo incompresible del dolor y de la muerte, para interpretar las propias heridas, y las de los que constantemente comparten  con nosotros sus pruebas.

El cristianismo no es una referencia moralista para mantener humillados a los desfavorecidos, sino la revelación que permite asumir las aflicciones personales, e invita a salir en ayuda de los que se sienten más menesterosos y hundidos por sus sufrimientos.

No deseo hacer más consideraciones, que el dolor resiste muy mal las especulaciones ideológicas. Sólo os invito a que detengáis vuestros ojos en quien es la mayor muestra de amor.


Carta de Buenfauente – Pascua 2010

Escrito por Monasterio Cisterciense de Buenafuente del Sistal   

martes, 30 de marzo de 2010

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Al comienzo del Evangelio de San Juan, al ver Jesús que dos de los discípulos del Bautista lo seguían, volviéndose hacia ellos, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos le respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?”

Al final del cuarto Evangelio, en las escenas de Pascua, Jesús, se apareció a María Magdalena, que estaba desconsolada, y le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? Ella no lo reconoció; entonces Jesús le dijo: “María, ¿a quién buscas?” Entonces, ella, dio media vuelta, y mirando a Jesús, exclamó: “Rabboní!”

Estas dos escenas abrazan el texto evangélico y marcan la dirección adecuada para encontrarse con Jesucristo, que no es otra que la de permanecer en actitud de búsqueda, sentir la mirada del Señor y reconocerlo como Maestro.

Pero yo, ¿qué busco? ¿A quién busco? ¿En qué o en quién pongo mis ojos? Estas preguntas horadan la corteza de toda soledad y dejan en la intemperie de una mirada que se instala en las entrañas, no tanto como denuncia, sino como fascinante atracción, aunque al principio no se sepa quién es el que te deja oír su voz y sentir sus ojos.

Sorprende el hecho de poder estar caminando junto al Señor, y no saber que es Él, como les pasó a María Magdalena, y a los discípulos de Emaús ¡Cuántas veces se experimenta la desolación, cuando tan sólo haría falta volver los ojos, o levantarlos, para sentir la presencia del Resucitado.

Una causa por la que quizá no descubro el acompañamiento de Jesús como persona viva, amiga y compañera, puede ser que ando invadido por mis obsesiones, ideologías y proyecciones, esperando encontrar una realidad inerte, o deseando poseer a quien es inapresable.

Más allá de que reconozca el rostro luminoso del Resucitado, Él sale a mi camino, me mira, pronuncia, de muchas formas, mi nombre, me interpela y hasta llega a denunciarme, cuando mis afanes, búsquedas e inercias proyectan un deseo fosilizado.

La actitud que corresponde es la de buscar permanentemente el rostro del Señor, y gozar de la promesa de su acompañamiento. Esté de viaje o en casa, en el jardín o junto al mar, solo o en comunidad, entre conocidos o ante personas anónimas, la certeza de la presencia del Resucitado y dejarme mirar por Él cambia la vida.

Sigue resonando en mí la primera pregunta del Evangelio: “¡Maestro! ¿Dónde vives?”Y la respuesta de Jesús: “Venid y lo veréis”. “Buscad y encontraréis”. “Llamad y se os abrirá”.

Aunque sólo sea por fe, sé que Jesús no deja de mirarme y de pronunciar mi nombre. Él no espera otra cosa sino que yo llegue a sentir la luz de su mirada en toda circunstancia. ¡Qué diferente es todo, mi vida y yo mismo, cuando se siente el acompañamiento del Maestro!

Amigo, es mi deseo de Pascua que te dejes mirar por el Resucitado y llegues a escuchar de sus labios tu nombre pronunciado con amor. Si es así, correrás a anunciarlo de muchas formas, por dondequiera que vayas. ¡Feliz Pascua!