Francisco Taborda

Vida Religiosa e inculturación

Reflexiones Teológica

 

 

El documento de Santo Domingo (= DSD) sugiere considerar la inculturación «a la luz de los tres grandes misterios de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación y mueve al evangelizador a compartir su vida con el evangelizado; la Pascua, que conduce a través del sufrimiento a la purificación de los pecados; y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu posibilita a todos entender, en su propia lengua, las maravillas de Dios» (DSD 230a). Sea éste el camino para nuestra reflexión. En un primer momento se considera la inculturación a la luz del misterio de Cristo, reflexionando desde la propuesta del texto citado del DSD; en un segundo momento se procurará sacar algunas conclusiones para la Vida Religiosa.

1. La inculturación a la luz del misterio de Cristo

La inculturación no es palabra de moda, sino imperativo del seguimiento de Cristo. Si es así, el mismo misterio de Cristo ayuda a elucidar la tarea de la inculturación. Ahora bien, el misterio de Cristo es el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, que por su muerte y resurrección envía el Espíritu «sobre toda la carne» (Jl 3,1; Hch 2,17). De ahí explicitarse el misterio de Cristo de acuerdo a los tres misterios básicos de Navidad, Pascua y Pentecostés.

1.1 Navidad-Encarnación

La forma más frecuente de fundamentar la inculturación es relacionarla con la encarnación. Hay entre ambas una analogía muchas veces observada. Ella pone la inculturación en la perspectiva del axioma patrístico: «Lo que no ha sido asumido, no ha sido redimido». El Evangelio necesita asumir a todas las culturas para que se haga explícito que todas ellas participan de la obra redentora de Cristo.

La encarnación puede ser expresa en un triple movimiento de la cercanía a la solidaridad hasta llegar a la identificación1

El dogma de la encarnación proclama que el Verbo de Dios se acercó a la humanidad caída, habitando entre nosotros (cf. Jn 1, 14), haciéndose uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Hay una doble condescendencia en ese acercamiento de Dios: por un lado, el Infinito se acerca a lo finito, el Trascendente se hace inmanente, lo Divino asume lo humano; por otro, la humanidad a la que Dios se acerca, se encuentra caída en el pecado y, así, la encarnación significa también que el Santo se hermana con el pecador, permaneciendo exento de pecado. Las figuras bíblicas del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37) y del Buen Pastor (cf. Jo 10, 11 con Lc 15, 4-7) son elucidativas del gesto de Dios en su Hijo Jesús: él se acerca a quienes yacen caídos al margen del camino y busca personalmente al que estaba perdido.

Con eso la cercanía ya pasa a decir más: solidaridad. No es desde lejos como Dios se inclina sobre el ser humano. El entra en la historia humana y se solidariza con la humanidad. No solamente eso. Su solidaridad va hasta las últimas consecuencias, escogiendo la compañía de los que son considerados escoria de la humanidad, los que por discriminación e injusticia fueron puestos en el último lugar entre los humanos: los pobres y marginados. Jesús no se acerca a ellos conservando los límites y las distancias, sino que se hace uno entre ellos: nace pobre (cf Lc 2, 7), vive pobre (cf Mt 8, 20), declara que el Reino de Dios se destina a los pobres (cf Lc 6, 20) y lo muestra con acciones y palabra (passim en todos los Evangelios) convive con pecadores y publicanos, los parias de la sociedad de su tiempo (cf Lc 15, 2), y muere a manera de los «últimos», crucificado por la injusticia, puesto entre los malhechores (cf Mc 15, 27).

La solidaridad encuentra su culmen en la identificación con el otro. Los contemporáneos de Jesús lo identifican como un pobre: trabajador manual, carpintero (cf Mc 6, 3) e hijo de carpintero (cf Mt 13, 53), de quien se espera sea ignorante (cf Jo 7, 15) como interiorano oriundo de una miserable aldea de la despreciada Galilea (cf Jo 1, 46; 7, 40), muchas veces impuro, porque, por ejemplo, toca a un leproso (cf Mc 1, 40-45) o se deja tocar por la pecadora (cf Lc 7, 39), come con pecadores y publicanos (cf Lc 15, 2; Mt 9, 10), no exige de sus discípulos las abluciones rituales (cf Mc 7, 2). No solamente es identificado con los últimos; él mismo se identifica con el más pequeño de los hermanos: los que pasan hambre y sed, migrantes, sin ropa, enfermos, encarcelados (cf Mt 25, 40)...

La Carta a los Hebreos resume todo ese misterio de cercanía, solidaridad e identificación, diciendo que Cristo "se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado" (Hb 4,15). El axioma patrístico da la razón por que no podía ser de otro modo: "Lo que no ha sido asumido, no ha sido redimido"2 . La encarnación revela la recapitulación de todo lo creado en Cristo y, por lo tanto, la dimensión «crística» de toda la realidad, que la hace posible de expresar la revelación cristiana. Si la sabiduría pagana de Terencio fue capaz de declarar: "Soy hombre y, por eso, nada que sea humano lo considero ajeno a mí", la sabiduría cristiana debería saber decir: "Soy cristiano y, por eso, nada que sea humano lo considero ajeno a mí». Si algo humano fuera ajeno al cristiano, no hubiese sido alcanzado por la encarnación y redención ni por el soplo del Espíritu. En esa perspectiva hay que considerar la inculturación: Ella consiste en asumir toda y cualquiera cultura como capaz de mediatizar la vivencia y comprensión del misterio de la fe y aún de descortinarle nuevos horizontes.

1.2 El misterio pascual

La relación de la inculturación con el misterio pascual de Cristo es menos habitual, pero no menos iluminadora. La Pascua es paso de la muerte a la vida, y deriva de la encarnación, en cuanto ésta se realiza en un mundo caído en el pecado. Aproximándose a las víctimas del pecado humano, solidarizándose e identificándose con ellas, el Verbo entra en el universo de muerte creado por el pecado. Pero, por él, la humanidad rompe el circulo vicioso del pecado y de la muerte, pasando a una nueva vida. Es decir: no solamente el justo solidario muere víctima del mundo en el que está inserto, sino que también el mundo que le condenó es condenado a la muerte por su vida. El destino de Jesús ya es el Juicio del mundo: éste prefiere las tinieblas a la luz y con eso ya está juzgado (cf Jn 3, 17-21).

Inculturación incluye muerte, tanto de parte de quien asume una cultura distinta de la suya, como de parte de la cultura en que esa persona se inserta. Quien se incultura necesita renunciar a lo que es habitual, obvio y familiar para asumir lo diferente. ¡Tarea nada fácil! Verdadera muerte en vida. El evangelizador inculturado participa así de la muerte de Cristo. Incluso podrá tener que revisar muchos de sus «dogmas» y rehacer interpretaciones del Evangelio condicionadas históricamente, pero que la otra cultura desenmascara como aprisionamiento de la verdad de Dios en los calabozos de la cultura occidental. La muerte a esas certezas podrá ser todavía más cruel y dolorosa que el abandono de costumbres corrientes en la cultura de origen. Pero, el evangelizador que se incultura, descubrirá nueva vida al crear raíces en la cultura distinta.

También la cultura que entra en contacto con el Evangelio pasa por la muerte. La contribución del Evangelio a la cultura trae consigo la renuncia a elementos culturales que contienen en sí gérmenes de pecado. La conversión al Evangelio podrá parecer, bajo determinados aspectos, más muerte que vida. Pero, evangelizada, la cultura ganará nueva vitalidad propia. La inculturación es así juicio y salvación, tanto para los que se inculturan como para la cultura que los recibe.

El misterio de muerte-vida, contenido en la inculturación, lleva a otro axioma clásico de soteriología, que expresa el sentido redentor de la acción de Cristo. Se encuentra en la Epístola a los Hebreos: «Sin efusión de sangre no hay redención» (Hb 9, 22). Aparentemente es un principio cúltico veterotestamentario, haciendo la apología de los sacrificios rituales. En el contexto de la carta, iluminando el misterio de Cristo y por el transfigurado, asume un carácter histórico3 . La sangre de Cristo, fuente de perenne redención (cf Hb 9,14), no se derrama en un acto ritual, sino en una vida entregada por los hermanos y hermanas, en solidaridad con los últimos (cf Hb 4,15), en obediencia a la voluntad del Padre (cf Hb 5, 8). Como a los excluidos de todos los tiempos, le es impuesto a Jesús cargar la ignominia de la cruz, en ella clavado fuera de las puertas de la Ciudad Santa (cf Hb 13, 12s). En un mundo marcado por el pecado sólo hay redención en la acción histórica de ponerse del lado de los marginados y excluidos y salir a su encuentro fuera del campamento, cargando la humillación del apartheid racial, social o cultural a que fueron relegados. La inculturación es redentora en comunión con el sacerdocio de Cristo, cuyo punto culminante es el misterio pascual.

1.3. Pentecostés

La relación entre inculturación y Pentecostés es más usual. La escena de Pentecostés siempre fue relacionada a la necesidad de evangelizar en el lenguaje de aquellos a quienes se dirige el mensaje. Pero, para extraer del misterio de Pentecostés toda la riqueza que contiene, es necesario dejar de considerarlo estricto al acontecimiento de Hch 2. Esa narración es solo como el preludio que preanuncia los muchos Pentecostés, las múltiples efusiones del Espíritu, que acompañan la expansión de la Iglesia descrita en el Libro de los Hechos de los Apóstoles4 .

El Pentecostés jerosolimitano de Hch 2 está en oposición a la confusión de las lenguas en Babel (cf Gn 11, 1-9). Si en esta oportunidad la humanidad se fragmentó, cuando se diversificaron las lenguas, en Pentecostés reencuentra, por la acción del Espíritu, el camino de la unidad: todos se entienden, oyendo hablar en su propia lengua. Hay que atender a dos aspectos de la descripción lucana: por un lado, narra que los apóstoles bajo la acción del Espíritu empezaron a hablar en otras lenguas (v.4); por otro, acentúa que los oyentes, aunque provenientes de todas las regiones del mundo entonces conocido (v. 9-11), oían hablar en su propio idioma.

A la luz de Pentecostés inculturación significa, de parte del evangelizador, intentar expresarse en la cultura del otro, sintetizada aquí por «lengua», y, de parte del interlocutor, captar el mensaje desde dentro de la propia cultura, sin necesidad de entrar en otro horizonte de comprensión. Es, pues, un encuentro que se da según el modelo de la encarnación: entrar en el mundo del otro, haciéndoselo cercano y solidario, identificándose con él, por la acción del Espíritu, y pudiendo ser así comprendido por él.

El Espíritu es, para unos y otros, tanto para los apóstoles como para sus oyentes, un extraño que viene a perturbar el orden habitual, donde las personas se cierran cada una dentro de su mundo y, por eso, no se entienden y quizás ni siquiera haga mucho esfuerzo por entenderse. Él viene de lo alto («del cielo») como un vendaval impetuoso, causando extrañeza en cuantos lo perciben (v. 2 y 6). Así también el Evangelio no es invención de sus predicadores. Viene de Dios y, por eso, sacude en primer lugar a su propio heraldo, exigiendo conversión, cambio de vida, apertura a Dios y al otro al que se dirige y en quien Dios ya actúa. Revisar, de cara al otro, las adulteraciones del Evangelio, que a él le gusta hacer pasar como si fueran su expresión más legítima e insuperable, es el primer imperativo que el Evangelio impone al que se sienta llamado a ser su heraldo. Por otro lado, la evangelización viene a cuestionar evidentemente también al interlocutor al que se dirige el mensaje, invitándole a convertirse personalmente y a desvelar los contravalores de su propia cultura para transformarlos según el Espíritu de Cristo.

La escena de Hch 2 se prolonga en Hch 8, 14-17, el Pentecostés samaritano. Por la imposición de las manos de Pedro y Juan enviados de Jerusalén, el Espíritu Santo irrumpe sobre los samaritanos bautizados por Felipe. La conversión y bautismo de Samaria causó desconcierto en la Iglesia de Jerusalén. Por eso mismo se envían los dos apóstoles. En definitiva, los samaritanos eran herejes del judaísmo y la mentalidad judía no concebía que pudiera haber salvación para ellos sin que se convirtieran a los dogmas jerosolimitanos (cf Jn 4, 20). En la composición de la obra de Lucas Samaria es la primera etapa de la expansión del Evangelio (cf Hch 1, 8), que rompe el círculo estrecho de una secta judía. Para que venga a ser universal, el Evangelio parte de Jerusalén, sobrepasando el primer obstáculo en la conversión de los samaritanos, hasta llegar, con los paganos (cf Hch 10), a los confines de la tierra (cf Hch 28).

A la luz del Pentecostés samaritano, inculturación significa rompimiento de las barreras del prejuicio racial y religioso. Quizás sea importante también notar que la irrupción del Evangelio hacia fuera del círculo judío no fue iniciativa de los apóstoles, sino de uno de los Siete, ordenado para un servicio eclesial de menos importancia (cf Hch 6, 2-4), pero dotado de la fuerza del Espíritu (cf Hch 8, 39). La inculturación viene de las bases de la Iglesia, es iniciativa de los que están cerca de aquellos a quienes es predicado el Evangelio. No se puede hacer por decreto desde arriba. La función de la instancia superior es confirmarla como obra del Espíritu.

La siguiente escena de Pentecostés sobreviene a la familia del centurión Cornelio (Hch 10, 44-48). Nuevamente, una etapa fundamental en el avance del Evangelio sorprende al predicador. Dios tiene que vencer la resistencia de Pedro y de sus compañeros. Lucas trabaja muy bien este aspecto, repitiendo varias veces que Pedro se había sentido obligado a dirigirse a los paganos debido a la serie de signos con que Dios le empuja hacia ellos (cf Hch 10, 1-11,18; 15,7-11). En el acto mismo de evangelizar, el Apóstol aprende, pues, algo esencial al Evangelio5 : que Dios no hace acepción de personas. Dios mismo fuerza ese aprendizaje y se anticipa a cualquiera iniciativa de Pedro, empujando a Cornelio a mandar llamarlo (cf Hch 10, 17.22.32) y derramando el Espíritu sobre los gentiles, ante de que se le ocurriera a Pedro bautizarlos o imponerles las manos (cf Hch 10, 44-48).

A la luz del Pentecostés de los paganos, se subrayan dos elementos. Primero: la resistencia del evangelizador a entrar en el mundo «impuro» de aquellos a quienes evangeliza. Pero precisamente contra esa oposición, Dios manifiesta que inculturación significa la capacidad de aprender con los destinatarios de la evangelización, en los cuales ya el Espíritu actúa, independiente de los mensajeros de la Iglesia.

En Hch 19, 1-7 se da el Pentecostés sobre cristianos imperfectos. Ellos son llamados «discípulos», aunque no habían sido bautizados en nombre de Jesús, viniendo a ser bautizados en el transcurso del acontecimiento aquí narrado. La enseñanza de esta escena es que, aunque inculturación signifique ir al encuentro del otro diferente, no consiste sencillamente en aceptar todo lo que viene del interlocutor, sin discernimiento. Ya bautizados en el bautismo de Juan Bautista, los cerca de doce efesios son bautizados en nombre de Jesús, como conviene a cristianos, ya que -por lo visto- ellos se consideraban y querían ser cristianos. La efusión del Espíritu confirma el cierto de la medida.

Encarnación, Pascua, Pentecostés no son episodios aislados. Constituyen el proceso completo del misterio del Dios revelado en Cristo por la acción del Espíritu. Hecho uno de nosotros en este mundo de muerte (encarnación quenótica), Jesús pasa de la muerte a la vida (misterio pascual), transmitiendo el Espíritu (Pentecostés), para que sus discípulos asuman plenamente la condición humana, luchando en un mundo de muerte en favor de la vida, gracias al Espíritu que por toda parte suscita vida (inculturación). A partir de su configuración con Cristo la comunidad cristiana acepta el reto de asumir, transfigurar y dinamizar a todas las culturas. Pero no lo hace por una «autoridad» extrínseca, como si la cultura donde se enraizó el cristianismo en Europa, fuera superior a las demás, sino desde dentro de cada cultura, como personas portadoras de las diversas culturas, plasmadas por ellas.

2. Vida Religiosa e inculturación

Establecido el sentido teológico de la inculturación, se puede intentar concluir qué significa en concreto para la Vida Religiosa inculturarse6 . De alguna forma los tres misterios de la vida de Cristo que iluminan el sentido de la inculturación, ya han inspirado e incentivado a los Fundadores y Fundadoras en su misión. Ellos buscaban siempre el seguimiento de Cristo que los impulsaba. Pero la configuración con Cristo dice algo distinto a cada época histórica frente a los retos nuevos que la realidad presenta. Hoy, como siempre, ellos son múltiples. En el contexto de la problemática de la inculturación hay que recordar especialmente el pluralismo cultural que en América Latina y en el Caribe no puede encubrir la realidad de los pobres, cada vez más relegados a un lado y separados de los demás por verdadero apartheid social7 .

2.1. La «encarnación» de la Vida Religiosa en la pluralidad de culturas

La mística de la encarnación ya animaba a la Vida Religiosa de América Latina y Caribe, cuando, en coherencia con el Concilio Vaticano II, Medellín y Puebla, se lanzó a la inserción en los medios populares. Allá descubrió vivencialmente una nueva faceta de la realidad latinoamericana, hasta entonces poco percibida en los ambientes de Iglesia: la variedad étnica y cultural.

La inserción en los medios populares había sido un movimiento de cercanía, solidaridad e identificación con los pobres. Pero sucede que los pobres que la Vida Religiosa encontró en su vida de cada día en la inserción tenían rostros diferenciados, pertenecían a distintas etnias, se expresaban en varias culturas. Una era la forma de ser del negro, otra la del indio, otra la del campesino, y otra la del habitante de la periferia urbana etc. Dentro de cada una de esas formas había variantes más o menos grandes, empezando por las inmensas diferencias entre los pueblos indígenas. Se ha aprendido en la práctica que «el indio» era una abstracción creada por los europeos. Las variadísimas culturas indígenas pueden, cuando mucho, ser agrupadas por familias lingüísticas (y culturales). De aquí surgió el reconocimiento, expresado en el DSD, de América Latina y Caribe como «un Continente multiétnico y pluricultural» (DSD 244).

En este nuevo viejo contexto descubierto sólo ahora, acercarse al pobre significa, por tanto, no solo ir al encuentro del necesitado y oprimido económicamente, sino del culturalmente otro. La opción por el pobre se amplió en opción por el otro en su alteridad. Esta vino a complementar aquélla. Se llegó a percibir que la malicia de la opresión y marginación no era captada solamente por un análisis económico, social y político, aunque imprescindible. Era necesario añadirle un análisis cultural. Había detrás de la explotación económica visiones de mundo opuestas, concepciones de trabajo diversas, universos de valores distintos, que la corroboraban y, en parte, la hacían posible. Además de la lucha de clases, la opresión desvelaba también un choque de culturas.

La inserción que fue vivida como un éxodo geográfico (del centro a la periferia, de la ciudad al campo) y como un éxodo social (de las élites al pueblo sencillo) pasa a ser también un éxodo cultural (de la cultura ilustrada a las culturas populares, de la cultura hegemónica a las culturas oprimidas). La inserción es incompleta sin inculturación. Solidarizarse con los pobres significa también reconocer y valorar sus formas culturales, defenderlas de la extinción y del estigma de usos y costumbres sin valor, anacrónicos, sobrepasados, objeto de burla. Colaborar para que el pobre asuma su lucha implica también el aprecio por su cultura. Configuradas dentro de los parámetros culturales propios, las luchas populares descubrirán senderos más convincentes para el pobre que si persiguieran los modelos culturales ilustrados.

La inculturación refuerza una convicción nacida de la práctica de la inserción: Los religiosos y religiosas nunca nos podremos identificar plenamente con los pobres, por la sencilla razón de que no somos pobres. Gracias a la formación y a los estudios que tenemos, y al respaldo de la Congregación en los casos extremos de enfermedad, persecución, desempleo, siempre tendremos una seguridad que el pobre real no tiene. Con la diferencia de culturas la imposibilidad de plena identificación es quizás todavía más gritante. La cultura originaria pertenece a la identidad personal. Aunque nos esforcemos por asumir la cultura del otro, siempre seremos alguien que viene de fuera y tuvo que aprender la forma de comportarse, de hablar, de pensar etc. de la otra cultura. Es un aprendizaje posterior a la constitución de nuestra identidad primera. La nueva cultura asumida podrá haber sido muy íntimamente asimilada, pero siempre en la diferencia: hago mía, por opción, una manera de ser que aprecio y valoro, pero no es originalmente mía.

Esa experiencia nos hace consciente de que el lenguaje de la encarnación ser analógico. No significa lo mismo cuando lo referimos a Cristo o a nosotros. El Verbo de Dios al encarnarse no tenía una cultura anterior que hubiese debido abandonar y cambiar por otra. Él ya se hizo hombre dentro de una cultura que es la suya, en cuanto hombre. En este punto no hay un choque cultural. Jesús fue judío y jamás fue otra cosa sino judío del siglo I de nuestra era8 .

Otro elemento que hay que tomar en consideración en la inspiración encarnatoria de la inserción e inculturación es que teológicamente la encarnación del Verbo se caracterizaba como una encarnación quenótica. «Encarnación» dice acercamiento de Dios a lo no-divino; ella ya es en sí misma «kénosis», vaciamiento, porque el Infinito y Trascendente se hace hombre finito y mortal. ¡Tremendo vaciamiento! Sin embargo, el texto de Fl 2, 6-8 que sugiere el adjetivo «quenótica» para calificar la «encarnación», añade que, al vaciarse de la «condición divina», Cristo llegó asumir lo más ínfimo de lo humano: la forma de siervo y la muerte de cruz, o sea, la muerte como víctima de la injusticia.

La antropología actual no admite la calificación de las culturas como superiores o inferiores. Una tal graduación exigiría una medida que posibilitara clasificar a las culturas. Ahora bien, no existe una tal medida, pues las culturas son realidades sumamente complejas que, bajo distintos puntos de vista, pueden ser superiores o inferiores unas o otras. En general, en una perspectiva típicamente occidental, se aplica el avance tecnológico como parámetro para calificar una cultura. Postura unilateral, pues una cultura tecnológicamente superior puede ser, por ejemplo, éticamente inferior9 . Y una tecnología considerada avanzada por ser fuente de «progreso» según los modelos ilustrados, puede desenmascararse como bien atrasada por los daños ecológicos que acarrea10 La inculturación refleja analógicamente la encarnación quenótica, no porque el religioso o la religiosa, provenientes de una supuesta cultura «superior» asumen una cultura dicha «inferior», sino todo camino al encuentro del otro como otro es un vaciamiento.

Doblemente quenótica se hace la inculturación, cuando se trata de la «encarnación» en las culturas de los pobres, porque con esas culturas, además de la explotación económica, se asumen los prejuicios que sobre ellos pesan. La inculturación da testimonio del valor de lo que es despreciado. Ella revela la grandeza de cada cultura humana. Hay en eso una analogía con la revelación de la sublimidad de lo humano a través de la encarnación del Verbo (cf GS 22). No porque quienes se inculturan valgan más o sean mejores que los que nacen en esa cultura subalterna, sino porque en nombre de Cristo y en su seguimiento asumen una condición considerada por otros -los «sabios y doctores» (cf Mt 11, 25)- como despreciable.

Cuando se privilegia la inculturación en las culturas oprimidas, surge la pregunta por la posibilidad de una inculturación en la cultura moderna. Evidentemente no está excluida. Por un lado, no hay que olvidar que la pobreza creciente es una de las caras de la modernidad (su cara más perversa). Inculturarse en el mundo de los socialmente excluidos es inculturarse en el lado sombrío de la modernidad. Por otro lado, lo positivo de la modernidad ya fue asumido por la Vida Religiosa, por lo menos desde el Concilio. Tales son la valoración de la subjetividad, los nuevos aspectos de la vida comunitaria, la nueva forma de ejercer la autoridad, la utilización de los recursos humanos, la participación en las luchas por la ciudadanía y derechos humanos etc.11 . Podría no parecer necesario insistir en esa inculturación.

Sin embargo, cabe añadir que también aquí hay una tarea ingente. La mayoría de los religiosos y religiosas de América Latina y Caribe son de origen campesino (y lo mismo se diga del clero). De ahí deriva la dificultad de la Iglesia para asumir un rostro urbano12 . Los esquemas de los orígenes tienden a prevalecer, llevando a realizarse una pastoral con una impronta más bien campesina en un ambiente de ciudad y aún de megalópolis. La inculturación en el ambiente urbano sigue siendo un reto, al que todavía no se ha llegado a responder con la asimilación de los valores modernos antes mencionados.

Al ámbito de la «encarnación» de la Vida Religiosa, pertenece todavía el problema tantas veces presentado de las vocaciones autóctonas. La inculturación de la Vida Religiosa pasa por su capacidad de formar miembros provenientes de culturas distintas de la occidental, sin «desculturarlos». Negros, indígenas, gente oriunda de las periferias urbanas o del campo deberían poder entrar en la Vida Religiosa sin tener que «emblanquecerse», pasar a la clase media, «urbanizarse». El reto sigue fuerte, si se considera la convocación a la unidad congregacional (cf abajo 2.2).

2.2. Cruz y vida nueva por la inculturación de la Vida Religiosa

La dimensión quenótica de la encarnación llega a su punto máximo en el misterio pascual. No sin razón el himno de la Carta a los Filipenses culmina con la confesión del doble movimiento que enmarca el destino de Jesucristo: la muerte de cruz y la exaltación sobre todo nombre (cf Fl 2, 8-11).

Asumir la cultura del otro, en actitud de respeto, en cercanía solidaria, en la búsqueda de identificación con el otro significa para cada persona una muerte. La cultura es «la segunda naturaleza» de la persona. Despojarse de ella para asumir la del otro es una experiencia de muerte, que aunque fruto de opción, no deja de ser dolorosa y, en cierto sentido, traumatizante. El redescubrirse dentro de la otra cultura, con sus valores, sus oportunidades, sus horizontes, es, a su vez, experiencia de resurrección, de vida nueva.

Pero el esfuerzo de la inculturación afecta también a la cultura que acoge religiosos y religiosas de otra cultura y en sus vidas reconoce la novedad del mensaje evangélico o lo oye de ellos por primera vez. La Vida Religiosa estará llevando la experiencia pascual al seno de la cultura que asumió. El Evangelio habrá de traer su contribución crítica a la otra cultura, permitiéndole una purificación que le hace redescubrir los cauces más profundos de su identidad.

Pero hay que estar atento. El Evangelio sólo existe inculturado. Su fuerza de juicio sobre la cultura diferente tiene que venir del Evangelio mismo y no de su forma cultural. ¿Cómo discernirlo? El estímulo crítico proveniente del mismo Evangelio y no de su inculturación anterior muestra cierta connaturalidad con la cultura que es por él criticada. Él no le es totalmente extraño, porque en toda y cualquiera cultura ya están sembradas las semillas del Verbo. Vale aquí el viejo axioma de experiencia espiritual: El Espíritu de Dios no actúa como el agua que choca con la piedra ruidosamente y sin penetrarla, sino como el agua cayendo sobre la esponja, sin ruido y empapándola13 . La razón es profunda: antes de llegar el Evangelio predicado por el «evangelista exterior», el Espíritu, «evangelista interior», ya actuaba en medio de ese pueblo14 . Y, sin este «evangelista interior», en vano se esfuerza el «evangelista exterior». La pretendida inculturación no pasa de mimetismo15 .

Si el Evangelio critica y juzga las culturas otras, aún no tocadas por su proclamación explícita, también es verdad inversamente que las nuevas culturas que vienen al contacto con el Evangelio permiten al «cristiano viejo» purificar su comprensión de la fe. La inculturación posibilita una profundización del Evangelio, relativizando las interpretaciones provenientes de la cultura occidental y desvelando nuevas formas de entenderlo y vivirlo, desde las nuevas culturas evangelizadas. Se aumenta el patrimonio de la tradición creando nuevas corrientes de tradición.

Otro aspecto de cruz y resurrección de la Vida Religiosa inculturada se refiere a la comunión con las culturas oprimidas16 Inculturarse en ellas es tomar sobre sí su ignominia, los prejuicios que las estigmatizan (muerte), pero es también corroborar la resistencia con que sus portadores las defienden de la extinción y consiguen mantenerlas vivas y hacerlas progresar (resurrección).

La inculturación será también muerte y resurrección al interior de cada Instituto de Vida Consagrada. Ella enseñará formas nuevas de vivenciar el carisma fundacional y con ellas enriquecerá la experiencia de la Congregación u Orden. Esta se hará más católica, es decir, más universal por la diversidad de modos de ser, traídos por la inculturación de sus miembros en las diversas culturas donde se hayan insertado. La inculturación contiene semillas de renovación y vida nueva para la Vida Religiosa.

Pero, antes de que llegue allá, pasará por el conflicto y por la muerte, porque no es fácil aceptar el pluralismo y dinamismo que la inculturación trae para dentro del Instituto. Fácilmente se confunden uniformidad y unidad, estancamiento y fidelidad. La inculturación exige el rompimiento de esos esquemas, porque supone que unidad es mucho más que hacer todo siempre y en toda parte de la misma manera, y que fidelidad es algo bien distinto de detenerse en el tiempo y en el espacio.

La inculturación trae conflicto también dentro de cada comunidad, en la medida en que es compuesta por personas cuyas opciones y grados de inculturación son diversos. Cada cual tiene su capacidad de abrirse al otro y asimilar lo diferente. Más aún: cada persona piensa distinto sobre el grado de inculturación que le es posible aceptar en fidelidad al propio carisma y aún a la fe cristiana. De ahí surgirán inevitablemente conflictos no solo en el ámbito de la Congregación u Orden, sino también dentro de la comunidad concreta en que se vive el carisma congregacional.

La inculturación es, sin embargo, condición de sobrevivencia del carisma. Conflictos y muertes son semilla y arras de resurrección.

2.3. El nuevo Pentecostés de la Vida Religiosa inculturada

La Vida Religiosa tiene su origen en un contexto bien determinado de la historia de la Iglesia. Cada Orden y Congregación es suscitada por el Espíritu frente a desafíos de una realidad histórica concreta. Los Fundadores y Fundadoras, a pesar de toda la genialidad espiritual con que, por la fuerza del Espíritu, sobrepasan su época, traen bien fuerte en su concepción la impronta de su época. Para la Vida Religiosa inculturarse significa hacer inteligibles y vivenciables en otros contextos históricos y culturales las intuiciones fundacionales. «Refundar» el propio Instituto es el reto que se presenta a cada generación de religiosos y religiosas. Como la primera fundación fue un Pentecostés bajo la acción del Espíritu, también la «refundación» inculturada deberá serlo17 .

Para la Vida Religiosa la exigencia de inculturación aparece como una acción del Espíritu que perturba el «orden» vigente y tradicional, causando extrañeza. Ella hará descubrir elementos de la vivencia carismática que nada tienen que ver con el carisma, sino más bien con las formas culturales bajo las cuales el llamado de Dios nos fue mediatizado. Por ella se encontrarán modos nuevos de configurar la Vida Religiosa en la originalidad de cada cultura. El resultado será una Vida Religiosa pluriforme. El peligro es confundir inculturación con folklore y ver las otras encarnaciones culturales del carisma como mera curiosidad o singularidad que se mira con una sonrisa benévola o irónica, sin tomar en serio la contribución que pueden y deben dar a la vitalidad de la Congregación.

La inculturación de la Vida Religiosa no es algo que ha de ser creado en los «laboratorios» de una Curia o de un Capítulo General. Es, por definición, particular y, por eso, tiene que partir desde abajo, de las bases de la Vida Religiosa, de aquellos que están en contacto cotidiano con la cultura distinta de la tradición occidental que en general impregnó el espíritu y la letra de nuestras Constituciones y tradiciones. La experiencia es algo fundamental en la inculturación. La experiencia se vive en lo concreto. La cúpula puede (y debe) establecer las líneas generales y discernir las experiencias. Pero la re-creación de la Vida Religiosa a través de la inculturación se da en las bases de la misma, donde personas de diversas culturas se encuentran y oyen la interpelación mutua que les viene de las diferentes tradiciones. El portador del Evangelio (hasta ahora inculturado en la cultura occidental) encuentra las semillas del Verbo esparcidas con abundancia en las otras culturas, que cuestionan lo que él hasta ahora consideraba como la única forma válida de vivir e interpretar el Evangelio.

En el acercamiento, en la solidaridad y búsqueda de identificación con el otro diferente, el religioso y la religiosa encontrarán nuevas modalidades de encarnar el carisma. El Espíritu los mueve a través de personas y culturas que tal vez parecieran no tener nada que ofrecer a quienes se saben portadores de la sabiduría reconocida del Fundador/a y de la experiencia acumulada en la historia de su Congregación.

Pero no todo es oro en la cultura del otro. Todo cuestionamiento a la Vida Religiosa proveniente de la cultura diferente debe ser discernido y eventualmente se mostrará como no pertinente. Es necesario tener la sinceridad y el coraje de reconocer que no toda novedad ni toda propuesta diferente ya por sí es un llamado del Espíritu. Ella es siempre «tentación», en el sentido bíblico de la palabra. Es decir: es siempre prueba, oportunidad de someter a juicio lo viejo y discernir lo que Dios quiere de nosotros en el momento presente (cf 1 Ts 5, 21; Fl 4, 8).

La inculturación es un llamado de Dios a asimilarnos al misterio de Cristo, a que aceptemos experimentar ese misterio en nuestra propia carne. Es un salto en la oscuridad, el salto de la fe. Poco se puede escribir hoy sobre ella. La Iglesia y la Vida Religiosa apenas se inician en ese camino. Será necesaria mucha confianza en el Señor para que nos pongamos a correr rumbo al futuro de Dios. En él se vislumbra una nueva «figura histórica» de la Vida Religiosa18 : pobre, en este Continente de oprimidos y excluidos; plural, en este Continente «multiétnico y pluricultural».

Notas:
1 Cf. Cleto CALIMAN, Aproximaçáo, solidariedade e identificaçao. Una leitura cristológica do Documento de Santo Domingo. Ernanne PINHEIRO (coord.): Santo Domingo: una leitura pastoral, Paulinas, São Paulo 1993, 73-89 (81-88).

2 Cf. Alois GRILLMEIER; Quod non assumptum, non sanatum, LThK 8, 954-956.

3 Cf. Manuel DIAZ MATEOS: Jesucristo ayer, hoy y siempre, «Páginas» 17 (1992/nº117) 58-71.
4 Sobre los Hechos de los Apóstoles, cf. Rudolf PESCH: Die Apostelgeschichte, Teilband I: Apg 1-12 Zürich-Einsiedeln-Köln: Benziger; Neukirchen-Vluyn: Neukirchener, 1986. ID.: Die Apostelgeschichte. Teilband II: Apg 13-28, Zürich-Einsiedeln-Köln: Bensiger; Neukirchen-Vluyn: Neukirchener, 1986. Alfons WEISER: Die Apostelgeschichte, Kapitel 1-12, Gütersloh: Gerd Mohn; Würzburg: Echter, 1981. ID.: Die Apostelgeschichte. Kapitel 13-28, Gütersloh: Gerd Mohn; Würzburg: Echter, 1985. Franz MUSSNER: Apostelgeschichte, Würzburg: Echter, 1984.

5 cf. D. J. BOSCH: Evangelisation, Evangelisierung, Karl MÜLLER - Theo SUNDERMEIER (Hrsg.): Lexikon misionstheologischer Grundbegriffe, Berlin: Reiner, 1987, 102-105. Walter J. HOLLENWEGER: Evangelisation. TRE 10, 636-641.

6 Dentro de la amplia bibliografía sobre el tema, cf. Francisco TABORDA: Da inserção à inculturação. Considerações teológicas sobre a força evangelizadora da Vida Religiosa no meio do povo, Rio de Janeiro: CRB, 1988. Maria Carmelita de FREITAS: Nova evangelização, Vida Religiosa e cultura. Nova Evangelização e Vida Religiosa no Brasil, Rio de Janeiro: CRB, 1989, 193-206. Spencer CUSTÓDIO: Vida Religiosa e inculturación del Evangelio, «Testimonio» 137 (1993) 36-44.

7 Por «apartheid» social se entiende el fenómeno de una población dividida en dos mundos superpuestos, funcionalmente ligados, pero que viven completamente separados. El primero tiene todos los privilegios (económicos, jurídicos, educacionales, sanitarios, habitacionales); el segundo no tiene medios ni derechos, excluido de los beneficios del proceso de modernización, condenado estructuralmente al desempleo, incorporado sólo pasiva y perversamente al sistema capitalista. Lo que el «apartheid» produce por motivos raciales, el «apartheid» social lo realiza por razones económicas y sociales. Cf Cristóvam BUARQUE: O que é apartação social?, São Paulo: Brasiliense, 1993.

8 Otra cuestión es el choque cultural que Jesús, como judío de su tiempo, haya sufrido en el contacto con paganos. Los Evangelios ofrecen un ejemplo claro en el episodio de la mujer cananea (cf Mc 7, 24-30), pero al mismo tiempo hablan de la capacidad de Jesús de aprender con lo diferente y modificar su actitud condicionada culturalmente (cf Mc 7, 29).

9 La tecnología no tiene por qué ser un parámetro más decisivo para juzgar una cultura que la ética. 10 cf Cristóvam BUARQUE: A desordem do progresso. O fim de era dos economistas e a construção do futuro, Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1991.

11 cf. Tito F. de MEDEIROS: A modernidade e suas ambigüidades: desafio à Vida Religiosa e à Vida Consagrada, EQUIPE DE REFLEXÂO DA CRB: Con Deus para o mundo. Em preparação para o Sínodo sobre a Vida Consagrada , (Cadernos CRB, 19), Rio de Janeiro: CRB, 1993.

12 Cf. José COMBLIN: A Nova Evangelizaçao. SOTER-AMERINDIA (ed.): Santo Domingo. Ensaios teológico-pastorais, Petrópolis Vozes, 1993, 206-224, (213-214). Alberto ANTONIAZZI: Princípios teológico-pastorais para uma nova presença da Igreja na cidade (mimeo), 1992.

13 Cf. Ignacio de LOYOLA: Ejercicios Espirituales 335 (Discernimiento de Espíritus de la Segunda Semana, 7ª regla).

14 Cfr. la idea de San Agustín sobre el «maestro interior» y el «maestro exterior».

15 Notese la diferencia entre inculturación y mimetismo. La primera se hace con Espíritu y en el Espíritu, es decir, se cree más en el Espíritu que ya actúa en la otra cultura que en la capacidad humana de adaptarse a los otros. El mimetismo, en contra, no cree en el Espíritu presente en la cultura distinta. Por eso es, en definitiva, imposición de lo extraño bajo un modo de expresión, que lo hace familiar. No se toma en serio el otro ni la acción de Dios en él. Sólo se disfraza lo extraño al otro, para que sea más fácilmente aceptado por él.

16 Valga el término, apesar de la fundada crítica de Paulo SUESS: Evangelizar os «pobres e os outros» a partir de suas culturas, REB 52 (1992) 364-386 (371-372).

17 Cf. Francisco TABORDA: Carisma e institución, Boletín CLAR 28(1990 nº 1)20-26.

18 Cf. Carlos PALACIO: El sacrificio de Isaac: una parábola de la Vida Religiosa. Boletín CLAR 31(1993 nº 3)2-13.