Vida moderna y vida consagrada.

Sacerdotes y obispos

Textos

 

«En una primera aproximación, entendemos la globalización como un proceso de interconexión financiera, económica, social, política y cultural que se acelera por el abaratamiento de los transportes y la incorporación en algunas instituciones (empresas, grupos sociales, algunas familias...) de tecnologías de la información y de la comunicación en un contexto de crisis económica (1973), de victoria política del capitalismo (1989) y de cuestionamiento cultural de los grandes ideales» (J.M. Mária i Serrano, "La globalización, ah sí, una maravillosa excusa para muchas cosas", CiJ, nº 103, p. 5)

«... la imagen del producto ha ganado peso en el valor añadido porque el consumo se está convirtiendo en una forma central de buscar sentido a la vida. Cuando los ideales antiguos (como las religiones), o modernos (como las ideologías) pierden influencia, son sustituidos por las empresas, que otorgan sentido al acto de consumir un producto, especialmente por medio de la publicidad» (Ibid, p. 10).

«Es a esa misma disolución del Yo a lo que apunta la nueva ética permisiva y hedonista: el esfuerzo ya no está de moda, todo lo que supone sujeción o disciplina austera se ha desvalorizado en beneficio del culto al deseo y de su realización inmediata, como si se tratase de llevar a sus últimas consecuencias el diagnóstico de Nietzsche sobre la tendencia moderna a favorecer la "debilidad de voluntad", es decir, la anarquía de los impulsos o tendencias y correlativamente, la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquiza todo [...]. Asociaciones libres, espontaneidad creativa, no-directividad, nuestra cultura de la expresión, pero también nuestra ideología del bienestar estimulan la dispersión en detrimento de la concentración, lo temporal en lugar de lo voluntario, contribuyendo al desmenuzamiento del Yo, a la aniquilación de los sistemas psíquicos organizados y sintéticos. La falta de atención de los alumnos, de la que todos los profesores se quejan hoy, no es más que una de las formas de esa nueva conciencia cool y desenvuelta, muy parecida a la conciencia telespectadora, captada por todo y nada, excitada e indiferente a la vez, sobresaturada de informaciones, conciencia "intra-determinada". El fin de la voluntad coincide con la era de la indiferencia pura, con la desaparición de los grandes objetivos y grandes empresas por las que la vida merece sacrificarse: todo y ahora y no ya "per aspera ad astra". "Disfrutad", leemos a veces en las pintadas; no hay nada que temer, el sistema se encarga de ello, el Yo ha sido ya pulverizado en tendencias parciales según el mismo proyecto de desagregación que ha hecho estallar la socialidad en un conglomerado de moléculas personalizadas» (G. Lipovetsky, La era del vacío, Ed. Anagrama, Barcelona 2000, pp. 56-57).

«Ya que se trata de elegir, procura elegir siempre aquellas opciones que permiten luego mayor número de otras opciones posibles, no las que te dejan cara a la pared. Elige lo que te abre: a los otros, a nuevas experiencias, a diversas alegrías. Evita lo que te encierra y lo que te entierra. Por lo demás, ¡suerte!» (F. Savater, Ética para Amador, Ed. Ariel, Barcelona 2000, p. 174).

« El individuo pertenece, en primer lugar, a sí mismo, ningún principio está por encima del derecho a disponer de la propia vida» (G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Ed. Anagrama, Barcelona 2000, p. 86).

«... hemos dejado de creer en el sueño de "cambiar la vida", no hay nada más que el individuo soberano ocupado en la gestión de su calidad de vida» (G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber, p. 72).

«Cuanto más terreno gana la incitación hedonista, más trabajo cotidiano de mantenimiento corporal y de autovigilancia. El eclipse de la moral individual coincide con un egotropismo de masas obsesionado por la forma y la línea, ávido de deporte y de alimentación biológica, de sistemas activos antiarrugas y de cremas reestructurantes, de regímenes dietéticos y de productos light. Hemos trocado el saber enfático de dignidad por estética corporal... Jamás el cuerpo ha sido tan gran objeto de atención, de trabajo, de protección y de reparación: el utilitarismo individualista y la seducción de los productos de cuidados y de higiene tienen socialmente más éxito que el idealismo abstracto de los deberes. Ya no se machaca con las obligaciones de respeto hacia uno mismo, se exaltan en tecnicolor los modelos del cuerpo joven y seductor: la devaluación de la actitud rigorista significa menos presiones autoritarias, pero simultáneamente más control social a través de las normas "técnicas" del cuerpo sano y logrado, menos culpabilización pero más ansiedad, menos directrices ideales pero más directricidad funcional mediante la información, la moda, los profesionales de la dietética, de la higiene y de la estética del cuerpo» (G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber, pp. 102-103).

«De la práctica deportiva no esperamos nada más que sensaciones y equilibrio íntimo, valorización de uno mismo y evasión, "línea" y relajación, la virtud ya no es lo que legitima el deporte, lo hace la emoción corporal, el placer, la forma física y psicológica. Se ha convertido en uno de los emblemas más significativos de la cultura individualista narcisista centrada en el éxtasis del cuerpo... La disciplina del esfuerzo, las prácticas calificadas a veces de "puritanas" están de moda después de la oleada de hedonismo cool polisensualista. Pero esto no significa el retroceso de la lógica narcisista. No se trata en absoluto de bonificación moral y de trascendencia virtuosa; los individuos se entrenan para sí mismos, para mantenerse, para superarse, incluido el riesgo y la "mortificación" física. El principio de logro se democratiza, pero simultáneamente se personaliza y se psicologiza, perfeccionado como está por la gestión utilitarista del capital-cuerpo, por la optimación de la forma y de la salud, por la emoción de lo extremo... Con el esfuerzo deportivo, el individuo se autoconstruye a la carta sin otro objetivo que ser "más" él mismo y valorizar su cuerpo: el egobuilding es un producto narcisista. Jamás en las sociedades modernas se han prescrito tan poco los deberes del individuo hacia sí mismo, jamás éste ha trabajado tanto en el perfeccionamiento funcional de su propio cuerpo» (El crepúsculo del deber, pp. 112-113).

«La honestidad, la cortesía, el respeto a los padres: sin ninguna duda. ¿La obligación de darse? ¿El sacrificio propio? Con seguridad, no. En nuestras sociedades, el altruismo erigido en principio permanente de vida es un valor descalificado, asimilado como está a una vana mutilación del yo: la nueva era individualista ha logrado la hazaña de atrofiar en las propias conciencias la autoridad del ideal altruista, ha desculpabilizado el egocentrismo y ha legitimado el derecho a vivir para uno mismo. Se sabe que a los ojos de la moral ideal, el yo no tiene derechos, sólo deberes: la cultura posmoralista trabaja manifiestamente en sentido contrario, incrementa la legitimidad de los derechos subjetivos y mina correlativamente la del deber hiperbólico de la devoción. El espíritu de sacrificio, el ideal de preeminencia del prójimo ha perdido credibilidad: más derechos para nosotros, ninguna obligación de dedicarse a los demás, tal es en términos abruptos, la fórmula del individualismo cabal» ( El crepúsculo del deber, pp. 131-132).

«El individualismo contemporáneo no es antinómico con la preocupación de beneficencia, lo es con el ideal de la entrega personal: se quiere ayudar a los otros pero sin comprometerse demasiado, sin dar demasiado de sí mismo. Sí a la generosidad pero a condición de que sea fácil y distante, que no esté acompañada de una renuncia mayor. Somos favorables a la idea de solidaridad si ésta no pesa demasiado directamente sobre nosotros... Hemos dejado de alabar la exigencia permanente de dedicación al prójimo "siempre y en todo momento", decía Jankélévtch: el momento del imperativo categórico ha dado lugar a una ética mínima e intermitente de la solidaridad compatible con la primacía del ego» (El crepúsculo del deber, p. 133).

«Como ya escribió Tocqueville en 1840, "en los siglos democráticos, los hombres se dedican raramente unos a otros, pero muestran una compasión general hacia todos los miembros de la especie humana": las nuevas condiciones de vida consumista y psicologista no hacen más que acentuar esta tendencia a la identificación epidérmica con el otro, a la repugnancia ante el espectáculo del sufrimiento...» (El crepúsculo del deber, p. 140).

«La ayuda voluntaria elegida es uno de los rostros del individualismo posmoralista y expresa menos la reconducción de los deberes tradicionales que la búsqueda de la convivencia y del desarrollo personal a cualquier edad, menos una presión imperativa que un estilo de vida y una opción personalizada. El incremento de las aspiraciones neoindividualistas no es la tumba del voluntariado, es su estímulo» (El crepúsculo del deber, pp. 144-145).

«Lejos de ser un fin en sí, la familia se ha convertido en una prótesis individualista en la que los derechos y los deseos subjetivos prevalecen sobre las obligaciones categóricas. Durante mucho tiempo los valores de autonomía individual han estado sujetos al orden de la institución familiar. Esa época ya ha pasado [...]. Los padres reconocen ciertos deberes hacia sus hijos: pero no hasta el punto de permanecer unidos toda la vida y sacrificar su existencia personal. La familia posmoralista es pues una familia que se construye y reconstruye libremente, durante el tiempo que se quiera y como se quiera. Ya no se respeta la familia en sí, sino la familia como instrumento de realización de las personas, la institución "obligatoria" se ha metamorfoseado en institución emocional y flexible» (El crepúsculo del deber, p. 162).

«Más que nunca la inquietud colectiva está referida a la vitalidad económica, pero simultáneamente la ideología moralista del trabajo se ha desvitalizado: el trabajo está cada vez menos asociado a la idea de deber individual y colectivo, las grandes homilías sobre la obligación del trabajo ya no tienen vigencia. Ya no se exaltan las virtudes de paciencia y perseverancia, apenas se enseña el valor regular, el imperativo moral de ser útil a la colectividad, la obligación social de cumplir "su pequeña tarea microscópica", por ínfimo que sea el resultado obtenido. El advenimiento de la sociedad de consumo de masas y sus normas de felicidad individualista han representado un papel esencial: el evangelio del trabajo ha sido destronado por la valorización social del bienestar, del ocio y del tiempo libre, las aspiraciones colectivas se han orientado masivamente hacia los bienes materiales, las vacaciones, la reducción del tiempo de trabajo... Al imperativo de progreso y de solidaridad por el trabajo, ha sucedido el culto individualista del presente, la legitimidad de la búsqueda de la felicidad y la libertad, de una fun morality» ( El crepúsculo del deber, p. 174).

(Empresa, trabajo, vida privada.)

«Incluso la élite de las grandes escuelas tiende a no adherirse ya al principio de la deuda de cada uno hacia todos. En 1991, alrededor de 1 de cada 2 cuadros salido de las grandes escuelas de comercio y de ingenieros no se reconocía ninguna obligación superior a los demás ciudadanos, ninguna obligación de servir al interés general y de contribuir a la prosperidad colectiva. En la hipótesis de recibir una herencia importante que le permitiera dejar de trabajar, sólo una minoría de ellos consideraba utilizar esos fondos para crear una empresa o ejercer un oficio más interesante, menos del 5% solamente invocaba el imperativo de continuar trabajando por deber a la colectividad, cerca del 50% consideraba que "vale más no hacer nada que trabajar si se dispone de un capital suficiente". En lo esencial, el trabajo se ha liberado de cualquier significado de deuda o de solidaridad hacia la sociedad: en adelante se trabaja para sí» (El crepúsculo del deber, pp. 180-181).

«La exigencia de moralización del pueblo ha sido reemplazada por la de la acción pública: casi no creemos en las pedagogías del ciudadano, pero sí en el derecho a moralizar la política, jueces y expertos han reemplazado a las homilías de las obligaciones morales y cívicas... No son los regímenes de orden moral los que celebran la hegemonía de las obligaciones colectivas sobre los derechos individuales que perfilan de nuevo nuestras democracias, sino el Estado de derecho y la promoción social de la ideología jurídica. Es menos significativo de nuestra época el "retorno de la moral"que el "retorno del derecho", el predominio del derecho como regulador de las sociedades democráticas del posdeber» (El crepúsculo del deber, pp. 206-207).

«Los hombres no son más que hombres: sólo podemos felicitarnos por este ascenso social de una ética posmoralista [...]. Está muy lejos del desinterés ilimitado del Bien absoluto, pero rechaza la jungla del "enriqueceos", de corto alcance; no es elevada pero sí adaptada a una sociedad técnica y democrática. En esa vía, apelamos con todas nuestras fuerzas. No al heroísmo moral sino al desarrollo social de una ética inteligente, de una ética aristotélica de la prudencia orientada hacia la búsqueda del justo medio, de una justa medida en relación con las circunstancias históricas, técnicas y sociales» ( El crepúsculo del deber, pp. 214-215).

Es muy interesante observar que precisamente las tendencias sexuales coartadas en su fin son las que crean entre los hombres lazos más duraderos; pero esto de explica fácilmente por el hecho de que no son susceptibles de una satisfacción completa, mientras que las tendencias sexuales libres experimentan una debilitación extraordinaria por la descarga que tiene efecto cada vez que el fin sexual es alcanzado. El amor sensual está destinado extinguirse en la satisfacción. Para poder durar tiene que hallarse asociado, desde un principio, a componentes puramente tiernos, esto es, coartados en sus fines, o experimentar en un momento dado una transposición de este género. (S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras Completas, Madrid, 1973, t III, (3ª) p 2591 )

...Gracias a su consagración religiosa ellos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una imaginación que suscita admiración. Son generosos, se les encuentra no raras veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo. (Evangelii nuntiandi, 69 )

87. El contenido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad comtemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia y especialmente a las personas consagradas a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico. En efecto, la elección de estos consejos lejos de ser un empobrecimiento de los valores auténticamente humanos, se presenta más bien como una transfiguración de los mismos. Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes materiales y de decidir autónomamente de sí mismo. Estas inclinaciones, en cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas. La criatura humana, no obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a Dios como el bien absoluto. Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una "terapia espiritual" para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial. (Vita consecrata, 87)

...Pero los mismos que acusaban al Estado de puerilizar a los ciudadanos regulando sus costumbres caían a su vez en el papel del niño llorón, que quiere hacer lo que le venga en gana y patalea cuando se le prohibe. Nada en cualquier caso -ni siquiera la meticulosa obsesión de algunos norteamericanos en materia de lucha antitabaco- justificaba los gritos de histeria de algunos europeos. (Cf comentario de un periódico londinense ante la muerte de un fumador empedernido: ..."Eso es fascismo sanitario... ") ...¡Fascismo¡ Ya está, la palabra mágica que no podía faltar.¿Qué es el fascismo en la época del laxismo infantil? ¿Una forma de régimen totalitario basada en el reclutamiento y en el culto de la pureza racial? Se equivoca usted de medio a medio: el facismo es todo lo que frena o contraría las preferencias de los individuos, todo lo que restringe sus caprichos... ( P.Bruckner, La tentación de la inocencia, Ed. ANAGRAMA, Barcelona 1999 (3ª) p 128)

... la corriente moderna del relativismo: si lo único que cuenta es la autenticidad, cada cual, en nombre de sí mismo, está habilitado para no someterse a las leyes comunes que le desposeerían de su fidelidad a sí mismo. ¡No me juzguen: tendrían que ser yo para comprenderme¡ Cada cual se convierte en una excepción a la que el código tendría que adaptarse, cada cual deduce el derecho de su propia existencia. La ley, en vez de contener los apetitos de un ego desmedido, es requerida para que se ciña al máximo a sus meandros. Pero el sufrimiento cuando nos golpea confiere a ese relativismo un fundamento objetivo: nos purifica y nos gratifica con este regalo inesperado, la candidez recobrada. Y esta candidez no es sólo ausencia de mal: es la imposibilidad de la maldad, de la villanía...A partir de entonces la democracia se resume a la autorización para hacer lo que se quiera (siempre y cuando se presente uno como un expoliado), y el derecho como protección de los débiles desaparece tras el derecho como promoción de los hábiles, de aquellos que disponen de dinero y de relaciones para defender las causas más inverosímiles. ( Bruckner, p 130-131)

(Sólo el fuerte tiene que ser virtuoso pues el débil siempre tiene razón)... Supone que, en la confrontación que los opone, el primero parte con un handicap y el segundo con una baza. Ya no se trata de evaluar un daño preciso sino de establecer unos estatutos que prevalecen sobre cualquier otra consideración. Dicho de otro modo, si este sistema acabara extendiéndose, los individuos ya no serían juzgados sino prejuzgados, absueltos a priori no en función de lo que hubieran hecho sino de lo que son: disculpados antes de cualquier examen si se sitúan del buen lado de la barrera, aplastados en el caso contrario. ( Bruckner, p 134)

Este es el mensaje de la modernidad: sois todos unos desheredados con derecho a lloriquear por vosotros. Habéis sobrevivido a vuestro nacimiento, a vuestra pubertad, sois los supervivientes de este valle de lágrimas que se llama existencia (en Estados Unidos de está desarrollando una verdadera literatura de la supervivencia en la que aquellos que han superado una prueba, por nimia que ésta sea, se la cuentan a los demás). El mercado de la víctima está abierto a cualquiera, siempre y cuando pueda lucir una buena desolladura y el sueño supremo consiste en convertirse en mártir sin haber sufrido nunca más desgracia que la de haber nacido. En nuestras latitudes el individuo se concibe a si mismo por sustracción: quitando los poderes, las iglesias, las autoridades y las tradiciones hasta quedar reducido a ese soporte minúsculo, el Yo, independiente de todos y de todo, aislado, aligerado pero también infinitamente vulnerable. Solo frente al poder del Estado, frente a ese gran Otro que es la sociedad, inquietante, inmensa,, incomprensible, se asusta de verse reducido a sí mismo. Sólo le queda entonces un recurso: rehacer su sentido a partir de sus heridas, que amplifica, que engrandece con la esperanza de que le confieran una cierta dimensión y de que por fin se ocupen de él. ( Bruckner, p 143-144)

... La opresión, solía repetir Solzhenitsyn, produce personalidades más ricas que las insidiosas dulzuras del liberalismo... La estupefacta machaconería sobre nuestros problemas, esa especie de onanismo mental, no nos deja distinguir entre lo transformable que depende únicamente de nuestra voluntad y lo inmutable que no depende de nosotros. Todas las adversidades se viven como una sentencia ineluctable del destino. El individuo sólo es grande si participa en algo que lo supera - especialmente la soberanía cívica- y no permanece encastillado dentro de sí sino que capitula ante los cuidados que se le prodigan y, convencido de estar ganando una mayor seguridad, cosecha una mayor fragilidad. Lo sabemos desde Tocqueville, y es un contrasentido confundir individualismo y egoísmo: el segundo es un rasgo eterno de la historia de las culturas. Ojalá el individuo contemporáneo sea por lo menos egoísta, tenga por lo menos ese mínimo de vitalidad, de instinto de conservación. Nos encontramos así con la paradoja de un egoísmo que acaba matando al ego a fuerza de querer preservarlo a toda costa, de protegerlo de la más mínima contrariedad. (Bruckner, p 146-147)

La compasión se transforma en una variante del desprecio a partir del momento en que por sí sola conforma nuestra relación con los demás excluyendo otros sentimientos como el respeto, la admiración o la alegría. Resulta más fácil simpatizar en abstracto con gente infeliz -forma elegante de apartarlos-, puesto que simpatizar con la gente feliz requiere una disposición de ánimo más abierta, ya que nos obliga a luchar contra el obstáculo que representa la envidia. Convertir la compasión en el valor cardinal de la ciudad significa destruir la posibilidad de un mundo en el que los hombres podrían hablarse y reconocerse como personas libres. tanto lo humanitario como la caridad buscan únicamente individuos afligidos, es decir seres dependientes; por el contrario, la política exige interlocutores, es decir seres autónomos. Una cosa produce seres asistidos, la otra requiere seres responsables... ( Bruckner, p 269)

Creemos ayudar al sujeto mimándolo, aligerándolo de todo lo que no sea él, descargándolo de sus deberes, de sus obligaciones para que pueda dedicarse por entero a su exquisita subjetividad. Con lo cual se le priva de puntos de referencia, de límites, se consigue que se vuelva más ansioso de sí mismo, se confunde la independencia con el vacío. Se incrementa sin quererlo el espantoso derrotismo de aquel que, agobiado por su libertad, se apresura a olvidarla, a pisotearla. Pero fortalecer al individuo es vincularlo y no aislarlo, es enseñarle de nuevo el sentido de la deuda, es decir de la responsabilidad, es reinsertarlo en diversas redes, en diversas lealtades que hacen de él un fragmento de un conjunto más amplio, es abrirlo y no limitarlo a sí mismo (a condición de que esas pertenencias sean libremente consentidas). Pues el hombre occidental no necesita que lo protejan, que lo confinen en el doble recinto del hospicio y de la guardería: tiene necesidad de algún valor que lo impulse, de desafíos que lo despierten, de rivales que lo preocupen, de hostilidad estimulante, de trabas útiles. Tiene necesidad de seguir siendo un ser de discordia, que albergue en su seno ideales contradictorios, un ser cuyo conflicto signifique su riqueza y no su maldición, tiene necesidad de seguir librando dentro de sí una pequeña guerra civil. El individualismo no se curará mediante un regreso a la tradición o a una permisividad mayor, sino a través de una definición más exigente del propio ideal, por su arraigo en un conjunto que lo supera: sólo es viable frenado por fuerzas que parecen negarlo pero que en realidad lo van reaprovisionando de obstáculos, enriqueciendo. Si se lo priva de coerciones, se agosta; si se lo ataca, se fortalece. Nunca somos "hombres , sencillamente hombres" (Hannah Arendt), sino siempre productos de una situación precisa, que no se puede concebir sin una nación, un régimen político, un pueblo, una herencia cultural. En vez de enfrentar en un combate estéril lo particular contra la sociedad, hay que pensarlos en términos de antinomia, de fecunda oposición, puesto que se engendran uno a otro... Que la persona privada detenga el orden social que a su vez la limita, que sea un cortafuegos contra la movilización masiva, contra los conformismos, pero sin degenerar en desinterés por el destino común. Hay que confrontarla con gérmenes de "comunitarismo" que pueden matarla, pero también fortalecrla, su antítesis debe ser su elemento íntimo que la revitalice por oposición. De igual modo que la colectividad encuentra en la voluntad de cada individuo una frontera infranqueable, no hay auténtica libertad que no sea contenida, es decir ampliada y limitada por la libertad de los demás, arraigada en el prójimo. Para frenar la regresión pueril o victimista bajo todas sus formas hay que abrir al sujeto a lo que lo engrandece, a lo que lo saca de sí hacia

un más-ser.

En definitiva, no hay más que un medio de progresar, y éste es profundizando incansablemente en los grandes valores de la democracia, de la razón, de la educación, de la responsabilidad, de la prudencia; es reforzando la capacidad del hombre de no doblegarse jamás ante el hecho consumado, de no sucumbir al fatalismo. A nosotros nos toca demostrar que la democracia con sus armas clásicas del debate y de la argumentación todavía puede oponerse a sus propias contradicciones, nos toca probar que el ciudadano quejumbroso, ahito, narcisista es capaz de hermosas sorpresas antes de que la propia realidad se encargue de castigarlo con todo el impersonal rigor que le es propio. Denunciar la frivolidad demasiado a menudo perjudicial no impide confiar en las personas, en su aptitud para corregir sus propios errores, para imponerse unos límites, para despertar a la inteligencia de los peligros, para comprender por último que en determinadas circunstancias la libertad es más importante que la felicidad. Como la democracia, la libertad nunca es más valiosa que cuando está amenazada; cuando se da por descontada, es natural que la felicidad recupere la preeminencia, pero entonces, debido a una dialéctica perversa, la libertad vuelve a estar amenazada. En última instancia, siempre hay que apostar por la clarividencia y por la grandeza del hombre. Ninguna dificultad es en sí insuperable, el único peligro estriba en aportar soluciones antiguas a situaciones nuevas, en perder el sentido de las proporciones, en expresar las más nimias contrariedades en términos de Apocalipsis. Por ello, tanto el optimismo como el pesimismo resultan impropios debido a que yerran la verdad contrastada de nuestro universo, un funambulismo entre dos extremos. Ni desesperación ni beatitud, sino un desasosiego eterno que nos exige combatir alternativamente en varios frentes

sin creer nunca que detentamos la solución o el reposo. (Bruckner, p 284-286)

El proyecto de ser feliz tropieza con tres paradojas. Se refiere a un objeto tan indistinto que, a fuerza de imprecisión, se vuelve intimidatorio. Desemboca en el aburrimiento o en la apatía en cuanto se realiza (en este sentido, la felicidad ideal sería una felicidad siempre saciada y siempre hambrienta que evitase la doble trampa de la frustración y de la saciedad). Y, finalmente, huye del sufrimiento hasta el punto de encontrarse desarmada frente a él en cuanto éste resurge. (P. Bruckner, La euforia perpetua, TUSQUETS EDITORES, S.A., Barcelona 2001, p 17 )

... la preocupación por la felicidad en su forma laica es contemporánea, en Europa, del advenimiento de la banalidad, este nuevo régimen temporal que se estableció al comienzo de los tiempos modernos y que, tras la retirada de Dios, vio el triunfo de la vida profana, reducida a su prosaismo. La banalidad o la victoria del orden burgués: insipidez, vulgaridad. ( Bruckner, La euforia perpetua, p 18)

... Por lo tanto, según la célebre frase de Karl Marx, "abolir la religión como felicidad ilusoria del pueblo es exigir su felicidad real". La dureza católica o protestante se manifestaba desesperadamente contra la naturaleza humana y sus alegrías. Con la Ilustración, el placer y el bienestar se vieron por fin rehabilitados y se dio de lado al sufrimiento, considerado como un arcaísmo. Podríamos pensar que se pasó una página en la Historia. Al contrario. Ahí empezaron las dificultades. ( Bruckner, La euforia perpetua, p 37)

... En otras palabras, las religiones siempre tendrán una ventaja constitutiva sobre las ideologías laicas: la inutilidad de la prueba. Las promesas que nos presentan no tienen escala humana o temporal, al contrario de nuestros ideales terrestres, obligados a plegarse a la ley de la verificación. De esta misma enfermedad murió el comunismo: del choque frontal entre las maravillas anunciadas y la ignominia adquirida. No basta con proclamar el Paraíso sobre la tierra, hay que materializarlo en forma de bienestar y atractivos, contando con el riesgo, siempre posible, de frustrar las expectativas. (Bruckner, La euforia perpetua, p 43)

... Puede que, en este aspecto, la idea de progreso entrañe cierta sabiduría, al reconocer de modo tácito que el instante presente no agota todos los atractivos posibles. La sospecha de que si el Paraíso descendiera sobre la tierra nos procuraría, quizás, una eternidad de aburrimiento, el tácito deseo de no ver jamás completamente realizados nuestros anhelos para no llevarnos una decepción, explican también la seducción del progreso: una posibilidad concedida al tiempo para que haga madurar nuevos placeres y renueve los antiguos... (Bruckner, La euforia perpetua, p 44).

En cuanto al objetivo de la vida ya no es el deber sino el bienestar; nos tomamos el menor disgusto como una afrenta. Tanto en el siglo XVIII como en la actualidad, la persistesncia del sufrimiento, inagotable lepra de la especie humana, sigue siendo la obscenidad absoluta. El cristianismo, con gran prudencia, nunca se propuso erradicar el mal sobre la tierra, una ambición demente que hicieron suya los pelagianos y que era signo de idolatría. Pascal calificó justamente de loca esa voluntad del hombre de buscar personalmente el remedio a sus miserias. Ahora bien, la Ilustración creía en la regeneración de la especie humana a través de los esfuerzos conjugados del saber, la industria y la razón. Esta creencia no responde a un optimismo desenfrenado, sino a una mezcla bien dosificada de cálculo y de benevolencia: es posible acabar con casi todos los males que afligen a la especie humana. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Pero el dolor, en su infatigable retorno, desmiente esta ilusión de una perfecta racionalización del mundo. Desde ahora le corresponde al hombre, privado de la ayuda de la Providencia, eliminarlo en la medida de sus posibilidades; una responsabilidad tan exaltante como abrumadora. Había cierta comodidad nacida del pecado original... (Bruckner,, p 45)

...Y mientras unos intentan acabar con la desdicha en bloque, como los revolucionarios, o detalle por detalle, como los reformistas, nace la sospecha de que quizá semejante empresa sea ilusoria y de que la infelicidad siempre acompañará a la experiencia humana, como si fuera su sombra....

( Bruckner, La euforia perpetua,46).

En resumen, apenas bautizada, la felicidad tropieza con dos obstáculos: se diluye en la vida ordinaria y se cruza en todas partes con el terco dolor. En ciertos aspectos, la Ilustración se propuso un objetivo desmesurado: estar a la altura de lo mejor que tiene el cristianismo. Robar a las religiones sus prerrogativas para hacerlo mejor que ellas, fue y sigue siendo el proyecto de la modernidad. Y las grandes ideologías de los dos últimos siglos (marxismo, socialismo, fascismo, liberalismo) tal vez sólo hayan sido sustitutos terrenales de las grandes confesiones, para que la desdicha humana conservara un mínimo sentido, sin el cual sería sencillamente insoportable. Por lo tanto, la modernidad sigue obsesionada por lo mismo que pretende haber superado. Lo que había que abandonar y dejar atrás vuelve a angustiar a las generaciones actuales como lo harían un remordimiento o una nostalgia. Por eso como decía genialmente Chesterton, el mundo contemporáneo está "lleno de ideas cristianas que están locas". La felicidad es una de estas ideas...

(Bruckner, La euforia perpetua, p 47-48)

¿Mediante qué perverso mecanismo un derecho trabajosamente adquirido (a ser feliz) se convierte en ley y la prohibición de ayer es la norma de hoy? El motivo es que toda nuestra religión de la felicidad tiene como motor la idea de dominio: somos dueños tanto de nuestro destino como de nuestras alegrías, capaces de crearlas o invocarlas a placer. Así, la felicidad entra en la lista de las hazañas prometeicas, junto con la técnica y la ciencia; deberíamos producirla y exhibirla. De ello da fe toda una nebulosa intelectual en el transcurso del siglo XX que repite de mil maneras un credo idéntico: la satisfacción es cuestión de voluntad. (Bruckner, La euforia perpetua, p 51)

... Sin embargo nuestro fin de siglo, siguiendo una tendencia ya observada en el siglo XIX, ha puesto la libertad al servicio de la felicidad y no a la inversa, y ha visto en esta última la apoteosis de toda una trayectoria emancipadora. Ya lo dijo Benjamin Constant, que definía la libertad de los modernos como "la seguridad de los placeres privados" y la preocupación desmesurada por la independencia individual. Durante mucho tiempo los hombres opusieron el ideal de la felicidad a la norma burguesa del éxito; y ahora esa misma felicidad se ha convertido en uno de los

ingredientes del éxito... (Bruckner, La euforia perpetua, p 55)

La liberación de las costumbres es una extraña aventura, y por bien que la conozcamos no nos cansamos de repetirla, de saborear su amargo retorno. Durante siglos el cuerpo fue reprimido y aplastado en nombre de la fe o de las conveniencias hasta el punto de llegar a ser, en Occidente, el símbolo de la subversión. Pero una vez liberado se produjo un extraño fenómeno: en lugar de disfrutar con toda inocencia, los hombres transfirieron la prohibición al seno del placer. Éste, ansioso de sí mismo, ha erigido su propio tribunal y se condena, ya no en nombre de Dios o del pudor, sino de su insuficiencia: nunca es lo bastante fuerte, lo bastante adecuado. La moral y la felicidad, antaño enemigos irreductibles, se han fusionado; lo que actualmente resulta inmoral es no ser feliz, el superego se ha instalado en la ciudadela de la Felicidad y la gobierna con mano de hierro. Es el fin de la culpabilidad en provecho de un eterno tormento. La voluptuosidad ha pasado de ser una promesa a ser un problema. El ideal de la plenitud sucede al de la obligación para convertirse a su vez en obligación de plenitud...(Brukner, La euforia perpetua, p 57)

...La felicidad ya no es la suerte que se cruza en nuestro camino, un momento fasto ganado a la monotonía de los días: es nuestra condición, nuestro destino. Cuando lo deseable se convierte en posible, se integra de inmediato en la categoría de lo necesario. Con increíble rapidez, lo que ayer era edénico se transforma en lo que hoy es corriente. una moral que impregna la vida cotidiana y deja tras de sí un gran número de derrotados y vencidos. Porque hay una redefinición de la condición social que no solamente responde a la fortuna o el poder, sino a la apariencia... Lo que nos gobierna, lo que la publicidad y las mercancías sostienen con su alegre embriaguez, es toda una ética basada en parecer a gusto consigo mismo.

"Conviértase en su mejor amigo, gane su propia estima, piense en positivo, atrévase a vivir en armonía, etc." : la multitud de libros publicados sobre el tema hace pensar que no se trata de un asunto tan sencillo. No sólo la felicidad constituye, junto con el mercado de la espiritualidad, la mayor industria de la época, sino que es también, y con la mayor exactitud, el nuevo orden moral: por eso prolifera la depresión, por eso cualquier rebelión contra este pegajoso hedonismo invoca constantemente la infelicidad y la angustia. Somos culpables de no estar bien, un mal del que tenemos que responder ante todos los demás y ante nuestra jurisdicción íntima. ¡ Pensemos en esos sondeos dignos de los antiguos países del bloque comunista en los que las personas interrogadas por una revista dicen ser un 90% felices¡ (Brukner, La euforia perpetua, p 58)

... Lo sorprendente no es que el Dalai-lama seduzca a la gente -tiene atractivos suficientes, y la gesta tibetana es tan fabulosa como abyecta la ocupación china-. Sino que sucumba al éxito con una alegría casi infantil, cada vez más ávida de publicidad, de foros, de entrevistas. Este profeta -más bien cómico de la legua- está muy lejos de la exigencia ética e histórica de Mahatma Gandhi o de Martin Luther King, dos grandes apóstoles de la no violencia. (Brukner, La euforia perpetua, p 66)

... Nuestro hedonismo, lejos de ser un epicureísmo de buena ley o un dionisismo orgiástico, entraña la desgracia y el fracaso. Por buenos alumnos que seamos, el cuerpo nos sigue traicionando, la edad nos marca, la enfermedad se ceba en nosotros y los placeres van y vienen según un ritmo que no tiene que ver ni con la vigilancia ni con la resolución. No somos ni amos ni señores de nuestros momentos felices, que no se presentan a las citas que les damos y surgen cuando no los estamos esperando. Y la determinación de expurgar o desinfectar todo lo que es débil y frágil en el cuerpo o en el espíritu, la tristeza, la pena, el vacío, tropieza con nuestra finitud, con esa inercia de la especie humana que no se deja manipular como un simple material. (Brukner, La euforia perpetua, p 69)

... Nosotros, los condenados a la Alegría, los galeotes del Placer, hemos conseguido construir pequeños infiernos con las herramientas del Paraíso. Al condenar a la gente a estar encantada so pena de muerte social, el hedonismo se transforma en castigo, en chantaje; todo el mundo cae bajo el yugo de una despótica felicidad. En esta configuración, la infelicidad cobra la dimensión fantástica de lo que se niega y no obstante subsiste: la del aparecido, el espectro que aterroriza aún más porque no sabemos darle nombre. (Brukner, La euforia perpetua, p 70)

Pero con esta liberación surge también la banalidad, es decir, la inmanencia total de la humanidad en sí misma. Sólo se puede huir hacia delante, el cielo se cubre de nubes bajas. Nos vemos condenados a ser solamente seres de este mundo, atrapados a perpetuidad aquí abajo. Nada más que la tierra, podríamos decir parodiando una frase de Paul Morand, y su enorme extrarradio, el cosmos. Al no ser fecundado por la esperanza de una vida mejor, nuestro planeta se encoge. Con la religión había que expiar los pecados para conseguir la salvación. Ahora hay que expiar, pura y simplemente, el hecho de ser. Tras la pregunta "¿Cómo vivir conforme a Dios?", que la humanidad occidental se planteó durante más de un milenio, llega poco a poco otra que recupera las preocupaciones de los antiguos: "¿Cómo vivir, sin más?". (Brukner, La euforia perpetua, p 77)

... De aquí parten los dos caminos seguidos por el placer: o la embriaguez, búsqueda enloquecida de la intensidad, o lo gris, paradójico disfrute de las mil formas que puede adoptar lo insípido. Por eso asociamos modernidad y democracia a las nociones de mediocridad, mezquindad y trivialidad, las nuevas divinidades del pequeño burgués universal. Ésta es la aventura occidental: relegar la creencia al fuero interno, reivindicar el planeta como propiedad únicamente humana, desacralizarlo para permitir su explotación racional y científica. Pero en esta gigantesca cantera, en este extraordinario frenesí de invenciones y descubrimientos, el polvo de la banalidad vuela por toda partes, agarrota los engranajes, envenena las almas y los destinos. Se impone una heteronomía grotesca, que ya no es la de Dios sino la de los jirones muertos del tiempo, el desgaste en la repetición de los días que pasan. La banalidad es el destino de los hombres sin destino, una oportunidad y una servidumbre que nos toca en suerte a todos por igual. Ella es la que repatría a esta tierra el infierno, el paraíso y el purgatorio, y permite a cada cual la posibilidad de conocerlos sucesiva o simultáneamente en el curso de una vida. (Brukner, La euforia perpetua, p 78)

La vida monástica, con su horario minucioso, sus largas horas reservadas a la oración y a la meditación, es la que mejor prefigura la experiencia profana del tiempo que conocemos en nuestra época...Cuando vive en la fe cada hora es preciosa, porque puede dedicarla toda entera a la gloria de Dios. Pero si duda o flaquea, le invade la acedía (del griego akedia, que significa indiferencia y tristeza), esa terrible enfermedad de los ascetas que los apartaba del Señor y los llenaba de aflicción. Es el hastío de alguien que ha dedicado su vida a la oración y al que la oración cansa, que pierde de pronto el interés por su salvación; un mal terrible contra el que la Iglesia se ha confesado impotente:

"Cuando esta pasión se adueña del alma de un monje, engendra en él horror por el lugar en el que vive, repuganacia por su celda, desprecio hacia los hermanos que viven con él o los que están lejos y a quienes considera negligentes o poco espirituales. Una pasión que le vuelve débil y le arrebata el ánimo para todos los trabajos que ha de hacer dentro de su celda, impidiéndole quedarse en ella y dedicarse a la lectura. [...] Al final, cree que su salvación peligra si sigue en un lugar cono ése, si no huye de allí de inmediato, y abandona la celda con la que se vería condenado a perecer si se quedara en ella". (San Juan Casiano)

En resumen, en estas soledades donde sólo deberían reinar el fervor y el recogimiento, el hastío introduce el mal humor [...] Si no tiene "el valor de soportar la duración" ( V. Jankelevich), el monje sufre una especie de putrefacción interna. Por eso hay que mantenerlo ocupado día y noche, cuadricular su espacio mental, taponar los agujeros de los tiempos muertos, agobiarlo con diversas tareas, obligatorias a la par que inútiles... (Brukner, La euforia perpetua, pp 88-89)

(Sobre el diario de Amiel) ... He aquí una curiosa inversión: en lugar de contar lo vivido, uno escribe para convencerse de estar vivo, se cuenta a sí mismo para ensanchar lo exiguo, se aturde con la inagotable riqueza que entraña un destino en apariencia tan mediocre. Y el diario íntimo, o más bien el diario de lo ínfimo, inventa así a su propio lector, hermano en la banalidad, que disfruta viendo al autor almacenando en el granero, semana tras semana, su ridícula cosecha...

(Brukner, La euforia perpetua, p 92)

LA UTOPÍA DEL "FUN" ( equivale a "buen rollo")

Pariente lejano de la flema británica, primo carnal del cool, el fun, esa palabra anglosajona surgida del universo del ocio y de la infancia, no es una moral de la diversión y todavía menos del desorden en todos los sentidos. Al contrario, constituye un sistema de selección que permite aislar, en el seno de la vida ordinaria, un puro núcleo de placer, ni demasiado fuerte ni demasiado débil, que no tiene consecuencias negativas y nos impulsa hacia un universo de sensaciones agradables. Todo puede convertirse en fun, es decir, en objeto de una ligera efervescencia, tanto el sexo como la castidad, una boda o un viaje, una religión o una afiliación política, siempre que uno no ponga en ello un gran ardor. El fun es una disciplina de tamizado que levanta discretas murallas, instaura un ambiente aséptico en el que disfrutamos del mundo sin concederle el derecho a herirnos o castigarnos. Una discreta disidencia que rechaza tanto la histeria de la vida intensa como la de la agitación, y que sólo concibe la diversión filtrada, una vez interpuesto, entre nosotros y las cosas, un cojín que nos proteja de las asperezas...

... Es el sueño del hombre liberado que suelta lastre y da más importancia a la sensación que a la experiencia, al rozamiento que al enraizamiento. La densidad de lo real sólo se tiene en cuenta para eludirla. Y del mismo modo que ahora, gracias a las técnicas virtuales, podemos cantar a dúo con Elvis o actuar en una película de Bogart, el fun nos sume en el hechizo de un cuento de hadas: el deseo supera todas las pruebas y consigue sin esfuerzo la satisfacción. El universo pierde su aspereza, se reduce a una superficie, a formas, a imágenes. Por lo tanto se puede intentar todo, siempre que nada tenga importancia. Así es el fun: una utopía de ligereza total que permite todos los placeres y esquiva todas las desgracias. La vida se convierte en un juego por el que no hay que pagar ningún precio. (Brukner, La euforia perpetua, pp 94-95)

Los corrimientos de tierras, las inundaciones o las avalanchas dan lugar a causas judiciales porque para nosotros ya no hay catástrofes naturales, solamente negligencias humanas. En cada drama hay que encontrar un responsable. Hemos pasado de una actitud fatalista a un comportamiento penalista; nos afligimos poco e inculpamos mucho, sobre todo en una época en la que no nos faltan chivos expiatorios. [...] Podemos demandar al Instituto Meteorológico francés por una previsión errónea, y pronto intentaremos demandar a nuestra Madre Tierra por su mal carácter... (Brukner, La euforia perpetua, p 99)

... Esta es la actitud norteamericana del can do, del "puedes hacerlo", que no pone barreras a las capacidades de un individuo con tal de que se arremangue, con el optimismo propio de una nación pionera que cree en las bodas de la eficacia y la voluntad. A la obligación de la salvación propia del Antiguo Régimen le ha sucedido la embriaguez de lo posible en las sociedades laicas, y este abanico da vértigo. Quien espera recorrer todos los caminos corre el riesgo de no emprender ninguno; una cosa es salir de sí mismo y otra creerse libre de la necesidad de elegir, es decir, libre de un marco que nos limita y condiciona nuestra libertad. (Brukner, La euforia perpetua, p 110)

... "Es agradable ver de qué males nos libramos" (Lucrecio). Consuelo por comparación: necesitamos el desastre ajeno para ayudarnos a sopertar el nuestro y comprobar que siempre sucede algo peor en otro sitio, que nuestra condición no es tan cruel. En general, la amargura nace del contraste entre la propia suerte y la de los más favorecidos, y engendra una cadena interminable de insatisfaciones. "Ser pobre en París es ser doblemente pobre", decia Zola, y es que la cercanía de la riqueza puede volvernos locos... (Brukner, La euforia perpetua, p 112)

En resumen, la competición de la codicia puede arrastrarnos a un eterno tormento. Por elevada que sea nuestra posición, no nos protege en lo más mínimo de sentir animosidad contra una posición más elevada. Y nos prohibimos vivir buenos momentos porque en otra parte los hay que viven mejor... (Brukner, La euforia perpetua, p 113)

Cuando el plcer es la única realidad, se confunde con el orden de las cosas y deja de ser placer (lo cual queda demostrado, a otro nivel, por la prostitución, que hace del acto màs conmovedor, el abrazo carnal, un comercio o un gesto mecánico). Llega un momento en que todas esas palabras empleadas de manera automática, "pasión", "deseo", "placer", "voluntad de vida soberana", se transforman en resaca, en cantinela. Igual que hay sacerdotes del placer, hay sacerdotes del mercado o de la revolución, y sus sermones son igual de necios. Pero sobre todo, en la vida hacen falta días de vacío, hay que conservar a toda costa la densidad irregular de la existencia, aunque sólo sea para disfrutar de los contrastes. [...] Aunque hay días que nos alejan del tiempo y hacen que toquemos con las manos una especie de eternidad, no podemos apoyarnos en ellos para inaugurar una era de perfección; muy a nuestro pesar caemos desde lo alto del instante admirable a la duración profana, todavía sin alineto por la felicidad entrevista. No podemos abolir lo cotidiano, aunque a veces lo apartemos a un lado o le inyectemos más intensidad. La verdadera vida existe pero es intermitente, un relámpago en la niebla gris que nos deja llenos de emocionada nostalgia. O, más bien, la buena noticia es que no hay "verdadera vida" en el sentido de una verdad única, sino muchas vidas interesantes y posibles. (Brukner, La euforia perpetua, p 117-118)

(La izquierda enrollada) Lo que gusta no es el pueblo y su diversidad, sino la radicaliddad, es decir, una mitología que se quiere aplicar por fuerza a las capas populares, lo quieran o no. Cuando el pueblo traiciona esta vocación y se sale de los dos moldes canónicos -el combativo y el quejumbroso-, o se permite pequeñas alegrías, la maldición cae sobre él, lo acusan de traicionar su misión histórica. "El pueblo no sabe que es desgraciado, pero se lo vamos a demostrar", decía Lasalle. Sois esclavos que se creen libres, grita el revolucionario indignado a los que se deleitan con sus modestas fantasías. [...] a la compañía de enderezadores de entuertos le gustaría que la gente se avergonzara de sus pequeños placeres, de vivir mirándose el ombligo en lugar de comportarse como extras en una gran narración histórica. Siempre habrá intelectuales y políticos para covertir nuestros supermercados, nuestros barrios periféricos y la fealdad de la vida corriente en un crimen peor que cualquier otro. Éste es exactamente el trabajo del revisionismo -sobre todo de la extrema izquierda-, que por lo general consiste en banalizar el nazismo para nazificar la banalidad capitalista y liberal. (Brukner, La eufiria perpetua, p 121-122)

Por mucho que les disguste a los cruzados de la incandescencia, no existe una revolución posible contra el aburrimiento: hay fugas, estrategias de derivación, pero el déspota gris resiste obstinadamente. porque tiene sus virtudes: nos fulmina pero también nos obliga a emprender algo, nos permite profudizar en los recursos insospechados de la duración. En su torpeza, a veces es preludio de cambios radicales. Sin el aburrimiento, sin esa somnolencia del tiempo en la que las cosas pierden su sabor, ¿quién abriría nunca un libro o se marcharía de su ciudad natal? Una sociedad donde la diversión contínua saturase día y noche nuestros menores deseos sería temible. (Brukner, La euforia perpetua, p 123)

Según Robert Mirashi, "la vida deliz implica un experiencia cualitativa donde se dan cita la satisfacción y el significado, es decir,la densidad de una presencia de acuerdo consigo misma y la coherencia de un sentido deseado y realizado". Por el contrario, nos parece que un momento de felicidad es un momento robado a la tiranía del sentido, una tregua en la duración, la desaparición provisional de la inquietud. Estar contento, reir o abrazar a los seres que amamos no quiere decir nada, pero sienta bien. ¿Por qué tendría la felicidad que necesitar un sentido como un cojo su muleta? Su divina diablura es que nos premia sin razón, que estalla como una fanfarria o se cuela entre los días de modo subrepticio para eclipsarse de la misma manera. Quizá la mayor felicidad sea la que tiene un elevado grado de arbitrariedad, la que no es objeto de ninguna espera, de ningún cálculo, la que nos cae encima como un don del cielo, suspende el curso del tiempo y nos deja descondertados, maravillados, transidos. (Y también podemos volver a visitar la humilde morada del pasado y encontrar en ella muchos momentos en los que fuimos felices sin saberlo.) (Brukner, La euforia perpetua, p 123-124)

...Si una noche, por milagro, se cumplieran todos nuestros anhelos y deseos, ya solamente querríamos morirnos: por eso la inmortalidad que nos prometen las religiones es, sobre todo, una eternidad de embrutecimiento. (Brukner, La euforia perpetua, p 124)

Nuestra religión de la economía, elevada al rango de suprema espiritualidad, demuestra que todos somos burgueses de una manera o de otra. La economía es el nuevo absoluto, y con sus criterios juzgamos nuestras satisfacciones y nuestras inquietudes: ha dejado de ser un servicio para convertirse en nuestro destino. De ello se deriva la confusión moderna entre comodidad, bienestar y felicidad, así como nuestra veneración por el dinero: pues todos nos hemos vuelto protestantes -en el sentido de que hablaba Max Weber-, todos creemos en las virtudes del dinero y el dinero como virtud (para ser más exactos, se trata de una variante puritana del protestantismo que ha echado raíces en Norteamérica y desde allí se ha extendido al mundo entero).(Brukner, La euforia perpetua, p 138-139)

...Pero si bien los gobiernos pueden crear condiciones óptimas, favorecer toda clase de fines que en sí son buenos (la salud, la vivienda, la educación, la seguridad), no les está permitido dictar sentencia sobre lo que debe ser una vida feliz. Los hombres sólo se entienden sobre los males que quieren evitar; no sabrían ponerse de acuerdo, al menos en una democracia, sobre el bien supremo que cada cual define como quiere y sitúa donde le da la gana.[...] En otras palabras, hay políticas del bienestar, pero no de la felicidad. Si bien la miseria nos hace desgraciados, la prosperidad no nos garantiza en absoluto la euforia y el placer. Éste es el peligro de incluir el derecho a la felicidad en la Constitución: o bien se diluiría en una miríada de derechos subjetivos que hacen caso omiso del interés común, o bien dejaríamos que la oligarquía o el Estado decidiera sobre lo que es mejor, a riesgo de caer en el autoritarismo. (Brukner, La euforia perpetua, pp 139-140)

Hay que decir que desde 1989 el odio al capitalismo, lejos de disminuir, se intensifica, porque al careder de alternarivas este sistema pesa sobre los destinos del mundo con el peso de la fatalidad. No le atribuimosninguna ventaja, apuntamos ensu débito todas las desgracias. Más aun porque, a pesar de haber triunfado sobre el comunismo, h fracasado frente a sí mismo, ha incumplido las promesas que nos prodiga por boca de sus teóricos, dejando zonas enteras del plneta en la indigencia. La única manera de "matarlo" sería adoptarlo en masay por unanimidad hasta que pereciese bajo el peso de sus contradicciones. Pero como sólo vive de sus críticos, recibe de ellos una transfusión de energía, una garantía de permanente resurrección. Se trata de un organismo que siempre cambia y se regenera adoptando una forma inesperada...(Brukner, La euforia perpetua, p 140)

(La vulgaridad) Combina de manera confusa signos que no domina y se apunta mediante la imitación a la casta que codicia. La exageración en lugar de la sencillez, la ostentación chillona en lugar de la distinción, eso es lo que traiciona el deseo plebeyo de asimilación. (Brukner, La euforia perpetua, p 146)

Sin embargo, el gran misterio de la felicidad es que no se reduce a los componentes que permiten o frenan su aparición: por mucho que los reunamos en un conjunto óptimo, la felicidad los sobrepasa a todos, no se deja delinmitar ni definir y se desintegra, como el ala de una mariposa, en cuanto creemos tenerla en la mano. Pero, sobre todo, la vida tiene la estructura de una promesa, no de un programa. En cierto modo, nacer es ser prometido a la promesa, a un futuro que palpita frente a nosotros y del cual no sabenos nada. Mientras el porvenir muestre el rostro de lo imprevisible y de lo desconocido, esta promesa dendrá un precio. Es propio de la libertad llevar la existencia a un lugar distinto al esperado, desbaratar los códigos biológicos y sociológicos. La excitación de no saber de qué va a componerse el día de mañana, la incertidumbre de lo que nos espera, son superiores en sí mismas a la regularidad de un placer grabado en nuestras células. En todos los sentidos figurados, hay un valor que supera infinitamente a la felicidad: es lo novelesco, esa maravillosa capacidad del destino para reservarnos sorpresas hasta el final, para asombrarnos, para apartarnos del camino que seguíamos. ¿Acaso no es mejor preferir una historia sin felicidad, pero llena de animación, a una felicidad sin historia? No hay nada peor que esa gente que siempre está contenta, en cualquier circunstancia; gente que parece haberse pintado una mueca radiante en la cara, como si cumpliera una cadena (¿condena?) perpetua de alegria. (Brukner, La euforia perpetua, pp 147-148)

si no queremos transformar la democracia en fracaso espiritual, hay que proteger al pueblo soberano contra sí mismo, contra sus caprichos, contra la masificación que impone simplemente a fuerza de números. Hay que colonizar en provecho de la democracia algunos valores tradicionalmente considerados como freno a su expansión; el fervor, la revuelta, la grandeza, la intransigencia. Para durar, la democracia necesita a sus propias antítesis, que amenaza con aniquilarla, pero que también puede revivificarla...(Brukner, La euforia perpetua, p 150)

... La cortesía es una pequeña estrategia, un artificio admitido para desbaratar la agresividad, para hacer más fluidas las mezclas humanas, para reconocer el lugar del otro sin usurpar su llibertad. Es urgente recobrar un civismo que sepa conciliar deferencia y flexivilidad, recrear reglas simples e incluir entre ellas, por qué no, la vieja galantería, el tacto, el principio de delicadeza". Hay otros modos de vida en común además de la rigidez estudiada, la pseudocomplicidad o la grosería. (Brukner, La euforia perpetua, p 151)

Nuestras certezas sobre este tema son negativas: nosabemos lo que es una buena vida, sabemos lo que es la mala, la que no deseamos a ningún precio. No me diga usted lo que debe ser una vida realizada, cuénteme la suya, cuénteme la transfiguración de sus fracasos en una empresa que tenga sentido para todos. Si bien no podemos evitar hacernos la pregunta, tenemos que evitar responder por miedo a cerrar el abanico, a acabar con las posibilidades.

Sabemos de pesonas cargadas de honores y de medallas que consideran estas condecoraciones un entierro anticipado; ya los han catalogado para siempre. Abstengámonos de conclusiones, démosle a cada cual la posibilidad de caer, de volver a levantarse, de extraviarse, sin encerrarlo en un juicio. Hay algo cierto en la teoría de la reencarnación: es aquí abajo donde podemos vivir numerosas existencias, renacer, volver a empezar, abandonar un camino por otro. Lo esencial es poder decir "he vivido" y no "he vegetado". Nunca estamos ni salvados ni condenados; y todos moriremos en algún lugar de lo inacabado". ( Brukner, La euforia perpetua, p 154-155)

... La posibilidad que se le ofrece a cada cual de enriquecerse o, al menos, de vivir con desahogo, ha disparado la codicia y a la vez ha trivializado un universo que en otros tiempos parecía prodigioso. El rico es un pobre que ha tenido éxito, sobre todo cuando vemos a tantos jóvenes convertiese, gracias a las nuevas tecnologías, en millonarios a los treinta años. (Brukner, La euforia perpetua, p 158)

... La ascensión a la cumbre de la pirámide suele engendrar en todo el nundo, si exceptuamos algunos excéntricos, disciplina y conformismo: las altas esferas están condenadas al gueto. [...] Lo que a los ricos les parece un imperativo -encerrarse en sus zonas residenciales, no hacerse amigos del primero que llega, cerrar la puerta a lo inesperado-, a los demás nos parece el colmo del fastidio. El mundo del capital es triste porque no es el mundo de los intercambios, sino de la veda y del autismo. Como si el dinero, cual insaciable divinidad, tuviera que circular día y noche sólo para petrificar a quienes lo poseen. (Brukner, La euforia perpetua, p 159)

Desconfiemos de los carroñeros de la desgracia, que se irritan con nuestra prosperidad pero que, al primer golpe duro, corren a la cabecera de nuestra cama y se deleitan con nuestros infortunios. Desconfiemos de todos aquellos que hacen peofesión de adorar a los pobres, los perdedores y los excluidos. En su sollicitud se oculta una especie de despercio disfrazado, una manera de reducir a los miserables a su angustia, de no considerarlos nunca como iguales. Y entonces, bajo la máscara de la caridad, triunfa el resentimiento: amor por la desgracia, odio por los hombres. Sólo se les perdona la vida si sufren. (Brukner, La euforia perpetua, p 191)

... Frente al sueño pueril de una existencia que alcanzara sin esfuerzo sus más altas metas, hay que afirmar que la excesiva facilidad -cuando se desvanece el atractivo de la resistencia y todo se consigue de inmediato- mata el placer. Para que la satisfacción sea completa hay que caminar al paso del tiempo, madurar poco a poco los peoyectos, evitar la precipitación que da al traste con los más bellos impulsos. No llamemos sufrimiento a lo que sólo es signo de inconclusión, llamémosle limosna, maravillosa sorpresa, oportunidad de perfeccionarnos; [...] Con cada obstáculo vencido y superado aumenta el valor del objetivo; el cansancio del trabajo puede proporcionar un placer incomparable. El dolor desanima a unos y enardece a otros. (Brukner, La euforia perpetua, p 194)

... El drama del rico heredero es encontrarse la vida masticada y digerida antes incluso de aprender a hablar; estar hastiado de todo sin haber saboreado nada. Puesto que los valores no se establecen en el acto y que no somos de inmediato lo que debemos ser, el camimo hacia la verdad es un senda caótoca que implica tensión y meditación. Sólo nos forma lo que nos repele; nuestros proyectos crean en el mundo un campo de actividades, de fracasos y éxitos potenciales. Por eso cualquier educación, incluso la más liberal, es un desgarramiento, la expulsión de un estado de feliz ignorancia, un acto de violencia infligido a un niño para que se encarne en la dimensión de la palabra y de sus saberes. En resumen, una vida sin lucha, sin lastres, sin esfuerzos de ningún tipo, una vida que fuese una línea recta en lugar de una "pendiente escarpada" (Jenofonte) sería también un monumento a la languidez. (Brukner, La euforia perpetua, pp 194-195)

Pero si es cierto que el hombre sólo alcanza la humanidad a través de las pruebas, hay que distinguir éstas de la penitencia. Contrariamente al mito según el cual hay que haber sufrido mucho para conocer a los seres humanos [...], la desgracia no instruye a los hombres, sólo los vuelve infelices y amargados. "Muy poco amor hay que tenerle a la humanidad para pensar que una vida sólo avanza destrozándose". En otras palabras, sólo son benéficos los deberes a los que podemos dar sentido y que terminan enriqueciendo la vida, como cuando nos sentimos más fuertes después de superar una experiencia que parecía querer acabar con nosotros. [...] Lo apasionante de las biografías, ya sean de gente corriente o famosa, con su alternancia de apogeos, caídas y resurrecciones, es que hablan de individuos corrientes pero capaces, en las situaciones desesperadas, de dar prueba de un valor excepcional o de encontrar una solución. El héroe contemporáneo es un héroe circunstacial que se ve empujado a su pesar al margen de las normas habituales; un luchador por azar, no un profesional de la valentía. (Brukner, La euforia perpetua, p 195)

... Sólo nos gustan las obligaciones que nos imponemos para conseguir una meta superior, cuando estamos dispuestos a exponernos a los mayores riesgos para conseguir nuestros fines (por eso al contrario de lo que nos repite más de una religión oriental, hay que rehabilitar el yo, el amor propio, la vanidad y el narcisismo, cosas todas ellas excelentes cuando contribuyen a fortalecernos). [Cfr "calvario" de los deportistas]. Que cada cual establezca el umbral de esfuerzo que no desea sobrepasar [...]. Este es el proyecto moderno de mezclar voluntad y autonomía: gracias a él lo inhumano se vuelve humano porque así lo queremos y porque nosotros mismos establecemos el baremo de los dolores que estamos dispuestos a soportar. El "sufrimiento saludable" es el que declaramos necesario para enriquecernos, el que podemos convertir en fuerza y conocimiento. (Brukner, La euforia perpetua, p 196)

Por desgracia, no podemos elegir los golpes que nos asesta la vida; la angustia no nos invade a gusto del consumidor, sino que irrumpe como una furia, sobre todo en esa forma moderna e insignificante de la catástrofe que llamamos accidente. La existencia merma cuando la adversidad anónima prima sobre la adversidad libremente consentida, cuando ya no nos atrevemos a arriesgarnos o a acercarnos al borde del precipicio por miedo a tentar a la suerte y a traer sobre nosotros mil desgracias. Si pudiéramos encontrar una razón y un sentido para cada herida, no habría ni tormento ni desolación. Pero no podemos, y por eso el dolor sigue siendo innombrable, atroz: ni nos espabila ni nos enseña nada...(Brukner, La euforia perpetua, p197)

... Todas las creencias son respetabales; pero hacer de la muerte una puerta a un mundo mejor, convertir el peor infortunio en la mayor dicha (lo cual es otra forma de negación) es una petición de principio. Frente a la muerte, decía más modestamente Jankelevich, no hay ni victorias ni derrotas, porque no es un adversario con el que se pueda luchar, sin embargo, nuestros amigos de la Muerte, nuestros hambrientos de moribundos, parecen poseer el viático, la solución de los últimos instantes invariablemente convertidos en happpy end. Su profesión de fe oculta un odio a la vida, una espantossa avidez de desgracias, que recuerdan las páginas más negras del cristianismo. ¡Qué extraño empeño en afirmar una y otra vez que el duelo, la pena y las enfermedades incurables enriquecen al hombre! Incluso si esto llega a ser cierto para algunos individuos que lo proclaman a título estrictamente personal, ...(Brukner, La euforia perpetua, pp 206-207)

... Que no todo sea posible no significa que nada esté permitido. Y apenas trazamos la línea divisoria entre la fatalidad insuperable y la injusticia modoficable, ya tenemos que cambiarla de sitio. No podemos hacerlo todo, pero podemos intervenir en los ámbitos que dependen de nosotros, aliarnos con la "naturaleza" y luchar contra ella cuando intenta eliminarnos. Ésta es la actitud pragmática de nuestras sociedades, que a falta de poseer la clave de la angustia humana, proceden a toda clase de bricolajes terapéuticos y solidaridades momentáneas, combinando así la humildad y la determinación. Somos libres de aflojar nuestros lazos, pero no de librarnos de ellos para simpre, y sólo fijamos límites para extralimitarnos mejor. [...] Esta guerra prende tantos focos como apaga. [...] Lo que estamos descubriendo ahora, con torpeza y dando palos de ciego, es un arte de vivir que abarque la comprensión de la adversidad sin caer en el abismo de la renuncia, un arte de la resistencia que nos permita vivir con el sufrimiento y contra él. (Brukner, La euforia perpetua, pp 207-209)

... la felicidad no puede convertirse en el fin último de las sociedades humanas ni en el fundamento de la acción. Hay que subordinarla, como el sufrimiento, a la libertad. No podemos basar ni una moral, ni una política ni un proyecto en esos momentos de acuerdo consigo mismo y de armonía con la naturaleza, esas luminosas páginas que transfiguran nuestra existecia. Si hay que enseñar a los hombres a que resistan a sus inclinaciones, es porque no todos los fines son compatibles y hay que jerarquizarlos, excluyendo algunos que sin duda apreciamos. Hay circunstancias en que la libertad puede ser más importante que la felicidad, o el sacrificio más importante que la tranquilidad. (Brukner, La euforia perpetua, p 215)

 

 

 

 

 

 

Textos sobre el sacerdocio

 

"Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor" (Ritual de la ordenación).

Y hay aún, amados hermanos, otra cosa, en la vida de los pastores, que me aflige sobremanera; pero, a fin de que lo que voy a decir no parezca injurioso para algunos, empiezo por acusarme yo mismo de que, aun sin desearlo, he caído en este defecto, arrastrado sin duda por el ambiente de este calamitoso tiempo que vivimos.

Me refiero a que nos vemos como arrastrados a vivir de una manera mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando, en cambio, las obligaciones de este ministerio. Descuidamos, en efecto, fácilmente el ministerio de la predicación y, para vergüenza nuestra, nos continuamos llamando obispos; nos place el prestigio que da este nombre, pero, en cambio, no poseemos la virtud que este nombre exige. Así, contemplamos plácidamente cómo los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y nosotros no decimos nada; se hunden en el pecado, y nosotros nada hacemos para darles la mano y sacarlos del abismo.

Pero ¿cómo podríamos corregir a nuestros hermanos, nosotros, que descuidamos incluso nuestra propia vida? Entregados a las cosas de este mundo, nos vamos volviendo tanto más insensibles a las realidades del espíritu, cuanto mayor empeño ponemos en interesarnos por las cosas visibles (S. Gregorio Magno, Homilía 17. Liturgia de las Horas, IV, 285-286).

"El ministerio de los presbíteros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza" (Vaticano II, P.O., n.2).

"Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor" (Prefacio de la misa crismal). Ahí está nuestra propia santificación. "Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado" (Pastores dabo vobis, n.15. y añade la cita de 1 Pe 2,5,14)

La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que está presente y operante Cristo cabeza, pero es también la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del redentor en la cruz; por esto, Cristo está "al frente de la Iglesia, "la alimenta y la cuida" (Ef 5,9) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia... Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de "celo" divino (cf. 2 Cor 11,2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los "dolores de parto" hasta que "Cristo no sea formado en los fieles (cf. Gál 4,19) (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, n.22).

La otra certeza que debe sostener nuestra conciencia sacerdotal es la de la relación que nos liga, de un modo total e irrevocable, al servicio de nuestros hermanos. El sacerdote ya no se pertenece a sí mismo. La finalidad del sacerdocio es la "diaconía", la prestación, sin reservas ni condiciones, al cuerpo místico de Cristo, a la Iglesia, al Pueblo de Dios, a los hombres. Esta conciencia de haber renunciado al dominio sobre uno mismo y de haberse entregado para siempre a la caridad, esta condición de servidor de los demás puede conferir una enrome seguridad al sacerdote, que conoce sus propios límites y sus propias necesidades y que puede verse continuamente tentado a "rehacer su propia vida", a buscar el propio prestigio y el propio interés y a obstaculizar, por tanto, el destino que caracteriza a la vida sacerdotal" (Pablo VI 26.02.86. Citado por Arrupe, La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero-Sal Terrae, 1985, p. 494).

Sólo evangelizarán lo sacerdotes que estén convencidos de que tienen algo bueno que ofrecer a los hombres de hoy. No se trata de una convicción, sino de una experiencia. Los sacerdotes sólo podrán comunicar a Dios como Buena Noticia si ellos mismos lo experimentan como bueno (J. A. Pagola, Ante la nueva evangelización. Surge, junio-septiembre 1994, p. 339)

 

 

Textos sobre el Obispo

 

-Y hay aún, amados hermanos, otra cosa, en la vida de los pastores, que me aflige sobremanera; pero, a fin de que lo que voy a decir no parezca injurioso para algunos, empiezo por acu-sarme yo mismo de que, aun sin desearlo, he caído en este defecto, arrastrado sin duda por el ambiente de este calamitoso tiempo que vivimos.

Me refiero a que nos vemos como arrastrados a vivir de una manera mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando, en cambio, las obligaciones de este ministerio. Des-cuidamos, en efecto, fácilmente el ministerio de la predicación y, para vergüenza nuestra, nos continuamos llamando obispos; nos place el prestigio que da este nombre, pero, en cambio, no posee-mos la virtud que este nombre exige. Así, contemplamos plácida-mente cómo los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y nosotros no decimos nada; se hunden en el pecado, y nosotros nada hacemos para darles la mano y sacarlos del abismo.

Pero ¿cómo podríamos corregir a nuestros hermanos, nosotros, que descuidamos incluso nuestra propia vida? Entregados a las cosas de este mundo, nos vamos volviendo tanto más insensibles a las realidades del espíritu, cuanto mayor empeño ponemos en interesarnos por las cosas visibles (S. Gregorio Magno, Homilía 17. Liturgia de las Horas, IV, 285-286).

-El lenguaje del obispo debe ser limpio, sencillo, abierto, lleno de gravedad y corrección, dulce y suave. Su principal deber es estudiar la santa Biblia, repasar los cánones, seguir el ejemplo de los santos, moderarse en el sueño, comer poco y orar mucho, mantener la paz con los hermanos, a nadie tener en menos, no condenar a ninguno si no estuviere convicto, no excomulgar sino a los incorregibles,

Sobresalga tanto en la humildad como en la autoridad, para que, ni por el apocamiento queden por corregir los desmanes, ni por exceso de autoridad atemorice a los súbditos. Esfuércese en abundar en la caridad, sin la cual toda virtud es nada. Ocúpese con particular diligencia del cuidado de los pobres, alimente a los hambrientos, vista al desnudo, acoja al peregrino, redima al cautivo, sea amparo de viudas y huérfanos.

Debe dar tales pruebas de hospitalidad que a todo el mundo abra sus puertas con caridad y benignidad. Si todo fiel cristiano debe procurar que Cristo le diga: Fui forastero y me hospedasteis cuánto más el obispo, cuya residencia es la casa de todos. Un seglar cumple con el deber de hospitalidad abriendo su casa a algún que otro peregrino. El obispo, si no tiene su puerta abierta a todo el que llegue, es un hombre sin corazón. (San Isidoro de Sevilla, Sobre los oficios eclesiásticos. Liturgia de las Horas, II, p. 1481-1482).

-Cuatro son las condiciones que debe reunir el buen pastor. En primer lugar, el amor: fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño. Luego, la vigilancia, para estar atento a las necesi-dades de las ovejas. En tercer lugar, la doctrina, con el fin de poder alimentar a los hombres, hasta llevarlos a la salvación. Y, finalmente, la santidad e integridad de vida. Esta es la principal de todas las virtudes. En efecto, un prelado, por su inocencia, debe estar con los justos y con los pecadores, aumentando con sus oraciones la santidad de unos y solicitando con lágrimas el perdón de los otros (Sto. Tomás de Villanueva, sermón sobre el buen Pastor. Liturgia de las Horas IV, 1275).