La aparición de las nociones de tolerancia y libertad religiosa a partir de las guerras de religión y la
Ilustración inglesa y francesa

 

Massimo Borghesi *

 

En este extenso trabajo, se hace una revisión histórico-conceptual de las nociones “tolerancia” y “libertad religiosa”. Se pasa examen a aquellas tesis según las cuales la libertad religiosa y la tolerancia inician en la Ilustración francesa. En oposición a esto, el autor nos hace ver que en el mundo antiguo, el cristianismo hizo la distinción entre el ámbito religioso y el poder secular, distinción que el paganismo ve como impensable. Asimismo, contra cierta historiografía, que lee la moderna libertad religiosa como logro de la Reforma, se pasa revista a algunas muestras de intolerancia –y claro, también su actitud tolerante- de los reformados, lo cual lleva a una revisión y concepción histórica. La tolerancia, la intolerancia y la libertad religiosa no fueron –ni son- exclusivas de la Ilustración o las religiones.

 

Índice:

 

  1. Politeísmo y tolerancia: la libertad religiosa en el mundo antiguo, pagano y cristiano.

  2. Caridad y tolerancia: la crítica a Agustín

  3. La justificación "política" de la tolerancia. Monoteísmo y politeísmo cara a cara

 

 

  1. Politeísmo y tolerancia: la libertad religiosa en el mundo antiguo, pagano y cristiano

 

Para poder abordar correctamente nuestro tema es necesario hacer una distinción preliminar entre el concepto moderno de tolerancia y aquel (aparente) que rige en la Antigüedad, de modo singular en Roma, la relación entre las diversas creencias religiosas. Contrariamente a una difundida opinión que, como veremos, surge precisamente en relación con la controversia moderna acerca de la noción de tolerancia, «la noción de tolerancia e intolerancia y aquella en conexión de libertad de conciencia son exclusivamente modernas. [1] Éstas presuponen la distinción entre Estado, Iglesia, confesiones religiosas; entre el hombre y el ciudadano, la adquisición de la esfera de derechos. Por eso, según François Paschoud, es justa la afirmación de que «la noción de libertad de opinión es totalmente extraña al pensamiento antiguo». Lo que aquí está en cuestión no es el derecho del individuo de encontrar la verdad o lo divino en la libertad de su conciencia, sino las varías modalidades por las que los dioses de los pueblos requieren ser honrados. Este "panteón" garantiza, en Roma, un velo de tolerancia en el cuadro del politeísmo. Éste, sin embargo, ha de excluir de sí mismo el monoteísmo, el cual puede entrar sólo tras previa aceptación de ser una de las divinidades, más o menos inferior a otras, en el concierto de los dioses.

 

El pluralismo religioso se inserta en el cuadro de la supremacía política de Roma que, de por sí, no puede aceptar que un dios extranjero, por ejemplo aquel de Israel, pueda imponerse a todos los demás. Es éste el elemento que Juliano el Apóstata contrapone a la posición judeo-cristiana. «La atención a la diversidad de las naciones según sus  particularidades  étnicas (èthe) y su cultura  nacional (nòmoi) constituía el argumento principal de Juliano con el que explicaba y justificaba la multiplicidad de las divinidades nacionales. Su reproche principal al cristianismo y casi el único reproche al judaísmo se refiere al primer mandamiento: Moisés habría osado hacer un único dios de uno de los de los dioses nacionales particulares (merikoi theoi) que están subordinados a la más alta divinidad y en esto ve, por así decirlo, el pecado original de la religiosidad». [2] Ante esta pretensión, el politeísmo pagano no puede no ser intolerante, ya que es, estructuralmente, religión de Estado, culto público oficiado y mantenido por obra del Estado, para la salud y grandeza del Estado. Esta identificación lo lleva a una especie de contraposición entre el pluralismo y el sincretismo, por un lado, y la voluntad de representar la única forma religiosa posible en el nivel público, por otro. Un contraste presente en la célebre Relatio III que Quinto Aurelio Simmaco, insigne representante del partido "pagano", expone en Milán en el 384 ante Valentiniano II. La Relatio viene después de que Graciano, entre el 380 y el 383, hubiera renunciado al máximo pontificado, despojando de tal modo al paganismo del carácter de religio publica del Imperio Romano. En correspondencia con tal política, el emperador hizo quitar, en el 382, el altar de la Victoria de la curia romana; había suprimido el subsidio para el culto pagano y privado a los colegios sacerdotales de la inmunidad fiscal y del derecho a recibir herencias. En su Relatio a favor de una restauración del culto pagano, Simmaco expresa, por un lado, la idea, propia de Juliano el Apóstata, por la que los pueblos particulares son guiados por genios tutores que determinan su destino. Estos dioses inferiores se encuentran subordinados a un único dios cuya esencia, misteriosa, justifica la pluralidad de los caminos para acceder a él: uno itinere non potest pervenire ad tam grande secretum. Una fórmula que, tras su aparente tolerancia, esconde en realidad una filosofía bien definida, de matriz neoplatónica, que excluye el monoteísmo y la Encarnación. Una fórmula que contrasta en cualquier caso con la segunda parte de la Relatio: aquella en la que Simmaco pide al emperador cristiano que se convierta en restaurador del culto pagano como religión oficial del imperio. Ciertamente, como observa Paschoud, «le era muy engorroso sostener ante un emperador cristiano la necesidad de financiar una religión que éste no profesaba; sobre todo porque, evidentemente, no ignoraba que el cristianismo había crecido y se había difundido sin financiaciones oficiales y que, aun en el 384, a pesar de algunos privilegios, no percibía aportaciones del presupuesto del estado». [3]

 

Para Paschoud, «Lo que Simmaco pide a Valentiniano II es paradójico: ¡hacer por la religión que no es la suya lo que no hace por la suya! Los fundamentos mismos de la religión pagana de estado le imponen esta solicitud, pero no puede ignorar que las premisas que la justifican no son aceptadas por su adversario». La aporía de Simmaco está en la unión que sostiene entre sincretismo y religión oficial, pluralismo religioso y culto público. Para ser realmente ecuménico y tolerante el politeísmo no debería, de hecho, descartar la posibilidad del monoteísmo, del dios "ignoto"; no lo puede hacer, sin embargo, en la medida en que pretende ser religión de Estado. «En su discurso sumamente hábil, que parece marcado por un moderno concepto de tolerancia con la insistencia sobre la unanimidad del senado y la invitación a una concordia religiosa que nace de una común ignorancia del misterio, Simmaco afirma el deber de los emperadores, incluso cristianos, de no renegar de los cultos de Roma, de los que, según la antigua concepción de la pax deorum, dependen sus victorias; revela así que, en realidad, los paganos no deseaban la tolerancia, sino el reconocimiento de que la única religio publica era todavía la tradicional». [4] Un modo de pensar diferente, fundado en la posible distinción entre ámbito religioso y poder secular es, desde el punto de vista de Simmaco y el paganismo en general, completamente inimaginable.

 

La religión antigua es esencialmente religión civil, culto público orientado al bienestar y grandeza de la polis y del imperium. Diferenciarla del Estado equivale a negarla. Con esto, el paganismo mostraba una diferencia sensible con respecto a la religión cristiana. El cristianismo, en efecto, afirmando la distinción entre Dios y el Cesar, dividía la unidad político-religiosa de la civitas antigua y situaba en el centro de su Reino, no la espada, sino la ley del amor y el perdón. Precisamente esta división, la negativa a dar culto al emperador-dios, es el motivo que subyace en las diversas persecuciones contra los cristianos. De esta prueba, así como del corazón mismo del mensaje evangélico, la Iglesia de los primeros siglos adquirió una lección de tolerancia y libertad. Justamente por esto, no puede dejar de sorprender el cambio sustancial que, con Constante y Constancio y más tarde con Teodosio (y no con Constantino como usualmente se repite), realiza el cristianismo, convertido en religión oficial, respecto al paganismo. «¿Cómo ha sido posible que el cristianismo, superviviente de la intolerancia sanguinaria de los paganos, haya pasado, a su vez, de las grandes afirmaciones de principio contra la idolatría y los cultos paganos a las vías de hecho de comportamientos explícitamente persecutorios respecto a sus perseguidores de un tiempo, además de los judíos y de los herejes? Esta pregunta se impone con toda legitimidad si se considera que de la Iglesia de los mártires provienen autorizados mensajes relativos a la necesaria e irrenunciable libertad de las opciones religiosas». [5] Como confirmación de esto vale la antología de testimonios contra la intolerancia aducida por Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia, donde, entre los Padres, se recuerdan las expresiones en favor de la libertad de religión de Tertuliano, Hilario, Lactancio, Atanasio, Justino, Agustín. [6] A éstos se pueden añadir Ireneo, Clemente Alejandrino, Hipólito, la Carta a Diogneto. Entre los apologistas latinos son sobre todo Tertuliano y Lactancio los que insisten en la libertad de conciencia. «Ésta constituía entonces un progreso moral de gran alcance, un nuevo principio que, por un lado, resultaba extraño y subversivo respecto al paganismo antiguo, en el que la religión estaba íntimamente unida a la política, y, por otro, anticipaba proféticamente las soluciones modernas del liberalismo europeo». [7]

 

En este marco se inserta también la magnífica fórmula de Constantino que, en el 313, concede «a los Cristianos y a todos la plena facultad de seguir la religión que cada uno quiera, de modo que todo lo que de divino se encuentra en la sede celeste pueda sernos propicio a nosotros y a todos los que se encuentran bajo nuestra autoridad». [8] Una fórmula que una libertad de culto y pax deorum y que, en su género, se muestra como una obra maestra de tolerancia. Y esto sin llegar de modo necesario al tema (moderno) de los derechos del individuo. En el edicto de Milán «el Estado estipula un pacto incluso con el Dios de los cristianos. No se trató, por tanto, de la aceptación de la libertad religiosa como reconocimiento de la libertad de conciencia de los individuos —extraña al mundo antiguo en cuanto reconocimiento de un derecho humano—, sino de la confirmación del principio de que el acto religioso tiene que respetar la voluntad de lo divino, de cada divino, de ser adorado por sus propios fieles».[9] Fiel a este pacto Constantino, promulgó leyes contra la magia y la aruspicina y no contra el paganismo y el culto a los dioses. La situación debía cambiar con Constante y Constancio, cuya legislación, condenando la superstitio, prohíbe los sacrificios y el culto a los ídolos, imponiendo el cierre de los templos. Se trataba, sin embargo, de una perspectiva no irreversible. Lo demuestran, tras el paréntesis de Juliano abierto hacia los paganos, no de igual manera hacia los cristianos, los reinados de los emperadores cristianos Joviano, Valente y Valentiniano I. Es sobre todo este último el que se distingue por una firme línea de tolerancia por la que unicuique quod animo inibisset colendi libera facultas (Cod. Th. EX, 16, 9). Todo cambia con el edicto de Tesalónica (380) con el que Teodosio impone el cristianismo como única religión lícita en el Imperio Romano. Un exclusivismo que, después del fracaso del usurpador Eugenio (cristiano) sostenido por partido pagano y derrotado en el Frígido en el 394, debía conducir a una serie de leyes encaminadas a la liquidación del paganismo. Fue el triunfo de la línea teorizada por Fírmico Materno, pagano convertido al cristianismo, que, en su De errare profanarum religionum, escrito alrededor del 346, sostenía la «posibilidad de extirpar el paganismo con la fuerza y es el primer cristiano en presentar semejante punto de vista». La precisión, de Leslie Barnard, es importante. El cristianismo de los primeros siglos, aun criticando el paganismo, a menudo con dureza, no ha teorizado nunca su negación a través de la coerción. Fírmico Materno se encontró solo durante siglos en mantener semejante opinión y, a principios del s. VI, Teodorico defendía todavía la antigua tesis según la cual la religión, y en modo particular la cristiana, no podía progagarse con el empleo de la fuerza».

 

Emblemática de tal punto de vista es la posición de Ambrosio que «se mueve en la órbita del edicto de Milán: está a favor de la no injerencia del Estado (...) la relación con lo divino no es un hecho preeminentemente externo y que haya de ser gestionado por el poder político». [10] Del mismo modo Ambrosio critica (Ep. 30) la intervención del brazo secular contra los herejes, condenando a aquellos obispos que pedían sentencias capitales contra los Priscilianistas, asimilando, a tales obispos, a los judíos que querían la lapidación de la adúltera.

 

Un caso particular, en este contexto, viene dado por la posición de Agustín. Un caso de gran relieve por la importancia que el autor reviste para el cristianismo medieval y moderno. Hasta el 405 Agustín, como documenta la obra, perdida, Contra la facción de Donato, está firmemente contra «el empleo de la fuerza secular para obligar a los cismáticos a la comunión eclesial». [11] Como recuerda en la Epístola 93, «Al principio era del parecer de que nadie tenía que ser conducido por fuerza a la unidad de Cristo, sino que se debía actuar sólo con la palabra, combatir con la discusión, convencer con la razón, para evitar tener entre nosotros como falsos católicos a los que en un tiempo habíamos conocido entre nosotros como herejes declarados». [12]

 

Conforme a esta posición, en el concilio de Cartago del 404, Agustín sostuvo en relación a los Donatistas y de su brazo armado, los Circoncelliones, que eran responsables de homicidios, atracos, violencias contra los católicos, una línea blanda. Para ésta, la ley tenía que afectar a los bienes eclesiásticos de los Donatistas solamente en relación a los crímenes cometidos. El emperador Honorio, en cambio, ante el intento de homicidio de Maximiano, obispo de Bagai, fue más allá de las solicitudes del Concilio y, equiparando los Donatistas a los Maniqueos, ordenó la supresión de la secta. El resultado de la represión que, entre otras cosas, conducía a la Iglesia católica a muchos que no se atrevían, por el temor a venganzas o, más sencillamente, por ignorancia, inducirá a Agustín a revisar su concepción arraigada en una firme tolerancia. Este "cambio", dada la influencia del autor en la historia del Occidente cristiano,  estará  cargado de consecuencias. Por éste,  el obispo de Hipona no sólo iba auspiciando, a la manera de Teodosio (alabado en el De civitate Dei), la estatalización del cristianismo, ya que esto «daría al Estado un fundamento, una consagración, una fuerza, un acrecentamiento mayor de cuanto lo hicieron Rómulo, Numa, Bruto», [13] sino que, además, iba cambiando su concepción de la coerción en favor de una «aspereza, por así decirlo, benigna». [14] Una idea, ésta,  que llevará al  autor,  en su  intento 'de armonizarla  con el Evangelio, a verdaderas acrobacias intelectuales. Al tener que unir amor y temor, Agustín, en las cartas 93, 173 y 185, se esfuerza en distinguir entre el tiempo apostólico, durante el que «no se halla ningún caso en el que se haya pedido a los reyes de la tierra la intervención en defensa de la Iglesia contra sus enemigos» [15] y los tiempos posteriores, aquellos de los emperadores cristianos, «en los que, en lugar de los cristianos, son perseguidos los infieles». [16] A fin de justificar esta dureza, Agustín cita, en varias ocasiones, dos momentos del Nuevo Testamento. El primero lo da la parábola evangélica en la que el Señor, deseando convidados para su banquete, ordena a los siervos: "id por los caminos y a lo largo de los setos y constreñid a entrar a todos los que encontréis". Es el pasaje de Lucas 14,23 que, con su cogite entrare, Agustín lo interpreta como legitimación del empleo de la fuerza. [17]  El otro momento lo da la conversión de Pablo, la conversión "forzada" de Pablo. Según Agustín, Jesús, mientras que «llamó a Pedro y los otros Apóstoles con una simple invitación, cuando se trató de Pablo, cuyo primer nombre era Saulo, que tenía que ser el gran constructor de la Iglesia de la que antes era terrible devastador, no se contentó con usar palabras para darle una lección, sino que usó hasta de la fuerza para tirarlo al suelo, y para obligar a este cruel, cegado por la infidelidad, a desear la luz interior, no titubeó en golpearlo con la ceguera física». [18] De este modo, el apóstol que «llegó al amor bajo el impulso del temor" es la prueba de que, «como Pablo fue forzado por Cristo, la Iglesia no hace más que imitar a su Señor al forzar a ésos [los Donatistas], aunque si en los primeros tiempos no obligó a ninguno». [19]

 

  1. Caridad y tolerancia: la crítica a Agustín

 

Las palabras de Agustín tendrán, como hemos dicho, un eco duradero y esto no sólo durante la Edad Media, sino también hasta los umbrales de la modernidad. En la controversia que divide a católicos y protestantes inmediatamente después de la Reforma, en ambas formaciones está firme la idea de que la sociedad cristiana no puede tolerar heréticos o cismáticos. Ambas se refieren, en esto, al cogite entrare agustino. Esto provoca que el aflorar de la idea de tolerancia y después de libertad religiosa en el seno de la modernidad implique, de algún modo, la revisión y, en casos extremos, el abandono de Agustín. Implique el emerger del contraste entre el Agustín del "amor" y el del "temor", entre la Gracia, y, por tanto, el poder soberano de Dios al que el hombre responde libremente, y la «aspereza benigna- del brazo secular. Antes de que este contraste se haga detonante, la idea de unir los dos momentos, amor y terror, es compartida por católicos y protestantes. Esto lleva al choque de dos intolerancias, a las guerras de religión —verdadero terreno del que surge la Europa moderna—, al enfrentamiento de todos contra todos. «Así sucederá —escribía Sébastien Castellion en el 1612— que los calvinistas serán matados en Francia y los papistas en Ginebra, los luteranos por los zuinglianos y los zuinglianos por los luteranos, los anabaptistas por todos éstos y, viceversa, todos éstos por los anabaptistas; y la no existencia de un límite para estas matanzas hará que al final todos tengamos que caer a fuerza de golpearnos respectivamente. Quien cree construir la Iglesia con esta furia asesina, en realidad transforma a Cristo en Satanás. Es con la sangre, en efecto, y no con el amor con la que se construye la iglesia de Satanás». [20] 

 

La denuncia apasionada de Castellion muestra que la lucha no es sólo entre católicos y reformados, sino también en el seno del protestantismo. El Lutero de los comienzos, aquel de De la libertad del cristiano y del tratado A la nobleza cristiana de la nación alemana, es un Lutero tolerante. «Los herejes —escribe— se han de vencer con la escritura y no con el fuego, como hicieron los antiguos Padres. Que si fuera arte el vencerlos con el fuego, los verdugos serían los doctores más sabios de la tierra y no habría necesidad de estudiar y quienquiera que lograse vencer al otro con la fuerza, podría quemarlo». [21]

 

Esta perspectiva, aún presente en el tratado del 1523, Sobre la autoridad secular, experimenta una radical transformación, a partir del 1525, tras la revuelta de los campesinos alemanes conducida por Thomas Müntzer. En este momento no sólo pide a los príncipes alemanes, en el libelo Contra las impías y perversas bandas de los campesinos, una represión total del movimiento de Müntzer, sino que, además, quiere que los magistrados impidan la misa católica «equiparando así la práctica del culto católico no tanto a una desviación de tipo herético cuanto a un simple tipo de delito común». [22] Una intransigencia, ésta, que emerge también en uno de los últimos escritos de Lutero, el Von den Juden und ihren Lügen, publicado en 1543, tres años antes de la muerte del autor. El libelo, de una violencia única, tiene como blanco a los judíos, «seres tan desgraciados, malos, venenosos y diabólicos», [23] solicitando a la autoridad civil el usar hacia ellos una «áspera misericordia» (scharfe Barmherzigkeit) que permita el final de la «llaga» judía en Alemania. Tomando como modelo la obra de depuración llevada a cabo en España, Francia y Bohemia, el teólogo de Wittenberg elabora en un conjunto de puntos un impresionante programa para solucionar el problema judío. «En primer lugar, hace falta prender fuego a sus sinagogas o escuelas; y lo que no quiera arder tiene que ser recubierto de tierra y sepultado, de modo que nadie pueda jamás ver una piedra o un resto de ello». [24] En segundo lugar, «hace falta del mismo modo destruir y desmantelar también sus casas, porque allí practican las mismas cosas que hacen en sus sinagogas. Por tanto, que se les meta en un cobertizo o una cuadra como los gitanos». [25] En tercer lugar, «es necesario quitarles todos los libros de rezos y los textos talmúdicos en los que se enseñen semejantes idolatrías, mentiras, maldiciones y blasfemias». En cuarto lugar, «hay que prohibir a sus rabinos —so pena de muerte— el continuar enseñando». [26] En quinto lugar, «hace falta abolir completamente para los judíos el salvoconducto por las calles». En sexto lugar, «hay que prohibirles la usura, confiscar todo lo que poseen en efectivo y en joyas de plata y oro». [27] A estas medidas Lutero añade la prohibición de pronunciar el nombre de Dios en presencia de los cristianos. Una intolerancia furibunda la del reformador alemán que rompe en este punto —el respeto por el misterio de Israel— con la tradición agustina a la que Lutero había permanecido fiel en la primera fase de su pensamiento. [28]

 

La intolerancia luterana no era, en cualquier caso, un hecho aislado. En el plano general, los otros líderes de la Reforma no son para menos. Desde Huldrych Zuinglio, defensor de un derecho sin condiciones de intervención de la autoridad civil en las cuestiones religiosas, favorable a la pena de muerte para los anabaptistas, a Juan Calvino, partidario de la condena de Miguel Servet, quemado vivo en Ginebra en el 1553 por sus doctrinas antitrinitarias, que, en su visión de un Estado teocrático, «dio lugar a una de las más rígidas formas de intolerancia dentro del mundo protestante». [29] Tampoco se puede hablar de tolerancia en la Inglaterra de Enrique VIII, donde el Acto de supremacía configuraba la herejía como rechazo a obedecer la voluntad del soberano y donde la Iglesia anglicana se mostró completamente impermeable a los derechos de los católicos o las sectas.

 

Estas cerrazones muestran cómo el cuadro usual, propio de una cierta historiografía, que lee la moderna libertad religiosa como un logro de la Reforma, tiene que ser revisado. En realidad, la tolerancia moderna se afianza en el momento mismo en que entra en crisis aquel modelo teocrático que católicos y protestantes, en guerra entre de ellos, mostraban, sin embargo, compartir. No se daban cuenta de que precisamente la condivisión del mismo era la causa del conflicto destinado a ensangrentar Europa durante casi dos siglos. La crisis del modelo, la disociación entre amor y temor, entre la Gracia y la vara, entre el Dios misericordioso y el Dios airado, es el momento en que toma forma la idea de tolerancia. Ésta presupone la conciencia dramática de la inutilidad y el daño del enfrenta-miento en curso, de la imposibilidad de separar Verdad-libertad-persuasión, de los pecados y de los crímenes cometidos. «Matar a un hombre no defender una doctrina, sino matar a un hombre», declarará Castellion en su Contra libellum Calvini del 1554. También Castellion, tomando explícitamente partido en contra de la elaboración teórica agustina, afirmará: «Ni siquiera Cristo pudo salvar Jerusalén sin que ella lo quisiera: y nosotros, ¿superaremos a Cristo? Pero —podrían objetamos— también está escrito: A quienquiera que encontréis, obligadlo a entrar. Es cierto, pero con las armas del espíritu, puesto que la bodas son espirituales: es decir, con las palabras divinas (...); mientras que querer crear una criatura nueva con medios diferentes a la palabra de Dios no significa otra cosa que subvertir la creación del mundo. Sin embargo —dicen los perseguidores—, Cristo forzó a Pablo a abrazar el Evangelio castigándolo corporalmente (...), pero atribuir al magistrado este poder de coacción significa hacer bajar el cielo a la tierra. Todavía, osan afirmar que los apóstoles no solicitaron ninguna ayuda al magistrado para defender la religión cristiana de sus enemigos, pero que se comportaron así porque los magistrados no eran cristianos. Que vean un poco cómo están las cosas; pero que se acuerden de que Cristo mismo niega que su reino sea de este mundo, ya que, si lo hubiera sido, sus ministros habrían luchado para que no fuera entregado a Pilato. Sin duda el magistrado tiene que defender a los buenos de la violencia y la injusticia, pero no puede obligar de igual manera a nadie con la fuerza a ser bueno, ni puede ocuparse de la religión a través de la espada, de otro modo, se deduce que ni Cristo se armó suficientemente, ni armó bastante a sus apóstoles; y, sin embargo, ellos, incluso obstaculizados por todos los príncipes de la tierra, pobres y dejados a ellos mismos, crearon más de lo que nosotros, que nos hemos vuelto potentes y violentos con el apoyo de aquellos príncipes, logramos salvar». [30]

 

La apología que Castellion hace de la tolerancia es, evidentemente, una apología de la caridad. Al tiempo mismo ésta presupone la distinción de los reinos, divino y humano, entre lo que es obra de la Gracia y cuanto es fruto de la coerción: nadie puede ser "obligado" a ser bueno. Castellion frustra de este modo los argumentos de Agustín aducidos para justificar la utilidad del "temor". No será el único. También Pierre Bayle, en su Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ "Contrains-les d'entrer", publicado en 1688 y dirigido contra el hugonote francés Pierre Jurieu, adversario rabioso de toda tolerancia, desarrollaba un comentario a Lc 14,23 en el que se demuestra «que no existe nada más abominable que conseguir una conversión con la constricción; y donde se rechaza todo sofisma aducido por los convertidores que actúan con la constricción y la Apología que san Agustín ha hecho de las persecuciones». [31]

 

En la misma línea se encuentra el Tratado sobre la tolerancia (1763) de Voltaire, pensado, en buena medida, como respuesta al libelo del abate Malvaux, L'accord de la religión et de l'humanité sur l'intolérance (1762), en el que el autor justificaba la matanza de San Bartolomé y la revocación del edicto de Nantes apelando a la enseñanza agustina. Declarando ser fiel al primer Agustín —«permitidme atenerme a vuestra primera opinión: en verdad, me parece mejor»—, [32] Voltaire dedica el cap. XIV de su obra a la consideración: «Si la intolerancia haya sido enseñada por Jesucristo». La conclusión: «Si queréis pareceres a Jesús, sed mártires y no verdugos», [33] no deja lugar a dudas sobre el juicio del autor.

 

  1. La justificación "política" de la tolerancia. Monoteísmo y politeísmo cara a cara

 

La caridad como dimensión del espíritu que hace posible la acogida de lo diferente permanece durante mucho tiempo como el trasfondo que está tras el debate moderno sobre la tolerancia. Ante el persistir de la intransigencia y de la violencia, ésta cede progresivamente al primado de la política. Las guerras de religión constituyen, en efecto, un capítulo esencial en la formación del Estado moderno, en el proceso de absolutización del Estado y de la dimensión política en general. Frente a la división ocasionada por la contienda religiosa, el valor de la paz y la concordia sólo puede ser tutelado por la fuerza del Estado que puede desposar una parte en contra de la otra o, por el contrario, pedir la reducción de las partes a una dimensión "privada". Cesaropapismo y secularización aparecen como dos modelos alternativos de un mismo proceso. En éste se enmarcan la paz augustana (1555), que obliga a la población alemana a adecuarse a la religión del príncipe; el Acto de supremacía de Enrique VIII, por el que un rey se convierte en jefe de la Iglesia de Inglaterra; la revocación del edicto de Nantes (1685) por parte del rey absoluto Luis XIV. Por otra parte, y es el reverso de la medalla, es también verdad que, ante la incapacidad de las diversas confesiones y de la Iglesia católica de frenar y encauzar la lucha, sólo la potencia del Estado es capaz de imponer la paz civil. De este punto parten Thomas Hobbes y la teoría política moderna. Con menos rigor y más sentido común, también el canciller francés Michel de l'Hôpital, en su discurso de apertura de los Estados generales en Orléans (1560), invitaba a discutir no acerca de las controversias religiosas, tarea de la Iglesia, «sino sólo sobre lo que concierne a la police, para mantener al pueblo en reposo y tranquilidad», ya que «aquí no se trata de constituenda religione, sed de constituenda republica; y muchos pueden ser cives, qui non erunt christiani: incluso el que está excomulgado no deja de ser ciudadano». [34]

 

La autonomía del político, que encontrará su legitimación en la filosofía ilustrada, tiene, por tanto, como punto de inicio la paz y la tranquilidad social. Un problema, éste, destinado necesariamente a cruzarse con el tema de la tolerancia. Inicialmente, como documenta el trágico suceso de Carlos V, tiene vigencia el principio de la absoluta identidad entre unidad política y unidad religiosa. Ante el fracaso de este objetivo, algunos Estados comprenden que su supervivencia está ligada no a la eliminación de las diferencias, sino a su "neutralización". El no haberlo comprendido, es el caso de la Francia del Rey sol, llevará a la catástrofe revolucionaria. En otro lugar el tema "político" de la tolerancia se impondrá. Esto es posible porque, dejado de lado el postulado de la identidad entre Estado y uniformidad religiosa, precisamente el pluralismo confesional permite la afirmación de la absoluta supremacía del poder civil. La legitimación de la tolerancia utiliza de este modo las argumentaciones de Hobbes dándole, sin embargo, la vuelta a sus conclusiones: la estabilidad del Estado es tanto más grande cuanto éste, reduciendo la fe a opinión privada, más permite el pluralismo de las creencias. De esta manera, un pueblo dividido en el terreno religioso puede volver a encontrar su unidad sólo en el terreno político. Y es aquí donde se inserta, como veremos, la posición de Locke.

 

Hay que decir que también en dicha posición, bien representada por Inglaterra, el debate sobre la tolerancia está sometido a limitaciones precisas. La mayor parte de los que se declaran favorables a la libertad religiosa excluye de ésta algunas categorías formadas comúnmente por católicos, anabaptistas, judíos, ateos. En vano los católicos ingleses (como los holandeses) invocarán para sí un edicto análogo al de Nantes, promulgado en el 1598 por Enrique IV para los hugonotes franceses. En Inglaterra los partidarios de la tolerancia, desde John Milton a John Brinsley, Henry Robinson, John Godwin, se muestran abiertamente intolerantes hacia los "papistas". Contribuye a tal actitud la desafortunada excomunión de Pío V, en 1570, contra Isabel I de Inglaterra, con la que se declaraba depuesta a la soberana. Un acto que fue percibido como una injerencia muy grave y a causa del cual todo católico inglés podía ser sospechoso de dudosa lealtad y, por lo tanto, de alta traición. En el 1581, la celebración de la misa y los sacramentos se convirtió en susceptible de pena de muerte: 124 sacerdotes y 21 laicos fueron ajusticiados. La "ambigüedad" de los católicos, su ser potencialmente traidores en cuanto fieles al jefe de una potencia extranjera, es el motivo aducido para justificar su exclusión de los derechos y de la posibilidad de acceder a puestos y cargos públicos. Una política de represión que alcanzará cimas de una dureza particular respecto a la Irlanda "católica".

 

En conformidad con esta perspectiva, incluso John Locke, el mayor teórico inglés de la tolerancia, excluirá a los católicos junto con los ateos de la comunidad de los sujetos de derecho. Esta exclusión tiene, por lo demás, desde el punto de vista del autor, una finalidad también política que hace evidentes los límites de la perspectiva que está detrás del concepto de tolerancia parangonado con el de libertad religiosa. Locke, que hasta 1662 es favorable a la intervención del magistrado en las cuestiones religiosas, cambia de idea tras el encuentro, en 1666, con Anthony Ashley Cooper, primer conde de Shaftesbury, demócrata en la patria y mercante de esclavos en las colonias, del que se convirtió en médico personal, amigo y persona de confianza. Ashley Cooper estaba convencido de que los verdaderos enemigos de Inglaterra no eran los discordantes protestantes, sino los católicos. Los papistas, según Ashley, eran agentes potenciales de la Francia de Luis XIV. En coherencia con esto, «el proyecto político de Ashley era, por tanto, la reunificación, en función anticatólica, de todo el partido protestante, de la Iglesia anglicana con los disidentes». [35] Hasta el punto de inventar un inexistente «complot papista» que condujo a la ejecución de una veintena de católicos inocentes. Con su Ensayo sobre la tolerancia, de 1667, «Locke habría dado una sólida contribución teórica a este proyecto, atacando la política de persecución que ponía a los unos contra los otros, los protestantes conformistas y los protestantes disidentes». En este tratado el tema de la tolerancia se fundaba en la distinción entre Estado e Iglesia, equiparados a la pareja a público-privado. El objetivo era la «necesidad de convertir a los fanáticos [los discordantes protestantes] en útiles y provechosos, y hacer de ellos lo más posible defensores sólidos del gobierno tal cual es actualmente, a fin de darle seguridad contra las turbulencias interiores y, al mismo tiempo, defenderlo contra ataques procedentes del exterior». [36 El medio para realizar esto era la represión de los católicos, que, como escribe Locke, incluso «si no disminuyese el número de nuestros enemigos induciendo a una parte de ellos a pasar a nuestra parte, sin embargo, ésta aumenta el número y refuerza el brazo de nuestros amigos, y vincula más estrechamente todo partido protestante a nuestra asistencia y defensa».

 

Como es evidente, «en el Ensayo se elige y propone la tolerancia ante todo como método eficaz de gobierno: la seguridad del estado y la prosperidad de la sociedad se pueden perseguir del mejor modo a través de la tolerancia. Sólo en segundo lugar la tolerancia también es un valor ético-religioso, en cuanto que se contrapone a la crueldad, que el cristianismo aborrece; y solamente en tercer lugar es un corolario de una verdad filosófica, esto es: la igualdad de todos los hombres, magistrados y súbditos, ante la verdad, que no es propiedad privada de nadie». [37] Este planteamiento también se mantiene en las otras cuatro "cartas" sobre el argumento que el filósofo inglés compuso entre 1685 y 1704. En él reside el valor pero también el límite de la reflexión de Locke. En realidad, para encontrar partidarios de la tolerancia como método de convivencia civil extendido a todos los hombres, hace falta superar la óptica unilateralmente política,  maquiavélica, que subyace incluso en el planteamiento de Locke. Las voces más interesantes provienen aquí de exiliados y figuras del Nuevo Mundo que, humillados por las discriminaciones padecidas en su patria, verán en América una oportunidad nueva para una sociedad pacífica y libre. Entre ellos el baptista Roger Williams (1604-1683) que, en contraste con el autoritarismo teocrático calvinista, funda, en el 1636, la ciudad de Providence, núcleo de la futura colonia de Rhode Island, marcada por la más completa libertad religiosa. [38] El católico Cecilius Calvert, conde de Baltimore (1606-1675), que en el 1649 promulga el así llamado Acto de tolerancia en Maryland con el objetivo de crear un lugar favorable también para sus correligionarios. El cuáquero William Penn (1644-1718), amigo del soberano católico Jacobo II, que, en la colonia americana de Pennsylvania (1681) (que tomará el nombre de él), buscará también como Lord Baltimore, un ámbito de paz para sus compañeros de fe. La constitución de la colonia americana,  The Great Law of Pennsylvania, garantizaba la libertad de conciencia y preveía un gobierno elegido mediante sufragio universal, con toda garantía democrática.

 

Baptistas, católicos, cuáqueros: los excluidos de la tolerancia inglesa se convierten, de este modo, en los partidarios de la libertad religiosa, que encontrará en el Nuevo Mundo su lugar ideal de experimentación. La auténtica tolerancia nace aquí de minorías religiosas oprimidas que, en la escuela del sufrimiento, redescubren la condición del cristianismo de los comienzos. El resultado es aquel peculiar encuentro entre cristianismo y democracia que, aún en medio de las limitaciones —el maniqueísmo que deriva de la componente puritana, una especie de nacionalismo mesiánico, los prejuicios hacia los católicos— constituye, sin embargo, uno de los hechos más relevantes de la historia moderna y contemporánea.

 

Contrariamente que en América, en Europa este encuentro, que se desarrollará completamente sólo después de la II Guerra Mundial, no logrará por el momento realizarse. Las cerrazones e intransigencias recíprocas entre católicos y protestantes, la política absolutista de los Estados y las monarquías, favorecerá el proceso de secularización y el afirmarse de una Ilustración de trazos progresivamente anticristianos. Como resultado, la reflexión sobre la tolerancia, de debate sobre la relación entre verdad y libertad, se desplaza cada vez más al terreno de la neutralización de las diferencias religiosas. Al hacer esto oscila entre deísmo y politeísmo.

 

El paso hacia el deísmo es evidente en Locke, donde la mentalidad latitudinaria y la concepción antitrinitaria inducen a un cristianismo "esencial", carente de dogmas. Un cristianismo "natural" en el que cada hombre razonable puede reconocerse. La "racionalización" del cristianismo entre los siglos XVII y XVIII, su reducción a doctrina moral, es así una consecuencia de las guerras de religión, de la necesidad de hallar una concordia, perdida en el ámbito de la creencia. El Dios racional de los deístas es, sin embargo, al mismo tiempo, un dios "desconocido", un Dios sin revelación, al que los hombres llegan por caminos diferentes por obra de una razón incierta. De donde la unión que se establece entre tolerancia e incertidumbre. Desde el De arte dubitandi de Castellion, al The Compasionate Samaritane (1644) de William Walwyn, a la imposibilidad teorizada por Locke de verificar en términos objetivos la verdad religiosa, a la oscuridad del conocer del ensayo sobre la "Tolerancia" de la Enciclopedia, todos convergen en los límites del conocer, en la dificultad de comprobar lo verdadero. La incertidumbre se traduce en la práctica en un pluralismo metodológico  que  ritualiza,  de  algún modo,  la  concepción  de Aurelio Simmaco en su Relatio III. Uno itinere non potest pervenire ad tam grande secretum, había   proclamado Simmaco ante Valentiniano II. Del mismo modo, el escepticismo que sucede a la rotura violenta de la unidad cristiana, tiende ahora a ver en el paganismo, en el pluralismo de los dioses y de las creencias, el modelo político de una tolerancia religiosa. De la alabanza de Juliano el Apóstata, contenida en los Essais de Montaigne, a Bayle que no recuerda «el haber leído nunca que haya habido guerras de religión entre los paganos», [39] a Voltaire que en su Tratado sobre la tolerancia celebra la tolerancia de los griegos y los romanos, dando nueva dimensión al alcance de las persecuciones anticristianas, a David Hume que en su radicalismo escéptico contrapone ya teísmo y politeísmo. «La intolerancia de casi todas las religiones que tienen fe en la unidad de Dios —escribe— es tan característica como la tolerancia de los politeístas. El espíritu implacablemente fanático de los judíos es bien conocido. El mahometismo surgió con principios aún más sanguinarios y todavía hoy condena, aunque no con el fuego y la hoguera, a todas las demás sectas. Y si, entre los cristianos, los ingleses y los holandeses han abrazado principios de tolerancia, la excepción se debe a la firmeza del magistrado civil contra las presiones continuas de los curas y los beatos». [40]

 

De modo diverso a Jean-Edme Romilly, autor del ensayo sobre la "Tolerancia" para la Enciclopedia, para el que «mil caminos conducen al error, uno sólo a la verdad», [41] el escepticismo de Hume niega la única verdad para celebrar el límite infranqueable de la diversidad. Politeísmo contra monoteísmo, tolerancia contra intolerancia. Hume pone aquí las premisas a la teoría sobre la inconciliabilidad entre cristianismo y democracia que, en el siglo XX, Hans Kelsen desarrollará. Una conclusión, ésta, que, por un lado, no tiene en cuenta los desarrollos teórico-políticos del Nuevo Mundo y, por otro, no distingue adecuadamente entre la democracia de los antiguos y la de los modernos. Habrá que esperar la obra de Alexis de Toqueville, Democraticen Amérique (1835), y más todavía a la catástrofe del totalitarismo neopagano del siglo XX, para que la neoilustración pudiera desconfiar del regreso de los antiguos dioses y el cristianismo, finalmente libre de nostalgias legitimistas y medievalistas, pudiera volver a descubrir la condición, ideal y espiritual, de los primeros siglos.

 

Nota

 

[1] F. Paschoud, "L'intolleranza cristiana vista e giudicata dai pagani", en AA. W., L'intolleranza cristiana nei confronti deipagani, Bolonia, 1993, 157.

 

[2] C. Gnilka, "La conversione della cultura antica vista dai padri della chiesa", en AA. W., L'intolleranza cristiana, 130.

 

[3] Paschoud, 174.

 

[4] M. Sordi, L'impero romano-cristiano al tempo di Ambrogio, Milán, 2000, 49.

 

[5] P. F. Beatrice, "L'intolleranza cristiana nei confronti dei pagani: un problema storiografico", en AA. VV., L'intolleranza cristiana, 8.

 

[6] Cf. Voltaire, Trattato sulla tolleranza, en Voltaire, Scritti filosofici, v. I Bari 1972, 449-450.

 

[7] Beatrice, "L'intolleranza", en AA. VV., L'intolleranza cristiana, 9.

 

[8] Lactancio, Così morirono i persecutori, Milán, 1957, 78.

 

[9] L. F. Pizzolato, "Ambrogio e la libertà religiosa nel IV secolo", en AA. VV., Cristianesimo e istituzioni politiche. Da Costantino a Giustiniano, Roma, 1997,143.

 

[10] Ib., 151

 

[11] Agustín, Retract. 2,5.

 

[12] Agustín, Le lettere, v. I, Roma, 1969, 830-831. Para un testimonio análogo, cf. también la carta 185, en Agustín, Le lettere, v. III, Roma, 1974, 45.

 

[13] Agustín, Carta 138 en íd., Le lettere, v. II, Roma, 1971, 181. Esta identificación entre cristianismo y Estado no quita que, en un plano más general, toda la estructura de la Ciudad de Dios, fundada en la diferencia entre las "dos" ciudades, la ciudad de Dios y la ciudad mundana, contraste con esta identificación. Acerca de esto cf. M. Borghesi, Posmodernidad y cristianismo, Madrid, 1997, 107-120; AA. VV., Il potere e la grazia. Attualitá di sant'Agostino, Roma, 1998.

 

[14] Agustín, Carta 138, en Lettere, v. II, 185.

 

[15] Agustín, Carta 93, en Lettere, v. I, 817.

 

[16] Íd., 819- Acerca de la distinción entre los dos tiempos cf. también la carta 173 (Lettere, v. II, 833) y la carta 185 (Lettere, v. III, 37).

 

[17] Cf. Agustín, Carta 185, en Lettere, v. III, 43-44.

 

[18] Ib., 41.

 

[19] Ib., 43.

 

[20] S. Castellione, Contra libellum Calvini, in quo extendere conatur haereticos iure gladii coercendos esse, 1612, traducción italiana del pasaje en M. Firpo, Il problema della tolleranza religiosa nell'età moderna, Turín, 1978, 120.

 

[21] M. Lutero, Alia nobiltà cristiana di nazione tedesca, en M. Lutero, Scritti politici, Turín, 1959, 203.

 

[22] Firpo, 33.

 

[23] M. Lutero, Degli ebrei e delle loro menzogne, Turín, 2000, 200.

 

[24] Ib., 188-189.

 

[25] Ib., 190.

 

[26] Ib., 191.

 

[27] Ib., 192.

 

[28] Cf. M. Borghesi, "Lutero, Agostino, gli ebrei", en 30Giorni, 2 (2001) 56-61.

 

[29] Lanzillo, 47.

 

[30] B. Montfort (pseudónimo de Castellion), Confutazione di quegli argo-menti che vengono sólitamente avanzati in difesa della persecuzione degli eretici, traducción italiana del pasaje citado en Lanzillo, 58-59.

 

[31] P. Bayle, Commento filosofico su questeparole di Gesù Cristo, costringili ad entrare, traducción italiana del pasaje en Lanzillo, 128.

 

[32] Voltaire, Trattato sulla tolleranza, 480.

 

[33] Ib., 448.

 

[34] M. de L'Hôpital, Discorso pronunciato il 26 agosto 1561 all'assemblea degli stati generali riuniti a Saint-Germain-en-Laye, traducción italiana en Lanzillo, 87 y 89.

 

[35] D. Maroni, Introducción a: J. Locke, Scritti sulla tolleranza, Turín, 1977, 29.

 

[36] Locke, Saggio sulla tolleranza, en Íd, Scritti sulla tolleranza, 113.

 

[37] Marconi, Introducción a Locke, 35.

 

[38] R. Williams, The Bloudy Tenent of Persecution for Cause of Conscience, Londres, 1644; The Bloudy Tenent yet More Bloudy by tbe Cottons Endevour to Wash iy White in the Blood of the Lamb, Londres, 1652.

 

[39] P. Bayle, Commentario filosofico, en Lanzillo, 128.

 

[40] D. Hume, Storia naturale della religione, en íd, Opere, v. I, Bari, 1971, 724.

 

[41] "Tolleranza", en Enciclopedia o dizionario ragionato delle arti e dei  mestieri ordinato da Diderot e D'Alambert, Bari, 1968, 901.

 

 

 

 

 

 

Fuente: Revista Católica Internacional Communio, 3ª. Época, Año 26, Enero-junio 2004, pp. 38-53.


 


* Massimo Borghesi es Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia), Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.