El teólogo en la Iglesia

Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

A raíz de las casi sistemáticas rebeldías surgidas en el grupo “Amerindia”, reunido paralelamente a la Vª Conferencia del episcopado latinoamericano y del Caribe, parecería saludable aportar otros puntos de vista, con mayor arraigo y solidez que la mera ansia de protagonismo.

Porque es penoso y nocivo para el pueblo de Dios el espectáculo de gente culta, pero despechada, que, en vez de servir a la Iglesia, se sirve de ella, denigrándola, ante los potentes medios de comunicación.

Ahora bien, la figura del teólogo emerge dentro del pueblo de Dios, distinguiéndose del mismo por su conocimiento religioso más organizado. No raras veces en el pasado y el presente tales pensadores cristianos han hecho avanzar considerablemente a la sabiduría eclesial, aportando soluciones a zonas intrincadas u oscurecidas por mala interpretación de algunos, en lo referente a la fe. Baste el incompleto recuento de los Santos Ireneo de Lyon, Atanasio, Cirilo, Agustín, Tomás de Aquino...

Pero, no en menor grado, provocaron igualmente conflictos y desorientación en la inmensa grey del pueblo de Dios. Repasemos, también brevemente, a Arrio, Nestorio, Eutiques, Pelagio, Lutero...

Sensus fidelium” y teología

Durante mucho tiempo el reclutamiento de los cristianos, si no exclusiva, se hizo preponderantemente entre los que Agustín llamó “rudes”, gente inculta y sencilla. Ya lo advertía S. Pablo: “Miren quiénes han sido llamados; pues no hay entre ustedes muchos sabios, según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (I Cor 1, 26).

Grandes ingenios como el mismo Pablo o Juan guiaban, por cierto, y bajo la tutela del Espíritu Santo, a aquellas primeras comunidades, pero el punto de referencia, para calibrar un acierto o desvío era la fe común de todas las Iglesias, o lo que se vino a llamar posteriormente el “sensus fidelium”.

Así, el mismo Pablo, confrontará a sus díscolos corintios, con todo el resto de los creyentes: “¿Acaso la Palabra de Dios ha salido de ustedes o ustedes son los únicos que la han recibido?” (I Cor 14, 39).

Andando el tiempo y por el mismo impulso misionero propio del Evangelio, que a nadie excluye, se llegó al intercambio y confrontación con los filósofos grecolatinos. Surgieron así los grandes Padres apologetas, S. Justino, Atenágoras y tantos otros ilustres expositores de la fe cristiana.

Con todo, muy pronto también la curiosidad se sobrepuso a la necesidad, de la que habían nacido aquellos diálogos. La fascinación por la alta especulación no siguió la línea de Pablo, que tenía como objetivo “avasallar toda inteligencia humana, para obedecer a Cristo” (II Cor 10, 3), sino que, invirtiendo los términos, se valió de los misterios cristianos, para suministrar nuevo pábulo a ansias racionalistas desenfrenadas. Más bien Cristo era el sometido a ambiciosas sistematizaciones intelectualistas. El supremo valor era la “gnosis”: el conocimiento, cuanto más complicado, sutil y elevado de lo vulgar, tanto mejor. En un olvido total de cómo lo más sublime en la revelación (las personas trinitarias), había sido entregado, justamente a los más humildes: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 25- 27).

Así Hipólito de Roma (antipapa, considerado santo por su posterior martirio, con el que redimió de fallos anteriores) fue durante mucho tiempo un hombre engreído por su ciencia y conocimiento de los filósofos griegos. Declaró guerra sin cuartel a los papas Ceferino y Calixto, porque habían abierto generosamente las puertas del perdón, permitiendo que grandes pecadores (apóstatas de la fe que, por miedo, habían escapado al martirio) volvieran a la Iglesia.Hipólito, de tendencia rigorista, trató a Ceferino de espíritu limitado, a Calixto de intrigante y a sus seguidores de inteligencias vulgares.

Sin embargo, una mente para nada inclinada al catolicismo, como el gran historiador protestante A. von Harnack, así ha juzgado aquella coyuntura:

“Se ve que Hipólito considera como gente simple a Ceferino y a los otros, porque ellos no quieren lanzarse a la ciencia nueva... Hipólito no ha ocultado el hecho que los obispos tenían a su favor la gran masa de la comunidad romana [“sensus fidelium”: acotamos nosotros]; pero él denunció por todas partes rencor, adulonería, mientras que hoy se puede reconocer que los obispos quisieron preservar la unidad y la paz de su rebaño de la «rabies theologorum». Con ello, simplemente cumplieron el deber de su cargo” (Lehrbuch der Dogmengeschichte, Tübingen – 1907: 4ª ed. – I Bd, 704, n. 2).

De modo análogo opina el teólogo católico H. U. von Balthasar: “Ha de ser providencial que la Roma de los siglos II y III no contara con un solo teólogo de calidad, a excepción de Hipólito, que provocó un cisma. La alta teología se despliega en Alejandría, las Galias, Cartago, Palestina y el Asia menor. Cabe pensar que Roma, atenta simplemente a mantener la tradición apostólica, persistirá siempre en posiciones retrógradas, tanto más penosas de soportar, cuanto más rigurosa era la autoridad con que las imponía. Pues bien, las intervenciones romanas, asaz raras en los principios, prueban exactamente lo contrario. Las posiciones de Roma, apelando con razón al depósito de la fe tradicional, orientaban generalmente allende los horizontes demasiado particulares de teólogos «comprometidos» y «especulativos»” (Der antirömische Affekt, Freiburg im Breisgau – 1974 – 203).

De esto se sigue, con buen fundamento en la historia, que no siempre los que parecen más avanzados entre los teólogos representan necesariamente el frente por donde progresa la renovación o la verdad del Evangelio.

Hoy no se sufre a la autoridad en materia doctrinal y teológica. Se declara que ya pasó el tiempo de reprimir errores, está en descrédito la función del magisterio. Pero lo gracioso es que tanta gente alérgica a recibir la menor advertencia, las reparte de forma inapelable.

Es aguda, al respecto, esta observación del P. Chantraine: “O bien triunfará la autoridad y entonces se dirá a gritos que esto es reaccionario: o bien ella cederá y en tal caso se tendrá el triunfo de la libertad... ¿Qué clase de triunfo? Se lo verá muy pronto: la censura pasa a manos de los teólogos. Las escuelas, las camarillas hacen ley; algunos teólogos son elevados al primer rango por una publicidad alborotadora, pretendiendo regentear los espíritus; opiniones particulares prevalecen sobre el sentimiento común; la adulación consagra la mediocridad; la rabies theologica, que nada será capaz de frenar, se desencadena sobre todo lo que es eminente e independiente. Las fiestas de la libertad tienen también sus madrugadas tristes” (Vraie et fausse liberté du Théologien, Paris – Bruxelles – 1969 – 75–76).

Algunos teólogos latinoamericanos

Pero las protestas que han surgido al lado mismo de “Aparecida” parecieran provenir de genuinos intereses por “los pobres”, “el pueblo de Dios”, “los indígenas postergados”.

Sin embargo, una postura ideologizada sigue presidiendo estas propuestas, que aparentemente se apoderan del estandarte de los indigentes. Si antes se escudaban en “la ciencia marxista” (bochornosamente desmentida por la realidad), ahora repudian unilateralmente la evangelización hispanoamericana, insistiendo sólo en la “leyenda negra” y olvidando que la realidad ha sido y es más bien “gris”, con luces y sombras, pero con preponderancia de las primeras sobre las segundas, por amplia ventaja de la misión en Centro y Sudamérica, en comparación con el desmantelamiento de aborígenes llevado a cabo en el Norte por agentes del protestantismo.

Se ha propuesto la “despenalización del aborto”, con falsa compasión por las capas marginadas de la sociedad. O sea: el mejor modo de auxiliar los pobres consistiría en suprimirlos, en lugar de educarlos, alejándolos del hedonismo invasor, que sólo persigue el bienestar económico.

Por todo lo cual, sería aconsejable no dejarse engatusar por opiniones bastante peregrinas de una pseudocompasión. Opinan, por ejemplo, que sería una falta de sintonía con el mundo actual, con una América pobre y desilusionada, a la que se ha de presentar el Evangelio, sentirse “seguro”, cuando el ambiente general es el estado de búsqueda y duda.

Aquí sería oportuno recordar que si S. Pablo, en deber de solidaridad, nos amonesta a “alegrarnos con los que están alegres y a llorar con los que lloran” (Rom 12, 15), en ningún sitio nos exhorta a “dudar con los que dudan”.

“¿De qué les sirve –pregunta H. U. von Balthasar– a quienes andan a tientas en la oscuridad, si también yo prefiero tropezar con ellos, en lugar de accionar el interruptor de mi linterna de bolsillo? En mi puesto minúsculo, «brillo como un astro del universo» (Filip 2, 15). Si muchos, si todos los cristianos en conjunto, aún dentro de los límites de sus posibilidades, brillasen, por cierto que se acertaría de alguna forma en encontrar algo, aún en esta noche sin luna. Es efectivamente solidario aquel que, por bien de los otros, contribuye con lo que tiene, después de haberlo recibido como regalo” (Punti fermi, Milano – 1972 – 195).

Es igualmente importante que esta “seguridad”, de la que goza legítimamente el cuerpo de la Iglesia, no se vea perturbada por sistema, pues lo es ya por tantas adversidades y enemigos de fuera.

Sólo la verdad se impone, tarde o temprano

Como lúcidamente lo vio Pablo VI: “El predicador del Evangelio será aquel que, aún a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad, que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generalmente sin avasallarla” (Evangelii nuntiandi - 1975 – nº 78).

No hacía otra cosa el gran Papa, que actualizar la actitud de Pablo: “Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos la Buena noticia, y nosotros la predicamos, procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones. Ustedes saben –y Dios es testigo de ello– que nunca hemos tenido palabras de adulación, ni hemos buscado pretexto para ganar dinero. Tampoco hemos ambicionado el reconocimiento de los hombres, ni de ustedes ni de nadie, si bien, como Apóstoles de Cristo, teníamos el derecho de hacernos valer” (I Tes 2, 3–7).

Esta actitud de servicio y veneración por la fe de todo creyente sencillo caracteriza al genuino teólogo.

“¡Ay de ustedes cuando los elogien!” (Lc 6, 26)

En cambio, el ansia de destacarse, de provocar sensación, es un plano inclinado hacia la singularización exorbitada, desarraigada del pueblo de Dios.

Así es como no es raro que todo aquel que, fiel a los derechos del pueblo de Dios, ha querido atenerse a las orientaciones de sus legítimos pastores, ha debido sufrir desde siempre la sonrisita indulgente y superior de los que a sí mismos se consideran en la vanguardia y proclaman no querer “perder el tren de la historia”.

Pero tampoco hemos de negar que auténticos y fieles servidores de la fe común tuvieron que sufrir, dolorosa e injustamente la incomprensión por parte de los guías eclesiásticos, a los que querían servir y muchas veces desde sus cúspides más elevadas.

Como bien explicaba el P. A. Orbe: “Los sufrimientos que más duelen no son precisamente los que provienen de los perseguidores de la Iglesia, sino los que causan los buenos, los superiores, los mismos santos” (Elevaciones sobre el amor de Cristo – BAC – 253).

Es esto sumamente penoso, una de las cruces más duras: el dolor causado por los dirigentes mismos de la institución a la que se ha entregado la vida. Para “sentire cum Ecclesia” es menester prepararse para la eventualidad de tener que soportar semejante trance con paciencia. Las almas grandes se templan con él, en vez de ventilar con intemperancia la propia dolencia.

Ya S. Agustín trazó el estatuto de quien se siente perseguido dentro de la Iglesia; y, ciertamente que no se desprende de sus reglas ninguna suerte de treta o engañifa para tener en calma a la autoridad, mientras se la está burlando.

“A menudo –enseña el santo Doctor- la Providencia permite que también hombres verdaderamente religiosos sean excluidos de la comunidad de los cristianos, por tumultos incitados por hombres carnales.

Si ellos soportan esta afrenta y esta injusticia con gran paciencia, para mantener la paz de la Iglesia, y no buscan promover el cisma o inventar alguna herejía, muestran a todos con qué sentido de rectitud y de amor se debe servir a Dios.

Estos hombres tienen el firme propósito de volver a la unidad, en cuanto la tormenta haya pasado; pero, si esto tarda –sea porque continúa el tumulto, sea porque se teme que con su regreso pueda surgir uno mayor-, ellos conservan viva voluntad de influir benéficamente, justamente sobre aquellos que han suscitado contra ellos la tempestad, sin siquiera pensar en formar una comunidad separada. Defienden hasta la muerte y testimonian con su conducta, la verdadera fe que –están convencidos de ello– es anunciada sólo por la Iglesia católica. Y el Padre, que ve en lo secreto, los coronará en lo secreto” (De vera religione, cap. 6, nº 211 – PL 34, 128).

De ningún modo, entonces, “rancho aparte”, ni ardides clandestinos o el recurso a la prensa para pasar por héroe incomprendido denigrando a la propia madre Iglesia. ¿A quién, que encontrara un defecto en su madre, se le ocurriría publicitarlo a los cuatro vientos? “¿Cómo es posible –preguntaba Pablo a los corintios- que cuando uno de ustedes tiene algún conflicto con otro se atreve a reclamar justicia a los injustos en lugar de someterse la justos?... ¡Y pensar que cuando ustedes tienen litigios, buscan como jueces a los que no son nadie para la Iglesia!” (I Cor 6, 1 – 4). Hoy en día, por desgracia, suele ser frecuente el recurso a focos de opinión, que sobre teología e Iglesia lo ignoran todo, pero cuentan con el brillo de los flashes y reflectores.

Para Agustín se trata de influir paciente, directamente y con toda franqueza sobre los de otro sentir. No se apela a otra instancia fuera de la Iglesia. No ha faltado quien, para justificar sus desplantes y desobediencia, acude al enfrentamiento de Pablo ante Pedro en Antioquía (Gal 2, 11–14).

Pasan por alto que el Apóstol de los gentiles no apeló de Pedro a una instancia superior (concilio o votación democrática), sino que reclamó a Pedro que fuera coherente con él mismo, superando un temor que no tenía razón de ser. De paso, deja Pablo bien en claro la autoridad superior de Pedro, cuando anota que “el mismo Bernabé se dejó arrastrar por su simulación” (ibid., v. 13). Ahora bien, Bernabé no era uno cualquiera. Él había presentado a Pablo ante la Iglesia de Jerusalén, después del suceso de Damasco (Hech 9, 27) y mostró su independencia al separarse de Pablo, después de un fuerte litigio, en el segundo viaje (Hech 15, 36–40). Además, Pablo usa el nombre de “Kefas”, el título mismo que Jesús le había dado a Simón hijo de Jonás (Gal 2, 11.14; Mt 16, 18).

Lamentablemente tan alta y noble actitud, como la recomendada por Agustín, no es la que suele aparecer en el escándalo periodístico, que ha cundido, también con su liviandad, entre las publicaciones que se llaman teológicas.Así, ha sido desorientadora la declaración del provincial jesuita del Perú, pronosticando que J. Sobrino sería reivindicado, así como lo fueron otros grandes teólogos amonestados, que después fueron nombrados peritos en el Vaticano II.

Olvidó aclarar cómo un De Lubac guardó silencio, dedicándose a profundizar el misterio de la Iglesia con sus insignes escritos: Catholicisme y Méditation sur l’Eglise. Congar se retiró a Jerusalén, para profundizar en sus conocimientos bíblicos. Fruto de tales estudios fue su obra: Le Mystère du temple.

Sobrino, en cambio, ha permitido la divulgación de su carta al P. Kolvenbach, donde publica su falta de acatamiento.

Al respecto escribía con sensatez, Y. Congar: “El aspecto relativamente superficial y criticable es aquel, por el cual la sinceridad moderna arrastra un cierto gusto por atacar lo que se sitúa como sagrado, por quitarle su aureola. Parece que por el hecho de haber atacado un tema o un personaje sagrado, se sea más hombre; incluso, a veces, en la perspectiva de los más «jóvenes»; toda autoridad, toda cosa en su lugar es sospechosa a priori de traición o decadencia. Por lo contrario, existe una especie de prestigio del herético, que parece un hombre superior”.

Lo corrobora con la cita de otro gran pensador católico, G. K. Chesterton: “Hoy día la palabra «herejía» no significa más que se está en lo falso, sino más bien que se tiene espíritu lúcido y valiente. Y completamente a la inversa, el término «ortodoxia» toma un valor peyorativo”.

“Ser avanzado –continúa Congar–, no conformista, viene a ser un valor por sí mismo, pero, como lo ha notado finamente E. Mounier, hay un conformismo y un profesionalismo de actitudes de vanguardia, de manera que esta actitud de cabeza de turco se devora a sí misma. Aquí, como en todas partes, sólo la verdad hace libres. Ser avanzado no tiene ningún sentido, ningún valor por sí mismo; lo que cuenta es sólo una cosa, ser verdadero. Por ahí encontramos el fondo sólido y mejor del gusto de la sinceridad” (Vraie et fausse réforme dans l’Église, Paris – 1968: 2e. éd., 47).

Es muy triste un “cursus celerrimus sed praeter viam”, una carrera alocada y vertiginosa, pero desviada. Tomás de Aquino, explicando el Evangelio de Juan 14, 6 (“Yo soy el camino...”), comenta con su acostumbrado buen sentido: “Es mejor renguear en el camino, que andar fuertemente fuera de él. Ya que quien renguea en el camino, aunque adelante poco, se aproxima a la meta; en cambio quien anda fuera del camino, cuanto más recio corre, tanto más se aleja de la meta”.

Excelencia al servicio, nunca para ostentación

Para liberarnos de narcisismos intelectuales o de terrorismos verbales, que a las excomuniones de otrora han sustituido las rígidas etiquetas de “derechismo o izquierdismo, conservador o progresista”, nada más saludable que no separarse del vigoroso sentido de fe que se anida en el pueblo cristiano.

Casos de siglos más cercanos confirman al respecto las líneas que nos llegan de la primera tradición. Lo apuntó el ya citado Y. Congar: “Una cierta falta de sentido de la Iglesia concreta y más precisamente de sentido apostólico y pastoral es... muy notable en muchos de los reformadores que, finalmente, han abandonado la Iglesia. Se encuentra en Renan, en Döllinger, en Loisy, no solamente un predominio decidido de lo intelectual sobre lo sacerdotal –lo cual, después de todo, puede que entrara en su vocación de sabios-, sino una ausencia de preocupaciones pastorales y un cierto temor ante las ocupaciones apostólicas. Así Döllinger decía que él no se hizo sacerdote sino para estudiar teología... El P. Portal –que conoció a Loisy– pensaba en él cuando daba este consejo a los jóvenes sacerdotes... que él orientaba hacia las investigaciones de ciencia religiosa: reservarse siempre un ministerio de almas... El P. J. Levie... observaba en Loisy la preocupación por su independencia personal, la tendencia al aislamiento y, al mismo tiempo, a hacerse centro; una concepción rígida de la sinceridad intelectual, que no comprendía el punto de vista pastoral de la Iglesia, en fin, poca piedad y poco sentido realista de las cosas espirituales. Loisy tuvo su fervor, él quería servir a la Iglesia, fue cura párroco dos años, cumplió con exactitud su cargo de enseñanza religiosa en las Dominicas de Neully y, contrariamente a Döllinger, habría aceptado un pequeño obispado (el de Mónaco). Pero este elemento pastoral permaneció exterior a su pensamiento, que fue puramente crítico y cerebral” (Vraie et fausse réforme, 232 y n. 36).

Muy diferente fue, en la misma y tormentosa época del “modernismo”, la actitud humilde y obediente de no menos grandes investigadores como, por ejemplo, la del P. J. M. Lagrange.

Para situarnos en el contexto, recordemos que el fundador de “L’Écôle Biblique de Jérusalem” había gozado de la total confianza de León XIII y su secretario de estado, el Card. Rampolla. Los estudios pioneros de este dominico, habían atraído nuevamente la atención de los exégetas protestantes, que por lo general decían : “Catholica non leguntur”.

Pero, cuando se desató el vendaval modernista, también Lagrange cayó bajo sospecha. Se le prohibió seguir investigando sobre el Antiguo Testamento, con lo cual volcó toda su inteligencia y energía en el Nuevo, dotando a la Iglesia de sus poderosos comentarios a los cuatro Evangelios y los escritos de Pablo.

Con todo, el hecho era que nadie de las esferas superiores le había indicado en qué concretos errores había caído. Él pedía sólo que se los hicieran conocer, para corregirse.

Con ese telón de fondo, leamos esta carta, dirigida a S. Pío X: “Santísimo Padre, prosternado a los pies de Vuestra Santidad, vengo a protestaros mi dolor, de haberos entristecido así como mi obediencia. Mi primer movimiento ha sido, y mi último movimiento será siempre, el de someterme en espíritu y de corazón, sin reserva, a las órdenes del Vicario de Jesucristo. Pero precisamente porque yo me siento verdaderamente con el corazón del hijo más sumiso, que me sea permitido decir a un padre, el más augusto de los padres, pero padre al fin, mi dolor sobre los considerandos que aparecen ligados a la reprobación de muchas de mis obras, indeterminados, por otra parte, y que estarían manchados de racionalismo. Que estas obras contienen errores, estoy dispuesto a reconocerlo, pero que hayan sido escritas en un espíritu de desobediencia a la tradición eclesiástica, o a las decisiones de la Pontificia Comisión Bíblica, dignáos, Santísimo Padre, autorizarme a que os declare, que nada estaba más lejos de mi pensamiento. Quedo de rodillas ante Vuestra Santidad, para implorar su bendición” (Le Pére Lagrange au service de la Bible – Souvenirs personnels, Paris – 1969 – 205).

Como buen hermano de Sto. Tomás, hacia el final de su vida, escribiría: “Mi único deseo es el de morir en la unión de la Iglesia Católica y en la gracia de Jesucristo, mi Salvador, asistido por la Virgen Inmaculada. Mi intención ha sido siempre la de servir a la Santa Iglesia, por eso lamento amargamente haber turbado a tantas almas. Una vez más someto todo lo que yo he escrito al juicio del Vicario de Jesucristo, al cual pido muy humildemente indulgencia y perdón” (Ibid., 215).

Llama la atención encontrar en la pluma de este gran filólogo, historiador, exégeta y hombre de cultura vastísima los mismos deseos que se puede hallar en la ancianita más ignorante, que, en el cultivo de su fe, no ha podido pasar de su catecismo o de desgranar las cuentas de su rosario.

Es que, como decía Sto. Tomás: “Ningún filósofo antes de la venida de Cristo, con todo su esfuerzo, pudo saber tanto de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna, como lo sabe una viejecilla por la fe, después de la venida de Cristo” (In Symbolum Apostolorum expositio, a. 1).

Lo cual, remontándonos todavía más en el pasado, no es más que lo que oponía S. Ireneo a los gnósticos, que, con altivo desdén, se las daban de selectos ingenios, con acceso a secretos que no eran para el vulgo cristiano: “Como el sol, criatura de Dios, es único en el mundo entero y siempre idéntico a sí mismo, así la verdad es por todas partes predicada e ilumina a todos los hombres, que quieren llegar al conocimiento de la verdad. Y de esta fe no podrá ser diferente ni el lenguaje del más sabio entre los jefes de la Iglesia (nadie es superior a su Maestro), ni el lenguaje del que no es elocuente. La fe es una e idéntica: por ende, no será ni aumentada por el que puede hablar de ella largamente, ni disminuida por el que no lo puede hacer” (Adversus haereses, I, 10, 2).

La fe sencilla del pueblo cristiano tenía buen olfato, a pesar de que no podían discutir a la par de la formidable dialéctica de un Arrio o Eusebio de Nicomedia. Aquella gente humilde, pero de fe, fue la que apoyó al campeón de la ortodoxia en el concilio de Nicea: S. Atanasio.

Justamente el estudio de este fenómeno del “sensus fidelium” fue el que guió la conversión de John H. Newman al catolicismo.

Él mismo cuenta de una persona muy religiosa, pero sin cultura, que “no podía separar por medio de análisis aquello que era herejía, pero la veía, la sentía y sufría en su presencia” (Grammar of assent, trad. italiana: Fede e ragione, Milano – Torino – Roma, 1907, 307).

El investigador, el teólogo nunca ha de perder de vista desde dónde viene y para qué trabaja. Jamás podrá olvidar que él mismo pertenece al rebaño y que está, en consecuencia, bajo el cayado de pastores que, si no ostentan lauros académicos, cuentan con un don que no se obtiene, ni en Alejandría o Atenas, ni en Oxford o en la Sorbona. Se trata de la asistencia del Espíritu Santo, prometido a los obispos unidos con el sucesor de Pedro y a sus colaboradores. “Velad por vosotros y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios” (Hech 20, 28). Y tal vigilancia tiene por cometido guardar incólume al pueblo de Dios y su alimento, el Evangelio. “Yo sé que después de mi partida, se meterán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño; y de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas y arrastrarán a los discípulos detrás de sí” (ibid., vv. 29–30).

Podada de sus raíces alimenticias, encerrándose en su suficiencia, cierta teología no sólo rechazará las mediaciones cristianas y sus instancias “seguras”, sino, lo que es peor, se volverá incapaz hasta de comprender las mediaciones humanas y su alcance positivo, volviéndose, entre otras cosas, intolerante con el pueblo y su ritmo no tan ágil.

“En particular -anota Chantraine– se muestra impaciente por la lentitud del espíritu humano, por más que esté esclarecido por la fe; se queja de las demoras que la historia impone a todo proyecto, aunque sea inspirado por Dios.

Y, sin embargo, es un hecho: ningún pensamiento original puede ser asimilado enseguida por los mejores espíritus; cuánto más por el cuerpo social entero. ¿Por qué asombrarse, entonces, de que ante un pensamiento teológico verdaderamente nuevo, el magisterio vacile un tiempo, a veces largo, que se muestre circunspecto, prudente, reticente, o hasta que por una visión todavía estrecha, entorpezca un intento original? Hay allí una condición originaria, frecuentemente muy mortificante, de la búsqueda de Dios, tal cual se lleva a cabo aquí abajo” (Vraie et fausse liberté du théologien, 105).

Newman no se encabritaba por estas aparentes trabas, sino que, al contrario, se maravillaba “de ver con qué lentitudes, cuáles incertidumbres e interrupciones, con cuántas idas y venidas a derecha y a izquierda, con cuántos reveses, y sin embargo, con qué seguridad, la Iglesia prosigue su marcha, hoy como ayer” (Fifteen sermons preached before the University of Oxford - 1978 – Sermon 15, N. 6).

En consecuencia, lo último que buscará un teólogo católico será la afirmación de su “personalidad”, por escandaloso que esto suene en los tiempos actuales, en que tanto se acentúa el “self made man”, el cultivo de la propia idiosincrasia, de los localismos y la protesta.

El que sirve al pueblo con sus especiales luces teológicas querrá ser, ante todo, fiel intérprete de la fe común y, al entablar diálogo con las corrientes e ideologías que se turnan en el tiempo, jamás se mimetizará con ellas hasta el punto de que se desvanezca su conciencia de pertenencia a un pueblo inmenso, pero bien definido, cuyos progresos y adelantos vitales no pueden descarrilarse de determinados puntos de referencia adquiridos, sobre los cuales se podrá construir mucho todavía, pero sin los cuales se edificará sobre arena: “Quien no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11, 23). Y, “bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre” (Gaudium et spes, 10; citando Hebr 13, 8).

Así, por ejemplo, el P. De Lubac (cardenal al fin de sus días), en su proverbial humildad, en vez de hablar desde su autoridad, prefiere exponer lo que quiere decir, a través de la voz de la gran tradición cristiana: “Si las citas son frecuentes, es porque hemos deseado proceder de manera impersonal [destacamos nosotros], sacando de los tesoros demasiado poco utilizados de los Padres” (Catholicisme, Paris – 1952: 5e. éd. - 13).

El gran teólogo francés no hacía más que reeditar la actitud de S. Máximo el Confesor, cuando, encontrándose encarcelado a causa de su fe y siendo interrogado por el emperador Constante II (641–668), sobre cuál era “su propia concepción del dogma”, respondió: “Yo no tengo sobre el dogma concepción propia, sino la que es común a la Iglesia católica. Y yo no he empleado fórmula alguna que dé a pensar que se trata de una concepción personal [destacado nuestro] del dogma” (Atanasio Apocrisiario, Actas del proceso de Máximo el Confesor, 690, col. 326).

Si lo prevalente en un teólogo es fomentar su originalidad, tarde o temprano acabará en un mamarracho, porque “el que se ensalza será humillado” (Lc 14, 11), siendo “los últimos los primeros”(Mt 20, 16), siguiendo a quien “no vino a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28).

La Plata, 29/V/07.