LA SÍNTESIS ESCOLÁSTICA DE

 

 SANTO TOMÁS DE AQUINO

 

 

Aristóteles es para Sto. Tomás el fin último de la investigación filosófica. El Estagirita llegó hasta donde podía llegar la razón; más allá, sólo hay la verdad sobrenatural de la fe. Fundir la filosofía con la fe, la obra de Aristóteles con las verdades que Dios ha revelado al hombre y de las que la Iglesia es depositaria: ésta es la labor que se propone Sto. Tomás con toda claridad.

Para llevar a cabo esta tarea son necesarias dos condiciones fundamentales: la primera, es separar claramente la filosofía de la teología, la investigación racional, guiada y sostenida tan sólo por principios evidentes, de la ciencia cuyo supuesto previo es la revelación divina. Solamente mediante esta clara separación, la teología puede servir de complemento a la filosofía, y la filosofía servir de preparación y auxiliar de la teología. La segunda condición, es hacer válido, dentro de la investigación filosófica, como criterio de dirección y norma, un principio que indique la disparidad y separación entre el objeto de la filosofía y el objeto de la teología, entre el ser de las criaturas y el ser de Dios.

La clave de la filosofía tomista es la fórmula de la analogía del ser. Esta fórmula es la más adecuada para expresar el principio de la reforma radical que Sto. Tomás aportó al aristotelismo. El ser de Dios y el de las criaturas es distinto. Los dos significados de la palabra ser ni son idénticos ni completamente distintos; sino que se corresponden proporcionalmente, de tal modo que el ser divino implica todo lo que la causa implica respecto al efecto. Sto. Tomás lo expresa diciendo que el ser no es unívoco ni equívoco, sino análogo, es decir, que implica proporcionesdistintas. La proporción es en este caso una relación de causa y efecto: el ser divino es causa del ser finito.

 

1. Filosofía y teología

 

1.1 Distinción entre filosofía y teología

Santo Tomás distinguió entre teología y filosofía. La filosofía, y las restantes ciencias humanas, descansan en la luz natural de la razón. El filósofo utiliza principios conocidos por la razón humana, y saca conclusiones que son fruto del razonamiento humano. El teólogo, por el contrario, aunque utiliza su razón, acepta sus principios de la autoridad, de la fe: los recibe como revelados. Aunque en la teología se utilicen métodos filosóficos, la teología es distinta de la filosofía pues, el punto de partida de la teología son datos revelados. Por ejemplo, el teólogo puede intentar con la ayuda de categorías y formas de razonamiento tomadas de la filosofía, entender un poco mejor el misterio de la Trinidad; pero no por ello deja de comportarse como un teólogo, puesto que acepta sin discusión y para siempre el dogma de la Trinidad de Personas: se trata para él de una premisa revelada aceptada por fe, no de la conclusión de un razonamiento filosófico.

Mientras el filósofo parte del mundo de la experiencia y se remonta racionalmente a Dios, en la medida en que Éste puede ser conocido por las criaturas, el teólogo parte de Dios según Él se ha revelado a sí mismo; el método natural de la teología consiste en pasar de Dios a las criaturas, en vez de ascender de las criaturas a Dios, como hace el filósofo.

La diferencia entre filosofía y teología consiste en que el teólogo recibe sus principios de la Revelación, y considera los objetos de que se ocupa como deducibles a partir de lo revelado; mientras que el filósofo capta sus principios por la sola razón, y considera los objetos de que se ocupa no como revelados, sino como captables por la luz natural de la razón.

Por otro lado, nos encontramos con que hay verdades propias de la teología: serían aquellas verdades conocidas por revelación y que no pueden ser conocidas por la razón; hay, además, verdades propias solamente de la filosofía, puesto que no han sido reveladas. Pero hay, también, verdades comunes a la filosofía y a la teología, puesto que han sido reveladas y al mismo tiempo pueden ser establecidas por la razón. Por tanto, aunque tengamos, por un lado, objetos propios de la filosofía y, por otro, objetos propios de la teología, no podemos decir que teología y filosofía difieran radicalmente; hay verdades que son comunes a la filosofía y a la teología, aunque ambas disciplinas las traten de modo distinto: el filósofo las considera como conclusiones de un proceso de razonamiento, mientras que el teólogo las considera como reveladas. Por ejemplo, el filósofo llega en sus argumentos a Dios como creador, y el teólogo también trata de Dios como creador; pero para el filósofo el conocimiento de Dios como creador se alcanza como conclusión de un argumento puramente racional; mientras que el teólogo acepta el hecho de que Dios es creador porque está contenido en la revelación, de modo que constituye para él una premisa más bien que una conclusión.

No hay, pues, razón alguna para que otra ciencia no pueda tratar, en tanto que conocidos por la luz de la revelación divina, de los mismos objetos de los que tratan las ciencias filosóficas, según pueden éstos ser conocidos por la luz de la razón natural. Por tanto, la teología que pertenece a la doctrina sagrada difiere genéricamente de la teología que es parte de la filosofía (Summa Theologica, Iª, 1, 1, ad 2)

 

1.2 Necesidad moral de la revelación

Según Sto. Tomás, casi toda la filosofía se dirige al conocimiento de Dios, al menos en el sentido de que una gran parte de los estudios filosóficos están presupuestos en, y son requeridos por, la teología natural. La teología natural es la parte de la filosofía que debe aprenderse en último lugar. La razón de ello es que la revelación es necesaria, pues sin la revelación no podremos nunca estar seguros de poder alcanzar un conocimiento adecuado de Dios.

Es cierto que los filósofos han conocido muchas verdades sin partir de ningún dato revelado; pero, incluso en este caso, la historia demuestra que cuando la verdad ha sido alcanzada sin la ayuda de la revelación, muy a menudo se ha visto contaminada por el error. Los filósofos paganos han descubierto ciertamente la existencia de Dios, pero sus especulaciones comprendieron frecuentes errores, bien porque los filósofos no reconociesen adecuadamente la unidad de Dios, bien porque negasen la providencia divina, o bien porque no llegasen a ver que Dios es creador. Si estuviéramos simplemente ante una cuestión de astronomía o de ciencia natural, los errores no importarían tanto, puesto que el hombre puede alcanzar su fin perfectamente bien aun cuando sostenga opiniones erróneas a propósito de astronomía o de ciencia natural; pero Dios es en Sí mismo fin del hombre, y el conocimiento de Dios es esencial para que el hombre pueda dirigirse debidamente hacia su fin, de modo que la verdad referente a Dios es de gran importancia, y el error referente a Dios es desastroso. Concedido que Dios es el fin del hombre, es moralmente necesario que el descubrimiento de verdades tan importantes para la vida no se deje simplemente a las solas fuerzas de hombres que tengan la capacidad, el celo y el tiempo libre suficiente para meditar acerca de ellas; si no al contrario, es necesario que aquellas verdades sean también reveladas.

 

1.3 El intento de conciliación entre razón y fe

¿Puede el hombre al mismo tiempo creer (es decir, aceptar por la autoridad de la fe) y conocer (como resultado de una demostración racional) una misma verdad? ¿Se puede llegar por caminos distintos al conocimiento de una misma y única verdad? Sto. Tomás responde que es absolutamente imposible que haya fe y conocimiento a propósito del mismo objeto, que la misma verdad pueda ser conocida científicamente (filosóficamente) y al mismo tiempo creída (por fe) por el mismo hombre.

Hay, no obstante, verdades que se pueden conocer mediante la fe y mediante un razonamiento filosófico –como por ejemplo, la existencia de Dios: hay personas que saben que Dios existe porque creen en la palabra revelada; y hay otras personas que saben de su existencia porque racionalmente han demostrado que Dios existe (véase el caso de Aristóteles)–. ¿Cómo es posible esto? La respuesta de Sto. Tomás es que Dios nos ha dado la razón para que la usemos; y obligación de todo buen cristiano es usar la razón de la que Dios lo ha dotado; ahora bien, hay personas que, o bien no tienen la suficiente capacidad para usar de su razón, o bien no tienen tiempo suficiente; es a éstas personas a las que va dirigida la palabra revelada.

En otras palabras: en la medida de lo posible, el hombre debe utilizar su razón para conocer todas las verdades posibles acerca de Dios, y si utiliza ésta adecuadamente, llegará efectivamente a conocerlas; sin embargo, cuando el hombre no puede utilizar su razón –porque no está capacitado, porque no tiene tiempo, o por cualquier otra circunstancia que se nos pueda ocurrir–, entonces debe acudir a la fe.

En cualquier caso, hay verdades que es imposible conocer por la razón y, en este caso, es ineludible acudir a la ayuda de la fe. Además, cuando se deja a la razón caminar sola demasiado tiempo, inevitablemente ésta acaba cayendo en errores, debido a la soberbia humana.

En este sentido, la fe cumple un papel complementario a la razón: por un lado, ayuda a conocer aquellas cosas que son incognoscibles por medio de la razón; y, por otro, marca el camino adecuado a la razón; en efecto, cuando usando exclusivamente la razón lleguemos a “verdades” contrarias a las verdades de la fe, sabremos que en algún punto del camino nos hemos equivocado, y deberemos volver atrás a buscar el error. Es decir, en ningún caso puede haber contradicción entre las verdades alcanzadas por medio de la fe y las verdades alcanzadas por medio de la razón; y si en algún momento encontramos alguna contradicción, será la razón quién se haya equivocado, pues la fe, al ser palabra de Dios, nunca puede equivocarnos.

Al hombre, cuyo fin último es Dios, que excede la comprensión de la razón, no le basta la investigación basada en la razón. Las verdades mismas, a que por sí sola puede llegar la razón, no pueden alcanzarlas todas las personas, y el camino que a ellas conduce no está libre de errores. Por ello, es necesario que el hombre fuera instruido convenientemente y con mayor certeza por la revelación divina. Pero la revelación ni anula ni inutiliza la razón, pues la gracia no elimina la naturaleza, sino que la perfecciona. La razón natural está subordinada a la fe. Es cierto que la razón no puede demostrar lo que pertenece a la fe, porque entonces la fe perdería todo su mérito. La fe tiene, según Tomás, cuatro características básicas: 1) es un acto del entendimiento (y no de la voluntad). Se trata, pues, de un acto intelectivo, que necesita de la racionalidad del hombre. 2) mediante ese acto se asiente a la verdad divina, es decir, a la verdad revelada. 3) Ese asentimiento lo ordena la voluntad del hombre. 4) Pero esa voluntad no es únicamente humana, sino que es movida por Dios mediante la gracia. Por eso la fe es llamada virtud “teologal”, pues tiene en Dios a su fin último y también su motor.

La razón puede servir a la fe de tres maneras distintas:

  1. En primer lugar, demostrando los preambula fidei (preámbulos dela fe), es decir, las verdades cuya demostración es necesaria a la fe misma. No podemos creer en lo que Dios ha revelado, si no sabemos que Dios existe. La razón natural (por métodos a posteriori) demuestra que Dios existe, que es uno, que tiene las características y los atributos que pueden inferirse de la consideración de las cosas que ha creado.

  2. La filosofía puede utilizarse para aclarar mediante comparaciones las verdades de la fe.

  3. La filosofía puede rebatir las objeciones contra la fe, demostrando que son falsas o, al menos, que no tienen fuerza demostrativa.

Esto significa que hay verdades que se alcanzan con el único auxilio de la razón (los preámbulos de la fe); y que hay otras verdades que se alcanzan únicamente con la fe (como las reveladas); y otras verdades que se pueden alcanzar con el concurso de la fe y de la razón (existencia de Dios, inmortalidad del alma, etc.)

Pero la razón tiene su propia verdad. Los principios que le son intrínsecos y que son certísimos, porque es imposible pensar que sean falsos, le han sido infundidos por Dios, que es el autor de la naturaleza humana. Por lo tanto, estos principios derivan de la Sabiduría divina y forman parte de ella. La verdad de razón nunca puede ser opuesta a la verdad revelada; la verdad no puede contradecir la verdad. Cuando surge una oposición, es señal de que no se trata de verdades racionales, sino de conclusiones falsas o, al menos, no necesarias: la fe es la regla del recto proceder de la razón.

 

1.4 Fin natural y fin sobrenatural

Sto. Tomás distingue dos fines en el hombre: un fin natural y otro sobrenatural. Así, el bien último, según la consideración del filósofo, difiere del bien último según la consideración del teólogo, puesto que el filósofo considera el bien último que es proporcionado al ser humano, mientras que el teólogo considera como bien último algo que sobrepasa el poder de la naturaleza, a saber, la vida eterna.

El ser humano concreto fue creado por Dios para un fin sobrenatural, para la felicidad perfecta, que solamente es alcanzable en la vida futura, en la visión de Dios, y que es, además, inalcanzable por el hombre si sus propias fuerzas naturales no reciben ayuda. Pero el hombre puede alcanzar una felicidad imperfecta en esta vida mediante el ejercicio de sus capacidades naturales, mediante un conocimiento filosófico de Dios obtenido a partir de las criaturas, y mediante el logro y el ejercicio de las virtudes naturales. Esos fines no se excluyen mutuamente, puesto que el hombre puede alcanzar la felicidad imperfecta en que consiste su fin natural sin salir por eso del camino hacia su fin sobrenatural; el fin natural, la felicidad imperfecta, es proporcionado a la naturaleza y fuerzas humanas; pero, por cuanto el hombre ha sido creado para un fin sobrenatural, el fin natural no puede satisfacerle.

El hombre tiene un fin último, la beatitud sobrenatural, pero la existencia de ese fin, que trasciende los poderes de la mera naturaleza humana, aun cuando el hombre fuese creado para alcanzarlo, no puede ser conocida por la razón natural; y, por lo tanto, no puede ser adivinada por el filósofo: su consideración queda reservada al teólogo.

Por el contrario, el hombre puede alcanzar, por el ejercicio de sus poderes naturales, una imperfecta felicidad natural en esta vida, y la existencia de ese fin y de los medios para alcanzarlo puede ser descubierta por el filósofo, que puede probar la existencia de Dios a partir de las criaturas o lograr un cierto conocimiento analógico de Dios.

Así, puede decirse que el filósofo considera el fin del hombre en la medida en que dicho fin es descubrible por la razón humana, es decir, sólo de un modo imperfecto e incompleto. Pero tanto el filósofo como el teólogo consideran al hombre en concreto: la diferencia está en que el filósofo, aunque capaz de ver y considerar la naturaleza humana como tal, no puede descubrir todo lo que hay en el hombre, no puede descubrir la vocación sobrenatural de éste; solamente puede hacer parte del camino en el descubrimiento del destino del hombre, precisamente porque el hombre fue creado para un fin que trasciende los poderes de su naturaleza.

 

2. La metafísica de Sto. Tomás

 

2.1 Hilemorfismo

La mente humana conoce en dependencia de la experiencia sensible, y los primeros objetos concretos que conoce son los objetos materiales con los cuales entra en relación a través de los sentidos. Pero la reflexión sobre esos objetos lleva a la mente a descubrir una distinción entre los objetos mismos. Veo que las cosas cambian y, sin embargo, siguen siendo las mismas. Esta observación lleva a la mente a distinguir entre sustancia yaccidente; sustancia, al igual que en Aristóteles, es aquello que permanece constante debajo de los cambios; mientras que accidente es aquello que acaece a la sustancia.

Ahora bien, dentro de los seres materiales no sólo podemos establecer distinción entre sustancia y accidente. Hay, en efecto, una distinción más, la correspondiente a materia prima y materia segunda.

Por ejemplo, cuando la vaca come hierba, la hierba no sigue siendo lo que era en el campo, sino que se convierte en otra cosa por la asimilación, mientras que, por otra parte, no deja simplemente de ser, sino que hay algo que permanece a través del proceso de cambio. Nos encontramos en este caso ante un cambio sustancial, puesto que es la hierba misma lo que ha cambiado; y el análisis del cambio sustancial conduce a la mente a discernir dos elementos, un elemento que es común a la hierba y a la carne en que la hierba se transforma, y otro elemento que confiere a ese algo su determinación, su carácter sustancial, haciendo de ello primero hierba y, más tarde, carne. Además, es concebible que cualquier sustancia material se transforme en otra. Así, llegamos a la concepción, por una parte, de un substrato subyacente a los cambios, que, considerado en sí mismo, no puede recibir el nombre de ninguna sustancia determinada, y, por otra parte, a la de un elemento caracterizante o determinante, que hace que las cosas lleguen a ser lo que son. El primer elemento es la “materia prima”, el substrato indeterminado del cambio sustancial; el segundo elemento es la forma sustancial (“materia segunda”), que hace a la sustancia tal como es, y la determina así como vaca, hierba, oxígeno, hidrógeno, o lo que sea. Toda sustancia material está, así, compuesta de materia y forma.

La materia prima es la pura potencialidad, aquello en que un cuerpo está en potencia de transformarse; mientras que la materia segunda, o forma sustancial, es el principio que determina la esencia específica de un cuerpo. La materia prima está en potencia para todas las formas (materias segundas) que puede adoptar un cuerpo; pero, considerada en sí misma, es pura potencialidad. Por eso precisamente, por ser pura potencialidad, no puede existir por sí misma, pues no tiene sentido hablar de un ser que sólo existe en potencia; todo ser, para existir, ha de serlo en acto, y el acto viene determinado por la forma (materia segunda). Por tanto, hay que concluir que la materia prima fue creada al mismo tiempo que la materia segunda; es imposible que exista materia sin forma o, para decirlo en términos tomistas, es imposible que exista materia primera sin materia segunda.

Sin embargo, la distinción entre materia y forma, o entre materia prima y materia segunda, sólo es válida, según Sto. Tomás, para los seres corpóreos. En los seres incorpóreos no se puede hacer esta distinción; los seres incorpóreos serían según Sto. Tomás, forma pura. Ahora bien, ¿existen los seres incorpóreos?; y, en caso de que existan, ¿hay seres incorpóreos distintos de Dios?

La respuesta a ambas preguntas es, según Sto. Tomás positiva. Existen seres incorpóreos y, además, hay seres incorpóreos distintos de Dios: los ángeles.

La existencia de los ángeles queda demostrada por el carácter jerárquico de la escala de los seres. En la escala de los seres nos entraríamos, yendo de abajo hacia arriba con las siguientes clases de seres: en primer lugar estarían las sustancias inorgánicas (seres inertes); a continuación, las formas vegetativas (vegetales); posteriormente, las formas sensitivas irracionales de los animales; a continuación, el alma racional del hombre y, finalmente, el acto infinito de Dios. Ahora bien, en esta escala hay una laguna: el alma racional del hombre es creada, finita y encarnada, mientras que Dios es un espíritu puro, increado e infinito; es pues perfectamente razonable suponer que entre el alma humana y Dios hay formas espirituales finitas y creadas, pero que no tienen cuerpo. En lo más alto de la escala está la absoluta simplicidad de Dios; en lo más alto del mundo corpóreo está el ser humano, en parte espiritual y en parte corporal: deben existir, pues, entre Dios y el hombre, seres totalmente espirituales que, sin embargo, no posean la absoluta simplicidad de la Divinidad. Estos seres son los ángeles. Ahora bien, los ángeles son puramente inmateriales, pues son inteligencias que se corresponden con realidades inmateriales y que, por su lugar en la jerarquía de los seres, han de ser necesariamente inmateriales; por tanto, al ser inmateriales no pueden estar compuestos de materia y forma, sino que han de ser forma pura.

A pesar de que los ángeles son forma pura se distinguen de Dios, al menos, por dos motivos: en primer lugar, porque los ángeles han sido creados; y, en segundo lugar, porque en los ángeles la esencia y la existencia son distintas, mientras que en Dios esencia y existencia coinciden.

 

2.2 Potencia y acto

La materia prima es pura potencialidad, mientras que la forma es acto, de modo que la distinción entre materia y forma es una distinción entre potencia y acto; aunque –de hecho– la distinción entre potencia y acto es más amplia que la distinción entre materia y forma.

La distinción de potencia y acto recorre todo el mundo creado, mientras que la distinción de materia y forma se encuentra únicamente en la creación corpórea.

En los ángeles no hay materia, pero no por ello deja de haber potencialidad. Los ángeles pueden cambiar mediante la realización de actos de entendimiento y de voluntad, aun cuando no pueden cambiar sustancialmente: hay, pues, en los ángeles alguna potencialidad.

Así, partiendo del hecho de que la reducción de la potencia al acto requiere un principio que esté en acto, podemos inferir, desde la distinción fundamental que vale para todo el mundo creado, la existencia de un acto puro, Dios.

 

2.3 Esencia y existencia

Sto. Tomás limitó la composición hilemórfica a las sustancias corpóreas; pero hay una composición más profunda que afecta a todos los seres finitos. El ser finito es ser porque existe, porque tiene existencia: la sustancia es aquello que es o tiene ser (es decir, el ser finito tiene esencia porque existe), y “la existencia es aquello en virtud de lo cual una sustancia es llamada un ser”. La esencia de un ser corpóreo es la sustancia compuesta de materia y forma, mientras que la esencia de un ser finito inmaterial es la forma sola; pero aquello por lo cual una sustancia material o una sustancia inmaterial es un ser real, es la existencia, que está con la esencia en la relación del acto a la potencialidad. La composición de acto y potencia se encuentra, pues, en todos los seres finitos, y no solamente en los seres corpóreos. Ningún ser finito existe necesariamente; el ser finito tiene o posee existencia, que es distinta de la esencia (de hecho, el ser finito tiene esencia porque tiene existencia; y la existencia es algo accidental, algo que podría no haber tenido). La forma determina o completa (hace que un ser sea como es) en la esfera de la esencia, pero aquello que actualiza a la esencia (a la forma) es la existencia.

En las sustancias intelectuales que no están compuestas de materia y forma (en ellas, la forma es una sustancia subsistente), la forma es aquello que es; pero la existencia es el acto por el cual es la forma; y, en razón de ello, en las sustancias intelectuales solamente hay una composición de acto y potencia, a saber, la composición de sustancia y existencia (…). En las sustancias compuestas de materia y forma, sin embargo, hay una doble composición de acto y potencia, primero, una composición en la sustancia misma, que está compuesta de materia y forma, y segundo, una composición de la sustancia misma, ya compuesta, con la existencia (Summa Contra Gentes, 2, 54)

La existencia, pues, no es ni materia ni forma; no es ni una esencia ni parte de una esencia; es el acto por el cual la esencia es o tiene ser.

Esse denota un cierto acto; porque no se dice que una cosa sea (esse) por el hecho de que sea en potencia, sino por el hecho de que es en acto (ibid., 1, 22)

Como no es materia ni forma, no puede ser forma sustancial ni accidental; no pertenece a la esfera de la esencia, sino que es aquello por lo que las formas son.

Solamente en Dios son idénticas la esencia y la existencia.

La existencia determina la esencia en el sentido de que es acto, y es por ella por quien la esencia tiene ser; pero por otra parte, la existencia, como acto, es determinada por la esencia, como potencialidad, a ser la existencia de esta o aquella especie de esencia. No hay esencia alguna sin existencia, ni existencia alguna sin esencia; ambas son creadas juntas, y si la existencia cesa, la esencia concreta cesa de ser. La existencia, pues, no es algo accidental al ser finito: es aquello por lo cual el ser finito tiene ser.

La esencia existe solamente por la existencia, y la existencia creada es siempre la existencia de esta o aquella clase de esencia. La existencia creada y la esencia se dan juntas, y aunque los dos principios constitutivos son objetivamente distintos, la existencia es el más fundamental. Puesto que la existencia creada es el acto de una potencialidad, esta última no tiene actualidad aparte de la existencia, que es “entre todas las cosas, la más perfecta”, y “la perfección de todas las perfecciones”.

Sto. Tomás descubre así, en el corazón de todo ser finito, una cierta inestabilidad, una contingencia o no-necesidad, que apunta inmediatamente hacia la existencia de un Ser que es la fuente de la existencia finita: el autor de la composición de esencia y existencia, y que no puede estar a su vez compuesto de esencia y existencia, sino que debe tener existencia como su verdadera esencia, es decir, existir necesariamente.

 

2.4 Esencia y sustancia

La esencia puede estar en las sustancias de tres maneras: 1) en la única sustancia divina, la esencia se identifica con la existencia; por ello, Dios es necesario y eterno; 2) en las sustancias angélicas, carentes de materia, la existencia es distinta de la esencia; de modo que su ser no es absoluto, sino creado y finito; 3) en las sustancias compuestas de materia y forma el ser viene del exterior, y es, por consiguiente, creado y finito. Estas últimas sustancias, dado que incluyen la materia 8que para Tomás es el principio de individualización y diferenciación), se multiplican en una serie de individuos, lo que no ocurre en las sustancias angélicas, por carecer de materia.

Mediante esta reforma radical de la metafísica aristotélica, Tomás hace que la misma constitución de las sustancias finitas exija la creación divina. En efecto, Aristóteles, al identificar la existencia en acto con la forma, establece que donde hay forma hay realidad en acto, y por ello la forma es por sí misma indestructible e increable, y, por tanto, necesaria y eterna como Dios. De aquí que el universo aristotélico sea eterno e increado. Con ello garantiza la necesidad y la eternidad de la estructura formal del universo (géneros, especies, formas y, en general, sustancias). Su universo excluye la creación y toda intervención activa de Dios en la constitución de las cosas. Pero, precisamente por esto, su sistema pareció (y lo era) irreductiblemente contrario al cristianismo, y poco adecuado para expresar sus verdades fundamentales. La reforma tomista cambia radicalmente la metafísica aristotélica, transformándola de estudio del ser necesarioen consideración del ser creado.

 

2.5 La analogía del ser

El término “ser” aplicado a la criatura tiene un significado no idéntico, sino semejante, parecido, similar o correspondiente al ser de Dios. Este es el principio de la analogía del ser. Aristóteles había distinguido ciertamente varios significados del ser («el ser se dice de muchas maneras»), pero sólo en relación con las categorías, y los había reducido todos al único significado fundamental, que es el de sustancia(o protocategoría), el ser en cuanto ser, objeto de la metafísica. Por ello no distinguía, ni podía distinguir, el ser de Dios del ser de las demás cosas. En cambio, Sto. Tomás, gracias a la distinción real entre esencia y existencia, ha distinguido el ser de las criaturas, que puede separarse de la esencia y que, por lo tanto, es creado, del ser de Dios, que se identifica con su esencia, y es, por consiguiente, necesario.

Es de saber que “ser” tiene dos acepciones. Una es la de la quididad misma o naturaleza de la cosa; así se dice que la definición es una proposición que significa qué es el ser; la definición, en efecto, significa la quididad de la cosa. Otra es la del acto de la esencia, como el vivir, que es el ser para los vivientes, es el acto del alma; no el segundo acto que es la operación, sino el acto primero. En la tercera acepción se llama ser al que significa la verdad de la composición a las proposiciones, conforme a lo cual “es” se llama cópula; tomado así, se halla en el entendimiento que compone y divide, en cuanto a su ser completo, pero se funde en el ser de la cosa, que es el acto de la esencia (Comentario a los cuatro libros de las sentencias, libro 1, d. 33, c. 1, a. 1.)

Estos dos significados del ser no son unívocos, es decir, idénticos, pero tampoco equívocos, es decir, simplemente distintos, sino que son análogos, es decir, semejantes, pero de distinta proporción. Lo análogo es lo que es en parte similar y en parte diferente. Sólo Dios es el ser por esencia; las criaturas tienen el ser por participación; las criaturas en cuanto son, son semejantes a Dios, que es el primer principio universal de todo el ser, pero Dios no es semejante a ellas: esta relación es la analogía (correspondencia, atribución, proporción), que es la propiedad de ciertos seres o términos que pueden ser atribuidos a las cosas con una significación en parte igual y en parte diferente. La relación analógica se extiende a todos los predicados que se atribuyen al mismo tiempo a Dios y a las criaturas; porque es evidente que en la Causa agente han de subsistir de un modo simple e indivisible aquellos caracteres que en los efectos son múltiples y divididos.

La analogía del ser hace evidentemente imposible una sola ciencia del ser, como era la filosofía primera aristotélica. La ciencia que trata de las sustancias creadas y se vale de principios evidentes a la razón humana es la metafísica. Pero la ciencia que trata del Ser necesario, la teología, tiene mayor grado de certeza y unos pos que proceden directamente de la revelación divina; por ello, es superior en dignidad a todas las otras ciencias (incluso la metafísica), que son para ellas subordinadas y siervas.

Dado que el ser de todas las cosas (excepto Dios) es siempre un ser creado, la creación, aunque es una verdad de fe como inicio de las cosas en el tiempo, es, en cambio, una verdad demostrada como producción de las cosas de la nada y como derivación de todo ser de Dios. En efecto, sólo Dios es el ser que es por esencia, es decir es necesariamente y por sí mismo: las demás cosas toman el ser de Dios, por participación, al igual que el hierro se pone al rojo por el fuego. También la materia prima es creada. Y todas las cosas del mundo forman una jerarquía ordenada según su mayor o menor grado de participación en el ser de Dios. Dios es el término y el supremo fin de esta jerarquía. En Dios residen las ideas, es decir, las formas ejemplares de las cosas creadas, formas que no están separadas de la sabiduría divina, por lo que Dios es el único ejemplar de todo.

 

2.6 La separación entre Dios y el ser creado

La separación entre el ser creado y el ser eterno de Dios permite que Sto. Tomás salve la absoluta trascendencia de Dios con relación al mundo y corte el paso a cualquier forma de panteísmo que quiera identificar de algún modo el ser de Dios y el ser del mundo. Sto. Tomás alude a dos formas de panteísmo para refutarlas.

La primera es la de Amalrico de Bena, que considera a Dios como “el principio formal de todas las cosas”, es decir, la esencia o naturaleza de todos los seres creados. La segunda es la de David de Dinan, quien identificó a Dios con la materia prima. Contra esta forma de panteísmo, así como contra la otra, de origen estoico, de que Dios es el alma del mundo, Sto. Tomás opone el principio de que Dios no puede ser elemento componente de las cosas del mundo. Como causa eficiente, Dios no se identifica con la forma ni con la materia de las cosas cuya causa es, sino que su ser y su actuación son absolutamente primeros, es decir, trascendentes, con relación a dichas cosas.

 

3. Razón y fe

 

Al hombre, cuyo fin último es Dios, que excede a la comprensión, no le basta la investigación basada en la razón. Las verdades mismas, a que por sí sola puede llegar la razón, no pueden alcanzarlas todas las personas, y el camino que a ellas conduce no está libre de errores. Por ello, fue necesario que el hombre fuera instruido convenientemente y con mayor certeza por la revelación divina. Pero la revelación ni anula ni inutiliza la razón. La razón natural está subordinada a la fe. Es cierto que la razón no puede demostrar lo que pertenece a la fe, porque entonces la fe perdería todo su mérito. Pero puede servir de auxiliar a la fe de tres maneras distintas:

  1. Demostrando los preámbulos de la fe, es decir, las verdades cuya demostración es necesaria a la fe misma. No podemos creer en lo que Dios ha revelado, si no sabemos que Dios existe. La razón natural demuestra que Dios existe, que es uno, que tiene las características y los atributos que pueden inferirse de la consideración de las cosas que ha creado.

  2. La filosofía puede utilizarse para aclarar mediante comparaciones las verdades de la fe.

  3. La filosofía puede rebatir las objeciones contra la fe, demostrando que son falsas o al menos que no tienen fuerza demostrativa.

Sin embargo, la razón tiene su propia verdad. Los principios que le son intrínsecos y que son certísimos, porque es imposible pensar que sean falsos, le han sido infundidos por Dios, que es el autor de la naturaleza humana. Por lo tanto, estos principios derivan de la Sabiduría divina y forman parte de ella. La verdad de razón nunca puede ser opuesta a la verdad revelada: la verdad no puede contradecir la verdad.

La razón humana puede elevarse hasta Dios; pero sólo partiendo de las cosas sensibles.

Mediante la razón natural, el hombre no puede llegar a conocer a Dios si no es a través de las criaturas. Las criaturas conducen al conocimiento de Dios, como el efecto lleva a la causa. Por consiguiente, gracias a la razón natural, sólo podemos llegara conocer de Dios lo que le corresponde necesariamente por ser el principio de todas las cosas que existen (Sum. Theol., I, q. 32, a. 1).

De las dos demostraciones que puede lograr la razón, la a priori o propter quid, que parte de la esencia de una causa para descender a sus efectos, y la a posteriori o quia, que parte del efecto para remontar a la causa, sólo la segunda puede utilizarse para conocer a Dios. Pero aunque lleva a admitir la necesidad de la existencia de Dios como causa primera, nada puede decir acerca de la esencia de Dios. Por lo tanto, la razón, con sólo sus fuerzas, no puede llegara demostrar la Trinidad y la Encarnación ni todos los misterios relacionados con estos dos. Estos misterios son los verdaderos “artículos de fe” que la razón puede aclarar y defender, pero no demostrar; mientras que la existencia de Dios y otras cosas acerca de Dios, que la razón con sus propias fuerzas puede llegar a demostrar, son los preámbulos de la fe.

Sto. Tomás define el acto de la fe, el creer, como un “pensar con asentimiento”, entendiendo por “penar” la “consideración investigadora del intelecto y el consentimiento de la voluntad”. El pensar propio de la fe es un acto intelectual que todavía está investigando, porque aún no ha llegado a la perfección de la visión cierta. Ahora bien, a todos los actos intelectuales de esta clase no se les une el asentimiento: dudarconsiste en no inclinarse por el ni por el no; sospecharconsiste en inclinarse a un lado, pero estando movido por una pequeña señal de la otra parte; opinar, es adherirse a una cosa, con temor de que la cosa contraria sea verdadera.

Pero este acto que es el creer incluye la adhesión firme a una parte; en lo que el creyente es semejante al que tiene ciencia o inteligencia: su conocimiento no es perfecto como el del que tiene una visión evidente, en lo cual es semejante al que duda, sospecha u opina. Y así, es propio del creyente pensar con asentimiento (Sum. Theol., II, 2, q. 2, a. 1)

El asentimiento implícito a la fe, si bien es semejante por su seguridad al implícito en la inteligencia y en la ciencia, es diferente por su móvil: pues no está producido por el objeto, sino por una elecciónvoluntaria que inclina al hombre hacia un lado y no hacia el otro. En efecto, el objeto de la fe no es “visto” por los sentidos ni por la inteligencia, pues la fe “es la prueba de las cosas no vistas”. De este modo Sto. Tomás, aunque reconoce a la fe mayor certeza que al saber científico, funda esta certeza en la voluntad, reservando únicamente a la ciencia la certeza objetiva.

 

4. Pruebas de la existencia de Dios

 

Para Tomás, Dios es lo primero en el orden ontológico, pero no en el orden psicológico. Aunque es el fundamento de todo, a Dios hay que alcanzarlo por un camino a posteriori, partiendo de sus efectos, del mundo. Dios precede a las criaturas en el orden ontológico, pero en el orden psicológico viene después de las criaturas, en el sentido de que se llega a Él a partir de una meditación sobre el mundo, que remite a su Autor.

Los argumentos de Sto. Tomás para demostrar la existencia de Dios se mueven en el ámbito puramente metafísico. Parte de una experiencia, pero no se concluye en el ámbito de lo experimental, sino que se concluye en el ámbito de lo inteligible. La naturaleza de las demostraciones es a posteriori, se rechazan las pruebas a priori.

Se presupone el valor metafísico de la inteligencia humana. La inteligencia humana es capaz de avanzar con la reflexión hasta llegar, a partir de la experiencia, al ámbito de la esencia; se pasa del efecto a la causa.

Todos los argumentos tienen un esquema común: el punto de partida es la apreciación de un hecho de experiencia observable por todos y que requiere una explicación; a partir de aquí se afirma una serie causal, que tiene por base a esta realidad sensible y por cima a Dios.

 

4.1 Primera vía

El echo experimental del que se parte en esta vía es la constatación de la realidad del movimiento. Existe movimiento en el universo. Todo movimiento tiene una causa, y esta causa debe ser exterior al ser que está en movimiento ya que nada puede ser a la vez, y bajo el mismo aspecto, el principio motor y la cosa movida. Pero el motor debe ser movido por otro, y éste por otro. Consiguientemente, debe admitirse, o bien que la serie de las causas es infinita y no tiene un primer término ––pero entonces nada explicaría el movimiento–, o bien que la serie es finita y existe un primer término: Dios.

La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto de aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v.gr., el fuego, hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste, otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.

Se analiza el movimiento en cuanto paso desde la potencia al acto, paso que no puede ser efectuado por lo que se mueve, ya que si se mueve quiere decir que es movido y que es movido por otro. Este otro se halla en acto y, por lo tanto, está en condiciones de realizar el paso desde la potencia hasta el acto. El principio omne quod movetur ab alio movetur es de alcance universal y cabe aplicarlo a todo lo que se mueve, de la forma que sea. En virtud de tal principio, debería comprender lo frágil que resulta la objeción según la cual puede explicarse el mundo sin recurrir a Dios, porque los hechos naturales se explicarían mediante la naturaleza, y las acciones humanas mediante la razón y la voluntad. Tal explicación es insuficiente, porque apela a realidades mutables, y “todo lo que es mutable y defectible debe ser reconducido a un principio inmutable y necesario”. Sin embargo, se plantea una objeción: ¿no podría recurrirse a una serie infinita de motores y de cosas movidas? No, porque el proceso hasta el infinito de carácter circular aplaza el problema pero no lo explica, es decir, no encuentra la razón última del cambio. Es preciso afirmar, pues, la existencia de un primum movens quid in nullo moveatur, esto es, la existencia de un inmutable. Y éste es el que todos llaman Dios.

 

4.2 Segunda vía

Lo sensible no nos plantea únicamente el problema del movimiento. Porque las cosas no sólo se mueven, sino que antes de moverse existen y, en la medida en que son reales, poseen un determinado grado de perfección. Ahora bien, lo que se ha dicho de las causas del movimiento debe poder afirmarse de las causas en general. Nada puede ser causa eficiente de sí mismo; porque, para producirse, tendría que ser anterior –en cuanto causa- a sí mismo –en cuanto efecto–. Así, pues, toda causa eficiente supone otra, la cual, a su vez, supone otra. Mas estas causas no mantienen entre sí una relación accidental, sino que se condicionan según un orden determinado, y por eso cada causa eficiente da verdaderamente cuenta de la siguiente. La primera causa explica a la que está en medio de la serie, y ésta explica a la última. Es, pues, necesario que haya una primera causa de la serie para que haya una causa intermedia y una causa última; y esta primera causa eficiente es Dios.

La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y éstas, causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.

Esta prueba tiene un valor metafísico, no físico. Aspira a dar razón de la existencia de la causalidad eficiente en el mundo. Y esto no es posible hasta que no se llegue a una causa eficiente primera, que produzca sin ser producida. El argumento se basa en dos elementos: por una parte, todas las causas eficientes causadas por otras causas eficientes; por la otra, la causa eficiente incausada que es causa de todas las causas. En el fondo, se trata de responder a la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que algunos entes sean causa de otros entes? Indagar sobre esta posibilidad implica llegar a una primera causa incausada, que si existe se identifica con el ser que llamamos Dios.

 

4.3 Tercera vía

El ser que nos es dado está en vías de perpetuo devenir: unas cosas se generan y, por tanto, tienen posibilidad de existir; otras se corrompen y, por lo mismo, tiene posibilidad de no existir. Poder existir o no existir es no tener una existencia necesaria; ahora bien, lo necesario no necesita de una causa para existir y, precisamente porque es necesario, existe por sí mismo; pero lo posible no tiene en sí mismo la razón suficiente de su existencia; y si no hubiese absolutamente nada más que seres posibles en las cosas, nada habría. Para que lo que podía ser sea, es necesario antes algo que sea y que le haga ser. Es decir, si hay algo, es que en alguna parte existe algo necesario. Ahora bien, también aquí este necesario exigirá una causa o una serie de causas que no sea infinita; y el ser necesario por sí, causa de todos los seres que le deben su necesidad, no puede ser otro que Dios.

La tercera vía considera el ser posible, o contingente, y el necesario, y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir alguna cosa, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles, o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.

En el fondo estas tres pruebas no constituyen mas que una. Los dos pensamientos clave son el principio de causalidad y la imposibilidad de un regreso al infinito en los términos concatenadamente subordinados. Más adelante se denominará a esta serie de reflexiones prueba cosmológica. Los argumentos que sirven de base a Sto. Tomás se encuentran sustancialmente en el libro VIII de la Física de Aristóteles.

 

4.4 Cuarta vía

Hay grados en la bondad, la verdad, la nobleza y las demás perfecciones de este género. Pero el más y el menos suponen siempre un término de comparación, que es lo absoluto. Hay, pues, una verdad y un bien en sí, es decir, en fin de cuentas, un ser en sí que es causa de todos los demás seres y al que llamamos Dios.

La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.

 

4.5 Quinta vía

Todas las operaciones de los cuerpos naturales tienden hacia un fin, aun cuando carezcan en sí mismos de conocimiento. La regularidad con que alcanzan su fin muestra bien a las claras que no llegan a él por azar, y esta regularidad no puede ser más que intencional y querida. Puesto que carecen de conocimiento, es preciso que alguien conozca por ellos, y a esta inteligencia primera, ordenadora de la finalidad de las cosas, llamamos Dios. La idea es que vemos orden y propósito en todo lo que es. “Por lo tanto, existe un Ser Inteligente que dirige las cosas naturales a su finalidad y orden, y este Ser es Dios”. En esta prueba se presupone el axioma de que todo lo que está ordenado es racional.

La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas materiales a su fin, y a éste llamamos Dios.

 

Estas “vías” hacia Dios se comunican entre sí por un lazo secreto. Cada una de ellas parte de este dato: que, al menos bajo uno de sus aspectos, algo de la realidad no contiene en sí la razón suficiente de su propia existencia. Lo que es cierto cuando se trata del movimiento y del orden de las cosas, lo es, con mayor razón, de su mismo ser. Cada ser es “alguna cosa que es” y, cualquiera que sea la naturaleza o esencia de la cosa considerada, jamás incluye su existencia. Se puede decir que la esencia de todo ser real es distinta de su existencia; y, a menos que se suponga que lo que de suyo no es, pueda darse a sí mismo la existencia, lo cual es absurdo, hay que admitir que todo aquello cuya existencia es distinta de su naturaleza recibe de otro su existencia. Ahora bien, lo que es por otro no puede tener más causa primera que aquello que es por sí. Es, pues, necesario que exista, como causa primera de todas las existencias de este género, un ser en quien la esencia y la existencia sean una sola y misma cosa. A este ser es al que llamamos Dios.

Dios es el acto puro de existencia, no una esencia cualquiera, ni una determinada manera eminente de existir, sino que Dios es el Existir mismo. Lo que se pretende decir al afirmar que en Dios la esencia se identifica con la existencia, es que aquello que se llama esencia en los otros seres es en Dios el acto mismo de existir. No se trata de identificar a Dios con cualquiera de sus atributos, sino de hacer que éstos no sean verdaderamente mas que atributos de Dios. Si es el Existir puro, Dios es, por lo mismo, la plenitud absoluta del ser; es, por tanto, infinito. Si es el ser infinito, no puede faltarle nada que deba adquirir, ningún cambio es concebible en Él; es, pues, soberanamente inmutable y eterno, y así respecto de las demás perfecciones que conviene atribuirle.

 

5. Naturaleza de Dios

 

5.1 La vía negativa

Una vez establecido que el Ser Necesario existe, lo más lógico es proceder a investigar la naturaleza de Dios. Ahora bien, aquí hay una dificultad. En esta vida no tenemos intuición alguna de la esencia divina: nuestro conocimiento depende de la percepción sensible, y las ideas que nosotros formamos derivan de nuestra experiencia de las criaturas. También el lenguaje está formado para expresar esas ideas, y, por lo tanto, se refiere primariamente a nuestra experiencia, y sólo parece tener referencia objetiva dentro de la esfera de nuestra experiencia. Pero entonces, ¿cómo podemos llegar a conocer a un Ser que trasciende la experiencia sensible? ¿Cómo podemos formar ideas que expresen de algún modo la naturaleza de un Ser que sobrepasa el alcance de nuestra experiencia, de un Ser que trasciende el mundo de las criaturas? ¿Cómo pueden las palabras de un lenguaje humano ser aplicables al Ser Divino?

Según Sto. Tomás, de Dios no podemos llegar a conocer lo que Él es, su “Esencia”, sino solamente que es (su existencia).

La sustancia divina excede por su inmensidad de toda forma que nuestro entendimiento alcance; y, así, no podemos aprehenderla mediante un conocimiento de lo que es, pero tenemos alguna noción de aquélla mediante el conocimiento de lo que no es (Summa Contra Gentes, 1, 14)

Por ejemplo, llegamos a saber algo de Dios al reconocer que no es, ni puede ser, una sustancia corpórea; al negar de Él la corporeidad nos formamos alguna noción de su naturaleza, puesto que sabemos que Él no es cuerpo, aunque eso no nos da una idea positiva de lo que sea en sí misma la sustancia divina, y cuantos más predicados podamos negar de Dios de ese modo, tanto más nos aproximamos a un conocimiento de Él.

Aunque no podemos abordar una idea clara de la naturaleza de Dios del mismo modo en que podemos formarnos una idea clara de la naturaleza humana; a saber, por sucesivas diferenciaciones positivas o afirmativas, como viviente, sensitivo o animal racional, podemos alcanzar alguna noción de la naturaleza de Dios por la vía negativa, por una sucesión de diferenciaciones negativas. Por ejemplo, si decimos que Dios no es un accidente, le distinguimos de todos los accidentes; si decimos que es corpóreo, le distinguimos de algunas sustancias; y así podemos proceder hasta que obtenemos una idea de Dios que le pertenece a Él solo, y que basta para que sea distinguido de todos los otros seres.

Sin embargo, hay que dejar claro que cuando de Dios se niegan predicados, no se niegan porque Dios esté falto de alguna perfección expresada en dicho predicado, sino porque Dios excede infinitamente en riqueza aquella limitada perfección. Nuestro conocimiento natural tiene su punto de partida en los sentidos, y se extiende hasta donde puede llegar con la ayuda de los objetos sensibles. Como los objetos sensibles son criaturas de Dios, podemos llegara conocer que Dios existe; pero no podemos, por medio de aquellos, llegar a un conocimiento adecuado de Dios, puesto que las criaturas son efectos que no están plenamente proporcionados al poder divino. Pero podemos llegar a saber acerca de Dios aquellos que es necesariamente verdadero de Él, como causa de todos los objetos sensibles. Como causa de éstos, Dios les trasciende, y no es ni puede ser Él mismo un objeto sensible: podemos, pues, negar de Dios todos los predicados que están vinculados a la corporeidad o que son incompatibles con su ser Causa Primera y Ser Necesario. Si decimos, pues, que Dios no es corpóreo, no queremos decir que Dios sea menos que cuerpo, que le falte la perfección comprendida en el ser cuerpo, sino que Dios es más que cuerpo, que no posee ninguna de las imperfecciones comprendidas en el ser una sustancia corporal.

Argumentando por medio de la vía negativa, Sto. Tomás muestra que Dios no puede ser corpóreo. Además, no puede haber en Dios composición alguna, ni de materia y forma, ni de sustancia y accidente, ni de esencia y existencia. Si hubiera composición de esencia y existencia, por ejemplo, Dios debería su existencia a otro ser, lo que es imposible, puesto que Dios es la Causa Primera. No puede haber en Dios composición alguna porque eso sería incompatible con su ser Causa Primera, Ser Necesario, Acto Puro. Expresamos esa ausencia de composición valiéndonos de la palabra afirmativa “simplicidad”, pero la idea de la simplicidad divina se alcanza separando de Dios todas las formas de composición que se encuentran en las criaturas, de modo que “simplicidad” significa aquí ausencia de composición. No podemos formarnos una idea adecuada de la simplicidad divina como es en sí misma, puesto que trasciende nuestra experiencia: sabemos, sin embargo, que está en el polo opuesto, por decirlo así, de la simplicidad relativa, o simplicidad de las criaturas.

De modo parecido, Dios es infinito y perfecto, puesto que su ser no es algo recibido y limitado, sino autoexistente; Dios es inmutable, puesto que el Ser Necesario es necesariamente todo lo que es, y no puede ser cambiado; es eterno, puesto que el tiempo requiere movimiento, y en el Ser Inmutable no puede haber movimiento alguno. Es uno, puesto que es simple e infinito. No obstante, estrictamente hablando, Dios no es eterno, sino que es eternidad, puesto que es su propio esse subsistente, en un solo acto indiviso.

 

5.2 La vía afirmativa

Predicados tales como “inmutable”, “infinito” sugieren, por su misma forma, su asociación con la “vía negativa”, pues inmutable es equivalente a no mutable, e infinito es equivalente a no finito; pero hay otros predicados aplicados a Dios que no sugieren tal asociación; como por ejemplo, bueno, sabio, etc. Además, mientras que un predicado negativo hace referencia directa no a la sustancia divina, sino a la “separación” o negación de algo de la sustancia divina, es decir, a la negación de la aplicabilidad de un cierto predicado a Dios, hay nombres o predicados positivos que se predican afirmativamente de la sustancia divina. Por ejemplo, el predicado “incorpóreo” niega de Dios la corporeidad, la separa de Él, mientras que el predicado “bueno”, o “sabio, se predica afirmativa y directamente de la sustancia divina. Hay, pues, una vía positiva o afirmativa además de la vía negativa. Pero, ¿no es una contradicción afirmar la vía afirmativa cuando las perfecciones que predicamos de Dios –bondad, sabiduría, etc.– las realizamos desde el punto de vista humano? ¿No estaremos aplicando a Dios ideas y palabras que no tienen aplicación más que en el dominio de la experiencia? Nos encontramos aquí con un dilema: o bien predicamos de Dios predicados que solamente tienen aplicación en el caso de las criaturas, y entonces nuestras afirmaciones acerca de Dios son falsas, o vaciamos dichos predicados de su referencia a las criaturas, y entonces los dejamos sin contenido, puesto que están derivados de nuestra experiencia de las criaturas, y expresan esa experiencia.

Ante este dilema, Tomás insiste en que cuando se predican de Dios predicados afirmativos, éstos se predican positivamente de la sustancia o naturaleza divina.

Cuando aplicamos a Dios una idea positiva, ninguna de las ideas positivas por medio de las cuales concebimos la naturaleza de Dios representa perfectamente a Dios. Nuestras ideas de Dios representan a Dios solamente en la medida en que nuestro entendimiento puede conocerle; pero le conocemos por medio de los objetos sensibles en la medida en que esos objetos representan o reflejan a Dios, de modo que, puesto que las criaturas representan a Dios o le reflejan sólo imperfectamente, nuestras ideas, derivadas de nuestra experiencia del mundo natural, sólo pueden representar a Dios imperfectamente. Cuando decimos que Dios es bueno, o viviente, queremos decir que Dios contiene, o, más bien, que es la perfección de la bondad o de la vida, pero de un modo que excede y excluye las imperfecciones o las limitaciones de las criaturas. En cuanto a aquello que se predica (la bondad, por ejemplo), el predicado afirmativo que predicamos de Dios significa una perfección sin defecto alguno; pero en cuanto a la manera de predicarlo, todo predicado implica un defecto, puesto que por la palabra expresamos algo del modo en que es concebido por nuestro entendimiento. De ahí se sigue, pues, que predicados de esa clase pueden a la vez afirmarse y negarse de Dios. Por ejemplo, si afirmamos que Dios es sabiduría, ese enunciado afirmativo es verdadero por lo que respecta a la perfección como tal; pero si entendemos que Dios es sabiduría precisamente en el mismo sentido en que nosotros tenemos experiencia de la sabiduría, entonces el enunciado sería falso. Dios es sabio, pero es sabiduría en un sentido que trasciende nuestra experiencia. Así pues, cuando decimos que Dios es bueno, lo que ese enunciado significa no es que Dios sea la causa de la bondad, o que Dios no sea malo, sino que aquello que llamamos bondad en las criaturas preexiste en Dios.

 

5.3 La analogía

El resultado de los apartados anteriores es que no podemos conocer en esta vida la esencia divina tal como es en sí misma, sino solamente tal como está representada en las criaturas, de modo que los nombres que aplicamos a Dios significan las perfecciones que se manifiestan en las criaturas. Tenemos, por tanto, tres conclusiones:

  1. Los nombres que aplicamos a Dios y a las criaturas no han de entenderse en un sentido unívoco. Por ejemplo, cuando decimos que un hombre es sabio y que Dios es sabio, el predicado “sabio” no ha de entenderse en un sentido unívoco, es decir, precisamente en el mismo sentido.

  2. Los nombres que aplicamos a Dios no son puramente equívocos, es decir, no son de significado entera y completamente diferente del que tienen cuando son aplicados a las criaturas. Si fueren puramente equívocos, tendríamos que concluir que no podemos obtener conocimiento alguno de Dios a partir de las criaturas.

  3. Si los conceptos derivados de nuestra experiencia de las criaturas, y luego aplicados a Dios, no se usan ni en sentido unívoco ni en sentido equívoco, ¿en qué sentido se usan? Sto. Tomás contesta que en un sentido analógico.

La analogía es, por tanto, la forma más adecuada de predicación de Dios. La predicación analógica se funda en la semejanza. El fundamento de toda analogía, aquello que hace posible la predicación analógica, es la semejanza de las criaturas a Dios. No predicamos la sabiduría de Dios meramente porque Dios es la causa de todas las cosas sabias, porque en tal caso igualmente podríamos llamar a Dios piedra, ya que es la causa de todas las piedras; pero llamamos a Dios sabio porque las criaturas, efectos de Dios, manifiestan a Dios, son semejantes a Él, y porque una perfección pura, como la sabiduría, puede ser predicada formalmente de Dios.

¿Qué es esa semejanza? En primer lugar, es una semejanza unilateral, es decir, que la criatura es semejante a Dios, pero no podemos decir propiamente que Dios sea semejante a la criatura. Dio es el modelo absoluto.

En segundo lugar, las criaturas son semejantes a Dios sólo imperfectamente: no toleran una semejanza perfecta a Dios. Eso significa que la criatura es al mismo tiempo semejante a Dios y desemejante a Él. Es semejante a Dios en la medida en que es una imitación suya; es desemejante en cuanto su semejanza es imperfecta y deficiente.

Sto. Tomás distingue entre analogía de proporción yanalogía de proporcionalidad. Por analogía de proporción entiende aquella analogía en la que un predicado se aplica primariamente a un análogo, a saber, Dios, y secundaria e imperfectamente al otro análogo, a saber, la criatura, en virtud de la real relación y semejanza de la criatura a Dios. La perfección atribuida a los análogos está realmente presente en ambos, pero no está presente del mismo modo, y un mismo predicado se utiliza al mismo tiempo en sentidos que no son ni completamente diferentes ni completamente similares. Por ejemplo, al decir que Dios es bueno, partimos de la idea de bondad que tenemos los hombres; sin embargo, hemos de tener presente que esta bondad es algo imperfecto, y que la bondad perfecta se encontraría en Dios.

Al hablar de analogía de proporcionalidad lo que hacemos es utilizar el mismo término en dos sentidos diferentes. Por ejemplo, al hablar de la bondad de Dios hemos de distinguir entre la bondad divina y la bondad humana. Ambas bondades participan de lo mismo –la bondad–, pero en Dios esta participación se da de un modo perfecto –Dios es bondad– mientras que en los hombres se da de un modo imperfecto –los hombres son buenos porque Dios es bueno–.

 

6. La teología revelada

 

6.1 Dios

Santo Tomás concibe a Dios no meramente, a la manera de Aristóteles, como el primer motor que, desde siempre, mueve un mundo eterno, ni tan sólo a la manera de Averroes y Avicena, como causa primera de un mundo eterno, sino como el ser subsistente, o simplemente el ser mismo, noción que se constituye en la idea central de todo su sistema. “Ser”, que en Aristóteles es la idea de “ser en cuanto ser”, se convierte en “existir”, y explica esta noción desde la idea de creación, como un recibir el ser de otro o un comenzar a existir por otro; el que crea, por tanto, ha de ser la perfección del existir, y en él se halla la plenitud o el acto puro de ser.

La distinción entre la esencia y la existencia quiere expresar que los seres finitos no poseen el ser por sí mismos, sino que lo poseen como recibido (del ser que subsiste por sí mismo). Santo Tomás defiende una distinción real entre la esencia y la existencia de los seres finitos, que vienen a ser como dos elementos metafísicos que entran en la composición del ente, a modo de acto y potencia: hilemorfismo.

De esta forma únicamente en el ser subsistente, Dios, cuya esencia es existir, se identifica realmente la esencia y la existencia; en lo creado, esencia y existencia se distinguen y toda esencia llega a existir sólo cuando recibe el ser por la creación, siendo entonces un compuesto de esencia y existencia. La creación es un acto libre de Dios, que da origen al tiempo.

La tesis del “ser como acto” exige el complemento de la analogía del ser: el ser que, según Aristóteles, “se dice de muchas maneras”, permite entender a Dios a partir de lo creado afirmando a la vez que es muy distinto de todo lo creado:

El creador y la creatura se reducen a algo uno, no por comunidad de univocación, sino de analogía. Esa comunidad puede ser de dos clases: o porque algunos seres participan algo uno con orden de prioridad y de posterioridad, como la potencia y el acto la razón de ser, y lo mismo la sustancia y el accidente, o porque uno recibe el ser y el nombre de otro. Esa es la analogía que tiene la creatura para con el creador: la creatura, en efecto, no tiene ser sino n cuanto que procede del primer ente, ni recibe el nombre de ente sino en cuanto que imita al primer ente; y lo mismo sucede con la sabiduría y las demás cosas que se dicen de la creatura (Comentario a los cuatro libros de las sentencias de Pedro Lombardo, Libro I, Pról.., c. 2, a. 2.)

 

6.2 La Trinidad: personas y relaciones

Acerca del dogma de la Trinidad, la dificultad consiste en entender cómo la unidad de la sustancia divina puede conciliarse con la trinidad de personas. Para demostrar que se concilian, Tomás se vale del concepto de relación. La relación, por una parte, constituye las personas divinas en su distinción; por otra, se identifica con la misma y única esencia divina. En efecto, las personas divinas están constituidas por su relación de origen: al padre, por la paternidad, es decir, por la relación con el Hijo; el Hijo, por la filiación o generación, o sea, por su relación con el Padre; el Espíritu Santo por el amor, es decir, la relación recíproca de Padre e Hijo. Ahora bien, estas relaciones no son accidentales en Dios, sino reales; subsisten realmente en la esencia divina. Por consiguiente, precisamente la esencia divina en su unidad, al implicar las relaciones, implica la diversidad de las personas. Según Santo Tomás, esta aclaración basta para demostrar que “lo que la fe revela no es imposible”.

 

6.3 La Encarnación del Verbo

En cuanto a la Encarnación, la dificultad consiste en comprender cómo en la única persona de Jesucristo haya dos naturalezas, una divina y otra humana. La distinción real entre esencia y existencia en las criaturas, y su unificación en Dios, proporcionan a santo Tomás la clave de la interpretación. La esencia o naturaleza divina se identifica con el ser de Dios. Por lo tanto, Jesucristo, por tener naturaleza divina, es Dios, subsiste en cuanto Dios, como persona divina; de modo que es una sola persona, la divina. Por otra parte, dado que la naturaleza humana puede separarse de la existencia, puede muy bien tomar la naturaleza humana (que es alma racional y cuerpo) sin ser una persona humana. Así se comprende cómo la naturaleza humana pudo ser tomada por Cristo, que revistiéndose de ella, la ha ennoblecido, elevado y hecho de nuevo digna de la gracia divina.

 

6.4 La doctrina de la creación

Para santo Tomás, la creación es artículo de fe sólo en el sentido de inicio del tiempo, y no en el sentido de ser producida de la nada. Tomás dice que puede admitirse que el mundo sea producido de la nada y, por consiguiente, hablar de creación, sin admitir que venga después de la nada. Y se puede decir que si hubiera un pie impreso en el polvo eternamente, nadie dudaría que la huella fuera producida por el pie; pero con ello no se admitiría un inicio en el tiempo de la huella. Es decir, que los argumentos a favor de un comienzo del mundo en el tiempo no son concluyentes. Por otra parte, tampoco concluyen necesariamente los que pretenden demostrar la eternidad del mundo. Entre estos últimos, el más conocido de los aristotélicos es el basado en la eternidad de la materia primera. Si el mundo ha empezado a existir con la Creación, quiere decir que antes de la Creación podía existir, es decir, que era una posibilidad. Pero toda posibilidad es materia que se actualiza al recibir la forma. Por consiguiente, antes de la Creación existía la materia del mundo. Pero no puede haber materia sin forma; y materia y forma juntas constituyen el mundo; luego, si admitimos la Creación en el tiempo, el mundo existiría antes de comenzar a existir, lo cual es imposible. A ello santo Tomás contesta diciendo que antes de la Creación el mundo era posible sólo porque Dios podía crearlo y porque su creación no era imposible; no se puede deducir de esto la existencia de una materia.

 

7. La antropología tomista

 

El hombre es un compuesto de alma y cuerpo, pero el alma no es la mera forma del cuerpo, que perece con él; es su forma, pero le da además el ser y la individualidad: el hombre existe y es individuo por el alma, principio de vida vegetativa, sensitiva e intelectual; cada alma posee, a diferencia de lo que sostenían Averroes y Avicena, su propio entendimiento agente y su entendimiento posible; cada alma es por lo mismo depositaria de su propia inmortalidad.

 

7.1 El principio de individuación personal

Para Santo Tomás el principium individuationis, lo que determina la naturaleza propia de cada individuo y, por tanto, lo diferencia de los otros, no es la materia común (pues todos los hombres tienen carne y huesos, y no se diferencian por eso), sino la materia signada o, como también él mismo dice, la “materia considerada bajo dimensiones determinadas”. Y así un hombre es distinto de otro porque está unido a un determinado cuerpo, distinto en dimensiones, es decir, por su posición en el espacio y en el tiempo, del de los demás hombres. También se deduce de esta teoría que el universal no subsiste fuera de las cosas individuales, sino que sólo es real en ellas. De manera que está in re (como forma en las cosas) y post rem (en el entendimiento); ante rem, sólo en la mente divina, como principio o modelo (idea) de las cosas creadas.

 

7.2 El alma humana

La naturaleza del hombre está constituida por alma y cuerpo. El hombre no es sólo alma; el cuerpo forma también parte de su esencia, ya que, además de entender, siente, y sentir no es una operación del alma sola. El alma es (según la teoría aristotélica), el acto del cuerpo: es la forma, el principio vital que hace que el hombre conozca y se mueva; en este sentido, es sustancia, es decir, subsiste por su cuenta. Y como tal acto del cuerpo, el alma da a éste su perfección. Santo Tomás rechaza la teoría del neoplatonismo judaico-musulmán de que incluso el alma está compuesta de materia y forma. No hay materia del alma; si la hubiera, estará fuera del alma, que es forma pura. Ni siquiera el entendimiento podría conocer las formas puras de las cosas. Si en él hubiera materia conocería las cosas en su materialidad, es decir, en su individualidad, y el universal se le escaparía.

Tomás considera el alma humana como: 1) forma de un cuerpo físico (que sería, previo al alma, como una materia prima, y tendría vida sólo en potencia); 2) el principio vital; 3) el acto primero del cuerpo natural estructurado, que tiene vida sólo en potencia; 4) el principio por el que vivimos, entendemos, nos movemos, etc. De este modo, hay tantos tipos distintos de almas como tipos de actividades vitales: en las plantas el alma vegetativa en los animales; la sensitiva, que también incorpora la vegetativa, y en el hombre el alma racional o intelectiva (que es también vegetativa y sensitiva), que es inmaterial e inmortal, teniendo como facultades propias el entendimiento y la voluntad. Que el alma sea inmaterial o “espiritual” lo intenta demostrar el Aquinate afirmando que cuando un conocimiento se consigue con un órgano corporal, las características físicas de ese organismo limitan el tipo de conocimiento del que es capaz. El modo de conocer depende, pues, de la naturaleza del que conoce y de lo conocido. El conocimiento racional es capaz de conocer la naturaleza de todos los cuerpos, por lo que no puede ser una sustancia corporal. Este conocimiento es capaz de conceptuar, y los conceptos no son cósicos, sino inmateriales, luego el alma debe ser inmaterial.

Así, en el hombre sólo subsiste la forma intelectiva del alma, que también desempeña las funciones sensitiva y vegetativa. En general, la forma superior puede desempeñar siempre las funciones de las formas inferiores; y así, en los animales el alma sensitiva cumple también la función vegetativa, mientras en las plantas sólo subsiste la vegetativa.

Como forma pura, el alma intelectiva es inmortal. La materia puede corromperse, porque la forma (que es acto, es decir, existencia) puede separarse de ella. Pero es imposible que el alma se separe de sí misma, y, por lo tanto, es imposible que se corrompa. Por otra parte, aunque se admita que el alma esté compuesta de materia y forma, hay que admitir su incorruptibilidad. En efecto, sólo puede corromperse lo que tiene un contrario; ahora bien, el alma intelectiva no tiene contrarios, porque el entendimiento mismo de los contrarios forma en el alma una sola ciencia. Finalmente, el deseoque el alma tiene de existir es indicio de inmortalidad. El entendimiento que conoce el ser absolutamente, desea naturalmente ser siempre, y un deseo natural no puede ser inútil. Pero, ¿cómo es posible que el alma conserve, después de separarse del cuerpo, la individualidad que le ha proporcionado precisamente el cuerpo? Santo Tomás responde que el alma intelectiva está unida al cuerpo pro su propio ser; al destruirse el cuerpo, este ser subsiste, y subsiste exactamente igual que era en su unión con el cuerpo, individual y simple. La persistencia de la individualidad en el alma separada permitirá que el día de la resurrección de la “carne” cada alma pueda recobrar la materia en las dimensiones determinadas que le eran propias y de este modo podrá reconstituir su propio cuerpo.

 

8. El conocimiento

El problema que se plantea Sto. Tomás sobre el conocimiento es éste: ¿sobre qué trata nuestro conocimiento?, ¿sobre lo sensible o sobre lo espiritual? ¿Cómo llegamos al conocimiento abstracto, universal), ¿cómo pasamos del conocimiento de lo concreto y particular-sensible propio de los sentidos, al conocimiento universal propio del entendimiento?.

La doctrina del conocimiento (epistemológica), proviene de la doctrina antropológica, la unión sustancial de cuerpo y alma. El conocimiento es un acto del compuesto alma-cuerpo. El principio general del conocimiento es “cognitum est in cognoscente per modum cognoscentis” (el objeto conocido está en el sujeto que conoce, en conformidad con la naturaleza del sujeto que conoce). El proceso, mediante el cual el sujeto que conoce recibe el objeto, es la abstracción.

El entendimiento humano ocupa un lugar intermedio entre los sentidos corpóreos que conocen la forma unida a la materia de las cosas particulares y los entendimientos angélicos que conocen la forma separada de la materia. Es una virtud del alma que es forma del cuerpo; por lo tanto, puede conocer las formas de las cosas sólo en cuanto están unidas a los cuerpos y no en cuanto están separadas. Pero en el acto de conocerlas, las abstrae de los cuerpos; por consiguiente, conocer es abstraer la forma de la materia individual, sacar lo universal de lo particular, la especie inteligible de las imágenes singulares (fantasmas). La abstracción no falsifica la realidad. No afirma la separación real de la forma respecto a la materia individual: sólo permite la consideración separada de la forma; y esta consideración es el conocimiento intelectual humano. Esta consideración separa la forma de la materia individual, no de la materia en general, pues, si no, no podríamos comprender que el hombre, la piedra o el caballo están también compuestos de materia.

La materia es doble, es decir, común e individual: común, como la carne y los huesos; individual, como esta carne y estos huesos. El entendimiento abstrae la especie de la cosa natural de la materia sensible individual; pero no de la materia sensible común. Por ejemplo, abstrae la especie del hombre de estar carne y de estos huesos que no pertenecen a la naturaleza de la especie, sino que son partes del individuo, de las que, por lo tanto, podemos prescindir. Pero la especie del hombre no puede ser abstraída por el entendimiento de la carne y de los huesos en general (Sum. Theol., I, q. 85, a. 1)

El principium individuationis determina la naturaleza propia de cada individuo y, por tanto, lo diferencia de los otros. Lo que diferencia a los individuos no es la materia común (pues todos los hombres tienen carne y huesos), sino la materia signada, la “materia considerada bajo dimensiones determinadas”. El universal no subsiste fuera de las cosas individuales, sino que sólo es real en ellas. De manera que está in re (como forma de las cosas) y post rem (en el entendimiento); ante rem, sólo en la mente divina, como principio o modelo (idea) de las cosas creadas.

El universal es el objeto propio y directo del entendimiento. Por razón de su propio funcionamiento, el entendimiento humano no puede conocer directamente las cosas individuales. Actúa abstrayendo la especie inteligible de la materia individual; y la especie que es resultado de esta abstracción es el universal mismo. Por tanto, la cosa individual sólo la puede conocer el entendimiento indirectamente, por una especie de reflexión. Dado que el entendimiento abstrae el universal de las imágenes particulares y nada puede entender si no es mirando a las imágenes mismas, conoce indirectamente también las cosas particulares, a las que pertenecen las imágenes.

El entendimiento que abstrae las formas de la materia individual es el entendimiento agente. El entendimiento humano es un entendimiento finito que, a diferencia del entendimiento angélico, no conoce en acto todos los inteligibles, sino que solamente tiene la potencia (o posibilidad) de conocerlos; por lo tanto, es un entendimiento posible. Pero la posibilidad de conocer, propia de nuestro entendimiento, llega a ser conocimiento efectivo por acción de un entendimiento agente, que actualiza los inteligibles, abstrayéndolos de las condiciones materiales, y actuando como la luz sobre los colores. Sto. Tomás afirma la unidad de este entendimiento con el alma humana. Si el entendimiento agente estuviera separado del hombre, no sería el hombre el que comprendería, sino el supuesto entendimiento separado el que comprendería al hombre y las imágenes que en él hay; por consiguiente, el entendimiento debe formar parte esencial del alma humana. Por ello el entendimiento agente no es uno solo, sino que hay tanto entendimientos agentes como almas humanas.

El procedimiento de abstracción del entendimiento garantiza la verdad del conocimiento intelectual, porque garantiza que la especieque existe en el entendimiento es la forma misma de la cosa, y por ello hay correspondencia entre el entendimiento y la cosa. Sto. Tomás define la vedad como “la adecuación del entendimiento y la cosa”. Las cosas naturales, de las que nuestro entendimiento recibe el saber, son su medida, ya que él posee la verdad sólo en cuanto se corresponde con las cosas. En cambio, éstas son medidas por el entendimiento divino, en el que subsisten sus formas al igual que las formas de las cosas artificiales subsisten en el entendimiento del artesano. El entendimiento divino es medidor, pero no medido; la cosa nutual es medidora (respecto al hombre) y medida (respecto a Dios); pero nuestro entendimiento es medido, y no mide a las cosas naturales, sino únicamente las artificiales. Por lo tanto, Dios es la suma verdad, en cuanto su entender es la medida de todo lo que existe y de cualquier otro entender. Por ello, la cienciaque tiene de las cosas es la causa de éstas, de la misma manera que la ciencia que el artesano tiene de la cosa artificial es causa de ésta. En Dios, el ser y el entender coinciden: conocer las cosas significa, en Dios, comunicarles el ser, siempre que al entender esté unida la voluntad creadora.

La diferencia radical entre el entendimiento divino y el humano consiste en que Dios entiende todas las cosas mediante la simple inteligencia de la cosa misma: con un solo acto aprehende (y, si quiere, crea) la esencia total y completa de la cosa, de todas las cosas en su totalidad y plenitud. En cambio, nuestro entendimiento no llega con un solo acto a conocer perfectamente una cosa, sino que primero aprehende alguno de sus elementos, y luego pasa a entender la propiedad, los accidentes y todas las disposiciones propias de la cosa. De aquí se deduce que el conocimiento intelectual del hombre tiene lugar mediante actos sucesivos, que se siguen en el tiempo; actos de composición o de división, es decir, afirmaciones o negaciones, que expresan mediante juicios o proposiciones lo que el entendimiento, sucesivamente, conoce de la cosa misma. La acción del entendimiento de proceder de una composición o división a otras sucesivas composiciones o divisiones, es decir, de un juicio a otro, es el razonamiento, y la ciencia que se va formando por juicios de afirmación o de negación sucesivos es la ciencia discursiva. Por consiguiente, el conocimiento humano es un conocimiento racional, y la ciencia humana es una ciencia discursiva, caracteres que no se pueden atribuir al conocimiento de Dios y a su ciencia, que lo entiende todo y simultáneamente en sí mismo, mediante un acto simple y perfecto de inteligencia.

Dios no sólo se conoce a sí mismo, sino a todas las cosas, a través de su esencia, que es acto puro y perfecto, y, por lo tanto, perfectamente inteligible en sí mismo. En cambio, el entendimiento humano no es acto, sino potencia; no se actualiza si no es a través de las especies abstraídas de las cosas sensibles por obra del entendimiento agente; por lo tanto, sólo puede conocerse en el acto de hacer esta abstracción. Este conocimiento puede verificarse de dos maneras: singularmente, como cuando Sócrates o Platón tienen conciencia de tener un alma intelectiva por el hecho de que tienen conciencia de entender; y generalmente, como cuando consideramos la naturaleza de la mente humana basándonos en la actividad del entendimiento. Este segundo conocimiento depende de la luz que nuestro entendimiento recibe de la verdad divina, en la que están las razones de todas las cosas; y exige una investigación diligente y sutil, mientras el primero es inmediato.

En el carácter razonador del conocimiento humano existe la posibilidad de error. El entendimiento no puede engañarse acerca del objeto que le es propio. Ahora bien, el objeto del entendimiento es la esencia o quididadde la cosa; por lo tanto, no se engaña acerca de la esencia, pero puede engañarse en cuanto a las particularidades que acompañan a la esencia, que llega a conocer componiendo y dividiendo (es decir, mediante juicio) o por razonamiento. También el entendimiento puede incurrir en error acerca de la esencia de las cosas compuestas, al dar la definición resultante de diferentes elementos: esto ocurre cuando adscribe a una cosa la definición (cierta en sí misma) de otra cosa; o cuando une elementos opuestos, en una definición que es por ello falsa. En cuanto a las cosas simples, en cuya definición no hay composición, el entendimiento no puede engañarse, sino sólo quedar en defecto, y seguir ignorando su definición.

 

9. La moral

 

Caben dos concepciones diferentes respecto a la ética:

Sto. Tomás opta por este segundo camino. Su ética tiene las siguientes características:

Ética eudaimonista y teleológica: según Aristóteles, el hombre actúa por un fin, por un bien; el bien supremo es la felicidad; y ésta consiste en el ejercicio de la virtud perfecta; es decir, en la contemplación del Motor Inmóvil (el objeto más elevado del entendimiento); se trata, por tanto, de la contemplación racional, filosófica, no religiosa. El hombre feliz es el filósofo, no el santo.

Según Tomás, los actos del hombre son actos libres y proceden de la voluntad, y el objeto de la voluntad es el bien. ¿Qué bien? No las riquezas, ni el placer, ni el poder, ni la ciencia, sino el Bien supremo, el bien universal; no es algo que esté fuera, ni dentro del hombre, sino algo que está por encima, que es trascendente; es decir, Dios.

Entonces, todos los bienes, todos los fines, están subordinados a algo supremo, trascendente, que es Dios. Dios es el bien del que dependen todas las cosas; todas las cosas y todos los bienes están ordenados a Dios, como bien supremo que no puede estar en ninguno de los bienes externos al alma o al cuerpo.

La felicidad propuesta por Aristóteles es imperfecta, puesto que es la felicidad que puede alcanzarse en esta vida. La felicidad que propone Tomás es perfecta, porque incluye la visión beatífica de Dios, completamente extraña a la felicidad aristotélica. La felicidad perfecta consiste en un acto del entendimiento, no es un conocimiento natural de Dios, sino en un ver a Dios y conocerle como Él es, por un don del mismo Dios.

Ética propia de todo ser humano: para que una ley sea natural, tiene que tener las siguientes características: a) universal: la naturaleza humana es común para todos los hombres, a pesar de las diferencias culturales; b) evidente: los preceptos de la ley natural han de ser conocidos fácilmente por los hombres; c) inmutable: la naturaleza humana permanece siempre la misma. Sólo es ley natural lo que permanece inalterado a través de todos los cambios de las distintas sociedades.

Ética orientada por la ley positiva: los sofistas habían afirmado el carácter convencional de las normas morales con la distinción entre physis y nomos, la razón era la falta de unanimidad entre los diversos pueblos. Sto. Tomás establece las siguientes relaciones entre physis y nomos:

La ley positiva es:

Ética trascendente: es trascendente porque parte de Dios (la ley natural la ha infundido Él en la naturaleza y en la conciencia de los hombres) y se orienta hacia Dios (el fin del hombre es gozar de Dios). La felicidad del hombre no se acaba aquí: su último fin es el conocimiento beatífico de Dios. Dios es el gran ordenador del Universo, él ha sido el que ha infundido una Ley en cada ser: su Ley Natural. Así, Dios gobierna el mundo mediante la Ley Eterna que se encuentra enraizada en la naturaleza de todos los seres, de todo lo creado. Los seres no inteligentes son regidos por las leyes físicas. Los seres inteligentes, por medio de la ley moral (aquella parte de la ley eterna que se refiere a la conducta humana). Esta conducta humana está regida por la conciencia (el acto humano por el cual aplicamos estos principios a lo que hacemos) y también por la virtud (que es una disposición estable para hacer el bien): la naturaleza de la virtud no es una manera de ser, sino una manera de obrar.

De la quinta prueba de la existencia de Dios se deduce que Dios dirige todas las cosas a su fin supremo, que es Él mismo, en cuanto Sumo Bien. El gobierno divino del mundo que ordena el mundo hacia su fin es la providencia. Cada cosa, incluso el hombre, está sometida a la providencia divina. Pero esto no quiere decir que todo suceda necesariamente y que el designio providencial excluya la libertad del hombre, ya que este designio no sólo establece que las cosas suceden, sino también el modo como suceden. Por ello ordena previamente las causas necesarias para las cosas que han de suceder necesariamente, y las causas contingentes para las cosas que han de suceder contingentemente. De este modo, la libre acción del hombre forma parte de la providencia divina.

La voluntad humana es un libre albedrío que no es eliminado ni disminuido por la ordenación finalista del mundo ni por la presciencia divina.

Dios mueve todas las cosas del modo que es propio a cada una de ellas. Así, en el mundo natural, mueve de determinada manera los cuerpos ligeros y de distinta manera los pesados, a causa de su diferente naturaleza. Por lo mismo, inclina el hombre hacia la justicia según la condición propia de la naturaleza humana. Por su propia naturaleza el hombre tiene el libre albedrío. Y, por tener libre albedrío, el movimiento hacia la justicia no lo produce Dios independientemente del libre albedrío.: Dios infunde el don de la gracia justificante de manera que incita al libre albedrío a aceptar ese don (Sum. Theol., I, 2, q. 113, a. 3)

La presencia del mal en el mundo es debida al libre albedrío del hombre. El mal sólo es falta de bien. Ahora bien, todo lo que existe es bien, y es bien en el grado y medida en que existe; pero como el orden del mundo exige también la realidad de grados inferiores del ser y del bien, que parecen (y son) deficientes, y, por lo tanto, malos con relación a los grados superiores, podemos decir que el propio orden del mundo exige el mal. El mal es de dos clases: pena y culpa. La pena es deficiencia de formao de una de sus partes, necesaria para la integridad de la cosa, por ejemplo, la ceguera es falta de vista. La culta es la deficiencia de una acción, que o no ha sido hecha o no ha sido hecha del modo debido. Como en el mundo todo está sujeto a la providencia divina, el mal, en cuanto defecto o falta de integridad, siempre es pena. Pero el mal mayor es la culpa, que la providencia trata de eliminar o corregir mediante la pena.

La culpa (o pecado) es el acto humano de escoger deliberadamente el mal. El hombre tiene la facultad de percibir y tender al bien. Como hay en él una disposición natural a entender los principios especulativos, de los que todas las ciencias dependen, también tiene una disposición natural para entender los principios prácticos, de los que dependen todas las buenas acciones. Este habitus natural práctico es la sindéresis, que nos inclina al bien y nos aparta del mal; el acto derivado de esta disposición, y que consiste en aplicar los principios generales de la acción a una determinada acción es la conciencia.

 

10. La política

 

Tanto la ética como la política están basadas filosóficamente en Aristóteles, pero con un complemento teológico. Para Tomás el hombre tiene un fin sobrenatural, el cual no puede satisfacer el Estado. De ahí que se plantee también las relaciones Iglesia-Estado.

El Estado, como para Aristóteles, es una institución natural, fundamentada en la naturaleza del hombre. El hombre no es individuo aislado, sino que es un ser social, nacido para vivir en común con otros hombres. Necesita de la sociedad.

Si la sociedad es natural, también el gobierno. Lo mismo que el cuerpo se desintegra cuando falta el alma, también sucede lo mismo si falta el principio que unifique (gobierno) y dirija las actividades de los ciudadanos para el bien común. La cabeza rige el cuerpo; el gobierno, el Estado.

Tanto el gobierno como el Estado son queridos por Dios. Dios es el que gobierna el mundo mediante su Ley Eterna, la razón divina. Las cosas están gobernadas por la razón divina, es decir, llevan dentro una razón de ser, una forma de actuar, conforme a la ley eterna; es la inclinación de la naturaleza, las leyes naturales. Las personas racionales participan activamente de la ley eterna, de la razón divina. En la naturaleza humana existen unas leyes morales (haz el bien y evita el mal) que es la participación del hombre en la ley divina. La ley humana positiva es una concreción de esa ley natural. El Estado no es consecuencia del pecado original (S. Agustín) ni una creación del egoísmo humano.

El Estado es una sociedad perfecta, tiene todos los medios materiales necesarios para conseguir su propio fin (el bien común de los ciudadanos). Para ello es necesaria la paz, la economía, la defensa, los tribunales de justicia, etc., y el gobierno que asegure esas cosas.

El fin de la Iglesia es sobrenatural, más elevado que el del Estado. La Iglesia es una sociedad superior al Estado. De algún modo, aquél debe supeditarse a ésta, en cuanto que no impida lograr su fin. El gobierno del Estado debe facilitar al hombre la posibilidad de conseguir su fin sobrenatural.

Es algo parecido al tema fe-razón. La razón posee su propio campo, pero debe estar supeditada a la fe. El Estado tiene su propia esfera, pero de algún modo debe estar supeditado a la Iglesia.

En las relaciones entre el individuo y el Estado Tomás mantiene que la parte se ordena al todo, y, puesto que el individuo es parte, las leyes del Estado deben ordenarse al todo, al bien común. De alguna manera, el hombre, la parte, está subordinada al todo, estado.

Así, arguye que es justo que la autoridad pública condene a muerte a un ciudadano por crímenes graves, porque el ciudadano se ordena a la comunidad.

La soberanía del Estado no es absoluta, sino que está limitada:

11. Bibliografía