Sexualidad, reproducción y catolicismo
Fuente: El Teólogo Responde
Autor: P. Miguel Ángel Fuentes, V.E.
En la
actualidad, tanto a nivel nacional como internacional, se está viviendo desde
hace unos años un debate fundamental sobre cuestiones que afectan esencialmente
a nuestra cultura y, de modo consecuente, a nuestra fe y a nuestra moral
cristiana. No se trata de cuestiones accidentales por la importancia que
revisten en sí mismas, y por la extensión y alcance que han de tener las
decisiones legislativas que se tomen. En efecto, algunas de las medidas que se
pretende tomar (o que ya se han tomado) en nuestro país perjudican la
institución familiar, la vida moral de los jóvenes y adolescentes y la educación
de las futuras generaciones (y su misma existencia), oscureciendo y enviciando
sus ideas hasta el punto de crear una torcida visión cultural, que contradice en
algunos casos nuestra fe. No menos inquietante es el hecho de que algunos
proyectos de ley, en caso de ser sancionados (y algunos ya lo han sido), nos
hacen cooperadores, al menos materiales, en modelos de comportamiento
intrínsecamente inmorales.
Por esta razón, todo católico tiene la obligación en conciencia de informarse y
formarse, así como, en la medida de sus posibilidades y responsabilidades, hacer
las cosas que estén a su alcance para defender su fe e impedir el mal de propia
persona y de la persona del prójimo (especialmente cuando se trata de sus
propios hijos, discípulos, alumnos, etc.). Estos problemas tienen tanta
importancia que la tristemente proverbial actitud del “yo-no-me-meto” se nos
presenta hoy en día como rayana con la negligencia moralmente grave.
¿De qué problemas se trata? Se trata de cuestiones de diversos órdenes. Por un
lado, tenemos las campañas legislativas que tienden a desmoronar las bases de
nuestra sociedad estableciendo una legislación contraria al bien común. Me
refiero a los diversos debates legislativos que vienen desarrollándose desde
hace unos años en torno a la “salud reproductiva” , la “despenalizació n del
aborto”, la “despenalizació n o legislación de la esterilizació n”, la
“eutanasia”, la “procreación artificial”, la “experimentació n embrional”, “la
prostitución”, “el travestismo”, etc.
Por otro lado tenemos que enfrentar violentas campañas publicitarias encaminadas
a suplantar los valores y conceptos fundamentales de la persona (castidad,
sexualidad, pudor, pecado, virtud, etc.) por antivalores destructores de la
persona y de la cultura. Estamos en medio de una gigantesca campaña mediática
(cine, radio, televisión, periódicos, revistas) que promueve una vida sexual
promiscua, desordenada y antinatural.
A todo esto hay que añadir la discusión de no menor importancia sobre la
inclusión de algunos comportamientos contrarios a la ley natural (e incluso
civil, en algunos casos) dentro de las prestaciones de las obras de salud. Ya se
han sentado antecedentes en que se ha exigido a determinadas obras sociales
prestar servicios de anticoncepció n y esterilizació n. Además de la grave
violación de la ley que esto puede implicar, y de la injusticia palmaria que
significa el que los servicios públicos que muchas veces no cumplen
adecuadamente con sus compromisos respecto de la salud de sus socios enfermos
vuelquen, en cambio, sus haberes en atentados contra la salud; además de esto,
digo, se platea aquí el problema de conciencia para quienes, haciendo sus
aportes a una obra de “salud”, ven destinados parte de sus fondos a obras
inmorales, sintiéndose cooperadores involuntarios de las mismas.
Por todo esto, considero necesario presentar a la consideración de todo católico
algunas verdades que hoy más que nunca debemos defender con firmeza.
I. Está en juego el mismo concepto de “hombre”
Se trata de dos visiones del hombre totalmente distintas y opuestas: por un lado
el concepto católico (que es el que está en la base de la filosofía realista, de
la visión judeo cristiana, de la doctrina magisterial de la Iglesia) sobre el
hombre, sobre la sexualidad, sobre el matrimonio, sobre la educación, sobre el
pecado y el vicio, sobre la virtud, etc.; por otro lado, el concepto opuesto
(que no es otro que el concepto materialista, hedonista y utilitarista) presente
en la raíz de todas estas legislaciones y campañas. El Papa Juan Pablo II lo ha
señalado hablando en concreto sobre la diferencia entre los métodos naturales
para regular la fertilidad y los métodos anticonceptivos: hay, entre ambos “una
diferencia antropológica y al mismo tiempo moral”; se trata “de dos concepciones
de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí”[1].
“Irreconciliables” significa que la aceptación de una exige, necesariamente, la
negación de la otra. Si se acepta la visión antropológica católica es necesario
rechazar, como falsa, la visión materialista y utilitarista de la persona, del
sexo y del matrimonio. Igualmente, quien acepta la visión que está en la base de
esta visión hedonista, rechaza necesariamente la visión católica del hombre y
sus implicancias..
Ahora bien, es evidente que en la raíz de la actual campaña a favor de la
promiscuidad, del libertinaje sexual, de la equiparación de las uniones no
sacramentales (concubinato, matrimonio civil, uniones homosexuales) con el
matrimonio, etc., hay una concepción del hombre y de la sexualidad que es
profundamente materialista. Estas actitudes son “opinables”, “respetables”,
“libres”, si el hombre es pura materia, si su destino es exclusivamente
intramundano, si no hay un Dios a quien rendir cuentas, si no hay más ley que su
libertad arbitraria y su conciencia autónoma e independiente.
Pero si, por el contrario, el hombre es cuerpo corruptible y alma inmortal, si
lleva grabada en su corazón una ley que él mismo no se dicta ni puede cambiar,
sino que debe obedecer como condición para perfeccionarse, si hay un Dios que
guía con Sabiduría nuestros pasos, un destino eterno y una rendición de cuentas
al final de nuestra existencia terrena... entonces, digo, las cosas cambian.
II. Está en juego la Ley de Dios
Está en juego también la Ley de Dios. Ley que está grabada en nuestros
corazones, es decir, en nuestras conciencias; y por eso es llamada “ley
natural”, o más propiamente “ley divina natural”, pues es divina por su Autor, y
natural por el sujeto donde está impresa[2]. Ley que llevan en sus corazones
incluso los paganos (cf. Ro 2,15)[3]. Tales son los diez mandamientos de la ley
natural[4].
Pero también está en juego la Ley divina positiva, la Ley revelada por Dios a
Moisés, y repetida una y otra vez por Jesucristo. En el fondo coinciden sus
preceptos con los de la Ley natural (varía en algunas leves concreciones
positivas de algunos preceptos). Quedó grabada en las dos Tablas de la Ley que
trajo Moisés de la cima del Sinaí, y está en la base de la Ley de Gracia traída
por Jesucristo (sus preceptos morales perviven en la ley cristiana, como le
manifestó Jesús al joven rico –Mt 19,17–: Si quieres entrar en la vida [eterna],
guarda los mandamientos) [5].
Dios, en el Sinaí, reiteró en sustancia la Ley que los hombres llevan en sus
corazones, porque el pecado y el vicio había oscurecido sus conciencias y había
embotado sus sentidos espirituales, al punto de no resultarle ya tan claro ni
evidente aquello que luce más fuerte que el sol: “Dios, dice San Agustín,
escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus
corazones”[6] .
Esta misma Ley natural y este núcleo moral de la Ley Revelada ha sido
revalorizado y recordado una y otra vez por el Magisterio de la Iglesia[7].
III. Está en juego nuestro “ser católico”
Hay cosas que un católico no puede poner en tela de juicio simplemente porque no
son materia de opinión. Puede discutir con los demás para defender estas
verdades; pero no las puede poner él en discusión. En lo que al actual debate se
refiere quiero recordar que no es materia opinable que:
1. La vida de la persona humana comienza en el momento de la concepción; no en
el momento en que el embrión se anida en el útero, o cualquier otro tiempo
arbitrariamente señalado [8]. Esta vida es un don de Dios, distinta de las
personas de los padres que la han engendrado. De aquí se sigue:
a) Que la vida es sagrada, y por tanto, todo atentado contra ella es un atentado
contra una persona humana[9].
b) Sólo Dios es Señor de la vida del hombre[10]
c) No se puede procrear artificialmente, aunque se pueda ayudar a los esposos
para que tengan más posibilidades de concebir una vida respetando la
naturaleza[11] .
d) Destruir una persona humana en el seno materno (aborto) es un crimen
gravísimo: “No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás
la vida al recién nacido”[12]. Por esta razón, para proteger esa vida inocente,
la Iglesia pena este delito con pena de excomunión[13] .
2. El ejercicio de la sexualidad sólo es lícito dentro del matrimonio legítimo,
respetando el plan que la Sabiduría divina manifiesta al hombre en los dos
aspectos que encierra el acto conyugal (el aspecto unitivo y el procreativo) y
en los ritmos biológicos de la sexualidad [14]. Esto implica que:
a) Es gravemente ilícito el ejercicio de la sexualidad antes y fuera del
matrimonio (masturbación, fornicación, relaciones prematrimoniales, adulterio,
prostitución, homosexualidad, etc.)[15]. La Ley natural dice: No cometerás actos
impuros; la Ley de Dios: ¡Huid de la fornicación!. .. El que fornica peca contra
su propio cuerpo. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu
Santo... y que no os pertenecéis? (1Co 6,18-19); ¡No os engañéis! Ni los
impuros..., ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales. ..
heredarán el Reino de Dios (1Co 6,9-10); Las obras de la carne son bien
conocidas: fornicación, impureza, libertinaje. .. orgías y cosas semejantes.. .
Quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (Gál 5,19-21).
b) Dentro del matrimonio es ilícito e intrínsecamente inmoral todo cuanto separe
voluntariamente las dos dimensiones del acto conyugal: ya se quiera el aspecto
unitivo anulando la capacidad procreativa del acto (preservativos, píldoras
abortivas o no, dispositivos intrauterinos, esterilizació n directa, etc.); ya
se quiera la procreación desvinculada (en su relación de causa-efecto) de la
unión marital (la fecundación artificial propiamente dicha)[16].
c) La anticoncepció n es materia de pecado grave[17].
d) Es lícito por motivos serios usar prudentemente los períodos infértiles que
la naturaleza dispone en la mujer, realizando así las relaciones conyugales
previendo que no se seguirá de ellas un embarazo (métodos naturales)[18] .
3. La educación sexual de los niños y jóvenes es un derecho y un deber esencial,
original y primario, insustituible e inalienable de los padres, que no puede ser
ni totalmente delegado ni usurpado por otros, salvo el caso de la imposibilidad
física o psíquica [19]. De aquí se sigue que:
a) Los padres tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus
convicciones morales y religiosas[20] .
b) Los padres tienen la obligación de rechazar positivamente la educación sexual
secularizada y antinatalista[ 21].
c) Los padres tienen la obligación de prestar atención a la instrucción sexual
que se da a sus hijos en las escuelas y colegios, incluso la que se imparte a
propósito de otras materias (sanidad e higiene, literatura infantil, estudios
sociales, etc.)[22].
d) Los padres tienen la obligación de juzgar los distintos métodos de educación
sexual a la luz de los principios morales de la Iglesia[23].
e) Es pecado gravísimo enseñar a los niños, adolescentes o jóvenes (tanto sus
propios padres cuanto sus maestros u otras personas) errores en materia de
sexualidad (por ejemplo, la licitud o “normalidad” de la masturbación, de la
homosexualidad, de las relaciones prematrimoniales, etc.); mucho más grave es el
despertar en ellos malicia, curiosidad, interés por cualquier modo de ejercicio
inmoral de la sexualidad; y más grave todavía el incitar a alguno de esos
comportamientos o indicarles alternativas falsas de realizarlos de modo “seguro”
(sexo sin embarazo, o sexo sin riesgo de enfermedades venéreas)[24] . A mi
entender, todas estas actitudes se encuadran en la categoría de “corrupción de
menores”.
4. Las leyes humanas obligan en conciencia cuando son justas, en cambio cuando
prescriben algo intrínsecamente inmoral no sólo no obligan sino que es pecado
obedecerlas .
Ya he dicho que la ley natural es ley «divina» por su origen y causa y por
expresar la voluntad explícita de Dios; sólo es llamada «natural» por
encontrarse grabada en el corazón de todo hombre[25]. Es una participación en la
creatura racional de la Ley eterna, es decir, de la Sabiduría ordenadora de
Dios. De ahí su obligatoriedad universal y sin excepciones. En cambio, la ley
humana sólo tiene valor en la medida en que numerosas circunstancias o
situaciones del obrar concreto del hombre no son explicitadas por la ley
natural. Las leyes humanas son concretizaciones de la ley natural y tiene valor
en la medida en que sea prolongación, deducción o aplicación de la ley natural.
Por el contrario, carece de valor alguno en la medida en que contradiga la ley
natural o la ley divina revelada[26] . De aquí se sigue que:
a) Una ley humana que se opone o contradice la ley divina natural no es ley, y
no sólo no obliga sino que de ningún modo puede ser observada (cf. Act 5,29).
León XIII dijo en su momento que “si las leyes de los Estados están en abierta
oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia, o
contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el
Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, y la obediencia un
crimen”[27].
b) Es intrínsecamente injusto (es decir, pecado y pecado grave) elaborar una ley
semejante o votar en su favor[28].
c) Cuando algunas leyes obligan a realizar algo que es intrínsecamente injusto
(practicar un aborto, realizar una esterilizació n directa, cooperar
positivamente en una eutanasia, etc.) “...no sólo no crean ninguna obligación de
conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa
obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia”[29] . En el
Antiguo Testamento encontramos un puntual ejemplo de resistencia a la orden
injusta de la autoridad en la actitud de las parteras judías que se opusieron al
Faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas, dice el
texto sagrado, no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que
dejaban con vida a los niños (Ex 1,17); el motivo profundo de su comportamiento
era que las parteras temían a Dios. “Es precisamente de la obediencia a Dios
–dice el Papa– de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes
injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso
a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que aquí se requiere la
paciencia y la fe de los santos (Ap 13,10)”[30].
IV. ¿Por qué no se pueden discutir estos temas?
Porque muchas de estas verdades o bien pertenecen de modo directo a la ley
natural o a la ley divina revelada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y/o
forman parte de la enseñanza moral del Magisterio de la Iglesia.
El Magisterio de la Iglesia no se limita a custodiar las verdades dogmáticas
contenidas en la Revelación (como la Santísima Trinidad o la Encarnación) sino
que se extiende también a las verdades morales por medio del carisma de la
infalibilidad[ 31]. Y sobre esta enseñanza moral recae también la asistencia del
Espíritu Santo liberando al Magisterio de todo error[32]. Y esta enseñanza moral
del Magisterio no se limita a la enseñanza de los actos sobrenaturales que debe
hacer el hombre para salvarse (actos de fe, esperanza y caridad) sino también a
los actos pertenecientes a la moral natural (su actividad social, económica,
familiar, sexual, profesional, etc.)[33].
Por eso ejerce no sólo con derecho sino con deber (ante Dios) la custodia de las
verdades pertenecientes a la ley natural, especialmente cuando ésta se encuentra
oscurecida en el corazón humano y en las sociedades, a causa del pecado original
y de los pecados personales de los hombres. Sin el Magisterio moral de la
Iglesia nuestro obrar práctico estaría rodeado de tinieblas y la adquisición de
todas las verdades necesarias para guiar nuestra propia conducta estaría
reservada a unos pocos quienes, a su vez, llegarían a ellas con dificultad,
luego de mucho tiempo y no exentos de error[34]. La demostración más elocuente
es el estado moral de todos aquellos individuos e incluso pueblos que no se
subordinan a la luz de la enseñanza de la Iglesia.
Como simple consecuencia, todo fiel debe acatar la enseñanza autoritativa del
Magisterio en conciencia, según sea el modo de proposición: las verdades
infalibles deben creerse con fe teologal; las propuestas “de modo definitivo”
deben ser “firmemente aceptadas y mantenidas”; cuando son enseñadas (sin
intención de establecer un acto definitivo) para ayudar a comprender más
profundamente la revelación, han de ser aceptadas con “interno” y “religioso
asentimiento de la voluntad y de la inteligencia” [35]. Por esta razón, si el
Magisterio se ha pronunciado en un tema, ya no queda librado a la libre opinión
de los fieles; al oponerse a estas enseñanzas, el católico no se opone al Papa
solamente sino al mismo Cristo, quien ha dicho a los Apóstoles y a sus
Sucesores: El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a Mí
me rechaza, y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me envió (Lc 10,16; cf. Mt
10,40). Igualmente: Si guardaren mi palabra, también guardarán la vuestra (Jn
15,20).
Este punto es fundamental, y es el fondo de muchos problemas. Se juega en él no
ya aspectos secundarios de nuestra vida, sino nuestro ser cristiano y nuestra
situación ante Dios. Se es cristiano cuando se vive como tal y cuando se piensa
como tal; pero es Jesucristo, a través de Pedro y su sucesor el Papa, quien nos
dice cómo debe pensar y cómo debe vivir un cristiano..
Hoy en día, en muchos sectores del catolicismo, se vive una especie de
“cristianismo esquizofrénico” : se pretende, por un lado, pertenecer a la
Iglesia Católica y, por otro, forjarse un credo y una moral a la medida
personal, recortando la Doctrina y la Moral de la Iglesia católica.
Estamos acostumbrados a oír, aplicado hasta la vulgaridad, la expresión de que
tal o cual tema constituyen “una asignatura pendiente”. A decir verdad, muchos
católicos tenemos una “ciencia pendiente”: el Catecismo que nunca estudiamos, o
el que los años nos han hecho olvidar.
V. Situación muy grave
La situación es realmente muy grave. Y más grave aún sería que no nos demos
cuenta de ello. Siempre ha habido corrupción en las sociedades humanas. Pero
cuando la política se pone a la vanguardia de la corrupción (ya sea económica
como sexual) es hora de que vayamos cavando la fosa para el cadáver de la
Patria, porque lleva cuatro días muerto y ya hiede (cf. Jn 11,39).
Y no exagero. Las leyes que desde hace unos años se están implementando o se
discuten en distintas partes de nuestra sociedad, son positivamente promotoras
de inmoralidad y libertinaje (a veces solapado como “seguridad sanitaria”). De
hecho, ofrecer sexo “seguro” a quien no debe ejercer su sexualidad (prostitutas,
homosexuales, personas no casadas), además de prometer una seguridad mentirosa,
comporta aceptar la licitud de tales comportamientos, mantenerlos, alimentarlos,
provocarlos y extenderlos. Ya no se trata de “tolerar” sino de ofrecer un marco
legal para la desvergüenza. Los hechos demuestran esto hasta el hartazgo. Esto
mismo brindado a los niños, adolescentes y jóvenes, debe ser catalogado desde el
punto de vista moral como una expresa “corrupción de menores”.
Posibilitar, como se pretende en algunos proyectos legislativos, que además los
niños y adolescentes puedan ser ayudados por la sociedad a vivir inmoralmente al
margen del conocimiento de sus padres e incluso contra su consentimiento,
demuele las bases más elementales de la familia. Es un delito social y un pecado
mortal gravísimo.
Todas estas cosas contradicen abiertamente la Ley de Dios (natural y
sobrenatural) .. Los gobernantes que aprueban y llevan adelante este tipo de
políticas empujan de este modo a la sociedad para que ésta desobedezca a Dios.
¡¿Cómo pueden pretender luego que esos ciudadanos, hechos desobedientes a Dios,
sean obedientes a ellos (los políticos) que no son más que hombres?! “Dame
buenos cristianos y tendrás buenos ciudadanos”; “corrómpeme los cristianos, y
tendrás ciudadanos que venderán a los hombres como han vendido a Dios”. En el
fondo se cumple lo que dice el Salmo: Miradlos preñados de iniquidad: han
concebido malicia y parirán fracaso. Cavan una fosa, y la ahondan bien hondo,
pero caen en el hoyo que ellos abrieron (Salmo 7,15-16).
VI. Qué hay que hacer; qué se puede hacer
No todos somos políticos ni legisladores. No todos tenemos influencia social.
Pero somos dueños de nuestras personas y guardianes de nuestro prójimo[36].
Estamos obligados por caridad social y por lealtad a Dios y a la patria que Dios
nos ha dado, a actuar en nuestro espacio social (familia, escuela, trabajo,
circulo de amistades, etc.).
– Hay que proclamar nuestras convicciones . Con claridad, con serenidad y
paciencia, pero con firmeza. Los padres deben exigir y hacer valer sus derechos
a que no se enseñe a sus hijos cosas contrarias a la fe ni a la moral. Tienen
que hacer valer sus derechos en las escuelas.
– Hay que hacer oír la voz de la buena doctrina . La Verdad católica no tiene
buena prensa en nuestra sociedad. Es una triste constatación, y un vacío
pendiente que se hace sentir en estos momentos: la prensa católica. Al menos hay
que divulgar “boca a boca” la enseñanza de la Iglesia. Tal vez esto no tenga
incidencia en el plano de las leyes; pero algo hace: muchos se amparan en estas
leyes (para abortar, para esterilizarse, para pedir anticonceptivos, etc.) por
ignorancia. Si no hubiera (o fueran pocos) quienes pidiesen la aplicación de una
ley injusta, esta ley sería letra muerta.
– Hay que asociarse . La soga de tres hilos se rompe difícilmente (Ecle 4,12).
Asociarse significa apoyarse. Hay que ser solidarios unos con otros.
Bíblicamente “solidaridad” se dice “misericordia” . Si los más pudientes
ayudaran a los más pobres, muchos de éstos no caerían en las manos de quiénes
los corrompen.
– Los que se ven implicados en la ejecución de legislaciones intrínsecamente
inmorales (ya sea educativas, ya sanitarias, o de otra naturaleza) deben ejercer
con valentía la objeción de conciencia [37]. En muchas leyes y proyectos de ley
está contemplada esta actitud, aunque en la práctica no se la respete. En
algunos proyectos de ley lamentablemente se excluye este derecho fundamental. En
ambos casos debemos obrar como corresponde: Hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres (Hch 5,19).
– Asimismo, “todos los hombres de buena voluntad deben esforzarse,
particularmente a través de su actividad profesional y del ejercicio de sus
derechos civiles, para reformar las leyes positivas moralmente inaceptables y
corregir las prácticas ilícitas” [38].
– Incluso, “comienza a imponerse con agudeza en la conciencia moral de muchos,
especialmente de los especialistas en ciencias biomédicas, la exigencia de una
resistencia pasiva frente a la legitimación de prácticas contrarias a la vida y
a la dignidad del hombre” [39]. La resistencia pasiva es la negativa a cumplir
las leyes injustas, que no son en realidad verdaderas leyes.
– Hay que hablar; hay que pedir; hay que exigir que se respeten los derechos
naturales y los auténticos derechos civiles . Si las voces no fueran tan
aisladas, muchos personajes encumbrados no se atreverían a tanto. Lo enseñó
Jesucristo cuando predicó el ejemplo de aquel juez inicuo que ni temía a Dios ni
respetaba a los hombres (Lc 18,2). Sin embargo, también había en aquella ciudad
una viuda que, acudiendo a él, le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”.
Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque no temo
a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a
hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme” (Lc 18, 3-5).
– La verdadera solución –en circunstancias como las que atraviesan muchas
sociedades actuales– es crear entidades auténticamente católicas que den a todos
los hombres de buena voluntad la oportunidad de recibir cristianamente lo que la
sociedad no les ofrece: es necesario que los buenos periodistas se asocien para
crear periódicos y agencias informativas confesionalmente católicas; que los
médicos y el personal sanitario en general se asocien y funden hospitales
católicos, inspirados en la práctica respetuosa de la ley moral y en la
misericordia con los pobres y enfermos; y lo mismo se diga para las demás
profesiones: en el campo del derecho, en las escuelas y universidades, etc. Los
empresarios católicos deberían apoyar e invertir su capital en estos
emprendimientos. Hablo, evidentemente, de una utopía.
...Y por sobre todo, hay que rezar . Tal vez las cosas no serían así, si
fuésemos mejores. Hay que rezar por nuestro pueblo, y mucho. Debemos decir, una
y otra vez, como Moisés: Perdona, pues, la iniquidad de este pueblo conforme a
la grandeza de tu bondad, como has soportado a este pueblo... hasta aquí (Nm
14,19).