Secularidad cristiana y cultura de los derechos humanos. *
La relación entre libertad y verdad debería ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso
por Martin
Rhonheimer
Profesor de ética y filosofía política.
En las páginas que a
continuación siguen me propongo bosquejar cómo se relaciona la identidad
cristiana —pensando principalmente en los católicos— con el secularismo político
moderno y qué significa esa relación para la justificación pública de los
derechos humanos.
Es bien sabido que la Iglesia católica sólo ha llegado a reconocer plenamente la
secularidad del Estado y los principios políticos de la democracia
constitucional como un logro cultural tras un largo periodo de mutua hostilidad
y conflicto. pero al obrar así, la Iglesia se ha reconciliado con una parte
esencial de su propio legado cultural, que está marcado por el dualismo,
genuinamente cristiano, de poder espiritual y poder temporal y por la afirmación
de la intrínseca secularidad del último. Esta evolución ha sido posible gracias
a que ya en los primeros siglos de su existencia el cristianismo había asimilado
el espíritu filosófico de la racionalidad y la cultura griegas y el espíritu
racional del pensamiento jurídico romano.
Es bien sabido, asimismo, que mientras que el catolicismo y el protestantismo
europeos estuvieron marcados por largas tradiciones modernas de alianzas entre
«el trono y el altar» y de Estados confesionales, en los Estados Unidos de
América el reconocimiento de la secularidad del poder estatal y del gobierno fue
una característica del proyecto fundacional de la Constitución estadounidense
desde sus primerísimos comienzos. Una religión no oficial fue parte de la
solución que permitió encontrar un modo pacífico de unir en un proyecto
constitucional común a ciudadanos y grupos sociales de ideas religiosas y
filosóficas divergentes. En consecuencia, la religión llegó a convertirse en una
fuerza constructiva en la vida pública estadounidense, y la secularidad del
Estado y la religión no se percibieron como valores necesariamente
incompatibles.
En Europa, en cambio, la religión fue considerada desde la Reforma protestante y
las posteriores guerras de religión como un problema de primera magnitud. De
aquí que la Ilustración europea y el constitucionalismo liberal llegasen a
entender la libertad religiosa como un instrumento para asegurar la
independencia y la secularidad del poder estatal en orden a neutralizar, si no a
destruir, la posible influencia de la religión sobre la política. En el habitual
modo europeo de entender las cosas, «secularidad» y «laicismo» significan
frecuentemente una especie de credo político areligioso, que implica incluso la
negativa a reconocer la tradición cristiana al menos como el legado cultural
común que contiene los recursos que hicieron posible el Estado secular moderno.
Este carácter parcialmente anticristiano, e incluso anticatólico y
antieclesiástico, de la Modernidad europea ha sobrevivido en algunas formas
extremas de «laicismo» (adquiriendo su expresión más típica en Francia). Este
proceso ha llevado a alternativas engañosas: se opone la «secularidad» a la «fe
religiosa», el «derecho a la libertad religiosa» (incorrectamente identificado
con el «indiferentismo religioso») a la «existencia de la verdad religiosa»,
etc. Ese mismo proceso ha llevado también a hacer una desafortunada equiparación
ideológica e institucional de estas alternativas. La secularizació
Sin embargo, a mi parecer, no todos los problemas quedan resueltos con este
reconocimiento de la cultura política secular y de la idea moderna de los
derechos humanos. Una pregunta crucial para los cristianos, planteada por la
Modernidad, sigue sin respuesta. Se podría formular esa pregunta como sigue:
«¿Qué significa para los cristianos participar como cristianos en una cultura
política y en una vida pública definidas por la idea moderna de secularidad?»
El problema al que hacen referencia estas preguntas no es el problema del
multiculturalismo. Es un problema muy distinto. El problema que suscitan estas
preguntas concierne al simple hecho de que el pluralismo de la Modernidad
occidental es la consecuencia de la libertad y de las instituciones liberales
características de una sociedad que reconoce los derechos humanos. Ahora bien,
el pluralismo así originado es también el resultado de un desacuerdo sobre
cuestiones morales fundamentales legítimo y en ocasiones epistemológicamente
comprensible. El pluralismo, por otra parte, es también el resultado de la
ignorancia, del abuso de la libertad y de hábitos viciosos. No obstante, es
esencial para la libertad política y la libertad civil que esté permitido
usarlas mal: de otro modo, no existiría libertad alguna. Forma parte de una
cultura política que acepta plenamente la libertad permitir también esta clase
de pluralismo, dentro de ciertos límites definidos por la ley. La libertad
política y la libertad civil que lo hacen posible no dejan por ello de ser
valores políticos. El pluralismo está definido como una especie de variedad
interna —religiosa, ideológica, también étnica— de una cultura política
determinada y está enraizado en su suelo común (parte del cual podría ser la
cultura de los derechos humanos). Por lo tanto, el pluralismo no es un riesgo
para la cooperación social, la unidad ni la paz. El multiculturalismo, por otra
parte, no es sencillamente pluralismo, sino precisamente la variedad consistente
en la coexistencia en una misma sociedad de suelos culturales comunes, y por
ello también de culturas políticas y jurídicas.
Es un grave problema y, como tal, no es posible aceptarlo sin poner en peligro
el orden constitucional de una sociedad democrática. En suma: una sociedad
multicultural en sentido estricto no es posible. Por esa misma razón, la vida
pública internacional y la cultura de los derechos humanos presuponen un suelo
cultural común. La cuestión es qué clase de suelo debe ser ése.
Precisamente los desafíos del multiculturalismo —planteados sobre todo por el
fundamentalismo islamista en la medida en que es hostil al pluralismo secular—
nos proporcionan la evidencia de que en la raíz del pluralismo occidental hay un
fundamento común de valores, aunque ese fundamento está definido en la mayor
parte de las ocasiones en términos políticos de un tipo estrictamente secular.
La ciudadanía misma, que es un valor político y público básico, debe ser
definida sobre un suelo común de valores culturales compartidos; no se la puede
definir de un modo multicultural. La cultura moderna de los derechos humanos en
la forma occidental de entenderlos deja su impronta en el modo de entender la
ciudadanía de una manera concreta y específica que no está abierta a
cualificación multicultural alguna. La ciudadanía entendida en estos términos es
una especie de «absoluto político». Esta es la razón de que una «sociedad
multicultural» en sentido estricto no resulte posible: ya que no podría definir
«estándares» comunes de ciudadanía, ni los derechos, libertades y valores
políticos correspondientes1.
En el modo europeo de entenderlo, la naturaleza de ese suelo común es la idea de
ciudadanía liberal-democrá
También a mí me parece evidente que los cristianos, particularmente los
católicos que creen sin reservas pueden y deben compartir el modo secular de
entender la ciudadanía democrática moderna. Igualmente, deben participar en la
implementació
Es de notar que esa «identidad doble» o «diferenciada» no significa partirse uno
en dos realidades existenciales, ni vivir una doble vida, ni tampoco, como
ciudadano y primariamente en la esfera pública, dejar de comportarse y de tomar
decisiones propias de un cristiano. «Doble identidad» significa, más bien, la
capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en
condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales,
y, con ello, de afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas
de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al
verdadero bien común de la sociedad humana y necesitadas de cambio (por ejemplo,
lo que Juan Pablo II denominó «cultura de la muerte»). También significa,
asimismo, la capacidad de distinguir entre, por un lado, lo fundamental en el
nivel de los valores políticos para una sociedad civil y para el bien común
estrictamente político, y, por otra parte, lo más alto y, desde las propias
convicciones religiosas y morales, más santo en el nivel de los valores. Por
consiguiente, «doble identidad» significa la disposición a reconocer la
legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando
contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien, y por tanto
a apoyar como legítimas a instituciones políticas incluso cuando, en
determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente
injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición
a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios
legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la
razonabilidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la
legitimidad de las instituciones democráticas (es decir, no actuar así solamente
porque se considere improbable que los medios ilegales o incluso violentos
tengan éxito).
En el pasado, esto de la «secularidad cristiana» se consideraba una paradoja.
Así, era típico de los católicos reclamar el derecho a la libertad religiosa
sólo para los católicos, y conceder a las otras creencias una prudente
tolerancia. No encontraba aceptación el principio de reciprocidad implícito en
la aceptación de una democracia constitucional, puesto que la tradición católica
previa al Concilio Vaticano II no aceptaba como valor político la fundamental
reciprocidad de las demandas de derechos políticos con independencia de que
fuesen o no ejercitados de conformidad con la verdad. La reciprocidad es
esencial también para una cultura de los derechos humanos en el plano
internacional. Y es que presupone para los miembros de otras culturas y
religiones algo análogo a lo que he denominado «secularidad cristiana».
La antes mencionada «doble identidad» como cristiano y como ciudadano no
significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es
propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una
contribución específica como cristianos a la conformación social y política de
este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe
cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a
seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero en un mundo secularizado
y de un modo secular. Un mundo secularizado es un mundo sin instituciones
religiosas que, por razones espirituales, estén en condiciones de establecer
efectivamente limitaciones de la soberanía de las instituciones políticas o de
ejercer alguna forma de tutela políticamente institucionalizada. De igual modo,
un mundo secularizado es un mundo en el cual los cristianos, siguiendo su
conciencia bien formada, están llamados a cooperar codo con codo con todos los
hombres, compartiendo con ellos su identidad común como ciudadanos y sin
reclamar otros derechos que los que comparten con todos los ciudadanos.
La secularidad tiene consecuencias no sólo para la cooperación política de los
ciudadanos en general —y, en el plano internacional, para la cooperación de las
naciones, que pueden ser consideradas ciudadanas de una comunidad internacional—
sino en primer lugar para la razón pública y los discursos justificativos
públicos. Concierne al modo en que los «ciudadanos de fe»2 se
relacionan con la cultura política pública. La mejor manera de ilustrarlo es
tomar como ejemplo la justificación de los derechos humanos. Existen diferentes
discursos acerca de los derechos humanos: discursos exclusivamente políticos,
pero también discursos religiosos y metafísicos. De hecho, la Iglesia católica
usa ambos. A veces se dice que los derechos humanos sólo se pueden fundamentar
firmemente en la verdad metafísica sobre el hombre, o que su fundamentació
El politólogo
canadiense Michael Ignatieff arguye, por tanto, que la fuerza de una cultura
basada en los derechos humanos está precisamente en suministrarles
justificaciones exclusivamente políticas que sean lo más independientes que
resulte posible de supuestos y pretensiones de verdad metafísicos o religiosos,
y que apelen más bien a convicciones compartidas intuitiva y comúnmente acerca
del carácter ventajoso de esos derechos: aunque no podamos ponernos de acuerdo
acerca de por qué tenemos derechos, todos vemos de qué nos sirven en realidad y
por qué los necesitamos, y esas «razones prudenciales para creer en los derechos
humanos son mucho más seguras»3.
Esto puede sonar a provocación o incluso una muestra de cinismo —principalmente
porque Ignatieff opone a la «política de los derechos humanos» la «idolatría de
los derechos humanos»— pero en realidad es el modo en que tienden a funcionar
las cosas en la moderna sociedad pluralista. La Modernidad secular, que es
esencialmente pluralista, está necesitada de un mínimo fundamento para conseguir
un máximo consenso. Según hemos mencionado más arriba, esto es incluso más
verdadero cuando se aplica a la vida pública internacional en un mundo
globalizado, que a la vez que es genuinamente multicultural está necesitado de
«estándares» compartidos de justicia y de cooperación equitativa. En este
sentido, el carácter secular de las organizaciones internacionales es una
ventaja. En suma: la idea moderna de los derechos humanos es, en realidad, una
concepción política basada en un fundamento justificativo relativamente tenue.
Cuanto más ligada esté su justificación pública a premisas metafísicas y
religiosas, menos capaz será de hacerse valer políticamente y de llegar a ser
implementada universalmente.
Ahora bien, eso es sólo una verdad a medias. Es, por así decir, la mitad
estrictamente política de la cuestión. La otra mitad, sin embargo, no es
necesariamente idolatría o, como sugiere Michael Ignatieff, «imperialismo
moral». La política vive, en realidad, de recursos morales que no pueden crearse
a sí mismos. Además, muchos de esos recursos morales surgen, no sólo
históricamente, sino también en la conciencia de los ciudadanos, de sus
convicciones religiosas, o al menos están ligados a ellas. Este es el caso, o
debería serlo, principalmente de los cristianos, cuyo credo, junto a su carácter
sobrenaturalmente revelado, incluye también —al menos en su forma católica— una
tradición de ley natural que posee en sí misma una dimensión política y secular,
es decir, puramente racional. Por otra parte, la política misma es un tipo
específico de comportamiento moral y debe ser evaluada en último término con
criterios de moralidad. Así pues, incluso una cultura de los derechos humanos
justificada en la esfera pública mediante valores exclusivamente políticos debe
ser entendida por sus partidarios como un valor moral. Dado el carácter
secularizado y pluralista —y, en el plano internacional, incluso multicultural—
de la realidad política moderna, la justificación política reductiva es una
necesidad política. No obstante, el pluralismo necesita fundamentos categóricos
que no sean a su vez pluralistas o meramente políticos, o que al menos sean
aptos para darle base sobre convicciones morales firmes y sobre la clase de
discurso racional apoyado en la justicia que denominamos «ley natural»4.
Por consiguiente: ni una concepción política de la justicia justificada en el
contexto de un «consenso entrecruzado» entre ciudadanos de distinta orientación
filosófica y religiosa ni las instituciones correspondientes pueden vivir sin
ser alimentadas con la sustancia moral de las creencias, credos y convicciones
de quienes forman ese consenso. En este nivel de argumentación, estamos
convencidos como cristianos de que sólo una fundamentació
En lo que he denominado «secularidad cristiana » hay, así, una paradoja: es la
paradoja de la necesidad existente en las sociedades seculares modernas y
pluralistas y en la vida pública internacional de, a la vez, una justificación
política minimalista de los derechos humanos, la justicia política, etc., y una
concepción metafísica y ética de esas nociones que no sólo vaya mucho más allá
de tales justificaciones meramente políticas, sino que también les preste apoyo.
A mi parecer, esta paradoja, en primer lugar, prueba la inesquivable validez del
principio moderno —unilateral en su original forma hobbesiana — authoritas, non
veritas facit legem, es decir, el principio de la primacía institucional, legal
y práctica de lo político sobre lo metafísico. Ni que decir tiene que estoy
lejos de abogar por la solución hobbesiana de este problema, que somete las
pretensiones de verdad y las normas de justicia enteramente a la factualidad de
la ley positiva7. Pero suscribo esa máxima en el sentido de reconocer
la legitimidad democrática y, así, la validez legal de la ley aun en los casos
en que se considere, dentro de ciertos límites, que es injusta, falsa y necesita
ser anulada por medios igualmente legales y democráticos. Este es el precio que
tenemos que pagar por la cooperación pacífica social e internacional, la
prosperidad, la justicia —siempre imperfecta— y, sobre todo, la libertad
política y civil. Sin embargo, este precio es más bien bajo y, ciertamente, es
razonable pagarlo. Según sabemos por la historia, las alternativas son la
continua amenaza de guerra civil o bien, en otros casos, la represión
autoritaria o incluso totalitaria en nombre de alguna ideología que pretende
estar en posesión de la verdad, y, en el plano internacional, la dominación
injusta y la guerra.
En segundo lugar, y precisamente por la razón de la inevitable primacía práctica
de lo político sobre lo metafísico, se debe reforzar entre los ciudadanos la
verdad acerca del hombre. Justamente porque la libertad política en el plano
nacional y los derechos de participación en las organizaciones internacionales
se definen y legitiman por su relación no con la verdad moral y religiosa, sino
con valores políticos como la paz, la libertad, la igualdad, la eficiencia
económica, el desarrollo, etc., la conciencia de la relación de la libertad con
la verdad se debe reforzar en el nivel no político o prepolítico. Se la debe
cultivar primariamente en la familia y, en general, en la educación. El sistema
educativo de la sociedad no puede seguir la lógica pluralista y meramente
política de la justificación pública, aunque también tiene que respetar valores
fundamentales de libertad civil e igualdad. La educación tiene que promover
virtudes morales. Mientras que la política y la ley hablan predominantemente el
idioma de los «derechos» (que, por supuesto, siempre generan deberes de
terceros), la educación y las virtudes morales deben, principal aunque no
exclusivamente, hablar el idioma de los deberes y del compromiso con lo
verdaderamente bueno. Finalmente, la relación entre libertad y verdad debería
ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su
libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su
sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso: la
manipulación y la estupidez se deberían castigar mediante las leyes del mercado,
es decir, rehusando consumir productos que ofendan a la dignidad humana o
sencillamente sean indecorosos.
De este modo, «secularidad cristiana» significa reconocer la secularidad de las
instituciones políticas y simultáneamente apoyarlas, e incluso impregnarlas con
la sustancia moral de la fe cristiana y de la rectitud; ello debe tener lugar
principalmente en el nivel regulado por la ley natural, que, como tal, no es
«cristiana», sino sencillamente humana, si bien hoy en día son sobre todo los
cristianos quienes la promueven y defienden. Por ejemplo: garantizar legalmente
un derecho al aborto y apoyar con el sistema público de salud las
correspondientes decisiones es, ciertamente, un gran mal, y se opone al bien
común de la sociedad humana, pero de ello no tienen la culpa la cultura política
democrática o la secularidad del Estado, sino que, antes bien, es un problema de
la sociedad civil y de su sistema predominante de valores, que hace posibles
tales leyes o tal jurisprudencia. Es exacta y predominantemente en este nivel
donde el fermento cristiano está llamado a hacerse notar, y en el plano
internacional a veces encuentra aliados en otras culturas.
De este modo, la famosa y tan denostada frase de Ernst-Wolfgang Böckenförde de
que el Estado secular moderno vive de presuposiciones que él mismo no puede
crear ni garantizar pudiera ser invocada una vez más, e incluso extendida a la
vida pública internacional y a sus instituciones de autoorganizació
En mi opinión, aún tenemos que descubrir el moderno ciudadano cristiano para el
que el carácter secular de la vida pública y del pluralismo no es sencillamente
una molestia o incluso un atropello, sino que se siente en él como en casa y
reconoce el pluralismo, en cuanto resultado de la libertad política, como un
valor político fundamental que ha de ser defendido. La secularidad, sin embargo,
no es un proyecto consistente en secularizar la plaza pública en el sentido de
una ideología de laicismo que aspire a la ausencia en la misma de cualquier
referencia a la religión o a los valores religiosos.
La secularidad no es libertad respecto de la religión, sino libertad religiosa,
que sólo es posible si el Estado ni entra en una alianza con un credo religioso,
ni sucumbe a tentaciones de definir o incluso imponer una verdad religiosa.
Admito que libertad religiosa también significa proteger de la religión las
instituciones públicas que encarnan el poder coercitivo del Estado. No obstante,
para obtenerla, no se necesita una cultura pública de «no religión», «antirreligión»
Así, incluso en el marco de la secularidad y del pluralismo modernos hay muchas
posibilidades de integrar las creencias religiosas y las pretensiones de verdad
metafísica con un modo democrático, constitucional y liberal (en el sentido
amplio del término) de entender la vida política. La conformación concreta de
esa integración, en el plano de cada país, dependerá de las tradiciones y
particularidades de las diferentes naciones. En presencia de los desafíos del
multiculturalismo, esencialmente la presencia en países europeos de un creciente
número de ciudadanos musulmanes que no comparten el legado común occidental y
cristiano, Europa tendrá que cobrar conciencia de sus raíces cristianas, no para
«recristianizar» la vida pública en el sentido de invertir el proceso de
secularizació
Quizá vaya resultando cada vez más obvio que necesitamos recordar las raíces
cristianas de la secularidad y de la cultura política modernas precisamente para
defenderlas con éxito y seguir desarrollándolas en su secularidad misma. Sobre
esa base podremos también como ciudadanos ofrecer una integración real a quienes
posean un origen cultural distinto del nuestro: sin urgirles a que entren en una
cultura cristiana, pero también sin negar que este mundo moderno secular es un
fruto maduro de la índole civilizadora histórica del cristianismo capaz de
llegar a ser patrimonio global en un mundo multicultural.
Qué suceda finalmente en el plano de la vida pública internacional no puede ser
sino una reacción a la exitosa acomodación entre religión, cultura y valores
seculares en la vida de las distintas naciones.
(*)Texto integro de la ponencia elaborada por Martin Rhonheimer, profesor de ética y filosofía política en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), para el simposio «Una disparidad creciente. Raíces cristianas vivas y olvidadas en Europa y los EE.UU.», celebrado en Viena en 2006, dentro de un ciclo de sesiones sobre los principios rectores de la vida pública internacional. La traducción del original en inglés ha sido realizada por José Mardomingo. Publicado en Nueva Revista,
N O T A S
1 Ver mi trabajo «Cittadinanza multiculturale nella
democrazia liberale: le proposte di Ch.
Taylor, J. Habermas e W. Kymlicka», en Acta Philosophica 15:1
(2006), 29-52.
2 Tomo esta expresión de John Rawls, «The Idea of Public Reason Revisited», en
Rawls, The Law of Peoples, with «The Idea of Public Reason Revisited»
(Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999).
3 Michael Ignatieff, Human Rights as Politics and Idolatry (Princeton: Princeton
University Press, 2001), 55.
4 Ver mi conferencia de 2005 (Notre Dame Law School) sobre la ley natural (de
próxima publicación) The Political Ethos of Constitutional Democracy and the
Place of Natural Law in Public Reason: Rawls’s «Political Liberalism» Revisited,
«The American Journal of Jurisprudence» 50 (2005).
5 Esta expresión era usada frecuentemente por San Josemaría Escrivá.
6 Cf. Russell Hittinger, «The Pope and the Liberal State», First Things 28 (Dec.
1992), 33-41. 7 Ver mis estudios «Autoritas non veritas facit legem: Thomas
Hobbes, Carl Schmitt und die Idee des Verfassungsstaates»
8 E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation,
en E.-W. Böckenförde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur Staatstheorie
und zum Verfassungsrecht (Frankfurt/M.
9 Cf. mi trabajo «Laici e cattolici: oltre le divisioni.
Riflessioni sull’essenza della democrazia e
della società aperta», Fondazione Liberal, n. 17 (2003), 108-116.