San Pablo, testigo y apóstol de Cristo


Josemaría Monforte
 



 

Sumario

Introducción.- 1. El carácter sobrenatural de la vocación de Pablo (Hch 9,1ss; 22,6ss; 26,12ss; Rm 1,1).- 2. La conversión y llamada a ser «apóstol de las gentes» (Hch 13,2-3; Col 1,24-29).- 3. Concepción paulina del apostolado y rasgos de su ímpetu apostólico.- 4. El «evangelio» de Pablo centrado en el misterio pascual (1 Co 15,1-11).- 5. La orientación de la vida de Pablo a Cristo (Ga 2,20; 6,14). 

Introducción

Como es sabido, Benedicto XVI ha convocado un año jubilar dedicado al apóstol san Pablo, con motivo del segundo milenario de su nacimiento (del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009), para honrar la memoria del Apóstol de modo que nos lleve a vivir mejor el espíritu cristiano siguiendo su ejemplo, y así dar a conocer la inmensa riqueza de sus escritos. También desea el Santo Padre que tenga una importante dimensión ecuménica; de hecho desde hace años al celebrar anualmente el octavario por la unidad de los cristianos, lo terminamos el 25 de enero, fecha en la que conmemoramos la conversión del Apóstol.

«Los datos biográficos de san Pablo se encuentran respectivamente en la carta a Filemón, en la que se declara "anciano" —presbýtes— (Flm 9), y en los Hechos de los Apóstoles, que en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" —neanías— (Hch 7, 58). Evidentemente, ambas designaciones son genéricas, pero, según los cálculos antiguos, se llamaba "joven" al hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de nacimiento de san Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón. Tradicionalmente su redacción se sitúa durante su encarcelamiento en Roma, a mediados de los años 60. San Pablo habría nacido el año 8; por tanto, tenía más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Esteban tenía treinta. Esta debería de ser la cronología exacta. Y el Año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o menos en el año 8» (Benedicto XVI, Audiencia Genertal, 27-VIII-2008).

También nos sirve de aliciente ver cómo san Josemaría acudía con frecuencia en su predicación al ejemplo y a la doctrina de San Pablo para ayudamos a fijar algunas de las "ideas madre": «Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Thes IV, 3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos» (Amigos de Dios, 294).

En efecto, conocer mejor y meditar la vida del Apóstol, en ese año jubilar, nos ayudará a remover los nobles deseos apostólicos depositados por el Señor en nuestro corazón: «No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2,20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad» (Es Cristo que pasa, 58).

1. El carácter sobrenatural de la vocación de Pablo (Hch 9,1ss; 22,6ss; 26,12ss; Rm 1,1).

«El apóstol san Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante —escribe Benedicto XVI—, se nos presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas» (Audiencia General, 2-VII-2008). San Pablo nació en Tarso de Cilicia, en la costa sur de Asia Menor, actualmente Turquía, hace unos dos mil años (desconocemos la fecha exacta de su nacimiento). Tarso era una ciudad helenística muy cosmopolita, situada en una encrucijada de rutas marítimas que comunicaban Grecia, Roma o Egipto con Capadocia y las regiones centrales de Asia Menor.

De familia judía, muy practicante, Pablo siempre se sintió orgulloso de pertenecer al antiguo pueblo de Dios. Era de la tribu de Benjamín (de ahí su nombre Saulo, es decir, Saúl, por el rey Saúl, primer rey de Israel ungido por el profeta Samuel, que era también benjaminita), fariseo en la interpretación de la Ley, celoso en mantener las tradiciones paternas (cfr. Ga 1,14; 2 Co 11,22; Rm 11,1; Flp 3,5-6).

Durante su infancia, recibió en su ciudad natal una cuidada educación helenística, en lengua griega. No sabemos qué estudios cursó, pero por su estilo y por muchos rasgos de su pensamiento, es muy probable que tuviera una formación retórica esmerada, de nivel superior, y que su conocimiento del estoicismo fuera bastante profundo.

Conviene recordar que la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de san Pablo y que influyó aunque sea de modo marginal, también en el cristianismo. Podemos mencionar algunos nombres de filósofos estoicos , como los iniciadores Zenón y Cleantes, y luego otros más cercanos cronológicamente a san Pablo, como Séneca, Musonio, Epitecto: en ellos se encientran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente en el cristianismo (cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, 2-VII-2008). Esta apertura mental en el ámbito civil, unida a una honda convicción religiosa, explica las palabras alentadoras dirigidas a los filipenses, que son un buen reflejo de su perfil humano: Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima. Lo que aprendisteis y recibisteis, lo que oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra; y el Dios de la paz estará con vosotros (Flp 4,8-9).

Tarso fue patria o lugar de residencia de varios importantes pensadores estoicos, y hubo allí una notable escuela de oradores. A la vez, aprendió un oficio manual, con el que ganarse la vida: era tejedor de lonas para tiendas; y también conoció el funcionamiento del comercio y de las redes de transporte de su tiempo.

La familia en que nació y la educación recibida fueron, ciertamente, guiadas por la providencia para forjar el instrumento que el Señor necesitaba para la tarea que le iba a encomendar: fue un excelente conocedor de la lengua y cultura griegas, hombre profundamente judío, y ciudadano romano plenamente consciente de sus deberes y derechos, al que nada de su tiempo le resulta indiferente. Sobre ese rico perfil humano —se le ha llamado el hombre de las tres culturas—, elevado por la vocación recibida, se asienta su grandiosa personalidad espiritual.

Para hablar de la vocación sobrenatural de Pablo es preciso conocer su conversión en el camino de Jerusalén a Damasco. Lo cuenta san Lucas en el libro de los Hechos: «1Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote 2y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino. 3Pero mientras iba de camino le sucedió, al acercarse a Damasco, que de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. 4Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? 5Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. 6Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer. 7Los hombres que le acompañaban se detuvieron estupefactos, pues oían la voz, pero no veían a nadie. 8Se levantó Saulo del suelo y, aunque tenía abiertos los ojos, no veía nada. Entonces llevándolo de la mano, lo condujeron a Damasco, 9y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,1-9).

¿Y qué sabemos de su vida antes de este momento clave? Sabemos, pues, que en su juventud, fue enviado a Jerusalén para que adquiriese, a los pies del Gran Rabino Gamaliel, una buena formación sobre el conocimiento de la Torá de Moisés.

Lo cuenta también san Lucas más adelante, cuando Pablo se defiende de las acusaciones de los judíos ante el tribuno:

«37Cuando iban a entrar en el cuartel dijo Pablo al tribuno: ¿Me permites decirte una cosa? El le contestó: ¿Hablas griego? 38¿No eres tú el egipcio que hace pocos días promovió una rebelión y llevó al desierto a cuatro mil sicarios? 39Pablo respondió: Yo soy judío, de Tarso de Cilicia, ciudadano de esta ciudad no desconocida. Te ruego me permitas hablar al pueblo. 40Se lo permitió, y Pablo, de pie en lo alto de las gradas, hizo una señal a la gente con la mano. Se produjo entonces un gran silencio y comenzó a hablarles en lengua hebrea.

»1Hermanos y padres, escuchad la defensa que hago ahora ante vosotros. 2Al oír que le hablaba en lengua hebrea guardaron mayor silencio. Y dijo: 3Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, educado en esta ciudad e instruido a los pies de Gamaliel según la observancia de la Ley patria, lleno de celo de Dios como vosotros en el día de hoy. 4Yo perseguí a muerte este Camino, encadenando y encarcelando a hombres y mujeres, 5como me lo puede atestiguar el Sumo Sacerdote y todo el Sanedrín. De ellos recibí cartas para los hermanos y me encaminé a Damasco para traer aherrojados a Jerusalén a quienes allí hubiera, con el fin de castigarlos» (Hech 21,37-22,5).

Fruto de su estudio y de las lecciones recibidas de tan noble maestro, su pensamiento tiene siempre como centro la Sagrada Escritura, que cita y comenta muchas veces; su preocupación es la salvación prometida a Israel; y su visión teológica está profundamente penetrada por el sentido de la historia, según las tradiciones de su pueblo.

Junto a su origen judío y su formación helenística, hay un tercer factor que conviene tener en cuenta. San Pablo era ciudadano romano por nacimiento, lo que constituía un privilegio muy valorado (cfr. Hch 22,25-28; 16,37). Esto supone que su padre había conseguido la ciudadanía con la posibilidad de transmitirla, lo que induce a pensar que la familia de Pablo, aún siendo muy practicante, no pertenecía a los grupos judíos más cerrados como los celotes.

2. La conversión y llamada a ser «apóstol de las gentes» (Hch 13,2-3; Col 1,24-29).

En la vida de Saulo, hubo un día decisivo, aquél día de su encuentro con Jesucristo camino de Damasco, cuando se dirigía allí con cartas para la sinagoga que lo autorizaban a llevar detenidos a Jerusalén a los seguidores del Evangelio. Allí tuvo lugar un cambio total de perspectiva en la cabeza y corazón de Saulo. A partir de entonces, comenzó a considerar «pérdida» y «basura» todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cfr Flp 3,7-8). ¿Qué es lo que sucedió? Tenemos dos tipos de fuentes; por una parte los relatos de san Lucas en el Libro de los Hechos; y, por otra, las mismas Cartas del Apóstol. En los Hechos de los Apóstoles, lo sucedido se narra tres veces con cierto detalle (cfr. Hch 9,1-19; 22,5-16; 26,10-18). Ya hemos visto antes el primero.

En el segundo relato de Hech 22 lo cuenta Pablo al tribuno de modo más amplio a como lo cuenta Lucas 9; y se lee: «6Pero cuando iba de camino, cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo, 7caí al suelo y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? 8Yo respondí: ¿Quién eres Señor? Y me contestó: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. 9Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. 10Yo dije: ¿Qué he de hacer, Señor? Y el Señor me respondió: Levántate y entra en Damasco: allí se te dirá todo lo que debes hacer. 11Como yo no veía a causa del resplandor de aquella luz, tuve que entrar en Damasco conducido de la mano de mis acompañantes.

12Ananías, un varón piadoso según la Ley y acreditado por todos los judíos que allí vivían, 13vino a mí y presentándose me dijo: Saulo, hermano, recobra tu vista. Y en el mismo instante le pude ver. 14El me dijo: El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y oyeras la voz de su boca, 15porque serás su testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído. 16Ahora, ¿qué esperas? Levántate y recibe el bautismo y lava tus pecados, invocando su nombre. (Hch 22,6-16).

«Mientras san Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles -la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando radicalmente toda su vida-, él en sus cartas va a lo esencial y no habla sólo de una visión (cf. 1 Cor 9,1), sino también de una iluminación (cf. 2 Cor 4,6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado (cf. Gál 1,15-16). De hecho, se definirá explícitamente «apóstol por vocación» (cf. Rom 1,1; 1 Cor 1,1) o «apóstol por voluntad de Dios» (2 Cor 1,1; Ef 1,1; Col 1,1), como para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible.

A partir de entonces, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura (cf. Flp 3,7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Desde entonces su vida fue la de un apóstol deseoso de «hacerse todo a todos» (1 Cor 9,22) sin reservas.

De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias» (Benedicto XVI, Audiencia General, 25-X-2006).

«17Vuelto a Jerusalén, me encontraba orando en el Templo cuando tuve un éxtasis 18y le vi a él que me decía: Apresúrate y sal enseguida de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio sobre mí. 19Yo contesté: Señor, ellos saben que yo iba por las sinagogas encarcelando y azotando a los que creían en ti; 20y cuando se vertió la sangre de tu testigo Esteban, yo estaba presente, lo consentía y guardaba los vestidos de los que lo mataban. 21Y me dijo: Marcha, que yo te enviaré lejos a los gentiles» (Hch 22,17-21).

En el tercer relato, en otro contexto diverso recuerda Pablo claramente lo que escuchó y le hizo tomar conciencia de su vocación y misión: «1Agripa dijo a Pablo: Se te permite hablar en tu defensa. Entonces Pablo extendió la mano y comenzó su alegato: 2Me considero dichoso, rey Agripa, de poder defenderme hoy ante ti de todas las acusaciones de los judíos, 3sobre todo, porque tú conoces todas sus cuestiones y costumbres. Te ruego por tanto que me escuches pacientemente. 4Todos los judíos saven de mi vida desde la juventud, que transcurrió desde el principio en medio de mi pueblo en Jerusalén. 5Me conocen hace mucho tiempo y si quieren pueden atestiguar que he vivido como fariseo, según la secta más estricta de nuestra religión. 6Y ahora estoy sometido a juicio por la esperanza en la promesa hecha por Dios a nuestros padres, 7la cual esperan alcanzar nuestras doce tribus sirviendo a Dios con perseverancia día y noche. ¡A causa de esta esperanza, oh rey, soy acusado por los judíos! 8¿Por qué os parece increíble que Dios resucite a los muertos?

9Yo me creí en el deber de actuar enérgicamente contra el nombre de Jesús Nazareno. 10Lo hice en Jerusalén y encarcelé a muchos santos con poder recibido de los Sumos Sacerdotes, y cuando se les mataba yo aportaba mi voto. 11Les castigaba frecuentemente por todas la sinagogas, para obligarles a blasfemar y, enfurecido contra ellos, llegaba hasta perseguirles en ciudades extranjeras.

12Con este fin iba a Damasco, con poder y autorización de los Sumos Sacerdotes, 13y al mediodía vi en el camino, oh rey, una luz del cielo, más brillante que el sol, que me envolvió a mí y a los que me acompañaban. 14Caímos todos a tierra y escuché una voz que me decía en hebreo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón. 15Yo contesté: ¿Quién eres Señor? Y el Señor me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. 16Pero levántate y ponte en pie, porque me he dejado ver por ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto y de lo que todavía te mostraré. 17Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles a los que te envío, 18a fin de que abras sus ojos para que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados por la fe en mí.

19Así pues, rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial, 20sino que primero a los de Damasco y Jerusalén, y luego por toda la región de Judea y a los gentiles, comencé a predicar que hicieran penitencia y se convirtieran a Dios con obras dignas de penitencia. 21Por este motivo intentaron matarme los judíos cuando me aprehendieron en el Templo. 22Con la ayuda de Dios he permanecido hasta este día predicando a pequeños y grandes, sin enseñar otras cosas que las que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: 23que el Mesías debía padecer y, después de resucitar el primero de entre los muertos, había de anunciar la luz al pueblo y a los gentiles» (Hch 26,1-23)

«Y desde aquel momento —señala Benedicto XVI— puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su existencia se convertirá en la de un apóstol que quiere hacerse todo a todos (1 Co 9,22) sin reservas. De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra» (Audiencia general 25.X.2006).

El centro de este acontecimiento es, sin duda, Cristo Resucitado que se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, y transforma su pensamiento y su vida misma. La luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno, etc., son detalles interesantes y significativos del relato del suceso, pero lo importante es el esplendor del Resucitado que lo deja ciego; y así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Por eso, la primitiva Iglesia llamaba al bautismo «iluminación». En otras palabras, San Pablo no fue transformado por un pensamiento, sino por un acontecimiento (cfr Benedicto XVI, Audiencia General, 3-IX-2008).

3. Concepción paulina del apostolado y rasgos de su ímpetu apostólico

A la luz de la vocación, la misión encomendada. Jesús entró en la vida de Saulo y lo convirtió de perseguidor en Apóstol. Este encuentro, camino de Damasco, marcó el inicio de su misión. San Pablo ya no podía seguir viviendo como antes, se había convertido en apóstol de Jesucristo.

Cobra así pleno sentido todo lo que ha vivido hasta ese momento (familia judía de la diáspora, con una sólida práctica religiosa y abierta a la cultura de su tiempo, orgullosa de su ciudadanía romana), pues se descubre que la providencia divina lo había ido preparando para lo que sería la razón de ser de su vida: anunciar el Evangelio a todos los hombres, primero a los judíos y después a los gentiles.

«1En la iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé y Simón, llamado el Negro, Lucio, el de Cirene, y Manahén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo. 2Mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra que les he destinado. 3Y después de ayunar, orar e imponerles las manos, los despidieron» (Hch 13,1-3). Lo que le ocurrió prefigura de algún modo lo que sucede a cada cristiano cuando le llega el momento de conocer el porqué y el para qué de su vida, y de tomar una decisión que lo comprometa para siempre.

San Josemaría nos ha invitado a reflexionar sobre este aspecto de la lógica de Dios: «Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. -¿ Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? / Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan ya Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... / Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos» (Camino, 799).

La llamada divina exige una conversión profunda. Cuando Jesús se le reveló y san Pablo comprendió que era el Mesías glorificado, tuvo que cambiar radicalmente su manera de pensar como ferviente fariseo. Si antes consideraba que el camino para llegar a Dios era la Ley, ahora se convence de que la Ley no sirve, puesto que Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, había sido condenado según la Ley, era maldito para la Ley (cfr. Ga 3,13).

Si antes pensaba que el verdadero Israel era el que descendía de Abrahán según la carne y cumplía la Ley, ahora entiende que el verdadero Israel son los seguidores de Jesús, con los que Jesús mismo se identifica (cfr, Hch 9,5). En su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, san Pablo adquiere una nueva visión de los planes de Dios que configurará su pensamiento y su conducta a partir de entonces.

«¡Animo! Tú... puedes. -¿ Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde..., con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?» (Camino, 483).

Ya en los últimos años de su vida, durante la primera cautividad comprenderá con gran profundidad el misterio de Cristo y su plan divino de salvación: «24Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia. 25De ella he sido yo constituido servidor por disposición divina, dada en favor vuestro: para cumplir el encargo de anunciar la palabra de Dios, es decir, 26el misterio que estuvo escondido durante siglos y generaciones y que ahora ha sido manifestado a sus santos. 27En efecto, Dios quiso dar a conocer a los suyos la riqueza y la gloria que contiene este misterio para los gentiles; es decir, que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria. 28Nosotros anunciamos a Cristo, exhortando a todo hombre y enseñando a cada uno con la verdadera sabiduría, para hacer a todos perfectos en Cristo. 29Con este fin trabajo afanosamente con la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí» (Col 1-24-29).

Este ímpetu apostólico se manifestaba con gallardía y humildad en sus incansables viajes, en la constancia a pesar de las muchas dificultades: «En cualquier cosa que alguien presuma —lo digo como un insensato— también presumo yo. 22¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abrahán? También yo. 23¿Son ministros de Cristo? —delirando hablo— ¡Yo más!: en fatigas, más; en cárceles, más; en azotes, muchísimo más; en peligros de muerte, muchas veces. 24Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; 25tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; una día y una noche pasé naufrago en alta mar; 26en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; 27trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez; 28y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la solicitud por todas las iglesias. 29¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?

30Si es preciso gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas. 31El Dios y Padre del Señor Jesús —que es bendito por siempre— sabe que no miento. 32En Damasco, el etnarca del rey Aretas custodiaba la ciudad de los damascenos para prenderme, 33y, por una ventana, fui descolgado en una espuerta muralla abajo y escapé de sus manos» (2 Co 11,22-33).

La conciencia de la llamada, y su decisión de corresponder plenamente a ella, no lo dispensó de encontrar dificultades exteriores ni interiores. «19Porque siendo libre de todos, me hice siervo de todos para ganar a los más que pueda. 20Con los judíos me hice judío, para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como si estuviera bajo la Ley, aunque yo no lo estoy, para ganar a los que están bajo la Ley; 21con los que están sin ley (aunque no estoy fuera de la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. 22Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos. 23Y todo lo hago por el Evangelio, para tener yo también parte en él» (1 Co 9,19-23).

El Apóstol sigue experimentando en sí mismo las limitaciones personales y el peso del pecado con el que sigue teniendo que luchar: «Porque sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; pues querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿ Quién me librará de este cuerpo de muerte...?» (Rom 7,18-24).

Así grita el Apóstol para que no nos desanimemos cuando no salgan las cosas como desearíamos. «"Infelix ego homo!, quis me liberabit de corpore mortis huius?" -¡Pobre de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? -Así clama San Pablo. -Anímate: él también luchaba» (Camino, 138).

Las propias limitaciones no impiden ni frenan su afán apostólico, y San Pablo se entrega sin condiciones a la expansión del cristianismo. Va de un sitio para otro, allá donde es más necesario en cada momento para la difusión del mensaje cristiano, y se adapta a todas las circunstancias y mentalidades. Inmediatamente después de su encuentro con Cristo, se dirigió a los judíos de Damasco y, cuando fue a Jerusalén, predicó a los helenistas, es decir, a los judíos de origen no palestino y de cultura griega.

Sólo más tarde tuvo lugar en Antioquía su primer contacto con los gentiles, cuando ayudó a Bernabé en su obra evangelizadora. Después, cuando el Espíritu Santo lo designó, junto con Bernabé, para una misión especial, fue a Chipre y comenzó a predicar en las sinagogas de Salamina. Lo mismo hizo en compañía de Bernabé en Antioquía de Pisidia, e igual conducta -empezar por la predicación en la sinagoga- mantuvo en Iconio, en Filipos, Tesalónica, Berea, Corinto, Éfeso y Roma. Sus correrías apostólicas estuvieron plagadas de tribulaciones. «¿Cómo no admirar a un hombre así? -reflexiona Benedicto XVI- ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol de esta talla? Está claro que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no podía haber límites. Para Pablo, esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: El amor de Cristo nos apremia... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (2 Co 5,14-15), por nosotros, por todos» (Audiencia general 25-X-2006).

De perseguidor a fundador de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido considerarse un desecho. Por eso, comenta Benedicto XVI: ¿Qué es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles?

En sus cartas aparecen tres características principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber visto al Señor" (cf. 1 Co 9,1), es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas (cf. Ga 1,15-16), dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rm 1, 1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Ga 1,1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él.

La segunda característica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por eso san Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Co 1,1; 2 Co 1,1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también "siervo de Jesucristo" (Rm 1,1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el título de "apóstol" no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva. En la primera carta a los Corintios, san Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?" (1 Co 9, 1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: "Vosotros sois nuestra carta (...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3). (cfr Benedicto XVI, Audiencia General, 10-IX-2008).

4. El «evangelio» de Pablo centrado en el misterio pascual (1 Co 15,1-11).

Desde su encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco, San Pablo se pone por completo a disposición del Señor. Siente la necesidad de hacer partícipes del tesoro que ha encontrado con la fe a cuantos se ponen a su alcance. Además, impulsado por el Espíritu Santo, emprende largos viajes para llevar el mensaje del Evangelio a todo el mundo entonces conocido. El apostolado no es una tarea más entre otras, sino una exigencia ineludible de la vocación recibida: si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, pues es un deber que me incumbe. ¡Ay de mi si no evangelizara! (1 Cor 9,16). Es consciente de que tiene una tarea divina que realizar.

Nuestro Padre, meditando sobre la vida del Apóstol plasmada en sus cartas, nos invita a ser conscientes de que «la salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que según las palabras fuertes de San Pablo- cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24)» (Es Cristo que pasa, 129).

Los viajes apostólicos de San Pablo son un testimonio impresionante de cómo, desde los primeros momentos de la Iglesia, el Espíritu Santo lo envía a llevar la doctrina cristiana a todo el mundo (cfr. Hch 13,4). San Pablo y sus compañeros, al llegar a una ciudad, se dirigían primero a la sinagoga, donde cabía esperar que se encontraran personas con una cierta base para acoger la fe (cfr. Hch 13,5); o iban fuera de la ciudad, junto al río, donde algunos judíos solían reunirse para la oración (cfr. Hch 16,15); pero también van a la plaza pública, como en Atenas (cfr. Hch 17,17).

«1Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, 2y por el cual sois salvados, si lo guardáis tal como os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. 3Pues os transmití en primer lugar, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; 4que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; 5y que fue visto por Cefas, y después por los Doce. 6Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos ya han muerto. 7Luego le vio Santiago, y después todos los apóstoles. 8Y en último lugar, como a un abortivo, se me apareció a mí también. 9Porque soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la iglesia de Dios. 10Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que se me dio no resultó vana, antes bien, he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. 11Por consiguiente, tanto yo como ellos esto es lo que predicamos y esto es lo que habéis creído» (1 Co 15,1–11).

Hemos de destacar también el actuar exigente de Pablo con las Iglesias movido por la caridad de Cristo (cfr especialmente en Gal; 1 Co 5-8; 2 Co 1-7) y su trato, lleno de afecto con los cristianos, tal como lo reflejan los saludos de sus cartas (Rm 16; etc.), el contenido de algunas (Flp; Flm); y la diversidad de colaboradores y acompañantes en sus viajes.

«3Saludad a Prisca y Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús, 4que expusieron sus cabezas para salvar mi vida, a los cuales damos gracias no sólo yo sino también todas las iglesias de los gentiles, 5y saludad a la iglesia que se reúne en su casa.

»Saludad a Epéneto, amadísimo mío, primicia de Asia para Cristo. 6Saludad a María, que se ha esforzado mucho por vosotros. 7Saludad a Andrónico y Junia, mis parientes y compañeros de cautividad, que gozan de gran consideración entre los apóstoles y que llegaron a ser cristianos antes que yo. 8Saludad a Ampliato, amadísimo mío en el Señor. 9Saludad a Urbano, nuestro colaborador en Cristo, y a mi amadísimo Estaquis. 10Saludad a Apeles, de fe probada en Cristo. 11Saludad a los de la casa de Aristóbulo. Saludad a Herodión, mi pariente. Saludad a los de la casa de Narciso que creen en el Señor. 12Saludad a Trifena y a Trifosa, que trabajan en el Señor; saludad a la amadísima Perside, que trabajó mucho en el Señor. 13Saludad a Rufo, escogido en el Señor, y a su madre, que es también mía. 14Saludad a Asincrito, Flegonta, Hermes, Patrobas, Hermas y a los hermanos que están con ellos. 15Saludad a Filólogo y a Julia, a Nereo y a su hermana, y a Olimpas, y a todos los santos que están con ellos. Saludaos unos a otros con el beso santo. Os saludan todas las iglesias de Cristo» (Rm 16,3-12).

Como ha hecho notar Benedicto XVI, San Pablo «no se sentía unido a las comunidades que fundó de manera fría o burocrática, sino intensa y apasionadamente. Por ejemplo, define a los filipenses hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona (Flp 4,1). Otras veces compara las diferentes comunidades con una carta de recomendación única: Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres (2 Co 3, 2); Y les demuestra no sólo un verdadero sentimiento de paternidad sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándolos hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo armado en vosotros (Ga 4,19; cfr. también 1 Co 4,14-15; 1 Ts 2,7-8)» (Audiencia general 22-XI-2006).

Cuando San Pablo predica el Evangelio en diversos lugares y ante personas de mentalidad distinta, se esfuerza en hacerse cargo de la situación de sus oyentes y sabe expresar el mensaje cristiano del modo más asequible.

Así, por ejemplo, cuando se dirige a judíos, se esfuerza por demostrar que en Jesús se han cumplido las Escrituras. Lo vemos en el primero de sus discursos que conocemos, pronunciado en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, les dice: «Nosotros os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres la ha cumplido Dios en nosotros, sus hijos, al resucitar a Jesús, como estaba escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Y que lo resucitó de entre los muertos para jamás volver a la corrupción lo dijo así: Os daré las santas y firmes promesas hechas a David. Por lo cual dice también en otro lugar: No dejarás a tu Santo experimentar la corrupción. Porque David, después de haber cumplido durante su vida la voluntad de Dios, murió, fue sepultado con sus padres y experimentó la corrupción; pero aquel a quien Dios resucitó no experimentó la corrupción. Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia el perdón de los pecados; y que de todo lo que no pudisteis ser justificados por la Ley de Moisés, queda justificado todo el que cree en él» (Hch 13,32-39).

Y, en cambio, al llegar al Areópago de Atenas, donde circulaban todas las corrientes retóricas, culturales y filosóficas del momento, donde sus oyentes no conocían las Escrituras de Israel, les habla de otro modo: «Al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: "Al Dios desconocido". Pues bien, yo vengo a anunciaras lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los limites de los lugares en que los hombres habían de vivir, para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: (Porque somos también de su linaje)» (Hch 17,23-28).

También es considerable la amplitud de las enseñanza de Pablo según las necesidades de las Iglesias (cfr 1 Co). El Apóstol no es sólo un maestro que enseña la verdad. La predicación del Evangelio requiere amar a aquellos a quienes se dirige, pero no sólo con el afecto de un pedagogo, sino con el amor de un padre; o mejor aún, como el de una madre que atiende todas las necesidades de su hijo, pero mira más allá del momento presente.

El ejemplo de San Pablo es conmovedor: «Aunque, como apóstoles de Cristo, podríamos haber impuesto el peso de nuestra autoridad, sin embargo nos comportamos con dulzura entre vosotros. Como una madre que da alimento y calor a sus hijos, así, movidos por nuestro amor, queríamos entregaras no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer!» (2 Ts 2,7-8).

San Pablo no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, o en las reuniones litúrgicas cristianas. Se ocupó de buscar y tratar a cada una de las personas en particular; con el calor de una confidencia amistosa, hablaba con cada uno, y le enseñaba cómo debía comportarse en su vida de modo coherente con la fe: «Como un padre a sus hijos -lo sabéis bien-, a cada uno os alentábamos y os consolábamos, exhortándoos a que vivierais de una manera digna de Dios, que os llama a su Reino ya su gloria» (1 Ts 2,11-12).

5. La orientación de la vida de Pablo a Cristo (Ga 2,20; 6,14).

El Apóstol no desaprovecha oportunidad de hablar de Jesucristo, incluso en las situaciones que parecerían menos propicias. «11Mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propia mano. 12Todos los que quieren ser bien vistos según la carne, esos os obligan a circuncidaros, únicamente para no ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo; 13porque ni los mismos que se circundan guardan la Ley; y lo que en realidad quieren es que vosotros os circuncidéis para gloriarse en vuestra carne. 14Lejos de mi gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mi y yo para el mundo.

15Porque ni la circuncisión ni la incircuncisión importan, sino la nueva criatura. 16Para todos los que sigan esta norma, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios.

17En adelante que nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo las señales de Jesús» (Ga 6,11-17).

La audacia de San Pablo ante Festo y Agripa impresiona a lector de los Hechos de los Apóstoles. Da testimonio de su conversión y les habla de Cristo resucitado aunque lo tomen por loco.

«Pablo contestó: -No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que digo cosas verdaderas y sensatas. Bien sabe estas cosas el rey a quien hablo sinceramente, porque no creo que ninguna le sea desconocida, pues no son cosas que hayan ocurrido en un rincón. ¿Crees, rey Agripa, en los Profetas? Yo sé que crees. Agripa contestó a Pablo: -Un poco más y me convences de que me haga cristiano. Pablo respondió: -Quisiera Dios que, con poco o con mucho, no sólo tú sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo, pero sin estas cadenas» (Hch 26,25-29). San Josemaría, meditando esta escena, dice: «Admirad también el comportamiento de San Pablo. Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no desaprovecha ninguna ocasión para difundir el Evangelio. (...) El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes» (Amigos de Dios, 270; cfr. Es Cristo que pasa, 163).

¡Qué honda es su reflexión sobre su amor a Cristo! «17Ahora bien, si al buscar ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿será que Cristo es ministro del pecado? ¡De ninguna manera! 18Pues si lo que he destruido lo vuelvo a edificar, me manifiesto como transgresor. 19Porque yo por la Ley he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado: 20vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a si mismo por mí. 21No anulo la gracia de Dios; pues si la justicia viene por medio de la Ley, entonces Cristo murió en vano» (Ga 2,17-21).

El primer escrito de San Pablo es, muy posiblemente, la primera epístola a los Tesalonicenses, que tal vez sea el texto más antiguo de todo el Nuevo Testamento. San Pablo comienza esta carta recordando su llegada a aquella ciudad y cómo desarrolló allí su labor apostólica. Una lectura meditada de sus primeros capítulos puede ser muy provechosa.

Aquí sólo nos fijaremos en algunos detalles: «Conocéis bien, hermanos, que nuestra estancia entre vosotros no fue infructuosa, sino que, como sabéis, después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, tuvimos confianza en nuestro Dios para predicaras el Evangelio de Dios en medio de muchos combates. Nuestra exhortación no procede, por eso, del error ni de la impureza, ni es engañosa. Al contrario, ya que Dios nos ha encontrado dignos de confiarnos el Evangelio, hablamos no como quien busca agradar a los hombres, sino a Dios, que ve el fondo de nuestros corazones» (1 Ts 2,1-4).

San Pablo y sus acompañantes llegaron a Tesalónica procedentes de Filipos, donde se había desatado una persecución. Pronto encontró dificultades análogas en Tesalónica (cfr. Hch 16,19-17,8). Pero el Apóstol no se detiene, ya que se sabe portador de un mensaje que es de Dios y habla de Él con sinceridad y claridad: no modifica lo que debe decir para adaptarse a lo que más gustaría a sus oyentes, sino que expone la verdad de la fe con toda rectitud.

Su dedicación al apostolado totalmente desinteresada busca sólo el bien de las almas. San Pablo muestra, además, cómo la intensa predicación del evangelio es compatible con una dedicación adecuada a un trabajo profesional con el que mantenerse: «recordáis, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios. Testigos sois, y Dios también, de que nuestra conducta entre vosotros, los creyentes, fue santa, justa e irreprochable» (1 Ts 2,9-10).

No busca tampoco el reconocimiento afectivo, ni se gloría de sus logros, pues sabe bien que todo es fruto de la acción del Espíritu Santo: Y «por eso también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque, cuando recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra divina, que actúa eficazmente en vosotros, los creyentes» (1 Ts 2,13; 2 Co 11 ,2-3).

A ese cuidado para que nadie se pierda, se refiere cuando al mencionar los sufrimientos padecidos por extender el Evangelio añade su preocupación por todas las iglesias (2 Co 11, 28). De hecho, algunas le dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió con los de Galacia, que se pasaban a otro evangelio (Ga 1,6), a lo que se opuso con firme determinación.

San Josemaría nos invita a considerar que el ejemplo del Apóstol es una continua llamada a nuestra responsabilidad: "Carga sobre mí la solicitud por todas las iglesias", escribía San Pablo; y este suspiro del Apóstol recuerda a todos los cristianos -¡también a ti!- la responsabilidad de poner a los pies de la Esposa de Jesucristo, de la Iglesia Santa, lo que somos y lo que podemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida (Forja, 584; cfr. Es Cristo que pasa, 105).

«La importancia que san Pablo confiere a la Tradición viva de la Iglesia, que transmite a sus comunidades, escribe Benedicto XVI, demuestra cuán equivocada es la idea de quienes afirman que fue san Pablo quien inventó el cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, su Señor, se encontró con él en el camino de Damasco y lo frecuentó en la Iglesia, observando su vida en los Doce y en aquellos que lo habían seguido por los caminos de Galilea. En las próximas catequesis tendremos la oportunidad de profundizar en las contribuciones que san Pablo dio a la Iglesia de los orígenes; pero la misión que recibió del Resucitado en orden a la evangelización de los gentiles necesita ser confirmada y garantizada por aquellos que le dieron a él y a Bernabé la mano derecha como señal de aprobación de su apostolado y de su evangelización, así como de acogida en la única comunión de la Iglesia de Cristo (cf. Ga 2, 9)» (Benedicto XVI, Audiencia General, 24-IX-2008).

Como fruto de esa correspondencia continuada, al final de su vida, no tiene miedo a la muerte ni al juicio, sino una gran confianza y serenidad, porque sabe de quién se ha fiado. "Difundadmos su doctrina opportune et importune (cfr 2 Tm 4,2), con ocasión y sin ella, como hizo san Pablo. Así, tras habernos esforzado en la propagación del Evangelio, podremos exclamar con el Apóstol al final de nuestra vida: «he peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que han deseado con amor su venida» (2 T, 4,7-8)" (Javier Echevarría, Carta, 1-X-2008). De hecho, el Apóstol ofrecerá su testimonio supremo bajo el emperador Nerón en Roma

De hecho, el Apóstol dio el testimonio supremo con su sangre bajo el emperador N erón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales; y su martirio tuvo lugar entre los años 64 y 67. San Clemente Romano, en los últimos años del siglo I, escribió a los de Corinto como el Apóstol: «Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. (...) Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite de Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de perseverancia».

Que el Señor nos ayude a poner en práctica la exhortación que nos dejó el Apóstol en sus cartas: «Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).