San José en el Nacimiento del Salvador nos enseña el despego del mundo


jueves, 24 de diciembre de 2009
Gaspar González Pintado
 


Cfr Gaspar González Pintado, Id a José,

Ed. El mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao 1943, acp. VII, pp. 76-89

Hay un hecho importantísimo en la historia del Patriarca Abrahán, que ofrece marcada semejanza con otro de nuestro Santo Patriarca.

Vivía aquel gran siervo de Dios en Ur de Caldea, ciudad de Mesopotamia, donde tenía la casa de su padre Tharé, sus fincas, su parentela. Y he aquí que la voz de Dios le dice claramente: Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que te mostraré. Te haré padre de un gran pueblo y te bendeciré; engrandeceré tu nombre, y serás bendecido... EN TI serán benditos todos los linajes de la tierra (Gen 12,1-3). Salió efectivamente el siervo fiel, con su padre, que poco después murió, con Sara su esposa, y llevando los precisos sirvientes y ganados.

Varias hubieron de ser sus peregrinaciones, pues el Señor, para probar su fidelidad, no le había declarado dónde había de fijar su residencia. Muchos sus trabajos en penosos viajes, a veces con pobreza como en Canaán, a veces con peligro de la vida como en Egipto. Y todo para disponerse, con actos de constancia, de generosidad, de sacrificio, a la realización de la gran promesa de Yahwéh, a ser progenitor del Mesías, que de su descendencia había de nacer.

Ya le había declarado el Señor este futuro acontecimiento en la promesa que acabamos de enunciar, Más claramente se lo declaró, en las solemnes circunstancias, en que Abrahán, ni ante el cruento sacrificio de su hijo único, se detenía para cumplir el divino mandato. Te bendeciré y multiplicaré tu descendencia —le dijo— como las estrellas del cielo y como la arena que se extiende en la ribera del mar... Y en tu SIMIENTE SERÁN BENDITAS todas las naciones de la tierra (Gen 23,17.18).

En esta historia tenemos declarado el plan de Dios en la santificación de los hombres: el despego de los bienes y trabas terrenales, a fin de unirnos plenamente al Bien infinito, que es nuestra verdadera riqueza en la tierra, y nuestra eterna dicha en el cielo.

La generación presente reniega de este severo lenguaje. Sólo ansía placeres de los sentidos, mundanas diversiones, riquezas y bienes de la tierra. «Breve —dice— y lleno de tedio es el tiempo de nuestra vida. Venid, pues, y gocemos de todos estos bienes. Usemos de las criaturas como en juventud que corre acelerada. Coronémonos de rosas antes que se marchiten; no haya prado por el que no pase nuestra lujuria. Dejemos en todas partes señales de nuestra alegría, porque esta es nuestra herencia, esta nuestra suerte» (Sap 2,1.6.8.9). Tales son las normas de los mundanos, expresadas en el libro de la Sabiduría.

Y sin embargo, ya lo hemos dicho: el camino para engrandecernos ante Dios, es el contrario. Por lo menos hemos de imitar al Patriarca Abrahán en apartarnos de las cosas de la tierra, :cuanto sea preciso para cumplir la voluntad de Dios, manifestada principalmente en su santa Ley.

El Patriarca San José nos ofrece, en suceso importantísimo de su vida, una reproducción más perfeccionada de los trabajos de Abrahán. Como él, tuvo que salir de su casa, de sus parientes, de su tierra, para ser padre virginal del Hombre Dios, para gozar sus favores con la plenitud con que se pueden gozar en este mundo.

Vamos a estudiar tan saludables lecciones en los hechos de nuestro gran Santo, y a resolvernos sinceramente a entrar de lleno en los planes divinos acerca de nuestra santificación y nuestra verdadera felicidad.

1. El despego de los bienes terrenales

Aunque toda la vida de nuestro Santo estuvo marcada con tan noble distintivo, vamos a estudiarle como modelo de este desprendimiento durante el gran suceso de la entrada del Hombre Dios en este mundo.

Varias y muy graves fueron las privaciones por que Dios dispuso pasase su amado Patriarca en aquel extraordinario acontecimiento.

Primeramente, en circunstancias sumamente difíciles, tuvo que salir de Nazaret, donde estaba todo cuanto poseía en este mundo. José y María vivían en aquella santa morada disfrutando la dicha más verdadera y cumplida que se puede gozar sobre la tierra. Llevaban en sus almas, como nadie la ha experimentado, la íntima felicidad que Dios comunica a los que han puesto en Él todo su amor. Aun humanamente, San José, como hábil carpintero, María, adiestrada en las labores aprendidas durante su educación en el templo, habían ido disponiendo en aquel hogar apacible todo lo necesario para gozar santamente un agradable paraíso.

Allí esperaban con suave confianza, con íntimo consuelo, el gran misterio de que María diese al mundo el anunciado Salvador. Aún más: es indudable que el Santo Carpintero y su Santísima Esposa habían preparado con esmero especialísimo la cuna y el debido ornato, para recibir en la tierra, lo más dignamente posible, al Rey de los cielos, hecho Hombre.

De pronto llega a los Santos Esposos la orden de abandonar aquella casa, tan provista de todo cuanto se necesitaba, y salir de su tierra, de sus parientes, de sus posesiones. Augusto, emperador de Roma; ha dado un edicto, para que todos los moradores de los territorios sometidos a su cetro; y entre ellos estaba Judea, se empadronen por linajes y familias, pues quiere saber el incalculable número de los que le rinden vasallaje. Este edicto, en la región donde moran los Santos Esposos, es promulgado por Quirino, gobernador romano de la próxima provincia de Siria, y ha de ser llevado a la práctica por Herodes, tetrarca de Galilea. Cada cabeza de familia ha de inscribirse en el lugar de donde procedía su linaje. José, por consiguiente, ha de inscribirse en Belén, la patria de David, y con él tiene que ir María, descendiente igualmente de David, y que, por ser hija única, también ha de inscribirse.

Gran contrariedad para aquellos santos Esposos abandonar su ya dispuesta morada, en tan especiales circunstancias, en el rigor del invierno, para hacer un viaje de 120 kilómetros, que durará por lo menos cuatro días, a través de campos desolados. Gran molestia tener que hospedarse en una población extraña, cuando de un día a otro, están esperando el nacimiento del divino Salvador. De la medida de este contratiempo puede dar alguna idea la indignación, el alboroto que en todas partes ha provocado aquel edicto, como María y José lo advierten en los viajeros que van hallando en los caminos, y que públicamente manifiestan su descontento contra el César.

Pero no acaban aquí las privaciones y trabajos de nuestros santos viajeros. Nueva y mayor tribulación les espera en el término del viaje. Ya divisan la pequeña y regia ciudad de Belén, que con sus terrados a manera de castillos, ocupa tranquilamente la cima y el lado occidental de una suave colina.

Es ya la caída de la tarde, al ponerse el sol, cuando los santos esposos suben por entre las casas y se encaminan al hospedaje de los forasteros. Este hospedaje, llamado Khan, era, como en las demás ciudades, un espacio cercado, donde se proporcionaba a los viajeros asilo, agua y descanso. Todo lo demás habían de procurarlo por su cuenta.

No ofrecía ciertamente aquel recinto gran comodidad para tan ilustres huéspedes, y para el acontecimiento que se aproximaba. Pero aun esto faltó a los Santísimos Esposos. No había para ellos lugar en la posada, dice el Evangelista (Lc 2,7). Belén se hallaba repleta de forasteros, que acudían a empadronarse, y aquel albergue estaba completamente ocupado. Nada más dice el santo Evangelio; pero es indudable que la solicitud del Santo Patriarca llamó a otras puertas, recurrió a varias moradas, acaso de personas conocidas, suplicó se les hospedase por aquella noche. ¡Nadie le pudo, o le quiso, recibir! ¡Qué contrariedad!, ¡Qué sufrimiento! ¡A María, en aquel importante estado, no le puede ofrecer digno acomodo! ¡Al Niño Dios, que pronto va a nacer, no halla, en su misma ciudad, dónde acogerle! Con razón puede exclamar admirado el santo Evangelista: El mundo había sido hecho por Él, y el mundo no le conoció. Vino a su propia morada, y los suyos no le recibieron (Jn 1,10.11). ¿Puede darse trabajo más abrumador? Sí; y San José lo va a experimentar.

¿A dónde irá, si todas las puertas están para él cerradas? Alguien, compadecido, le ha indicado, y quizá José, conocedor de aquel país, ya lo sabía, que allá, en la parte de la colina de Belén que mira hacia el Oriente, hay un albergue a manera de cueva, donde a veces recogen su ganado los pastores. ¿Será posible que en aquel establo abandonado se hospeden tan nobles personajes? Allá se encaminan a pasar la noche los descendientes de reyes, las personas más santas de la tierra, objeto de admiración para los cielos.

¡Cuánto sufrió en estas privaciones y trabajos el corazón del Santo Patriarca! ¡Hospedar en el albergue más pobre de la tierra, en un portal sin luz, sin lumbre, sin abrigo, a la Madre de un Dios próximo a nacer! ¡No poder ofrecerles, en tan solemne acontecimiento, sino la dureza de la roca, las sombras de la noche, el frío del invierno! Inmenso, insondable, hubo de ser el mar de su dolor, aunque en calma y sin olas turbulentas. El dolor procede del amor, y va aumentando a la medida que el amor aumenta. Pues ¿quién puede calcular el dolor de San José, en cuyo pecho el Espíritu Santo ha puesto una chispa del amor a su santísima Esposa, y el Padre Eterno un destello del amor hacia su divino Hijo?

¿Qué son, en comparación de estos trabajos, las privaciones, que nosotros tanto lamentamos? Indudablemente muy pequeñas. Pero si todavía nos parecen. grandes, vamos a ver las consideraciones con que el Santo Patriarca nos enseña la manera de sobrellevarlas, con calma, sin desesperadas quejas, con grandes méritos para la vida eterna.

2. Sólidos fundamentos en que se apoyaba José

Hemos dicho que nuestro Santo llevó con una serenidad imperturbable los trabajos que acabamos de considerar. Ni la más ligera nube de tormenta empañó el transparente cielo de su alma.

¿En qué fundamentos se apoyaba, para que estas tribulaciones, en vez de retardarle, le hiciesen ir avanzando a pasos de gigante en el camino de la santidad y acercándole más a Dios?

Primeramente, veía en todos aquellos acontecimientos, la mano del Padre celestial. Dios es el que gobierna la gran máquina del universo. Si un pajarillo no cae a la tierra, sin la voluntad de vuestro Padre celestial, —se nos dice por San Mateo— ¿cuánto menos vosotros, que valéis incomparablemente más que muchos pájaros? (Mt 10,19.31). ¡Y cuánto menos acontecerá, sin el permiso y beneplácito de Dios, lo referente a su divino Hijo, en quien tiene sus inefables complacencias; lo referente a la Virgen María y al Patriarca San José!

El César de Roma ha dado un decreto. Pero Dios, que está sobre todos los tiempos y sobre todos los mundos, es el que, desde toda la eternidad, ha visto venir ese decreto, y ha determinado valerse de él para que se cumpla la profecía, en que había dicho por medio de Micheas: Y tú, oh Belén, llamada Efratá, eres ciudad pequeña, respecto de las principales de Judá; pero de ti me ha de venir el que va a ser Dominador de Israel, y que fue engendrado desde el principio, desde toda la eternidad (Mich 5,2). Y allí, en la ciudad de David, como Dios lo había acordado, va a nacer el prometido Mesías.

San José, acostumbrado a ver en todo la mano paternal de Dios, la ha visto también escribiendo el decreto de Augusto; que le obligaba a salir de Nazaret; la ha visto en Belén cerrándole todas las puertas; la ve señalando aquella cueva como palacio de la Reina celestial, y cámara regia donde ha de nacer el Dueño de la creación. ¿Cómo no aceptar con toda su voluntad, con toda su alma, las disposiciones de aquel Padre infinitamente sabio, infinitamente bueno?

Otro motivo, no menos eficaz, ayuda a San José para llevar con gozo sobrenatural aquellas penosas privaciones: sabe que en ellas sigue el plan de vida, trazado para el mundo por el Hijo de Dios, después de la caída del género humano.

Aquel Rey que va a nacer, es el Verbo que existía antes de los tiempos, es el Legislador de las naciones. Él tiene derecho a elegir y disponer lo que le plazca. Y la elección la tiene hecha desde toda la eternidad: al presentarse voluntariamente en el mundo fuera de su casa, desechado de todos, en un establo abandonado, proclama con sus actos, y está enseñando a las naciones extraviadas, que la pobreza es el antídoto contra nuestra codicia de los bienes terrenales; la mortificación, el antídoto contra nuestra sensualidad; la humillación, el antídoto contra nuestra soberbia. Esto lo contempla San José, .iluminado con clara luz del cielo.

Pues si en todos los hombres es cordura seguir las prescripciones de un sabio que con su ciencia nos ilumina los caminos de la vida, las de un doctísimo médico que puede sanar nuestras dolencias, las de un Santo que nos lleva hasta la cumbre de la perfección, ¿no había de seguir José las enseñanzas y ejemplos de aquel Sabio, de aquel Médico, de aquel Santo, que bajó del cielo a guiar, a curar, a santificar al género humano, a decir a las naciones: Seguidme; Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6)?

Y de aquí procede otra consideración, también muy poderosa: San José sufre aquellos trabajos, viendo además que son encaminados a su propio bien.

El verdadero bien del hombre no está precisamente en habitar en su casa, gozar de su tierra, tratar con su familia; está en su propia santificación, está en acercarse y unirse íntimamente a Dios.

El enemigo de esta dichosa unión es el apego a las cosas de la tierra. Cuanto más a ellas nuestro corazón se adhiera, menos se santificará, menos se unirá a Dios. Traban esas cosas las alas del alma, y la impiden volar a las alturas. Por eso dice Dios, llamándonos a sus brazos paternales: Olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y será tal tu hermosura, que cautivarás al Rey de la gloria (Ps 44,11.12).

San José, con la ciencia que le infunde el Espíritu Santo, comprende que el sacarle Dios de la ciudad de Nazaret, el privarle de todos los bienes de la tierra, es para unirle más a Si, es para que sólo Dios, infinito Bien, sea su herencia. ¿Cómo no aceptar con gozo las disposiciones, que le proporcionan la mayor riqueza que se puede granjear con las cosas de este mundo?

Pues aprendamos también nosotros dónde está nuestro verdadero bien. Aprendamos que las privaciones, los trabajos, por duros que sean, van encaminados a nuestro propio perfeccionamiento. Estamos muy apegados a los bienes materiales, a las comodidades, a los goces; es preciso despegarnos, aunque sea por medios violentos, para unirnos a Dios; y tras esas asperezas y dificultades, Dios viene a nosotros, nos llena de sus bienes, y lo que es inmensamente más, nos llena de Sí mismo.

 

3. Inefables consuelos de nuestro Patriarca

Vamos a verlo en el Patriarca San José. ¡Cómo le llenó Dios de los bienes celestiales, en medio de aquella privación absoluta de todas las cosas de la tierra!

En aquella completa soledad, en aquel profundo silencio, en aquellas densas oscuridades, a la media noche, ha sonado en el reloj de Dios la hora, determinada desde toda la eternidad, para obrar el gran acontecimiento de los siglos. ¡Y nace el Hijo de Dios! Se manifiesta en la tierra el esplendor de la Gloria del Padre, el gozo de los bienaventurados.

¡Y nace para entregarse a los hombres! Pero no se les dará por completo, si por Él no renuncian a todo. El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mí discípulo (Lc 14,33). Esto nos exige. No puede pedirse más. Y ciertamente no es mucho pedir. Él, que por nosotros deja el cielo, quiere que dejemos por su amor toda la tierra. Y no hay remedio: para poseerle hay que dejarlo todo, o en realidad, o al menos despegando de la tierra los afectos de nuestro corazón.

Por eso a San José, a quien encuentra despojado de su casa, de su pueblo, de todos los bienes del mundo, se le entrega por completo, y le ama, y le sonríe, y le transforma aquella humilde cueva en un cielo anticipado, donde tiene a Dios por suyo, donde la Madre de Dios es su Esposa, que agradecida a sus favores, le llena también de gracias y dones celestiales.

Por su parte el Padre Eterno, dice San Ruperto Abad, «infundió en el corazón del Santo Patriarca el amor paternal más profundo y ardiente, hacia el Infante que acababa de nacer» [De gloria et honore Filii Hominis, lib. 1]. ¿Quién lo duda? «No es la naturaleza más vehemente que la gracia para amar», dice San Ambrosio [L. I, Off. c. 7]. Hace la naturaleza padre a un hombre, y le enciende en un amor tan vivo, que no logran apagarle mil trabajos, y lo que es más, mil ingratitudes. Y haciendo Dios a San José padre en el orden sublime de la gracia, ¿no había de encenderle el alma en llamas de un amor proporcionado a la excelencia de aquella paternidad y a la grandeza de aquel Hijo?

¿Cuáles fueron, según esto, los afectos del Santo Patriarca, arrodillado ante el pesebre del divino Infante? «Se asombra y se goza, —escribe Santo Tomás de Villanueva— se admira y se regocija, arde interiormente su espíritu, y no se atreve a levantar el rostro ante tan grande Majestad [Sermo III in Nativ. Domini]. «En todos aquellos auxilios, que el Niño necesitaba, en todas las señales de nuestra debilidad, que en el buen Jesús veía, nuestro Santo —dice San Bernardino— contemplaba y gustaba la alteza inmensa de la Divinidad, que por nuestro amor, a tales cosas, y de tantas maneras se inclinaba, para enseñarnos, hacernos humildes, inflamarnos» [Sermo de S. Ioseph, a. II, c. II]. ¡Bienvenido seáis a la tierra, Soberano de los cielos! —exclama abrasado en aquellos amorosos incendios—. Gracias porque me elegisteis para participar en tan altos misterios. Si no hay lugar para Vos en la posada, mi pecho y mi corazón serán vuestro refugio. Recibid todos los afectos de mi alma, todas las energías de mi ser, para serviros todos los días de mi vida. Dichosos los ojos que os contemplan, los labios que os bendicen, el alma que recibe los resplandores del Verbo divino, oculto en la ligera envoltura de ese adorable cuerpo humano».

Y como si todo esto fuese poco, concurren a completar la dicha de nuestro Santo, los ángeles, los pastores, los reyes.

Los ángeles, porque el Eterno Padre, «al introducir a su Hijo en el orbe de la tierra, exclama: Adórenle todos sus ángeles» (Heb 1,6). Y miles de ángeles se han precipitado en bandadas sobre el humilde portal, llenándole de resplandores, para ver con asombro al eterno hecho temporal, al impasible hecho pasible y mortal, a su Dios hecho Hombre. Y José los ha oído cantar inundado de gozo: Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).

Los pastores han venido después con sus cordiales saludos, con sus sencillas ofrendas. José les ha oído embelesado lo que San Lucas dejó consignado en su Evangelio: Que guardaban

por turno su ganado durante la noche. Que el ángel del Señor se les apareció, y la claridad de Dios los cercó de resplandores. Que tuvieron miedo. Pero que el ángel les dijo: No temáis. Os anuncio un grande gozo, que ha de serlo para todo el mundo. Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, Cristo, Señor nuestro. Estas son las señales para conocerle: hallaréis un Niño envuelto en pañales, y reclinado en un pesebre. Y de repente apareció con el ángel una multitud de la milicia celeste; alabando también a Dios» (Lc 2,8-13). ¡Qué consuelo tan divino para el Santo Patriarca! ¡Ver reconocido y adorado como Dios al Infante que acaba de nacer, y a su Esposa como Madre del Altísimo!

Y llegan por fin los Magos, que vienen de Oriente. Otro motivo de indecible gozo. San José les oye referir que han visto en el cielo la misteriosa estrella de Jacob, anunciada por el Profeta Balaán (Num 24,17), y vienen a reconocer y adorar al que ha nacido Rey de los judíos y de todo el mundo. Y en efecto, se postran en tierra ante el recién nacido, y abriendo sus tesoros le ofrecen oro como a Rey, mirra como a Hombre mortal, incienso como a Dios. ¿Puede darse mayor dicha en el mundo?

Aprendamos, pues, de. nuestro Patriarca, como también la hemos aprendido de Abrahán, los frutos celestiales, que de las privaciones, de los trabajos, llevados por Dios, se recogen, aun en esta vida. Fiel es Dios, y su palabra no puede faltar. Lo ha prometido solemnemente: Todo el que por Mí, por mi servicio, por cumplir mi voluntad, dejare la casa, o los hermanos, o el padre, o la hacienda, centuplum accipiet, recibirá el ciento por uno, y después la vida eterna (Mt 19,29).

El ciento por uno. En bienes materiales tal vez no reciba el ciento por uno; porque en muchas cosas no sería conveniente. Pero recibirá, a cambio de esos bienes materiales, los bienes espirituales, los bienes divinos, recibirá a Dios, aun en esta vida: bienes que, comparados con los materiales, no sólo valen cien veces más, no sólo mil veces más, sino incalculablemente más.

Y después la vida eterna. Sí; si eres fiel en esos sacrificios, te dará la vida eterna. Dios no se deja vencer por nadie en generosidad. Yo —dice— seré tu recompensa, grande en demasía (Gen 15,1). Tan grande, que le basta para ser feliz al mismo Dios. Y esa felicidad será la nuestra, durante una vida que nunca tendrá fin.

Pero si a muchos de nosotros Dios no nos exige tanta perfección, que para servirle tengamos que dejar de hecho la casa, los parientes, la hacienda, como el Patriarca San José, como el Patriarca Abrahán, hemos de servirle, por lo menos, renunciando a todo el mundo, en cuanto sea necesario para cumplir la ley divina. Amar a Dios sobre todas las cosas es el primer precepto de esa santa ley. Y bien sabemos que amarle sobre todas las cosas es querer antes perderlas todas que ofenderle: A ello estamos obligados todos, si no queremos perder la herencia de nuestro Padre celestial. Lo contrario es locura manifiesta. Porque, como el divino Salvador nos dijo, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16,26).