Autor: Llucià Pou Sabaté
Santidad e identificación con
Jesucristo
Santidad y comunión con todos los hombres cuya principal fruto es el afán apostólico
Recuerdo a un chico de 11 años que me dijo: “¿Qué
tengo que ver yo con alguien como Jesús, que vivió hace tanto tiempo?” “¿Por
qué pensar tanto en su vida y su muerte?” Quizá nos han engañado al mostrarnos
un Jesús externo, que se cuelga en un poster como alguien digno de ser
imitado, que supo amar, un revolucionario, el hijo de Dios que vino a la
tierra... .Cuentan de alguien que se convirtió a la fe y fue a una librería a
pedir una vida de Jesús, y le mostraron el famoso libro de Kempis: “aquí
tenemos ‘La imitación de Cristo’”; y él contestó: “no quiero una imitación de
Cristo, quiero ‘el auténtico’”. Las palabras cambian con el tiempo, y la
palabra “imitación” ahora puede tener un sentido más pobre que antes, sin
interioridad. De todas formas, la vida cristiana no un mero imitar un modelo
externo aunque sea el de alguien como Jesús, ni hacer lo que está escrito en
un libro, o lo que predica la Iglesia -por supuesto que es el seguimiento de
Jesús y la imitación de su doctrina-, es mucho más: en el Bautismo se nos
comunica una vida nueva, que nos hace “partícipes de la vida divina, de su
naturaleza” (2 Pedro 1, 4).
La santidad es la perfección de la filiación divina, decía san Josemaría
Escrivá. Y sólo se puede ser hijo de Dios en Cristo, imitando su vida de un
modo íntimo, “conformándose” a él. La palabra griega que traducimos por
“conformar”, dice Auer, tiene dos sentidos: de una parte, “meterse en la piel”
de otro como hacían los del teatro poniéndose la piel de los animales que
representaban, y el otro es “sumergirse” como el que se hunde en el agua, en
el bautismo, o como dicen los místicos refiriéndose a Jesús: “tú has de
perderte en Él”. Así de fuerte es la expresión “conformar”: “hacerse a la
forma”, participar de su vida, de sus sentimientos. Es decir, el hijo de Dios
se siente motivado, en la medida posible a una criatura, a revivir la vida de
Jesús y prolongarla en la propia, porque la gracia qu e El nos ganó es
participación de la que inhabita en su alma: tened en vosotros los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Phil 2, 5).
Esta conformación se realiza por la gracia y en esa práctica de las virtudes
teologales y de los dones del Espíritu Santo, en una docilidad que es dejarse
llevar por el Espíritu de Dios (cf. Rom 8, 14), como explicaba Ramón García de
Haro: “nuestra divinización es una progresiva participación en la plena, única
e irrepetible divinización de su naturaleza humana. Por eso, nuestra fe y
nuestra esperanza, por las que ya ahora participamos del amor de Cristo, son
una incoación de la visión de que gozaremos en la bienaventuranza eterna,
donde la caridad será -en cada uno a su medida- perfecta. La fe crece como
experiencia siempre más cierta -y dentro de la oscuridad que le es propia, más
próxima a la visión- de que el Padre nos ama y la esperanza progresa como
confianza -cada vez más segura- de que la unión que en esta vida temporal
poseemos por una caridad imperfecta se hará perfecta y eterna en la
bienaventuranza, donde la visión hará pleno el amor. Esa creciente y vivida
unión de caridad con Dios, sustentadas en el progreso de la fe y la esperanza
-es decir, en la convicción siempre más vital y operativa de que el amor que
nos anima es el mismo amor de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu
Santo-, tejen el avance en la identificación con Cristo». Así nos lo desea San
Pablo: “el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la
tierra, os conceda ser fortalecidos en el hombre interior mediante su
Espíritu, que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que,
arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los
santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer
en suma el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que seáis
colmados de la plenitud de Dios” (Eph 3, 14-19).
La vida eterna consistirá en gozar de modo pleno del amor que ya gozamos en
parte, pero sin veleidades ni distracciones y con perfección: sabremos, con
todos los santos, lo que es y lo que vale el Amor. Toda la vida cristiana se
resume aquí: “nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos
tiene. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en
él” (1 Ioh 4 , 16 ), decía san Juan al término de su existencia terrena.
La santidad que es la ley del cristiano supone un conocimiento de Dios y Amor,
constituido no de una dimensión teorética sino de una viva experiencia, en la
identificación con Cristo.
En esta identificación de la que hablamos, Cristo es no sólo causa meritoria
sino también eficiente de esta santificación, y su Humanidad Santísima es
instrumento -inseparablemente unido a la divinidad- que la causa en su
Iglesia, es decir toda la gracia nos viene –a cualquier hombre- por la
Humanidad de Jesús. S. Tomás ve a Cristo como Cabeza del cuerpo total, al
considerar en El las propiedades que le competen a la cabeza con respecto al
cuerpo, y que competen a Jesús con respecto a sus miembros, como Dios: exceder
en dignidad y perfección a los demás, dirigirlos y ser principio de movimiento
de todos ellos. Pero también hay una propiedad que le conviene en cuanto
hombre, y es la conformidad de naturaleza con los demás miembros (cf. In III
Sent., d. 13, q. 2, a. 1 c). La santidad del cristiano tiene un profundo
carácter cristológico, no sólo porque le une a Cristo al participar de su
filiación, sino por Cristo en cuanto hombre, de la gracia de Cristo
deriva la gracia hacia nosotros.
Pensemos cuanto dice Gaudium et spes 22: «mediante la Encarnación el Hijo de
Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre». Es por tanto una unión que
Jesús adquiere con cada persona en la medida que ésta le acoge en su corazón.
Esta verdad fomenta nuestra esperanza en Dios, de ser objeto de su Amor, de
que se comporta con cada uno como el mejor Padre que ima ginarse pueda. Cristo
nos ha mostrado el amor del Padre y nos hace partícipes de su amor, que se
adueña de nuestra capacidad de amar, y nos da una perfecta filiación en el
Espíritu Santo, y con esto un amor fraterno para todos los hombres. Un amor en
el que cada uno se une a Dios y en el cual los hombres son capaces de unirse
entre sí. La santidad es, en suma, la perfección en el amor, sustentado por la
fe y la esperanza.
De ahí los lazos inseparables entre santidad y comunión en la Iglesia,
santidad y comunión con todos los hombres, cuya principal fruto es el afán
apostólico. El amor de caridad, con que Cristo nos ha amado y enseñado a amar,
es inseparablemente amor al Padre y, en la común filiación a El, amor a todos
los hombres que no puede no incluir la preocupación por la salvación de todas
las almas, pues quiere que todas se salven (omnes homines vult salvus fieri: 1
Tim 2, 4). Eso nos lleva a un apostolado, del cual la comunión entre los
fieles es, por así decirlo, condición de autenticidad y primera manifestación.