La risa de Sara
Por Juan Jesús Priego, periodico semanal el observador Mexico

Las primeras risotadas que brotan de entre las páginas de la Biblia son las risotadas de Abraham y Sara, dos ancianos de cien y noventa años de edad a quienes Dios promete una descendencia numerosa.

Mientras Dios habla, ambos asienten con gravedad a las promesas divinas, guardan una compostura exteriormente seria como la de dos niños ante un profesor terrible, pero en el fondo todo aquello les da risa. «Por mi parte -dice Dios a Abraham- ésta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobremanera. Te daré a ti y a la posteridad la tierra en la que andas como peregrino. A Saray, tu mujer, no la llamarás más Saray, sino Sara. Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo».

Cómo reaccionó aquella pareja ante semejantes palabras, nos lo dice el mismo libro del Génesis: riendo. «Abraham cayó pecho a tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: '¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo?, ¿y Sara, a sus noventa, va a dar a luz?'» (Génesis 17,17). La cosa, en efecto, no era para reaccionar de otra manera. «Sara, al oír aquello, rió para sus adentros y pensó: 'Ahora que estoy pasada, ¿sentiré el placer, y, además, con mi marido viejo?'»(Génesis 18,12).

A pesar de todo, el hijo nació y fue llamado Isaac, que significa Dios ríe. Sara, al verlo tan pequeño y tan tierno, y al verse a sí misma tan seca y tan arrugada, exclamó: «Dios me ha dado de qué reír; todo el que lo oiga reirá conmigo» (Génesis 21,6). Sin darse cuenta, lo que decía en aquel momento era una profecía, pues son muchos los que, al leer este pasaje, rieron o ríen incluso hoy con incredulidad, pensando: «La de cosas que dice la Biblia. Que dos seres de semejante edad puedan engendrar un hijo es prácticamente imposible: va contra toda ley de la razón y de la experiencia». Y hay que reconocer que hablan razonablemente. Pero que no olviden que, mucho antes que ellos, ya Abraham y Sara habían reído y por los mismos motivos.

No obstante, aquello no era sino el principio, pues a partir de allí la mayoría de los grandes hombres bíblicos nacerán precisamente de mujeres estériles; Sansón, por ejemplo, será uno de ellos; Elías otro, y Juan el Bautista otro más.

Para la cultura judía, el hijo era casi la única razón de ser del matrimonio; por tal motivo, la mujer estéril era una maldición tanto para el esposo como para la sociedad, un ser muerto en vida, pues ya no había nada que esperar de él. Decía un maestro judío del tiempo de Jesús: «Un hombre que no se casa (es decir, que no tiene hijos) viene a ser como un hombre que derrama sangre, ya que ha tenido por bueno dar muerte a su propia posteridad». «A un hombre que no tiene hijos varones se le considera muerto», dice a su vez el Talmud en el Tratado Nedarim (64b). En otro tratado (Sanhedrín, 100b) del Talmud puede leerse lo siguiente: «Una hija es un tesoro falso para su padre; las preocupaciones que le produce le impiden conciliar el sueño. Cuando es joven, teme la seduzcan; en la adolescencia, teme que se entregue a la prostitución; si es casadera, tiene miedo de no hallarle marido; si está casada, teme que quizá sea estéril».

Pues bien, Dios se goza en hacer nacer a los grandes hombres de este tipo de mujeres precisamente. Ríe también él como diciendo: «¿Con que de ésta ya no se esperaba nada? Pues vean ustedes lo que todavía puedo hacer con ella».

Desde hacía muchos años Sara se había resignado ya a no ser madre, a verse a sí misma «como tierra reseca, agostada, sin agua». No contaba con que Dios se goza, como dice el salmista, en convertir los desiertos en oasis, los yermos en manantiales de agua. Sara tenía razón: quienes oyeran su historia reirían con ella, saltarían de gusto, porque Dios es el Dios de las sorpresas y lo que hizo por ella lo puede hacer con cualquiera.

Nadie tiene derecho, pues, a decir: «Mi vida está acabada. Soy un muerto que camina. Yo ya no tengo nada que esperar, salvo mi entierro». El que así habla no sólo es injusto consigo mismo, sino, ante todo, con Dios. En realidad, existe sólo una manera de equivocarse, y es la de creer que es ya demasiado tarde.

Los que creen que en este punto de su vida ya no pueden conseguir lo que tanto anhelan, se equivocan siempre.



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