El reto de la Espiritualidad
en la evangelización
y la vida cristiana

Javier Salinas Viñals, obispo de Tortosa

 

Doy gracias al Señor por esta oportunidad de poder dirigiros la palabra dentro del conjunto de actividades de este XVII Multifestival David (Tortosa, España, Julio 2001). El tema que este año vertebra este encuentro es la educación para una nueva espiritualidad. Los hombres de hoy están necesitados de descubrir aquel dinamismo, aquella sabiduría que les permita vivir los acontecimientos con sentido. Hablar de espiritualidad, significa hablar de la fe hecha vida en actitudes, en valoraciones, en capacidad para actuar. No nos bastan los grandes discursos; necesitamos aquellas propuesta de vida que nos permitan, realmente, realizar la mejor obra de arte: una vida transfigurada por la presencia del Espíritu y cuyo fruto más visible ser para los demás.

Precisamente el Papa Juan Pablo II nos ha advertido de la necesidad de atender esta dimensión fundamental de la existencia. Recordemos estas palabras de su última carta apostólica: “¿No es acaso un “signo de los tiempos” el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar?. También las otras religiones, ya presentes extensamente en los territorios de antigua cristianización, ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la relación con él”.

En un mundo marcado por las cosas, por el ruido, por el movimiento. En un mundo en el que se subraya más lo global, las condiciones de vida, las estructuras, surge en el corazón de las mujeres y los hombres la necesidad de ser alguien, de tener una palabra propia, de ser reconocidos. Hoy existe una sed de vida personal, de respuesta en libertad, de capacidad para afrontar las dificultades en primera persona. Esta novedad de nuestra cultura se manifiesta en el ansia de libertad personal. A veces, esta libertad puede vivirse como un individualismo, pero también puede vivirse como la posibilidad de que cada uno sea reconocido en su originalidad y pueda hablar desde su experiencia.

La ponencia que a continuación presentaré tiene en cuenta todas estas realidades, una necesidad de vivir la fe desde la experiencia personal y comunitaria, una llamada a vivir la fe como un camino de libertad, de realización personal para el bien de todos.

La realidad espiritual del ser humano.

La vida espiritual se realiza en la  vida humana de cada día. En la persona humana no hay que contraponer vida espiritual a vida material. La espiritualidad afecta a todo el ser, le alcanza en todas sus dimensiones. Hablar de vida espiritual es referirse a la dimensión única e irrepetible de cada ser humano. La realidad material nos iguala, pero la realidad más íntima de cada uno nos hace diferentes. Cada ser humano es un misterio para el otro. De hecho, únicamente podemos llegar a conocer la realidad más profunda del otro si él nos la revela. En la relación interpersonal es donde mejor se pone de manifiesto la realidad espiritual del ser humano, el secreto de su intimidad irrepetible y su capacidad de autotrascendencia. La palabra, el diálogo y la comunicación, son sus signos más visibles.

La expresión "vida espiritual" se refiere a una dimensión de la experiencia humana, por  la que nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida, exploramos nuestro propio interior y asumimos conscientemente nuestros sentimientos y comportamientos. El fundamento de la vida espiritual es la necesidad de dar sentido que existe al ser humano. Es precisamente esta exigencia la que nos lleva a buscar, a trascender lo inmediato, e ir a la profundidad de cada uno.

La vida espiritual pertenece, pues, a todo ser humano. Uno puede sentir la tentación de vivir en la superficialidad de las cosas, de responder únicamente a los estímulos exteriores, de dejarse llevar por las presiones externas. Pero, en último término, puede contemplar todo esto y decir no, dando otra orientación a su vida.

La vida según el Espíritu.

La espiritualidad, en sentido cristiano, es la vida según el Espíritu. Como afirma San Pablo: “los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son sus hijos”. (Ga. 5,18). Esta vida espiritual cristiana está relacionada con la vida espiritual de todo ser humano, pero la trasciende. Para comprender mejor su significado, entremos de una forma más directa en lo que es la realidad del Espíritu Santo en nuestra vida.

El punto de partida de la fe cristiana es el misterio de Dios. Él nos ha revelado que es amor, comunicación, relación. La afirmación de la fe cristiana sobre Dios lleva a reconocer que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre, origen de todo, ha enviado para nuestra plenitud al Hijo; para que nos asemejemos a Él nos ha entregado el Espíritu, que habita en nuestro corazón. El Dios cristiano es el Dios íntimo, que permanece entre nosotros. Existe una imagen de un teólogo, que nos representa a Dios como un Padre que nos abraza; un brazo es su Hijo eterno, el otro el Espíritu del amor. Así, aunque nuestros ojos no lo vean, nuestra fe nos dice que el cielo ya ha comenzado en la tierra, pues hemos entrado en comunión de vida y amor con Dios, gracias a la entrega de Jesucristo y al don del Espíritu Santo que nos habita.

El Espíritu no viene a nosotros directamente de la eternidad sino a través de la historia de Jesús. El Espíritu florece en la Iglesia, cuerpo de Cristo en el tiempo. En el Espíritu, y con Cristo, entramos en comunión directamente con el Padre. (Rm. 8,15). Cuando invocamos al Espíritu, no deberíamos mirar idealmente a lo alto, pues no es de ahí de donde viene sino de la Cruz de Cristo. (Jn. 19,30). Un Padre de la Iglesia, parafraseando las palabras del Evangelio de San Juan, pone en boca de Jesús estas palabras: “Padre, el Espíritu que me has dado a mí, se lo he dado a ellos” (Jn. 20,20).

El Espíritu Santo es el misterio de la permanencia de Jesús en medio de nosotros. Él se hace presente haciendo presente a Jesús. El Señor resucitado vive y se manifiesta en el Espíritu: “como el Padre se hace visible en el Hijo, así el Hijo se hace presente en el Espíritu” (San Basilio).

Así pues, la espiritualidad cristiana consiste en vivir según el Espíritu de Cristo, que se hace presente en la Iglesia. Por ello, los elementos que caracterizan esta espiritualidad son la escucha de la Palabra; la relación con Dios y una vida según su Reino:

a)     Escuchar la palabra.

El punto de partida de la espiritualidad cristiana es el hecho de que “Dios es el primero que ama a los hombres” (1 Jn. 4,19). La vida espiritual es una respuesta al amor de Dios que se manifiesta en la creación, en su llamada a través de toda la historia de la salvación; en el acontecimiento del Bautismo, por el que nos incorporamos a esta historia y en la conciencia más profunda de cada uno. No existe espiritualidad sin escucha de la Palabra. En la Sagrada Escritura que la Iglesia proclama, Dios nos habla, pero su hablar alcanza toda la realidad, todos los acontecimientos. En la Sagrada Escritura tenemos la clave para poder rastrear e interpretar esta palabra de Dios en el corazón de la vida. No es posible escuchar la Palabra si no vivimos desde la moderación, desde aquella actitud que ha marcado toda la historia de la espiritualidad: la atención a Dios y a su reino, la superación de los “poderes de este mundo”, la capacidad de centrarse en lo esencial. El silencio y la contemplación son compañeros necesarios de toda escucha atenta de la Palabra.

b)     Un modo de relacionarse con Dios.

El fundamento de toda espiritualidad cristiana es el Espíritu Santo, que habita el corazón de cada bautizado. Por el Espíritu podemos entrar en la relación de amor que une al Padre y al Hijo. Quedamos conformados a imagen del Hijo. Así podemos reproducir en nuestra vida sus mismas actitudes ante Dios, su Padre, y ante los hombres, sus hermanos. Estas actitudes nos han sido dadas desde el bautismo, por el que hemos recibido el Espíritu Santo, y hemos empezado a ser una criatura nueva. “El Espíritu actúa interiormente en él, y lo transforma en lo más hondo de su ser; lo santifica con su gracia para que sea y viva como hijo de Dios, y se parezca en su ser y en su conducta a Jesucristo.”

“Este hombre nuevo vive siguiendo a Jesús: cree en Dios, espera en Él y ama a Dios y, en Dios, al prójimo.

Al obrar así –creyendo, esperando y amando- se comporta como lo que es: como un hijo de Dios que está unido a Cristo y que posee el don del Espíritu Santo. A estas actitudes permanentes de vivir, propias de la nueva criatura nacida de la gracia santificante, las llamamos virtudes teologales. El Espíritu Santo actúa libremente en el interior de los hombres, los ilumina y los mueve a ser justos y santos ante Dios:

·         para que lo busquen y lo puedan encontrar,

·         para que puedan confiar en Dios y acoger su amor,

·         para despertar en ellos el temor filial a Dios, la fe, la adoración, la esperanza y la caridad,

·         para que puedan, en una palabra, cumplir en todo la voluntad de Dios..” (Catecismo Esta es nuestra fe, pág.310).

Esas tres virtudes o actitudes llamadas teologales, pues son don de Dios, constituyen el fundamento de toda espiritualidad cristiana y nos capacitan para una nueva relación con Dios Padre y con los demás a imagen de Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo. Cuando celebramos los sacramentos se va alimentando esta relación que lleva a un nuevo estilo de vida, a la fraternidad de los hermanos. Sin esta dimensión histórica, la fe cristiana quedaría en un sueño; pero no es un sueño, es una nueva propuesta de esta vida concreta.

Vivir la relación con el Padre, según el Espíritu de Cristo, no es posible sin la vinculación a la Iglesia, pues en Ella el Señor se hace presente: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). No podríamos saber nada de Jesús, como salvador nuestro, no podríamos participar de su dinamismo de vida si no lo hubiéramos recibido a través de esa gran cadena de testigos, los cristianos. Ellos son la herencia de Jesús, pero no una herencia carcomida y polvorienta sino vivificada por el Espíritu, con capacidad para hacer resplandecer su Evangelio hoy, en la vida de cada día.

c)     Una vida según el reino de Dios.

La espiritualidad cristiana como forma de vivir tiene su punto de referencia en aquella petición del Padrenuestro: “Venga a nosotros tu reino”. Esta oración es una llamada a colaborar decididamente en la construcción del reino inaugurado por Cristo. Por el Bautismo, todo el pueblo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal (1 Pe. 2,4-5). Nada humano es ajeno a la relación viva con Cristo; todo tiene una dimensión que va más allá de lo inmediato que, si es vivido desde el Espíritu de Cristo, es piedra viva en la construcción del reino. Desde esta perspectiva, la espiritualidad cristiana no es una búsqueda de nosotros mismo sino el crecimiento en la relación con Dios y con los hermanos. Nada humano queda alejado de la posibilidad de ser vivido en relación con Dios, pero, a su vez,  nuestra relación con el misterio de Dios tiene una dimensión histórica, unas consecuencias en la vida. Siguiendo aquel principio antiguo: “si oras de verdad, cambiará tu vida”, presentamos a continuación algunos elementos de la espiritualidad cristiana que estamos llamados a vivir en el hoy de nuestro mundo y de nuestra Iglesia. Precisamente uno de los temas fundamentales al que debe responder toda espiritualidad cristiana es el de la unidad entre la fe y la vida. Dicho de otro modo, es referirnos a la vocación a la santidad como el elemento característico de todo aquel que ha sido bautizado en Cristo.

La espiritualidad asume el diálogo entre la fe y la cultura, entre el Evangelio y la vida. Por eso han nacido distintas espiritualidades a lo largo de la historia. Hoy, una espiritualidad cristiana se podría caracterizar por estas siete dimensiones inspiradas en las Siete Pautas que nos ofrece Monseñor Robert F. Morneau , Obispo auxiliar de Green Bay, Wisconsin:

1.      “Sé un administrador responsable”

El materialismo y el consumismo son realidades generalizadas. Nuestro mundo se ha convertido en un gran supermercado donde privan las necesidades del consumo, la realización de los deseos individuales. Y frente a esto, miles de personas mueren diariamente de desnutrición mientras algunos deportistas reciben contratos multimillonarios. Hay valores sesgados que parecen primordiales cuando países con economías precarias derrochan billones de dólares en gasto militar. Algo no funciona.

Frente a esta realidad, vivir según el Espíritu nos debería llevar, en primer lugar, a no perder de vista a los que sufren. Todos huimos del sufrimiento. Molesta porque nos sentimos muchas veces impotentes y cuestiona nuestra forma de vivir. Vivir según el Espíritu de Jesús significa ponerse en lugar del último, o, al menos, acercarnos a quien sufre y compartir su situación. No lo podemos transformar todo, pero al actuar así quedaremos transformados. Entonces descubriremos que cada persona es una realidad sagrada, un valor y no un medio de usar y tirar. Este es el camino a seguir para superar el materialismo y consumismo en el que todo empieza y termina en nosotros.

2.      “Equilibra tu interioridad con una preocupación por lo que pasa fuera

Hoy se necesita urgentemente el silencio, un silencio que nos ayude a ir más allá de la superficialidad, a entrar en el misterio de la vida en que Dios habita. Esta no es una disciplina narcisista sino la posibilidad de entrar en relación personal con Dios. Cómo no recordar estas palabras de San Agustín en un momento cumbre de su itinerario espiritual: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando, y como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que, si no existieran en ti, serían algo inexistente. Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera. Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tus perfumes, respiré hondo, y suspiro por ti. Te he paladeado, y me muero de hambre y de sed. Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz” (San Agustín. Confesiones. Libro X, nº27). Afirmar esta presencia de Dios en nuestra vida es fundamental en toda espiritualidad cristiana. Amar a los demás es importante, pero sin olvidar a Aquel que es fundamento de todo y no competidor de nadie: Dios amor.

Desde esta realidad hay que cuidar siempre la atención a los demás. Es la otra cara del espejo, el rostro en el que se transparenta la imagen oculta de Jesucristo, sobre todo si es un rostro marcado por el dolor y la necesidad de ser reconocido.

El cultivo de la interioridad es un tema urgente para no despersonalizarnos, para no convertirnos en marionetas de las circunstancias o de los propios deseos, pero sin olvidar que el descubrimiento de nuestro interior pasa por el descubrimiento del otro. La espiritualidad cristiana pasa necesariamente por este situarnos ante de Dios desde la situación del otro. Ser prójimos es una exigencia de todo encuentro con el Dios vivo y verdadero que quiere la vida de los hombres. Nada más contrario a una espiritualidad cristiana que fijar como objetivo fundamental la pacificación de nuestros sentidos y de nuestros deseos. El silencio también es necesario, pero como camino para mejor disponernos al encuentro con Dios y al encuentro con las alegrías y sufrimientos de los hombres.

El hombre siempre ha buscado respuestas a los interrogantes más profundos de la vida y, de alguna forma, ha podido entrever la misteriosa realidad que todo lo fundamenta. El cristiano, al entrar en el centro de su corazón se encuentra con el misterio de Dios y, desde ahí, se abre realmente a todo cuanto existe. “Los cristianos, justamente porque adoramos a Dios, nos sentimos urgidos a servir al hombre creado a imagen de Dios. En el servicio al hombre se refleja la auténtica adoración del Dios verdadero. Un dios que no nos enseñase a vivir como hermanos sería un dios falso” (CCE, El servicio de la fe).

3.     “Entra en un diálogo honesto y permanente con la cultura”

Un elemento clave en la espiritualidad cristiana es la creencia de que el Espíritu Santo sopla donde quiere. Por eso, entrar en diálogo con las diversas culturas es de gran importancia para los evangelizadores, pues así pueden reconocer el trabajo del Espíritu en tantas culturas y pueblos. El Espíritu siempre va por delante en nuestra vida, bajo su impulso el hombre construye, descubre valores y toma decisiones sobre lo que es justo, verdadero y bueno. Es verdad que en cada cultura, como en cada persona, existe la marca del pecado, la oscuridad, la tentación. Pero lo sabio es descubrir la presencia del Espíritu en el corazón de cada hombre, en las diversas manifestaciones de la cultura y de la historia. No deberíamos olvidar aquel episodio del Evangelio: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?. El se volvió y los regañó. Y se marcharon a otra aldea” (Lc. 9,51-56).

Hoy, la vida según el Espíritu se realiza en la capacidad de discernir la realidad que nos envuelve, a fin de descubrir las huellas del Espíritu en nuestra propia historia. Durante mucho tiempo hemos vivido la relación con los no cristianos desde una postura de confrontación y sospecha. Ha llegado el momento de entender que solamente desde el diálogo, que acoge y valora al otro, es posible ofrecer la verdad de nuestra fe. Estamos llamados a ser hermanos universales, a caminar con todos aquellos que buscan el crecimiento y la dignificación de cada ser humano. Bien sabemos que “el hombre vivo es gloria de Dios: y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).

4.     “Utiliza la tecnología como un medio y no como un fin en sí mismo”

Cómo no utilizar hoy los medios que pone a nuestro alcance la técnica para el mejor desarrollo. Sin embargo, el primer problema es si esto está al alcance de todos los seres humanos. No podemos magnificar los grandes progresos de la ciencia si esta no alcanza, en sus efectos, a todos. Otro gran tema es la finalidad misma de la técnica. Se está imponiendo una forma de pensar en la que la técnica tiene todos los derechos y se olvida que sólo es un medio para un fin. Hoy parece que los medios se han convertido en fines. Una espiritualidad cristiana deberá afrontar esta cuestión promoviendo una nueva conciencia de lo realmente importante. Para un cristiano, lo importante es el reino de Dios. Es decir, Dios que actúa aquí y ahora. Esto comporta una respuesta: el amor a Dios y a los demás. La técnica puede ser muy útil siempre que promocione al ser humano, que no lo esclavice, o que ocupe el lugar de Dios convirtiéndola en un absoluto. Ante las múltiples iniciativas que promueve la ciencia y la técnica a favor del hombre siempre habrá que recordar que es el bien del hombre, de todo el hombre, la medida del desarrollo. “La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de comer del fruto del árbol (Gen. 2,16), muestra claramente que ante la naturaleza visible estamos sometido a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune” (SRS, nº 34).

Vivir las realidades de este mundo según el Espíritu nos debería llevar a hacer nuestro este anuncio de Jesús: “Por esto os digo: no estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?. Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?... Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt. 6,25-34).

5.     “Abraza el misterio. Busca la sabiduría”

Vivir según el Espíritu es vivir en presencia de Dios, saberse su colaborador, desear participar de su vida misma. El hombre es siempre un buscador. Esta historia nos debería ayudar para no dejarnos cautivar por las apariencias, por aquellas cosas que en realidad no tienen valor suficiente por el que valga la pena dar la propia vida:

“Esta es una historia que me han contado. Escuchad.

Un padre tenía dos hijos y dos hijas. Un día partió a un país lejano. Sus hijos se pelearon, jugaron, trabajaron y fundaron, cada uno de ellos, su propia familia. Pasado un tiempo recibieron una carta que les invitaba a abandonar su lugar de origen y a dirigirse a una lejana cabaña de madera, donde alguien estaba esperándoles. La carta estaba firmada: “Vuestro padre que os quiere”. Uno de los hijos afirmó con indiferencia que la carta era probablemente falsa, que el “viejo” seguramente había muerto y que, en cualquier caso, la distancia era demasiado grande para que el viaje valiera la pena. se quedó en su casa.

Los otros tres, intrigados, se pusieron en marcha. Las indicaciones de la carta eran enigmáticas y el itinerario a tomar, estrecho y difícil. Por fortuna, fueron encontrando a intervalos regulares lugares de descanso donde poder reponerse.

Durante el camino encontraron también a maestros y magos que les propusieron algunos atajos o bien otros destinos diferentes al originario. Una de las hijas siguió una de estas sendas, se perdió en un bosque y, agotada, despertó presa en una fortaleza.

Los otros dos buscadores perseveraron en el camino señalado por la carta. Tras buen número de alegrías y penas, de momentos de extremo cansancio y de valor renovado, llegaron a la cabaña de madera. Felices y curiosos, penetraron en el modesto alojamiento. Descubrieron maravillados un espacio ricamente ornamentado, como dispuesto para una fiesta. Les habían preparado manjares refinados y valiosos tesoros.

Subyugado, el joven, que había sobrevivido a las penalidades de la búsqueda, se apoderó de todo cuanto pudo acaparar en sus manos y bolsillos. Cargado de bienes y ebrio de alegría, se volvió a su casa.

El último de los hijos, la hija más pequeña de los cuatro, maravillada por tantas riquezas pero insatisfecha en fondo de sí misma, se preguntó: “Pero, ¿dónde está nuestro padre?”. Después de buscar por toda la estancia, reparó en una pequeña puerta en el fondo de la misma. Apenas el tiempo de llamar, la puerta se abrió y una persona sonriente la recibió con alegría y delicadeza en sus brazos. “Hija mía, por ti estaba muerto y ahora estoy vivo, estaba ausente y  ahora estoy presente”. Abrieron el uno al otro sus corazones hasta bien entrada la noche y festejaron su reencuentro. Poco antes del alba, la joven regresó feliz a su hogar, se reencontró con alegría con los suyos y les contó el viaje.

Luego marchó al encuentro de sus hermanos y hermana para entregarles una nueva carta de su padre. Colmado y triste, éste continúa esperándonos.” (Shafique Keshavjee “Dios, mis hijos y yo”, pág. 29-30).

Quien esté dispuesto a seguir los pasos del más joven de los hermanos encontrará realmente la sabiduría que le permitirá vivir esta vida, sin desesperación, pues siempre encierra un misterio que nos habla de Alguien más grande, que los cristianos creemos que existe y nos ama. Quien entra en el centro de la realidad, que es Dios, se encuentra con todo. Ya los antiguos monjes afirmaban, desde su soledad, que quien se encuentra con Dios se encuentra con todos los seres. Quien saborea la presencia de Dios afina su espíritu y se capacita para descubrir las excelencias del ser humano. Dios siempre está más allá de nuestro deseo, colma nuestras búsquedas dejando espacio a nuestra libertad. Dios no se impone, sino que, como el amor, llama a la puerta y, si le abrimos, tiene la capacidad de hacernos crecer, aunque también pide de nosotros una respuesta libre y no posesiva.

6.     “Vive sencillamente; encuentra el centro”

Vivimos en un torbellino de actividades y opiniones. ¿Cómo conseguir un corazón íntegro, saber lo que es verdaderamente necesario, vivir en el centro de la vida y experimentar su simplicidad?. Esta es una cuestión central en la espiritualidad. No bastan los buenos deseos y los sueños. Es preciso tener el coraje de llevarlos a la práctica, y esto exige simplicidad, gusto por lo esencial. En este sentido, la espiritualidad cristiana tiene en el camino de la caridad su centro más propio. ¿De qué sirve ganar el mundo entero si perdemos la vida?. ¿De qué sirve todo el esfuerzo por llevar una vida exigente, si no somos misericordiosos, si no intentamos perdonar y compartir las cargas de los demás?. El amor no puede ser una palabra meramente sentimental, se tiene que traducir en formas de vida concreta: acoger al que es diferente, compartir el camino con el que no coincidimos en todo, reanudar nuestra relación a pesar de las dificultades... Siempre será necesario armarse de un corazón que busca en el torbellino de las cosas y los acontecimientos el rostro concreto de las personas, que no se deja arrastrar por las grandes palabras sino por las personas concretas, y no para buscar el propio provecho, que también vendrá como un regalo, sino para que sean ellas mismas. En la espiritualidad cristiana, el amor es el camino que nos conduce al corazón mismo de Dios, y es la forma que adquiere la fe cuando se convierte en vida. La tradición cristiana siempre ha afirmado que la “caridad es la forma de todas las virtudes”. Sin esta experiencia fundamental toda nuestra fe en el Dios amor se desvanece como la espuma. Tiene razón San Ignacio cuando afirma que en el amor el acento debe ponerse más en las obras que en las palabras. Vivir de forma sencilla significa moderar nuestros deseos porque hemos encontrado el tesoro más grande, aquel por el que vale la pena dejarlo todo. Este tesoro tiene que ver con el amor a Dios y a los demás.

7.      “Recupera la alegría”

El siglo XX ha sido un siglo marcado por grandes progresos, pero también por una historia de muerte y opresión política. Los graves problemas ecológicos y sociales que genera nuestra forma de vivir salta a la vista en la distancia que existe entre Norte y Sur. Si tomamos conciencia de nuestra responsabilidad al respecto, ¿tendremos motivos para la alegría?. Sonreír un instante, evadirnos de la situación, divertirnos, es una tarea al alcance de cualquiera, pero la alegría es otra cosa. Esta nace de la esperanza, de la certeza de que este mundo no termina en sí mismo, de que las puertas de la historia están abiertas a un futuro que viene de Dios. Podemos disfrutar de cada instante, de cada pequeño gesto, de cada encuentro, sin desesperación, pues sabemos que todo está en camino hacia una plenitud más grande y, aunque el sufrimiento también nos alcanza, éste no tiene la última palabra. Recuerdo que cuando me nombraron Obispo de Ibiza, a la hora de elegir mi lema episcopal, me decidí por este: “Gaudete in domino”. Era la fiesta de San Felipe Neri, toda una promesa de que mi tarea episcopal debería estar marcada por la alegría. Después, con el paso del tiempo, descubrí que la alegría no nace del buen temperamento sino del encuentro con algo realmente valioso, el encuentro con Jesucristo, presente hoy en su Iglesia y cercano a tantos hombres y mujeres que piden de mí una respuesta.

La espiritualidad del cristiano de hoy debe ser de esperanza, de confianza en las promesas de Dios que nos llevan a luchar de una forma más decidida para que nuestro hoy sea realmente un anuncio, una semilla del futuro. “Sostengo además, que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios... Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios.