¿Religión machista?

Por José Ignacio Munilla / para periodismocatólico.com

Circula por internet un manifiesto con el título «Entre el monoteísmo hebreo y el Olimpo de los dioses», en el que, desde unas posiciones feministas, se acusa a las religiones del abuso machista a lo largo de largo de la historia. La crítica se acaba dirigiendo especialmente a la Biblia en general y al catolicismo en particular.

Quienes pretenden buscar el origen del machismo en las religiones cometen un grave error. El origen del machismo está en la «ley del más fuerte». Es decir, su raíz está en la vivencia de las relaciones humanas a nivel animal. El hombre tiene más fuerza física que la mujer, y, al igual que en el reino animal, el macho domina por lo general a la hembra; eso conlleva una posibilidad real de abuso.

Sin embargo, por encima de este nivel irracional, la religión fomenta el nivel espiritual en las relaciones humanas, por lo que no cabe duda de que la religión, lejos de ser la causa del machismo, ha sido un instrumento importante para mitigarlo. Es verdad que, al mismo tiempo que la religión potencia la superación de la «ley del más fuerte», lo hace también en categorías que son deudoras en parte del contexto cultural circundante. Pero eso es absolutamente normal y explicable, ya que la religión no es sino la revelación de Dios vertida en categorías humanas, las cuales no pueden dejar de estar influenciadas por el contexto social del momento.

Si bien es cierto que Dios se revela en la Biblia bajo la imagen de «Padre», también lo es que la reflexión teológica ha tenido mucho cuidado en insistir que Dios no tiene sexo, sino que es un ser espiritual y no carnal. Es más, también existen en la Biblia un buen número de imágenes en las que Dios se revela con metáforas femeninas. Por ejemplo, Isaías 49,15: «¿Es que puede una madre no conmoverse por el fruto de sus entrañas....? Pues aunque esto ocurriese, yo nunca me olvidaré de ti.». También es digno de mención que existan libros bíblicos (Judit y Ester) que exalten modelos heroicos femeninos.

Es muy frecuente que las críticas que los grupos de presión feministas hacen sobre los textos sagrados caigan en juicios anacrónicos. Así, por ejemplo, consideran un signo de machismo la imagen bíblica en la que Eva es formada a partir de la costilla de Adán, cuando resulta que en el contexto histórico machista en que esa imagen fue plasmada suponía una fundamentación teológica y antropológica de que la mujer es de la misma dignidad que el hombre.

Dos ejemplos clave

En el manifiesto al que nos referimos, sacan a colación algunos textos secundarios de san Pablo (como aquellos en los que se afirma que la mujer debe callar y taparse la cabeza 1 Cor 11, 3-7, etc...), que son claramente fruto del contexto cultural en el que fueron escritos, siendo así que la Iglesia jamás ha extraído de ellos afirmaciones de nivel dogmático o moral; mientras que, por el contrario, el citado manifiesto silencia las cuestiones claves del mensaje bíblico en las que está en juego verdaderamente la igualdad entre el hombre y la mujer. Ponemos dos ejemplos claves silenciados:

a) La monogamia: Verdadera consecución del cristianismo. ¿Acaso la poligamia no supone el sometimiento absoluto a unos valores machistas? El principio básico que posibilita la igualdad entre el hombre y la mujer es: «Una mujer para un hombre, y un hombre para una mujer.» Si se dice que la democracia no comenzó a existir hasta que se reconoció socialmente el principio de que vale lo mismo el voto de todos los ciudadanos, así también la monogamia es el «abc» de la lucha por el reconocimiento de la dignidad de la mujer.

b) El rechazo del divorcio: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Marcos 10, 11-12). Es decir, Jesucristo exige la fidelidad matrimonial, al mismo nivel, al hombre y a la mujer.

Por otra parte, es ya un tópico muy extendido el considerar que el sacerdocio masculino es un signo de machismo. Supone un desconocimiento de la fundamentación mística de la espiritualidad católica: las religiosas se desposan con Jesucristo; mientras que los sacerdotes -imagen de Cristo- se desposan con la Iglesia. La mística de la espiritualidad católica se configura, por lo tanto, en torno a la imagen del desposorio. El desenfoque de la cuestión está en hacer del asunto del sacerdocio una prolongación del debate que la sociedad civil sostiene sobre la legítima promoción de la mujer. No es correcto proyectar en una cuestión netamente teológica unos esquemas que le son totalmente extraños (machismo-feminismo). El error está en pensar que el sacerdocio es un derecho en orden a la igualdad y a la promoción de la mujer. Esto es volver a los esquemas preconciliares en los que el sacerdocio pudo ser vivido, en ocasiones, más como una promoción social que como un servicio de entrega. A este respecto, merece la pena recordar la siguiente anécdota: una feminista preguntó a un arzobispo por qué se excluía del centro de la Iglesia a la mitad del género humano; el prelado le respondió que «el centro no es el sacerdocio, sino el amor». Y es que el único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad. Los más grandes en el Reino de los Cielos no serán los ministros sino los santos.

El mismo manifiesto que estamos criticando critica la mitología griega porque representa las divinidades femeninas con rasgos siempre incompletos. En la mitología griega la mujer no tiene un referente simbólico de plenitud en el que sentirse identificado. Y, sin embargo, se olvidan de contrastar este hecho con la veneración católica a la Virgen María; en la que encontramos la cumbre de la mayor perfección a la que ha llegado el género humano. Y, por cierto, sin que para ello necesitase ser sacerdote.