O’Murchu

Rehacer

la vida religiosa

 

Una mirada

abierta

al futuro

 

 

Contenido

 

Prefacio

Introducción

Capítulo I. El marco histórico.
Reapropiándonos nuestra historia universal

Capítulo II. El marco cultural.
Más allá de las categorías religiosas

Capítulo III. El marco cultural. La realidad liminar

Capítulo IV. El marco teológico.
Ampliando los horizontes tradicionales

Capítulo V. El marco femenino.
Recuperando una tradición perdida

Capítulo VI. El marco pastoral.
Mediando los valores relacionales

Capítulo VII. Reestructurar para el siglo XXI.
Hacia un nuevo paradigma

Capítulo VIII. ¿Y qué sucede con el marco eclesiástico?

Capítulo IX. Espiritualidad para un tiempo de reconstrucción

Bibliografía

Índice

 

 

Dedico este libro
con amor y gratitud a
Elizabeth Smyth, rc
cuyo compromiso con la vida
en medio de la alegría y el sufrimiento
ha guiado a muchas personas
hacia espacios proféticos y liminares.

 

 

Prefacio

 

La primera edición de este libro apareció en enero de 1995, dos meses después del Sínodo sobre la Vida Religiosa de 1994. El último capítulo ofrecía algunas reflexiones tanto sobre el proceso de preparación del Sínodo como sobre las deliberaciones que tuvieron lugar en él. El documento final del Sínodo no apareció hasta 1996 para cuando el mismo Sínodo había caído ya en cierto modo en el olvido.

Ahora en 1998 el Sínodo es casi como si no hubiera tenido lugar para la historia contemporánea de la vida religiosa. Ha tenido muy poco o prácticamente ningún impacto en cuanto a ayudarnos a entender lo que está sucediendo en la vida religiosa actual y tampoco nos ha ofrecido una esperanza realista para el futuro. En consecuencia, y después de haberlo pensado bien, he decidido eliminar el capítulo sobre el Sínodo de 1994. Lo he reemplazado por un capítulo sobre la Espiritualidad. Dos razones principales me han llevado a tomar esta decisión. En nuestro mundo existe hoy una nueva hambre de espiritualidad. No es fácil verla en el contexto de las religiones más importantes o de las iglesias oficiales. Pertenece mucho más a esa «vanguardia» donde las personas se enfrentan a las preguntas acerca del sentido y tratan de encontrar un estilo de vida más saludable.

Creo que nosotros, religiosos y religiosas, más que cualquier otra persona, estamos llamados a encontrarnos con ese nuevo fermento espiritual con la sabiduría y sensibilidad que es propia de nuestra vocación liminar. Llevamos en nuestros corazones la herencia de los margenes liminares y la llamada profética a ponernos del lado de los que buscan una nueva esperanza.

Sin embargo, no podremos dar una respuesta adecuada a menos que nosotros mismos nos llenemos de una espiritualidad que pueda abrazar la llamada a la liminaridad con todos sus desafíos y paradojas. Ésta es la segunda razón para la elección de la espiritualidad. Las tradiciones espirituales de nuestro pasado reciente y la visión espiritual subyacente durante toda la época patriarcal (más de 10.000 años) son en gran parte irrelevantes, y de hecho incluso contraproducentes, en orden a afrontar los retos de este nuevo movimiento espiritual.

Con la adición de ese capítulo extra y otros cambios menores a lo largo del libro, la llamada a conceptualizar de nuevo (rehacer, reestructurar, reconstruir) lo que es la vida consagrada alcanza una mayor profundidad y una más clara aplicación práctica. Situarse frente a la realidad actual de nuestro mundo, especialmente en los límites donde el sufrimiento y la esperanza dan lugar a la creatividad, exige una mirada contemplativa y una visión intuitiva del Espíritu viviente. La sabiduría por la que nuestro mundo está clamando es aquella que permita entender cómo toda la realidad está realmente interconectada y cómo los impulsos provenientes del patriarcado fragmentan y separan. Recuperando una vez más el mundo como el suelo fértil en el que puede desarrollarse el testimonio de la vida religiosa es como nosotros también podremos nacer de nuevo.

 

Introducción

 

 

 

Vivir con un espíritu capaz de evolucionar significa comprometerse con toda la ambición posible y sin ninguna reserva en la realidad presente y, sin embargo, saber abandonarla y dejarse llevar hacia un futuro nuevo cuando llega el tiempo oportuno.
(Erich Jantsch)

 

 

Reestructurar es un concepto que se usa en la teoría de los sistemas y en una de sus aplicaciones mejor conocidas: la terapia familiar. Alude a una configuración nueva o a una serie de configuraciones diferentes que ofrecen nuevas posibilidades para comprender el modo de operar de un sistema. Explorando los posibles nuevos modos de actuar de los elementos individuales (por ejemplo, los miembros de una familia), el sistema en conjunto puede cambiar de una forma significativa. Si se invita y permite a la hija callada y antipática de una familia expresar su protesta (en vez de sublimarla o reprimirla), no sólo su papel dentro del sistema cambiará sino que es probable que todo el conjunto de las interacciones familiares se modifique.

Watzlawick y Alia (1974) lo describen como el «gentil arte de reestructurar». Es un proceso liberador que nos invita a examinar y a tratar de superar los modos de ser tradicionales y rígidos. Obviamente, cuanto más grande y complejo es un sistema, más difícil será la tarea de la reestructuración porque el mismo sistema ofrece mayores resistencias al cambio. Y si esas estructuras han sido validadas por una larga experiencia histórica y apoyadas por poderosas ideologías de tipo religioso y emocional, entonces la tarea de la reconstrucción puede ser casi imposible.

Por otra parte, tenemos la tendencia de minusvalorar la fragilidad de los sistemas «poderosos». Aunque no lo parezca, cuando un sistema llega a una situación de rigidez extrema y prolongada, es cuando generalmente está cerca del colapso. Las energías creativas están agotadas; la voluntad de vivir ha sido casi eliminada; el dolor de la inminente extinción es tan real que nadie se atreve a reconocerlo. Muchas instituciones de nuestro mundo –políticas, sociales, económicas o eclesiásticas– están totalmente agotadas; abundan la inercia, el desánimo, la co-dependencia y la negación de la realidad. En muchos de estos casos la reconstrucción no será posible mientras que el viejo edificio no sea destruido y desaparezca. Sólo entonces todas las posibilidades volverán a abrirse de nuevo.

La forma de vernos a nosotros mismos

La vida religiosa es una importante institución eclesial del mundo occidental. Incluso en el hemisferio sur la mayor parte de las formas de esa vida son eurocéntricas, engastadas en estructuras formales heredadas del Occidente aunque muchas órdenes y congregaciones occidentales ya no se atienen a esas tradiciones. Como institución dominante dentro de la Iglesia a la vida religiosa se la ha dado un status de «especial consagración» de modo que religiosos y religiosas puedan ser agentes de evangelización (ver Juan Pablo II, Vita Consecrata, 1996). El significado práctico de ese status se percibe de forma muy diferente en los diversos sectores de la vida religiosa. De hecho la coincidencia entre lo que la Iglesia oficial espera de la vida religiosa y lo que los miembros de nuestras órdenes y congregaciones piensan de sí mismos es mínima. Entre los mismos religiosos y religiosas hay también enormes diferencias en el modo de entender –o no entender– su propia vida en lo que se refiere a su función u objetivos.

A los ojos de la opinión pública occidental los religiosos y religiosas son vistos como especialistas en servicios específicos como por ejemplo en educación, sanidad y trabajo con los marginados por la sociedad. El público en general entiende a los religiosos y religiosas por referencia a lo que hacen, a su función y no por referencia a su consagración. Por el contrario, en las grandes tradicionales orientales como el hinduismo, el budismo y en algunas variantes cristianas de vida religiosa son considerados como «personas separadas», cuya tarea nunca se define claramente, pero que de forma intuitiva se entiende que afecta al conjunto de la vida y de la cultura y por tanto a un gran abanico de personas (describiré esta función como liminar y su significado se explicará en el capítulo tercero).

Como muchos otros sistemas del mundo occidental de nuestros días, la vida religiosa está en crisis, decayendo tanto el número de sus miembros como su influencia cultural, insegura sobre su finalidad, confusa sobre su función y bastante indecisa sobre su futuro. De hecho su futuro no está en duda, como muchos historiadores de la vida religiosa ponen de relieve. Lo que está en duda es la supervivencia del modelo actual de vida consagrada. Aunque podríamos decir que actualmente no existe un único modelo. Existe más bien un estereotipo dominante que incluye muchas de las características de la espiritualidad y teología posterior a la Reforma. Ese estereotipo es patriarcal (dominado por los valores masculinos y con una estructura de poder jerárquica), dualista (alma y cuerpo, cielo y tierra, perfección y pecado), legalista (salvación a través de la observancia de la ley), jansenista (desprecio del orden del mundo creado) y eurocéntrico (la vida religiosa cristiana entendida como superior a otras formas [paganas] de vida religiosa).

Morir y dejarse morir

La renovación de la vida religiosa promovida por el Concilio Vaticano II y promulgada en sus documentos Lumen Gentium (capítulo sexto) y Perfectae Caritatis ayudó a dar una sacudida a un sistema demasiado formal y conformista. Ese movimiento no hizo más que acelerar la desintegración que ya estaba en marcha. Para muchos de nosotros ese proceso se hizo visible entonces por vez primera. Este proceso de desmantelamiento que ahora parece irreversible es muy familiar para los historiadores de la vida religiosa. Estamos atravesando un clásico proceso pascual de muerte y resurrección. Como la semilla cae en tierra y muere, así a su debido tiempo habrá una primavera que traerá consigo brotes de vida nueva, esperanza renovada y posibilidades originales.

En este primer momento los religiosos y religiosas no podemos hacer gran cosa. Estamos siendo testigos de una de las grandes paradojas de la vida en el universo: el renacimiento a través de la muerte. Pero es importante que sintamos la pérdida, que experimentemos el dolor, que seamos conscientes de nuestra impotencia y que oremos pidiendo la gracia de estar abiertos y ser receptivos ante lo nuevo, que será aquello que recibamos de la generosidad creadora de Dios cuando Dios quiera. Deberíamos recordar que manteniéndonos en esa actitud receptiva es como somos co-creadores con el Dios creador y que las nuevas posibilidades que se nos están ofreciendo serán nuestras en la medida en que seamos capaces de recibirlas y encarnarlas en las estructuras adecuadas. Las reflexiones de este libro –sobre la reestructuración– cobran toda su importancia en este contexto de recibir y encarnar lo nuevo.

La refundación es tarea que pertenece a la iniciativa divina. Nosotros no refundamos nuestras órdenes y congregaciones. Dios lo hace. En el proceso de refundación, sin embargo, no somos espectadores pasivos sino agentes co-creadores. Dios ofrece el don; nuestro privilegio y corresponsabilidad es responder con toda nuestra capacidad en cuanto seres humanos que poseen una determinada cultura. Influenciados por nuestro medio ambiente cultural, encarnamos y recibimos la sabiduría en las estructuras concretas que nos ofrece nuestro mundo. Las estructuras concretas que escogemos o las que intentamos escoger pueden tener muchas veces consecuencias de vida o muerte para el ideal que tratamos de encarnar.

El evangelio de Marcos nos ofrece un buen consejo: «El vino nuevo necesita odres nuevos» (Mc 2,22). Nuestra tentación es la de acomodar nuestros sueños y realidades –tanto viejos como nuevos– en «odres» ya conocidos. Pero esa actitud puede llevarnos al desastre. La novedad se puede perder irremediablemente y el momento de gracia quedar reducido a puro pragmatismo. En ese caso nuestra voluntad más que la de Dios pone en peligro un horizonte que de otra manera habría estado lleno de esperanza.

El marco apropiado (el odre) no se encuentra fácil ni inmediatamente. El diálogo, la reflexión y la oración son requisitos esenciales. La sabiduría y la experiencia del pasado junto con lo nuevo que está surgiendo en nuestra cultura son también puntos de referencia importantes. La misma tradición –en nuestro caso la larga historia de la vida consagrada– puede ser una rica fuente de sabiduría e inspiración mientras que tratamos de discernir las opciones más apropiadas.

Este libro es un intento de descubrir y exponer algunas de las claves de comprensión que espero que nos iluminen a través del confuso laberinto del mundo de hoy. Trata de poner nombre a aquellos elementos de nuestra experiencia cultural que ahora están volviendo a aparecer después no de siglos sino de milenios de olvido. Profundizando en nuestra larga historia –hasta lugares a los que relativamente muy pocos escritores han llegado– obtendremos una panorámica de la vida religiosa que ofrece una refrescante y desafiante visión del futuro. Nuestra trayectoria nos llevará más allá de las estructuras normativas, que asumimos habitualmente como dadas, hacia la exploración de los valores y aspiraciones que dieron lugar originariamente a la vida consagrada y que alimentan su crecimiento y desarrollo en todas las épocas y culturas conocidas de la humanidad. Este vasto horizonte que abre el espíritu humano y la imaginación a nuevos límites es la base desde la que se sugiere la reconstrucción de la vida religiosa que se propone en este libro.

Esta reconstrucción se pretende que sea una experiencia liberadora. Indudablemente también nos puede hacer sentir temor. A ninguno de nosotros le gusta abandonar lo que nos es familiar, especialmente cuando ha sido validado por el peso del tiempo y de la tradición. Pero en tiempos de grandes cambios históricos y culturales nuestras opciones están bastante limitadas: progresar, volver atrás o quedarnos parados. Como cristianos hemos sido invitados a apoyar y promover la «plenitud de la vida» (Jn 10,10). Ahora más que nunca recibimos el desafío –en nombre del pueblo de Dios– a decir Sí a la vida y a las dimensiones culturales y espirituales de la vida consagrada por tanto tiempo negadas que la configuran como una experiencia de irradiación de valores. Este nuevo y dilatado horizonte será el que nos oriente en las reflexiones y consideraciones que siguen.

 

Capítulo Primero

El marco histórico. Reapropiándonos nuestra historia universal

 

Las culturas en descomposición pueden contentarse con conceptos fragmentarios carentes de significado profundo pero las culturas llenas de vida se esfuerzan por conocer el contorno de toda la realidad que experimentan. (Erwin Laszlo)

 

La historia es un proceso de desarrollo de unos modelos y no una serie de acontecimientos aislados y puntuales. La historia es un conjunto de historias habitadas por pueblos, acontecimientos y movimientos pero sólo nos revelará su sentido profundo a lo largo del fluir de la narración. La historia se ocupa más de los procesos que están en marcha que de las consecuencias puntuales de una batalla, de una tregua o de los hechos infames de algunos héroes.

Toda historia es historia sagrada. Toda forma de contar la historia pretende ofrecer un significado a menudo mezclado con la pretensión de dominar. Los procesos históricos son fruto más de los intentos de comprometerse con la realidad que del desnudo deseo de dominarla y controlarla. Los actos externos, a menudo amplia y abundantemente documentados, tienen el peligro de hacernos perder la riqueza, diversidad y complejidad de su significado real.

La vida religiosa es sólo uno de entre los varios movimientos que es necesario rescatar del minimalismo histórico. Sus textos habituales están salpicados de las hazañas ascéticas de muchos hombres extraordinarios y de unas pocas mujeres extraordinarias. El contexto tiende a ser exclusivamente eclesiástico, subrayando muy raramente la ingentes contribuciones a la cultura de los grupos monásticos y religiosos. Y la perspectiva geográfica es casi sólo eurocéntrica, dejando para el resto del planeta apenas unas anécdotas de relativa (o ninguna) importancia. Finalmente, se ofrece un modelo cristiano de vida consagrada, a menudo presentado como único, que no tiene nada con que contribuir o aprender del inmenso depósito de la experiencia de vida religiosa en las otras grandes religiones del mundo.

La tradición fundante: Egipto

Del modelo cristiano, en su forma más conocida, se afirma que tuvo su origen en Egipto hacia el 250 d.C., cuando san Antonio abanderó el movimiento eremítico compuesto por hombres y mujeres que, llenos de coraje, abandonaron sus casas y todo aquello que amaban, en busca de una vida austera de penitencia y oración en las montañas desérticas del norte de Egipto. Los devotos vivían a menudo solos, ayunaban durante largos períodos y desarrollaban una capacidad heroica para sobrevivir frente a las tentaciones internas que los podían llevar a la locura y para defenderse de los peligros provenientes del medio extraño en que vivían.

Sosteniendo este ideal ascético encontramos la metáfora predominante del héroe, una imagen que ha prevalecido en la historiografía cristiana hasta hace muy poco tiempo. Cuanto más heroica intentaba ser la persona, más parecida a Dios se hacía, y, al hacerse más semejante a él, la persona se hacía capaz de trascender todas sus necesidades terrenas y corporales, llegando a ser transportada finalmente llegaba al mismo mundo divino. Consecuentemente, la vocación a la vida monástica se llegó a conocer como el «martirio blanco» (Malone 1950; French 1965), al sacrificarlo todo por causa de Cristo.

¿Que fue lo que motivó esta conducta aparentemente irracional? Los historiadores ofrecen diversas explicaciones que van desde la profunda fascinación por lo divino, que da lugar a todos los movimientos místicos, hasta la más normal reacción ante una Iglesia que se conformaba progresivamente con el mundo (a través de los privilegios que se le habían concedido en el Edicto de Constantino, 310 d.C.) y que, por eso mismo, abandonaba la santidad y el heroísmo de los mártires. El hecho de que el primitivo movimiento monástico surgiera como una alternativa a la corriente principal del cristianismo es una dimensión de la vida religiosa que se repite muchas veces a lo largo de la historia y a la que muy raramente se reconoce su profunda significación profética.

En su biografía de san Antonio, san Atanasio describe a estos primeros religiosos (y religiosas) como buscadores de soledad. Da la impresión de que hubo poco espacio para la dimensión comunitaria. Pero los escritos del mismo san Antonio (ver Chitty 1965) ofrecen una impresión diferente. El estado de soledad raramente duró toda la vida del religioso y la estructura más común tendía a ser la de la laura (Chitty 1966 p.15) con tres o más eremitas viviendo muy cerca unos de otros. Además, como se pone de manifiesto en las cartas de san Antonio, miles de personas iban a visitar a los monjes en el desierto buscando su consejo y atendiendo a menudo a sus necesidades temporales. En consecuencia, decir, como lo hacen muchos historiadores, que el modelo comunitario es prácticamente desconocido antes del movimiento pacomiano en el Alto Egipto alrededor del año 300 d.C. es inexacto y engañoso. Lo que se produjo con Pacomio fue la formalización de un fermento que había pasado ya por muchas etapas de crecimiento y desarrollo.

No pretendo sugerir que la historia del monasticismo egipcio es algo puramente anecdótico o superficial. Es parte de una historia llena de fuerza y toda buena historia cae de alguna manera en la exageración. Lo que no podemos hacer es convertir una historia en una sucesión de hechos puntuales. De ese modo perdemos su auténtico significado. La historia de san Antonio y el movimiento que inspiró es un testimonio contracultural frente a una cultura asolada por el deseo de poder y a una Iglesia que se había adaptado de tal manera a los valores superficiales de su tiempo que ya no podía encarnar más las exigencias radicales del nuevo reino de Dios. No todo en la contracultura es necesariamente auténtico (por ejemplo, la idea equivocada del inminente fin del mundo); en toda contracultura luz y oscuridad se mezclan. A este respecto, la importante contribución de Pacomio –como lo indican muchos estudiosos– fue la purificación de aquellas prácticas que tenían el peligro de llevar a desviaciones (especialmente en el campo de los excesos ascéticos).

Juan Casiano fue uno de los primeros estudiosos del monacato egipcio. Reivindicó haber tenido experiencia directa del modelo pacomiano (aunque este punto sea muy dudoso), pero declaró su original fidelidad al individualismo heroico de los primeros eremitas. Tuvo una gran influencia en Occidente, inspirando en gran medida la aparición de los monjes giróvagos, la forma monástica dominante en Occidente hasta la fundación de los benedictinos alrededor del 500 d.C.

La tradición siria

Durante muchos años los estudiosos del monasticismo han discutido si la vida religiosa tuvo su origen en un movimiento de tipo comunitario o eremítico. No se trata sólo de una discusión académica que afecte a unos pocos especialistas. Se trata de un tema histórico y teológico de importancia capital. Históricamente, nos obliga a estudiar las formas anteriores a Egipto como los grupos de la Alianza del primer y segundo siglo en Siria, la comunidad del discípulo amado del evangelio de Juan y grupos pre-cristianos como los esenios y los terapeutas. Histórica y teológicamente, hemos dado escasa atención al hecho de que muchos de los más grandes fundadores y fundadoras estuvieran acompañados por un pequeño grupo de personas muy significativas en la tarea de poner en marcha sus respectivas órdenes o congregaciones. Probablemente el ejemplo mejor conocido sea el de san Ignacio y sus siete compañeros.

Habría que subrayar que sin el discernimiento y el apoyo de ese pequeño grupo muchas órdenes y congregaciones nunca habrían nacido. Más allá del popular interés historiográfico que tiende a ver sólo los logros heroicos del individuo hay una más profunda sabiduría comunitaria a menudo infravalorada y olvidada. En el corazón de la experiencia de una (re)fundación está más presente la creatividad conjunta de una comunidad que la de un individuo destacado. De aquí la necesidad de recuperar una visión más coherente de los orígenes comunitarios de la vida consagrada en el cristianismo así como de la fundación comunitaria de cada una de las órdenes y congregaciones.

Por esta razón todo lo que sucedió en los primeros tiempos en Siria tiene una particular relevancia (cf. Gribomont 1965; Nedungatt 1973; Murray 1974). Allí, pequeños grupos, buscando profundizar en su compromiso bautismal, se reunieron adoptando un estilo de vida célibe, compartiendo sus bienes y recursos personales. Algunos seguían viviendo en sus casas, otros fueron a vivir en una casa común. Los datos históricos sugieren que tenían una estrecha relación con las iglesias locales en las que eran considerados como una élite cristiana. Parece que el servicio de caridad en el marco de la comunidad era un importante aspecto de su vida. Es claro que la eventual desaparición de estos grupos y la dispersión de sus miembros a la búsqueda de una vida más solitaria fue el resultado de la persecución religiosa y no, como a veces se supone, de una mayor profundización en la vida espiritual, buscando un estado de vida por solitario más perfecto. Su resurgimiento con Basilio de Cesarea (330-379 d.C.) fue lo que dio al monasticismo capadocio su fuerte sabor comunitario tan diferente del modelo egipcio más solitario y heroico (ver Gribomont 1965; Fedwick 1979).

Brown (1979) es uno de los pocos exégetas que pone de relieve la existencia de dos estilos dominantes de discipulado en el evangelio de Juan. Hay un modo más estructurado y organizado de seguir a Jesús que tiene al Padre como su figura central. Sin embargo, hay otro grupo, en el que Juan, el discípulo amado, es la persona central, que tiene una forma más contemplativa y libre de vivir el discipulado, parece que favorecido por Jesús como un estilo complementario del otro más estructurado. ¿Tendríamos aquí un posible prototipo bíblico de la vida consagrada?

En la tradición judía hay muy pocos datos concretos que hablen de una forma monástica de vida aunque Desprez (1900) nos invita a considerar los profetas del Antiguo Testamento, los nazireos (Am 2, 11-12) y los recabitas (que vivieron en el tiempo de Jeremías) como posibles prototipos. Sin embargo, nos debemos preguntar de dónde sacaron su inspiración grupos como los esenios y los terapeutas. ¿A qué tradición pertenecieron? ¿Cuál fue su papel y función en la cultura de su tiempo? Son preguntas para las que actualmente encontramos pocas respuestas.

La gran tradición oriental

Es muy posible que los pocos casos de vida monástica judía que conocemos estuvieran inspirados e influenciados por los movimientos del mismo estilo aparecidos en el lejano Oriente. Podemos encontrar huellas del monasticismo budista, a través de la mediación del Shanga (comunidad), hacia el 500 a.C. y en unos pocos siglos lo encontramos extendido hasta tierras tan lejanas como Sri Lanka, Tailandia, Japón y Tibet. La tradición hindú, que prácticamente se extendió sólo por India, es alrededor de dos mil años anterior al cristianismo. Una ruta comercial bien conocida entre Palestina y lo que hoy conocemos como el subcontinente indio –siguiendo la ruta de los ríos Tigris y Eúfrates– existía ya en los primeros tiempos del cristianismo, facilitando el intercambio de ideas; un hecho que es generalmente bien conocido pero del que raramente se han sacado sus consecuencias más profundas (al menos hasta donde llega mi conocimiento).

Los estilos budista e hindú tienen grandes semejanzas –y cuestiones– con las formas del Occidente cristiano (ver Henry y Swearer 1989; O’Murchu 1991). Los valores más dominantes son claramente los mismos. Costumbres y prácticas, aunque adaptadas al medio concreto, muestran numerosas tendencias comunes. En un cierto nivel, las formas orientales (especialmente en el hinduismo) parecen estar más institucionalizadas. Por otra parte, la significación cultural de la vida consagrada (lo que en los siguientes capítulos llamaremos liminaridad) aparece con un relieve más claro y marcado en la tradición budista theravada que en cualquier otra parte.

La cuestión de si podemos o no determinar la existencia de una interdependencia mutua, por interesante que sea en sí misma, no es nuestra más inmediata preocupación. Lo que es más importante es la tendencia de la vida consagrada a surgir en diferentes credos y culturas y en diferentes momentos de la historia. En consecuencia, necesitaríamos conectar también con los tariqahs, el sistema monástico adoptado por la fe islámica (a través del sufismo), que brota inicialmente en el siglo octavo y tiene su culmen entre el 1100 y el 1300 d.C. (cf. Trimingham 1971). Actualmente los tariqahs continúan floreciendo en el norte de ¡frica, Asia Central, Turquía, Arabia y Pakistán.

También merecen mención los muy poco conocidos movimientos monásticos que existen en el marco del sikismo de entre los cuales los udasi, los nanaksar y los más libremente afiliados nihang singhs están entre los grupos mejor conocidos. Los movimientos judíos contemporáneos como los kibutzim y los yeshiva parecen servir a un propósito afín al de la inculturación monástica como lo hacen las muchas comunidades voluntarias (tanto si son sagradas como seculares) que aparecen de vez en cuando en todas las culturas (cf. Barker 1982; Beckford 1986; Wittberg 1991).

A lo largo de su historia la vida religiosa muestra una amplia gama de formas y expresiones a través del tiempo y las culturas. Algunos de los estilos mejor conocidos están descritos en el diagrama de la página siguiente. Ahí se especifica un amplio abanico de formas históricas, ninguna de las cuales puede considerarse superior a las otras. La historia produce sus propias expresiones bajo el dictado del tiempo y de la cultura. De hecho, parece que son las necesidades a las que se quiere atender las que ofrecen el marco estructural a través del cual se responde a esas mismas necesidades y éstas entonces se convierten en las estructuras normativas en las que se encarna la vida consagrada. Contrariamente a la más común tradición que entiende la vida religiosa como una huida del mundo y sus valores, ésta parece medrar cuando se compromete estrechamente con el mundo de su tiempo y con las necesidades urgentes que esperan una respuesta creativa y llena de coraje.

Desde un punto de vista histórico no podemos canonizar ninguna forma como superior a las otras. Todas tienen su lugar y su función. Ni siquiera podemos excluir formas que puedan aparecer en el futuro por el hecho de que no tengan precedentes en el pasado, como por ejemplo la aparición de una forma de vida religiosa para personas casadas. El Espíritu sopla donde quiere. La pluralidad de las formas carismáticas no parece que vaya a disminuir; si hay algún cambio en el futuro, parece que se orientaría hacia una mayor diversidad y pluralidad de formas a medida que la historia y la cultura se expanden.

A pesar de nuestra nula habilidad para delinear con claridad las características dominantes de la vida consagrada universal, hay sin embargo algo básico que está presente de forma constante en la globalidad del fenómeno. Más que en la particularidad de cada tradición religiosa y menos aún en el nivel de cada orden o congregación es en el nivel global donde más probablemente descubriremos la sabiduría innata que hace tan especial y culturalmente único a este fenómeno. Como con la ciencia contemporánea, la clave para entender los últimos significados puede ser que no esté ya en los «primeros fundamentos» sino en la interacción del conjunto de elementos que forman la totalidad.

La dimensión cíclica

En la tradición cristiana tendemos a mirar la historia de la vida religiosa desde una perspectiva aislada e ideológica. Cada familia religiosa –por ejemplo, jesuitas, dominicos, franciscanos, ursulinas, etc.– tiende a dar prioridad a su propia historia sobre el relato más amplio de la gran historia en la que se inscribe cada una de ellas. No nos damos cuenta de que la vida religiosa en sí misma es un regalo para el mundo y que cada una de las órdenes o congregaciones es sólo una manifestación particular de esa vida, frecuentemente con una misión específica y para una relativamente corta duración en el tiempo. Cuando este amplio contexto no es debidamente reconocido, los grupos particulares perpetúan tradiciones y costumbres que pertenecen a otros tiempos y culturas –tradiciones y costumbres que a menudo impiden que se dé una más creativa respuesta al mundo actual (por ejemplo, usando una forma de hábito religioso que propiamente pertenecería a la Edad Media)–. También se encuentran extrañas rivalidades (por ejemplo, entre jesuitas y dominicos en temas de filosofía y teología) que ponen de manifiesto una arrogancia que parece ajena al mensaje cristiano y que pertenece más a una cultura competitiva que a la búsqueda sincera de un comportamiento y una actitud más cooperativa.

La renovación de la vida religiosa tal y como fue promovida por el Concilio Vaticano II intentaba revivir la originalidad peculiar del carisma de cada congregación. Esta idea fue la consecuencia de unas deliberaciones basadas en una información relativamente pobre desde un punto de vista histórico y teológico. Al tiempo que se abrían caminos para que emergiese algún tipo de movimiento y nueva vida, las orientaciones de la Perfectae Caritatis son inadecuadas para dar una respuesta a los complejos desafíos a los que se enfrenta la vida religiosa hoy. Contrariamente a lo que los padres conciliares quizá pretendían, muchas órdenes y congregaciones se han centrado de una forma exclusiva en lo que consideran que es lo específico de ellas, aunque de hecho muchos otros grupos tienen casi el mismo sistema de valores. Por eso, en algunos casos el carisma se ha convertido en algo parecido a una ideología y algunos grupos dedican mucho tiempo, energía y discutibles cantidades de dinero para el desarrollo y mantenimiento de instituciones y recursos centrados exclusiva e ideológicamente en la figura del fundador. Como Lee (1989) señala, el carisma nunca pretendió ser una realidad fija y hacerlo así, tiende a aumentar nuestra confusión en vez de clarificar nuestra visión.

El habernos centrado de una forma explícita en los carismas particulares tiende a emular la popular presentación de la historia de la vida religiosa como una serie de hechos separados y acontecimientos anecdóticos. La comprensión de la vida religiosa como movimiento a través de los flujos y reflujos que representa cada uno de sus ciclos históricos ha recibido una atención escasa. La perspectiva de conjunto de la historia ha sido más bien un punto de vista al que se ha llegado a lo largo del siglo pasado, teniendo en el jesuita francés Raymond Hostie (1972) su principal representante.

La tesis cíclica presenta un cuadro tan simplificado que genera inmediatamente cierta inquietud y sospecha. ¡Seguro que no puede ser así de simple! Sugiere que la vida religiosa presente en la tradición cristiana se desarrolla en ciclos de aproximadamente 300 años, hallándose en cada ciclo una serie de etapas que se caracterizan al principio por el crecimiento y la expansión hasta llegar a un clímax y que luego van progresivamente cayendo hasta un estado crítico que culmina en la extinción de algunos grupos o en la revitalización de otros ya en el marco del comienzo de un nuevo ciclo. Desde esta perspectiva podemos identificar seis ciclos en la historia cristiana:

Fase fundacional: 250 - 600

Primera etapa benedictina: 600 - 900

Segunda etapa benedictina: 900 - 1200

Ciclo de los mendicantes: 1200 - 1500

Etapa de vida religiosa apostólica: 1500 - 1800

Etapa misionera: 1800 - ?

De acuerdo con Hostie se estima que se han extinguido el 75% de todas las órdenes y congregaciones que han existido. De los 104 institutos masculinos fundados hasta el año 1500 solamente subsisten hoy 25. Sin embargo, también se observa que algunos grupos (incluyendo a los benedictinos, franciscanos, dominicos, jesuitas y ursulinas) se han revitalizado con el comienzo de uno o más nuevos ciclos. Es necesario recalcar que esa renovación vital que acontece en esos grupos ya decaídos es la consecuencia de haber adoptado la nueva visión que aporta el siguiente ciclo más que de haber reavivado o mantenido la tradición previa. Un carisma continúa siendo fructífero cuando es capaz de inspirar una respuesta significativa a las necesidades urgentes de cada nueva época más que cuando sólo provoca la adhesión a las tradiciones y costumbres de la etapa anterior.

A los historiadores generalmente no les gusta la teoría de los ciclos porque entienden que carece de un análisis histórico riguroso y que sus hallazgos están abiertos a interpretaciones fruto de la imaginación más que de una rigurosa lógica. En cada ciclo hay un claro desarrollo progresivo en expansión numérica, impacto apostólico e influencia cultural seguido por una fase igualmente larga de decadencia y una crisis final. En algunos estadios el «por qué» no es claro. Por ejemplo, el crecimiento de los franciscanos al comienzo del siglo XIII se caracterizó por una continua y muy amplia discusión interna en torno a la comprensión de la pobreza. De hecho, para el año 1300 la familia franciscana se había dividido ya en unos cuantos grupos. A pesar de ello los franciscanos demostraron ser una importante fuerza para la renovación eclesial y cultural a lo largo de toda aquella época. Otro ejemplo: alrededor del año 1750 se estima que había cuatrocientos mil religiosos en el mundo (principalmente en Europa) y aparentemente no había nada que diese la impresión de que la crisis era inminente. Cincuenta años más tarde, en los primeros momentos de la revolución francesa, había menos de cincuenta mil, una reducción de casi el 90%. ¿Es una pura coincidencia que esa decadencia coincida con el final de un ciclo de 300 años?

La teoría de los ciclos no puede ser entendida de un modo puramente racional ni solamente en términos históricos. Otros factores –sociológicos, psicológicos y espirituales– tienen también su importancia. De hecho, se trata de un marco de referencia multidisciplinar (como lo usan Cada y Alia 1979), más que en uno basado en un sólo campo de investigación – que es lo que hace que la teoría cíclica sea especialmente plausible. Para esta teoría es esencial el paradigma cristiano de la muerte y resurrección o la idea oriental del nacimiento-muerte-renacimiento.

Cada ciclo comienza con un mundo en plena ebullición que provoca la respuesta de algunos visionarios creativos (como Benito, Bernardo, Francisco, Angela de Mérici o Mary Ward) ante las agudas necesidades de ese momento y el nacimiento de movimientos destinados a traer nueva luz y esperanza a un mundo necesitado. "rdenes y congregaciones tienden a nacer en una situación caracterizada por la agitación social y política junto con la atrofia espiritual y la decadencia moral. Estos grupos tienden a situarse en el límite de las nuevas iniciativas en tanto que inculturan el caos con un sentido de dinamismo y novedosa creatividad1.

Mientras los grupos mantienen su centro de atención en el mundo y sus necesidades, sus esfuerzos son bendecidos con crecimiento y progreso. Cuando el interés de los grupos cambia del mundo al poder, el éxito y la supervivencia del mismo grupo –lo que Cada y Alia (1979) llaman el error utópico–, el grupo pierde su horizonte. El ideal al que sirven ahora ya no es Dios sino un ídolo conformado a su propia imagen y estilo. Es el principio de la decadencia tan predecible e irreversible como un resbalón accidental sobre el borde de un acantilado.

Este es uno de los más desconcertantes y misteriosos aspectos de la teoría cíclica: el declive inevitable una vez que el grupo deja de lado su original interés por el mundo. Un intento clásico de invertir este proceso fue la aparición de los cistercienses al final del siglo XI, que pretendían detener la decadencia benedictina y volver a tomar el camino de la vida de acuerdo con la visión original de san Benito. Durante alrededor de 50 años disfrutaron de un periodo de crecimiento y expansión. Pretendieron que la contemplación fuese su razón de ser y, por eso, instituyeron una hermandad laical para que los monjes no se tuvieran que ocupar de las cosas más mundanas. Situaron sus monasterios en tierras pantanosas para evitar el ser distraídos por los encantos de los negocios mundanos. Pero al final del siglo XI, los pantanos se habían convertido en lucrativos campos agrícolas (gracias sobre todo al trabajo de los hermanos) y los cistercienses se habían ‘corrompido’ tanto como aquellos a los que habían querido redimir. El salto adelante que necesitaba la vida religiosa no era sólo una revitalización del mundo benedictino sino una respuesta cualitativamente diferente capaz de responder y comprometerse con el nuevo mundo de la Alta Edad Media. Fue necesario que surgieran visionarios como Francisco y Domingo para dar una respuesta atrevida y apropiada.

En consecuencia, el ciclo, cuando ha llegado a su momento de decadencia, no parece tener otra opción que la de dirigirse hacia abajo, hacia la típica experiencia del Calvario de empequeñecimiento, caos y muerte, de la cual brotarán los retoños de la nueva vida. Quizá la principal razón por la que tan pocos grupos consiguen realmente revitalizarse esté en que muchos son muy reacios a afrontar la muerte. Es mucho más fácil (aunque dolorosamente difícil) vivir en un estado de negación de la realidad. En ese estado nuestros ojos y oídos (y corazones) están cerrados a Dios y al mundo. Nuestra preocupación inconsciente (a veces consciente) es la búsqueda de nuestra supervivencia. Irónicamente, es la única actitud que asegura nuestra extinción.

A partir de estas sumarias reflexiones es claro que los ciclos a los que nos hemos referido más arriba tienen un significado no sólo para la vida religiosa sino para la Iglesia en su conjunto y para el mundo. Todo parecía ir bien para la vida religiosa en Europa en 1750 con 400.000 religiosos y religiosas proclamando el Evangelio y dando testimonio a través de una amplia gama de obras caritativas y educacionales. Pero el enfoque espiritual era claramente jansenista, preocupado por la salvación del alma en orden a ganar el acceso a otro mundo (el cielo) y, por tanto, a escapar de este mundo. La visión de conjunto del nuevo reino de Dios, centrado en el mundo y en la creación de unas correctas relaciones, marcadas por la justicia, el amor, la paz y la liberación había sido largamente, si no totalmente, traicionado no sólo por los religiosos y religiosas sino por la misma Iglesia. La espiritualidad predominante se había vuelto ajena al mundo, incestuosa y desencarnada. La revolución francesa sirvió de catalizador externo para una crisis que ya era inminente. La caída de la vida religiosa hacia el final de la etapa apostólica fue causada más por una enfermedad interna que por la oposición externa.

El ascenso y la caída de los institutos religiosos dentro de los diversos ciclos ponen de manifiesto los factores que favorecen el crecimiento y la decadencia de la vida consagrada. La decadencia proviene principalmente de la falta de un centro de interés o, en término más modernos, de una disminución en el sentido de misión. En lugar de escuchar atentamente al mundo y sus necesidades, religiosos y religiosas se enredan en el intento de proteger su propia identidad, supervivencia y necesidades internas. A medida que el centro de interés se vuelve hacia dentro no es extraño el que se produzca la acumulación de riquezas, de bienes materiales y propiedades, que se cuide el auto-engrandecimiento consumiendo en ello tiempo y energías en tanto que el sentido de oración y contemplación se deteriora y a veces desaparece. Discusiones y conflictos internos pueden abundar pero raramente se intentará darles una solución como en el caso de las familias disfuncionales donde la incomodidad producida por el autoengaño es más tolerable que el dolor causado por la verdad y la sinceridad. Cuando el malestar se hace más profundo, la inercia aumenta; incluso las personas encargadas de la dirección del grupo se pueden sentir totalmente incapacitadas. El poder de un sistema disfuncional socava la voluntad de vivir de muchas de las partes que lo forman.

Estos rasgos de la fase de decadencia se producen frecuentemente en la historia de la vida religiosa cuando los diversos ciclos pasan a la fase de contracción. Algunas de estas características (por ejemplo, la acumulación de riqueza, el deterioro en la vida de oración y las relaciones disfuncionales) se repiten de tal manera a lo largo de los diferentes ciclos que es desconcertante y profundamente inquietante el hecho de que podamos ser tan ciegos ante las lecciones de la historia. ¡Ciclo tras ciclo repetimos de nuevo los mismos errores!

Pero también son igualmente patentes los dinamismos que favorecen el crecimiento y la nueva vida. El factor más importante es la respuesta sin ambig¸edades y libre de estorbos a las urgentes necesidades del mundo emergente. La lealtad a la Iglesia, aunque recalcada a menudo en los documentos históricos, no es de absoluta importancia. El mundo más que la Iglesia es el centro primario de atención de cada nuevo desarrollo en el despliegue histórico de la vida religiosa cristiana.

La libertad interior para escuchar profundamente y la iniciativa para responder de un modo original y novedoso son las variables más importantes. Por eso la necesidad que tienen los grupos ya establecidos de morir y de liberarse de sus ideas e ideales previos. Los grandes fundadores y fundadoras leyeron los signos de los tiempos haciendo de ellos un desafío provocador e inquietante. Respeto por la tradición, edificación sobre los fundamentos del pasado y el cuidado en mantener la continuidad fueron temas de los que no se preocuparon demasiado. Si mirada se centraba en el futuro, la creación de algo radicalmente nuevo para responder a las recientes necesidades.

Ese centrarse en el mundo más que en la Iglesia es lo que hace única a la historia de la vida religiosa. El contexto en que se produce cada fundación en la historia es diferente. Incluso los diferentes grupos que surgieron en Francia durante el siglo XIX, aunque fundados para responder a necesidades locales específicas, se alinearon en los primeros veinte años de su existencia con el impulso misionero eclesial y adoptaron un punto de vista global para su vida y misión. También los primeros benedictinos, nacidos con una dimensión comunitaria muy acentuada que provocó la desaparición de los monjes giróvagos, se convirtieron rápidamente en una poderosa fuerza misionera y, a pesar de su voto de estabilidad, se movieron libremente a través de lo que es ahora Europa del Este y del Oeste. La llamada a servir al mundo de una forma total pertenece intrínsecamente a la vocación a la vida religiosa. Precisamente cuando fallamos en esa capacidad, los religiosos y religiosas nos contradecimos a nosotros mismos y nos convertimos en un anacronismo para la cultura que nos rodea.

Por tanto, la vida religiosa, aunque firmemente enraizada en la religión y en la eclesiología del cristianismo, es un fenómeno cultural más que religioso. El relato de la historia cristiana apunta al mundo, más allá de sí misma. Nuestra función en el contexto global es lo que estudiaremos en los dos siguientes capítulos.

 

Capítulo Segundo

El marco cultural. Más allá de las categorías religiosas

 

Una vez que hemos construido nuestra identidad, nos identificamos casi inevitablemente con las construcciones del imperio.
(Mary Jo Leddy)

 

En el mundo occidental tendemos a dividir todo en elementos opuestos. Empleamos frecuentemente distinciones entre el bien y el mal, hombre y mujer, Dios y humanidad, Este y Oeste, negro y blanco. A pesar de que estas distinciones son muy útiles en el discurso ordinario, brotan de un nivel de conciencia muy profundo. Por eso, pueden cegarnos más que iluminarnos, confundirnos más que aclararnos y empequeñecer más que ampliar nuestra percepción de la realidad.

Estas distinciones asumen a nivel inconsciente una perspectiva dualista por la que atribuimos valores sólidos a cada uno de los polos opuestos. Los opuestos se sitúan a menudo tan lejos uno de otro que no hay un terreno medio en el que se encuentren. La zona gris intermedia, donde generalmente se afrontan los problemas de la vida real, se considera como lugar de oscuridad, confusión e ignorancia. Todo ha de ser verdadero o erróneo necesariamente y cuanto más claro tengamos eso, mejor para todos.

Suena a principio de imperialismo y así es. El cristianismo es especialmente susceptible al imperialismo a causa de sus tempranas relaciones con la filosofía griega que defendió el dualismo en su pensamiento, palabra y obras. Todo debía tener un opuesto con respecto al cual ser medido y evaluado. De este modo, el conjunto de la realidad, que necesita de ambos «opuestos» para ser entendida en plenitud, escapó frecuentemente a nuestro conocimiento.

Algunos de los más importantes dualismos en el cristianismo popular son: tierra y cielo, gracia y naturaleza, natural y sobrenatural, cuerpo y alma, sagrado y secular. Consecuentemente, todo lo que pertenece a la religión, a la Iglesia, a Dios, a la espiritualidad recibió la etiqueta de sagrado; todo lo que afecta a la dimensión terrena y cultural de la vida se etiquetó como secular y, por eso, se consideró que todo eso era ajeno a Dios y a las cosas del Espíritu. Aunque muchos de esos dualismos tienen muy poca importancia hoy en día, todavía tienen mucha influencia en el modo como entendemos las diferentes tradiciones. Esto es verdad especialmente en lo que se refiere a la vida consagrada.

A principio de los años setenta, cuando empecé a estudiar la historia de la vida religiosa en el cristianismo, dije a mi profesor que estaba interesado en los procesos similares que se habían producido en las otras grandes religiones y le expresé mi deseo de ampliar mi investigación para incluirlos. Educada pero firmemente se me aconsejó permanecer ajeno a lo que eran esencialmente desarrollos «paganos», apenas pálidos reflejos de nuestra herencia cristiana y probablemente inspirados por el mismo cristianismo (ahora me doy cuenta de lo increíblemente ignorante que era mi profesor). Necesité casi diez años para aventurarme más allá de aquel horizonte tan pequeño y explorar por mí mismo los procesos tan complejos y fascinantes que abarcaba la vida religiosa en su globalidad (ver O’Murchu 1991, pp. 14-32).

El prototipo de los chamanes

Tuve entonces que abordar algunas cuestiones fascinantes: ¿de dónde recibió el hinduismo (la más antigua de las religiones conocidas) ese ideal y su consiguiente institucionalización? ¿Hay prototipos anteriores a las grandes religiones y, si es así, pueden o deben ser llamados religiosos en sentido estricto? Entonces encontré el extraño y fascinante mundo del chamanismo a menudo descrito como una religión tribal pero muy popular hoy también en el marco de la moda esotérica del trance e iluminación traída por la new-age.

El chamanismo es una antigua práctica espiritual conocida en muchas sociedades prehistóricas, al menos desde el año 10000 a.C. La vocación chamánica, incluso cuando se hereda como un oficio familiar, se considera que es una llamada especial que separa a la persona en orden a cumplir un servicio especial. Usando una expresión bíblica diríamos que el lugar del chamán, y de la chamana, es estar en el mundo pero sin ser del mundo. El chamán es el mediador entre el pueblo y los más altos poderes divinos. Su papel mediador no consiste sólo en la oración o la súplica a la divinidad (tal y como el sacerdote tiene el poder de hacer); a menudo entra en una situación de trance en la que el chamán parece encarnar alguno de los poderes divinos.

El chamanismo se asocia a menudo con el don de curación y en muchas culturas antiguas el chamán y el médico o curandero eran la misma persona. Sin embargo, el estilo sanador del chamanismo es holístico en su misma naturaleza, invitando no sólo a renovar la salud sino también llamando a cambiar y a mejorar la conducta y las actitudes de un modo significativo. Desde esta perspectiva el chamán no sólo es guía espiritual sino también fuente de orientaciones prácticas.

La vocación chamánica es de naturaleza bastante ambigua, a medias entre una presencia entre la gente muy integrada y pragmática y un papel pseudo-divino algo exaltado, que encarna de alguna manera los más profundos deseos y aspiraciones del pueblo. Por ejemplo, cuando los antiguos cazadores querían encontrar un animal para conseguir carne, a menudo reunían a las bestias en lo alto de un despeñadero, entonces hacían venir al chamán cuya tarea era la de empujarlas al abismo (generalmente comportándose como si estuviera en una situación de trance enloquecido). Una vez muertos los animales, la recogida de la carne se hacía bajo la supervisión del chamán que después reunía los huesos para realizar un especial entierro «religioso».

En las sociedades prehistóricas, el chamán y el sacerdote, aunque a veces eran vistos como si fuesen lo mismo, servían de hecho a diferentes propósitos. El sacerdote tenía un papel mucho más institucionalizado en el marco de las estructuras formales de la sociedad y parece que era más el producto de la religión formal teniendo la tarea específica de ofrecer sacrificios para aplacar o invocar a los dioses (ver Eisler 1988 pp. 84-85). El chamán tenía un papel mucho más amplio y abierto y, aunque en un cierto sentido estaba más cercano al pueblo, no pertenecía al reino "ordinario" de la realidad. Su versatilidad espiritual le situaba en un diferente nivel del sacerdote y se veía como superior a él.

Existe una amplia literatura sobre el chamanismo pero en su mayor parte se centra en su conducta esotérica y a veces extravagante relacionada con el trance y el éxtasis chamanístico. Es fácil acordarse de la tendencia paralela que se da en muchas «vidas» de santos a centrar la atención en sus más sobresaliente logros ascéticos. Este estilo de hacer hagiografías corre el riesgo de perder el mensaje esencial encarnado en esos personajes especiales.

Por lo que sé esa literatura se refiere solamente a los chamanes individuales. No hay datos de comunidades o grupos de chamanes aunque Eliade (1964) se refiere a una fraternidad chamánica (p. 316) y a un grupo auxiliar llamado «hijos de chamán» (p. 117). Pero hay un ambiente comunitario muy definido: el reconocimiento como chamán era otorgado sólo por el conjunto de la comunidad (Eliade p. 17) y muchos que aspiraban a ser chamanes renunciaban a serlo si el clan no les aprobaba unánimemente.

Eliade (p. 6) sugiere que el chamanismo es mejor entenderlo en un contexto místico que en uno religioso. Alude a la posible comparación con los monjes de la tradición cristiana pero prefiere no desarrollar esa intuición incipiente. Presenta a los chamanes como los elegidos cuya experiencia extática les concede un acceso a lo sagrado en favor de toda la comunidad. Los paralelos con la tradición profética del Antiguo Testamento son fácilmente reconocibles.

La línea profética

Elías, Isaías, Jeremías y Amós están entre las figuras proféticas más sobresalientes de los tiempos del Antiguo Testamento. Muchos escritores contemporáneos de vida religiosa consideran a estos profetas como el prototipo de la vida consagrada cristiana. En el Antiguo Testamento los profetas y los reyes conviven, teniendo al sacerdote del mismo lado que el rey. El rey representa el poder real, que se entiende como divinamente instituido. De esa manera asegura la necesidad humana de estructura y control social. En la percepción que el rey tiene de su poder y función es central el mantenimiento y preservación del status quo. El profeta sirve como una memoria continua del Dios libre y creador ante el que ninguna institución puede ser justificada para siempre o teológicamente. Por eso, el movimiento profético intenta desarrollar y nutrir las dimensiones no-institucionalizadas: los sueños, las esperanzas y las aspiraciones de las que se supone que las estructuras formales deberían ser mediación pero que con frecuencia son ahogadas y trastocadas cuando las instituciones establecen un mito que fundamenta su perpetuidad y se convierten en fines en sí mismas. Desde el punto de vista del ministerio profético todas las realidades humanas y políticas se deben mantener radicalmente abiertas ante la novedosa y sorprendente creatividad de Dios en el corazón del mundo (Brueggemann 1978, 1986; Chittister 1994).

La misión del profeta es la de crear una contra-cultura que alumbre valores y modos de ser alternativos, mantenga abierta una visión más dilatada de la realidad y desafíe las estructuras y sistemas que tienden a ahogar y frustrar la co-creatividad divino-humana. Si el sistema institucional tiene la tendencia de convertirse en dios en si mismo, la tarea del profeta es la de desafiar y denunciar todos los ídolos parciales o falsos, señalando continuamente hacia Dios que abarca todo y cuya realidad no puede institucionalizarse o mediatizarse en ningún conjunto de leyes o instituciones.

La vocación profética es, por tanto, más cultural que religiosa. El profeta intenta salvaguardar y desarrollar los valores espirituales y holistas que sustentan el significado fundamental de la vida. La tarea profética debe ser lo más inclusiva posible y, al mismo tiempo, contestar todos aquellos movimientos que puedan estar volviéndose excluyentes, lo que en el mundo religioso suele llevar a menudo a la idolatría, el fanatismo y el sectarismo. Los profetas, por eso, no están especialmente encariñados con la religión. Su modo de entender a Dios y el plan divino para la creación se extiende más allá de lo que cualquier institucionalización religiosa contiene y trata de ofrecer (así se ve especialmente en Jeremías y Ezequiel).

Tal y como se presenta el ministerio profético en el Antiguo Testamento, podría ser descrito con tres palabras: contemplativo, político e inclusivo. Los profetas perciben la realidad profundamente; intentan verla en todas sus dimensiones tal y como Dios la ve y se esfuerzan por seguir tan plenamente como les es posible la intervención de Dios en el conjunto de la creación. Es fácil acordarse de la descripción que hace Joan Chittister de la contemplación como «la habilidad de ver a través, de ver dentro, de ver a pesar de y de ver sin ceguera. Es la capacidad para ver el conjunto del mundo más que una perspectiva parcial» (Chittister 1990 p. 52). Encontramos una idea parecida en los escritos de Tomás Merton:

Contemplación es tener una conciencia aguda de la interdependencia de todas las cosas. Es darse cuenta de improviso, como un regalo, un despertar a lo real dentro de todo lo que es real. Es la respuesta a una llamada proveniente de Dios que carece de sonido pero que habla en todo lo que es y que, sobre todo, habla a lo más profundo de nuestro propio ser palabras destinadas a responder a Dios, a ser el eco de Dios e, incluso, de algún modo a contener y significar a Dios (citado en Chittister 1990 p. 51).

Dado que el mundo político es el ámbito en el que los valores se inculturan en estructuras e instituciones, el profeta reivindica el derecho a poder decir su palabra, no necesariamente como si fuese un representante oficialmente elegido sino como uno enviado a ser la voz de los que carecen de ella y un embajador de aquellos valores más profundos que tienden a ser subvertidos en el proceso político. Amós se atrevió a poner en cuestión la fuente y los fines del poder y la prosperidad en Israel; habló de crímenes de guerra, abusos en los impuestos y faltas en las puertas, que era el lugar donde los ancianos se reunían para impartir justicia –pero indudablemente en contra de los derechos de los pobres–. Oseas se enfrentó a los sacerdotes del templo por apoyar secretamente al poder político al promover la práctica de la religión (real) más que la justicia que se suponía que la religión debía promover y desarrollar. Isaías vivió en un tiempo en el que dominaba el poder militar, al que denunció ardorosamente porque veía miles de personas indefensas e inermes, sacrificadas en nombre del interés nacional. Miqueas vio como el pueblo era forzado a participar en la construcción de proyectos para beneficio de los ricos; protestó en nombre de los pobres; profetizó en nombre de la verdad, no por su propio beneficio.

En todo ministerio profético se da lo que Heschel (1960) llama el «pathos» profético. Cuando estudian la vocación profética, los exégetas prestan una atención excesiva al origen divino de la llamada y no estudian adecuadamente la práctica profética en sí misma en sus aspectos específicamente políticos y sociales (ver Hobbs 1985). Recuperar ese sustancial aspecto del testimonio profético es uno de los más importantes temas de nuestro tiempo, una tarea que no puede ser llevada a cabo sin un cierto compromiso político y socio-económico.

Dónde y cómo ejercer la influencia política supone una enorme dificultad para cualquier persona o movimiento que intente ser genuinamente profético en el mundo y en la Iglesia de nuestro tiempo. El sistema político en sí mismo está en gran medida corrupto y se está volviendo progresivamente disfuncional (ver Drucker 1989; Wilson Schaef 1987). Mientras tratan de hacer frente al sistema político dominante y denuncian su opresión sobre los débiles y marginados, los profetas visionarios deben imaginar también caminos alternativos de compromiso político, fuera y más allá de las estructuras formales. Grupos socio-políticos tales como Worldwatch, Friends of the Earth, Greenpeace y algunos grupos feministas ejercen una influencia mucho mayor en la conciencia política de la sociedad que muchos parlamentarios. El establecimiento de alianzas con grupos de ese estilo puede ser un gesto profético de mucho más peso que el crear lazos con lo que en muchas partes no son más que regímenes corruptos que han persistido mucho más allá del tiempo en que fueron necesarios.

En la denuncia y protesta política una de las funciones exclusivas del profeta es la de salvaguardar y promover la inclusividad como un valor cultural y espiritual fundamental. Por eso, el testimonio profético optará por y tratará de desarrollar sistemas que fomenten la apertura, fluidez y flexibilidad, organizaciones que traten de estar más auténtica y justamente al servicio de las reales necesidades del pueblo y movimientos que procuren respetar e integrar la co-creatividad divina y humana.

El profeta es realmente una persona de entre el pueblo pero sin embargo la racionalidad de la llamada profética es compleja y enormemente difícil de discernir. El medio ambiente en el que se produce la vocación es personal, interpersonal (comunitario) y planetario. El profeta conoce lo que sucede de una forma intuitiva más que racional o intelectualmente. En la imaginación profética, la realidad es un gran texto que se percibe en su conjunto y las contradicciones que otros creen irresolubles se mantienen abiertas en tensión creativa. Los dualismos no tienen lugar en la imaginación profética. El profeta está comprometido con la unidad de todo lo real, con el conjunto que es mayor que la suma de las partes. En el centro de ese compromiso está la pasión por la justicia (definitivamente aclarada por Barr 1995), un deseo abrasador de promover y desarrollar la diversidad y la riqueza de todo el conjunto pero afirmando al tiempo con igualdad y esperanza cada uno de los elementos particulares. No es una justicia que esté centrada sólo en las personas sino que incluye a todo lo creado (y al planeta) que tiende a ser excluido y oprimido por la cultura dominante.

Los profetas despiertan admiración pero también antagonismo. Los profetas molestan; y a menudo eso sucede como consecuencia de un comportamiento aparentemente contradictorio más que por unas palabras o una acción inspirada. Para la cultura dominante el profeta siempre es un enigma, un inconformista y habitualmente un fastidio. El profeta representa, sobre todo, una amenaza para la estabilidad y seguridad del status quo y esa amenaza tiende a ser eliminada más que enfrentada. Aceptarla lleva consigo el gran riesgo de exponerse a la vulnerabilidad, e incluso a la corrupción, confirmando así la amarga verdad que el profeta proclama abiertamente y que la institución trata de denegar desesperadamente. No es una fácil tarea mantenerse en línea profética.

La tradición profética del Antiguo Testamento está formada por individuos sobresalientes (Jeremías, Isaías, Oseas, etc.). En el Nuevo Testamento, aparte de Jesús, sólo de unas pocas personas se dice que tengan poder profético. Juan el Bautista es el más conocido. ¿Qué ha sucedido con la gran tradición del Antiguo Testamento? Los exégetas responden a esta pregunta diciendo que aquello que los antiguos profetas anunciaron se ha hecho realidad en la persona y ministerio de Jesús y, en consecuencia, los profetas ya no son necesarios. Esta respuesta no hace justicia al profundo significado de la llamada profética. En su lugar, prefiero seguir la opinión que afirma que el profetismo en el Nuevo Testamento ha pasado de los individuos a las comunidades.

En el Nuevo Testamento la vocación profética se presenta mediada por la comunidad. Algunos ejemplos obvios son las reuniones de los primeros cristianos como se describen en los Hechos de los Apóstoles 2 y 4. Merece la pena citar también la iluminadora aportación de Boff (1986 pp. 51ss): los doce apóstoles no son importantes en cuanto doce individuos sino en cuanto los doce, que representan comunitariamente a las doce tribus de Israel. En una perspectiva parecida, se observa que, cuando Jesús se aparta por un tiempo para discernir, a menudo toma con él el grupo menor formado por Pedro, Santiago y Juan.

La indicación de que la dimensión profética en el Nuevo Testamento ha pasado de los individuos a las comunidades tiene importantes implicaciones para la teología emergente de la vida religiosa y para la reestructuración de ésta que planteamos en la presente obra. Invita también a reexaminar la tendencia tradicional a ver el origen de la vida religiosa en la tradición cristiana como eremítica más que como comunitaria (ver la p. 20). Pero despierta todavía más profundas consideraciones en cuanto al contexto cultural de la vida consagrada y su intrínseca relación con el mundo de los valores. ¿Hay alguna tradición más antigua, anterior incluso al chamanismo, que encarne valores comunitarios de importancia duradera? ¿Podemos poner nombre ahora, quizás por vez primera, a una rama todavía más antigua de la vida consagrada y de los valores que encarna en favor del conjunto de la cultura? Esto es lo que intentaremos hacer en el siguiente capítulo cuando estudiemos la noción de liminaridad.

Centros que irradian valores

Mientras tanto, observamos que se abren nuevos horizontes a la vida consagrada tanto en el contexto cultural como en el marco religioso de referencia (ver el diagrama de la página 40). No es totalmente nuevo el asumir el movimiento profético del Antiguo Testamento como prototipo de la vida religiosa2, pero lo que para muchos lectores puede resultar muy novedoso es la relación propuesta con el chamanismo y su larga tradición histórica (de al menos 10.000 años).

Estableciendo estas relaciones no estoy tratando sólo de afirmar que la historia de la vida consagrada es mucho más antigua de lo que se pensaba. Mi principal interés está en la importación simbólico espiritual de estas ideas:

a. Tienen una capacidad única de proporcionar una intensa irradiación de valores al conjunto de la cultura3.

b. Su testimonio es fundamentalmente contra-cultural, mostrando que las sociedades de todos los tiempos se han beneficiado de ese desafío aunque la cultura dominante luchará por ahogar y subvertir su impacto.

Estos dos puntos están interrelacionados. Ambos tocan la necesidad humana de valores y la tendencia común a atribuir importancia moral, estética, política, económica o social a unas cosas y no a otras. La cultura contemporánea occidental tiende a menospreciar los valores. Lo que a menudo decimos que es una sociedad de valores libres es en la práctica una sociedad libre de valores, donde cualquier cosa desde una tostadora que no funcione hasta el enfermo o el discapacitado es fácil que sean desechados porque ya no tienen «valor». Tendemos a valorar objetos y personas en términos de productividad y por su capacidad para producir riqueza. Eso favorece un clima de funcionalismo y competitividad, cuyos perniciosos efectos son claramente visibles en nuestra decadente cultura capitalista (ver Fox 1994, especialmente el capítulo primero).

Hacer contracultura frente al capitalismo occidental significa reivindicar el valor espiritual y humano de las personas tanto si son funcionalmente productivas como si no. Se da una importancia básica a la santidad del ser humano en su humanidad recibida de Dios. Desgraciadamente, lo que era un loable anhelo, al brotar en una cultura dualista, dio como resultado el predominio del valor del ser humano sobre el bien del planeta, creando como consecuencia un nuevo y destructivo sistema de valores. Por eso, actualmente la contra-cultura se vuelve hacia los valores ecológicos y medioambientales sin los que toda la realidad humana está en peligro. Los seres humanos no podemos esperar llegar a vivir en dignidad e integridad sin promover la dignidad e integridad de la creación en sí misma. Somos uno con el planeta que habitamos y con el cosmos al que pertenecemos.

Una auténtica contra-cultura se caracteriza siempre por un deseo de volver a poner en orden los fragmentos dispersos o las partes separadas4. Se hace referencia a una perspectiva más amplia de modo que la contra-cultura trata de incluir e integrar todo lo que la cultura dominante pretende excluir o eliminar. La sabiduría hace tiempo perdida o los valores destruidos son a menudo revocados –más inconsciente que conscientemente–.

Es en los niveles inconscientes donde florece la contra-cultura, despertando los valores primordiales e ideales hace tiempo olvidados. Este proceso, denominado por los sociólogos recapitulación, penetra profundamente en el inconsciente colectivo redescubriendo la sabiduría y energía del pasado para promover y crear la posibilidad de dar un salto adelante hacia nuevas formas de ser. Un ejemplo ampliamente estudiado en el capítulo cuarto es el de la aparición del feminismo moderno que encuentra gran parte de su inspiración en la cultura matriarcal anterior al patriarcado, es decir hace más de 40.000 años. Sabemos muy poco sobre lo que este proceso de redescubrimiento del pasado va a dar de sí. Podemos esperar una mezcla de luz y oscuridad, orden y caos, la posibilidad de la unidad y el temor a la desintegración. El miedo al poder de lo que está en la sombra del inconsciente es lo que hace a los pueblos cautelosos ante la contra-cultura.

Y es precisamente aquí donde llegamos al poder abstracto e incomprensible de las personas a las que denominamos profetas o chamanes: él o ella puede mantenerse en la paradoja e incluso aguantar las contradicciones sin romperse. Los profetas no encajan cómodamente en la cultura dominante porque encarnan una conciencia más compleja y difusa, en la que ellos mismos se sienten inseguros y dubitativos, frecuentemente suspendidos a medias entre el mundo de la realidad consciente y de las posibilidades inconscientes. Este es el espacio liminar, terriblemente difícil de inculturar en el mundo de la «vida ordinaria», tal y como subrayaremos en el siguiente capítulo.

Mientras tanto, necesitamos exponernos nosotros mismos a la experiencia profética, especialmente al desafío a superar todos los dualismos creados por nosotros mismos que tan claramente dividen y separan pero que nos alienan de la realidad en su conjunto y de la universalidad sin las que no podremos encontrar nuestra auténtica identidad humana y planetaria. Es el desorden y el no tener un final previsto lo que hace que este proceso nos asuste y nos quite la perspectiva y la sabiduría con que podríamos comprender mucho mejor nuestra auténtica misión como hijos de la Madre Tierra.

Hemos descrito las contra-culturas como intensos centros de irradiación de valores, experiencias en la que los valores claves se refuerzan y las personas se ven llamadas a comprometerse con esos valores en su vida diaria. El acento se pone generalmente en aquellos valores que están amenazados o cuya importancia ha sido contrarrestada por fuerzas subversivas u opresivas.

Una gran parte de lo que actualmente se puede llamar contra-cultura se desarrolla en torno al declive del patriarcado y sus valores acompañantes de dominación, control, racionalismo y lógica lineal5. Generalmente asumimos esos valores como algo tan absolutamente normal que para muchos es difícil ver en ellos un problema. Hay muchas personas que no se dan cuenta de que hemos dominado nuestro mundo durante más de 10.000 años, promoviendo una cultura antropomórfica, con los seres humanos entrometiéndose idolátricamente, con terribles consecuencias tanto para la humanidad como para el planeta.

La contra-cultura emergente se centra vigorosamente en la reivindicación y restauración del poder de lo femenino no sólo para contrabalancear sino para completar la co-creativa interacción que necesita las dos dimensiones en continua relación. Este intento de buscar el equilibrio está comenzando a afectar a todos los campos de la cultura contemporánea, pero especialmente a la ecología, el feminismo, la sexualidad y la espiritualidad.

Sin embargo, la irradiación de valores puede referirse tanto al refuerzo de algunos valores como también a la tarea de restaurar la complementariedad de los valores polares cuando aquella se ha visto interferida por el énfasis exclusivo en uno de los extremos. En ambos casos, esa exigencia brota de forma inconsciente dentro de aquellas culturas que se han ido empobreciendo y se han visto privadas de la plenitud de vida a la que aspiran todos los seres vivos.

Estas consideraciones invitan a los religiosos y religiosas de hoy a examinar de nuevo el propósito de su existencia y a enfrentar las urgentes cuestiones que afectan a su papel en el mundo de hoy. ¿Hemos permitido que la vida consagrada se haya hecho tan estrecha y funcional como para que esté en peligro de olvidar el mandato divino de ser el catalizador que medie e irradie los más profundos valores? ¿Hemos traicionado nuestras antiguas raíces en el testimonio chamánico y en la contestación profética? ¿No hemos consentido en acomodarnos a los sistemas eclesial y político cuya energía se invierte en mantener el status quo más que en actividades contra-culturales?

En una palabra, ¿es nuestro marco de referencia cultural tan estrecho y restrictivo –expresado en minimalismo, legalismo, extrinsecismo y juridicismo (Merkle 1992 p. 82)– que anula lo que es exclusivamente nuestro en cuanto movimiento profético liminar? Esta es posiblemente la más urgente cuestión a la que tiene que responder hoy la vida religiosa. Es de esperar que las reflexiones de este capítulo ayuden a centrar de nuevo nuestras preocupaciones e inquietudes y nos animen a recuperar algo de la gran tradición que pertenece a la vida consagrada en su más profundo marco de referencia cultural.

 

Capítulo Tercero

El marco cultural. La realidad liminar

 

Si la vida religiosa, por su misma estructura, lleva consigo una cierta anormalidad, entonces esa vida entrará en crisis cuando trate de hacerse normal y cuando ya no sea vivida en el desierto o en la frontera.
(Jon Sobrino)

 

Cuando decimos que los orígenes de la vida religiosa están en los tiempos prehistóricos, no nos referimos primordialmente a la vida consagrada en su forma institucional sino más bien a su sistema de valores subyacente. Tanto el chamanismo como el profetismo del Antiguo Testamento tienden a ser descritos como movimientos culturales fundamentales prevenientes de la historia o de la religión. Las investigaciones se centran a menudo en los hechos de que consta su historia. Mi interés se centra más bien en la historia en sí misma y especialmente en los valores que encarna y de los que es mediación.

En el mundo occidental contemporáneo, generalmente tomamos los valores como algo dado. Hablamos de una ciencia o de un juicio libre de valores, indicando que tratamos de hacer una evaluación en la que el resultado no sea fruto de la parcialidad ni de los prejuicios. Pero, el auténtico significado de esa afirmación es que nuestro juicio es carente de valores más que libre de valores. Como la teoría de la relatividad o la teoría cuántica en física indican muy claramente, el observador forma parte siempre del proceso de observación. No existe nada que se parezca a una percepción o punto de vista totalmente objetivo. Una evaluación libre de valores es imposible. Un juicio sin valores es parcial porque adopta una posición contra los valores.

Los valores tienen un tono religioso y en nuestra dualística cultura occidental tratamos de mantener lo sagrado y lo secular tan separado como sea posible. Pero, como sucede a menudo, la rígida simplicidad de las categorías de tipo dualista más que clarificar confunde la verdadera cuestión. Pensamos que «sagrado» y «religioso» son sinónimos y asumimos que la secularidad no tiene nada que ver con ninguno de los dos. ¡Qué idea tan ingenua! ¡Pero también cuán confusa y potencialmente destructora!

En nuestro mundo hay muchas personas que con toda razón sospechan de la religión. Ha sido fuente de sectarismo, fanatismo, arrogancia y muchas guerras. Muchas personas abandonan la religión pero continúan viviendo con un estilo de vida espiritual y moralmente responsable. Una de las más urgentes cuestiones de nuestro tiempo es el establecer la diferencia clara entre religión y espiritualidad.

En muchas partes del mundo la religión está en una crisis profunda pero la espiritualidad disfruta de un importante renacer que está teniendo lugar fuera más que dentro de nuestras instituciones religiosas. Sucede a menudo que es precisamente en la ausencia de la religión donde las personas descubren su centro espiritual, ese espacio interno que sin descanso busca un significado y finalidad en uno mismo, en los otros y en el universo. Todos estamos dotados de esa capacidad innata que a menudo permanece dormida y sin desarrollarse, incluso durante toda la vida de una persona. Para algunos es la fuente viva que alimenta su vitalidad, esperanza y alegría, dándoles una sensación interna de bienestar, una capacidad para servir a los demás generosa y amablemente y una apertura al misterio y a la bondad de la vida (sin que exista necesariamente una fe explícita en Dios). Para otros el sentido espiritual, reprimido y a menudo frustrado, se proyecta hacia fuera en una excesiva devoción al poder, las posesiones o el placer. En todos los casos, estamos adorando a «Dios» porque nuestra auténtica naturaleza nos empuja en esa dirección.

Espiritualidad e irradiación de valores

Zappone (1991) explica la espiritualidad como el componente relacional de la experiencia vivida. Reflexiono sobre mi experiencia e intento escuchar su «mensaje». Discierno el significado de su(s) mensaje(s) mirando a sus diversos aspectos relacionales, porque mi capacidad para relacionarme y mi deseo de hacerlo es el campo de experiencia en el que estoy más cerca de Dios; es el centro de mi ser espiritual. Desde este centro espiritual todas las cosas adquieren valor: el positivo de una naturaleza capaz de dar vida o el negativo de tipo alienante o destructivo. Quizás los valores no se diferencian perfectamente entre sí; en la práctica raramente sucede. Gestionar y comprender la(s) zona(s) intermedias forma parte de la perpetua tarea de la humanidad desde tiempo inmemorial.

Hay valores fundamentales a los que todas las personas humanas aspiran. Entre ellos están la verdad, la honestidad, la integridad, el amor, la bondad, la reconciliación de los enemigos. Estos valores podríamos llamarlos arquetípicos: los valores básicos a los que aspiran las personas de todas las razas y culturas. El modo como esos valores son transmitidos, mediados e inculturados puede cambiar muchísimo de un tiempo a otro a través de las diversas culturas y épocas de la historia.

La teoría de que algunos valores clave son universalmente compartidos es muy discutida entre los especialistas de diversas ciencias. Algunos afirman que todos los valores se asimilan a través del aprendizaje; otros que se transmiten culturalmente; otros incluso que son mediados a escala universal a través de algo parecido a la idea jungiana del inconsciente colectivo. De acuerdo con la perspectiva de Jung, nuestro universo está dotado de una energía inconsciente (lo que los físicos contemporáneos llaman el vacío creativo), una fuente de posibilidades de donde emanan los sueños, esperanzas y aspiraciones profundas que todos nosotros recibimos. Aunque, según Jung, de origen divino, eso que nos es dado a través del inconsciente colectivo está formado a la vez de luz y tinieblas (la sombra). No podemos cambiar lo que nos es dado, pero desde el momento en que nosotros contribuimos a ese «tesoro de sabiduría», podemos cambiar la naturaleza futura y el impacto de ese inconsciente colectivo.

En la terminología de Jung el contenido del inconsciente colectivo está mediado por arquetipos, símbolos y rituales, muchos de los cuales, aunque no todos, son de tipo religioso. En palabras de Jung:

Hay muchos símbolos que por su naturaleza y origen no son individuales sino colectivos. Se trata principalmente de imágenes religiosas. Su origen desaparece de tal modo en el misterio del pasado que parecen no tener origen humano. Sin embargo, son de hecho representaciones colectivas que emanan de sueños primitivos y fantasías creadoras. Por eso, esas imágenes son manifestaciones involuntarias y espontáneas y de ninguna manera fruto de la voluntad creativa. (Jung 1968 pp. 41-42)

Muchos de los temas recurrentes en las grandes religiones pertenecen al territorio de los valores arquetípicos universales tal como Bausch indica (1975 pp. 70-71):

Por esta razón algunos de los mitos básicos denominados arquetípicos continúan apareciendo. Algunos se refieren al hecho de compartir la comida... poniendo de manifiesto cómo se comparte la auténtica sustancia que nos mantiene vivos; de ahí viene la hospitalidad, la hermandad y la fraternidad; el derramamiento de la sangre como una pérdida de vitalidad y beber de ella como si se bebiera de la fuente de la vida. Hay dioses que mueren y resucitan de nuevo para explicar las estaciones. Los milagros han sido usados como prueba del poder divino. Se habló de nacimientos virginales. El asunto es que esos temas no pertenecen ni deberían pertenecer de forma exclusiva al cristianismo. Son mitos básicos que expresan las esperanzas eternas de la humanidad, las respuestas a la cuestión por el sentido de la vida, el nacimiento, la muerte, el dolor y el sufrimiento.

Muchas ceremonias que hoy describiríamos como religiosas se desarrollaron originalmente como ritos de paso, usados para marcar y celebrar momentos importantes de transición en la vida de las personas o del planeta (por ejemplo, nacimiento, pubertad, menopausia, muerte, primeras lluvias, recolección, caza, etc.). Fue precisamente cuando estudiaba la importancia de los ritos de paso, cuando el antropólogo holandés Arnold Van Gennep acuñó en 1908 el término liminaridad del que nos ocuparemos en lo que queda de capítulo.

Hasta ahora nos hemos referido a valores, de los que decimos que tienen presencia universal, ejemplificados en la herencia espiritual (no necesariamente religiosa) compartida por la humanidad y el planeta y mediados a través de varios ritos y símbolos. La liminaridad parece ser una de las más extendidas y profundas formas de irradiación de valores que la humanidad ha adoptado y viene a ser como la clave para rehacer la vida consagrada en el mundo actual.

La naturaleza de la liminaridad

El concepto se deriva de la palabra latina limen que significa umbral y se refiere a aquellos rituales que se centran en la marginalidad o en la experiencia de estar en la frontera. La tendencia en muchas culturas, tanto del pasado como actuales, a mantenerse aparte de un compromiso directo con el mundo –tanto si es el tiempo diario de descanso, relajación y recreo, como el deseo espiritual de reflexionar, orar o meditar, las vacaciones anuales de la familia, o la experiencia de irse de retiro– ilustra la extendida y universal naturaleza de la liminaridad. Pero esta es sólo la expresión consciente: las cosas que escogemos o que nos sentimos obligados a hacer, para «contrapesar» las presiones de la vida o para «escapar» de la monotonía de la experiencia diaria.

La verdadera naturaleza de la liminaridad se puede entender al más profundo nivel del inconsciente donde los anhelos y aspiraciones del corazón buscan formas a través de las que mediarse y expresarse. Liminaridad es una tendencia inconsciente hacia la totalidad, la plenitud, la conexión palpable con el Misterio Originante que afecta a nuestras vidas tanto si somos conscientes de ello como si no. Es una inclinación interna del espíritu humano que desafía cualquier explicación lógica o racional.

Las importantes aportaciones de Van Gennep quedaron prácticamente olvidadas hasta los años 50 cuando los antropólogos Victor y Edith Turner (1969; 1974; 1978; 1985) sugirieron provocativamente que el comportamiento ejemplificado en los ritos de paso podría entenderse como el reflejo en pequeño (microcósmico) de algo que estaba sucediendo también a una escala mayor (macrocósmica). Si los pueblos antiguos necesitaban la experiencia de liminaridad, lo mismo sucede a todos los seres humanos, y la imaginación creativa ha encontrado caminos y medios para articular y atender esa necesidad. Para demostrar su afirmación los Turner se hicieron presentes y participaron en peregrinaciones en todo el mundo. Hay algo universal en la noción de peregrinación y tanto si ocurre en Lourdes, la Meca, Jerusalén o Amritsar existen elementos inconscientes fundamentales que confirman la existencia de aspiraciones universales en el corazón humano.

A nivel consciente, las personas van en peregrinación por diversas razones: en agradecimiento por los favores recibidos; para arrepentirse de las malas obras; para pedir la ayuda de Dios en tiempo de necesidad o simplemente para probar la capacidad de aguantar el sufrimiento. Todos damos por supuesto que la decisión de ir en peregrinación pertenece a un individuo concreto o a un grupo de gente. También creemos que los beneficios pertenecen exclusivamente a aquellos que participan en la experiencia.

A nivel inconsciente suceden muchas más cosas. Los peregrinos son «enviados» (como si fueran misioneros) por todo el pueblo y los beneficios que ellos recogen individualmente suelen tener también consecuencias benéficas para los que los «envían». De alguna manera los peregrinos cambian pero ese cambio tiene también efectos, como si fuese una onda, que se transmiten a la comunidad de la que forman parte.

La reflexión sobre cómo podía eso ser posible –dado que el por qué sólo puede ser comprendido en un contexto espiritual (de fe)– llevó ocasionalmente a los Turner a una más profunda comprensión de la naturaleza de la liminaridad. Mientras que estudiaban la experiencia de peregrinación en diferentes partes del mundo los Turner se encontraron frecuentemente con la vida monástica y religiosa. A partir de ahí se empezaron a preguntar si esa vida era también un fenómeno universal y, si así era, por qué. ¿Sería otra forma de expresión del anhelo universal por la experiencia y el testimonio liminar? Quizá fuera el elemento clave con cuya ayuda todos los demás fenómenos observados se entenderían mejor6.

En los primeros años de la década de los 80 los Turner llegaron a la conclusión de que la vida (consagrada) monástica/religiosa era la mediación más importante para la necesidad humana de experiencia liminar. A través de la vida consagrada, la gente común trata de explorar y articular esos valores universales más profundos a los que todos aspiramos. En consecuencia, encontramos formas de vida consagrada en todas las grandes religiones pero, lo que es más importante, hallamos intentos de encarnar los valores más profundos (arquetípicos) en todas las culturas que hoy conocemos, muchas de ellas miles de años anteriores a la era de las grandes religiones.

Rara vez los procesos inconscientes se expresan de modo manejable y racional. Incluso en el nivel personal, a menudo sólo se logran expresar a través de momentos de crisis o fracaso. Encontramos algo parecido a escala universal: la paradoja es la norma más que la excepción.

Para entender la necesidad humana de liminaridad y su mediación universal a través de la vida consagrada (que no es el único modo aunque parece tener una importancia básica) necesitamos ser capaces de asimilar –espiritual, mental y prácticamente– la noción de paradoja. De ese modo, empezaremos a entender lo incomprensible; seremos capaces de aguantar lo que son contradicciones aparentes; superaremos la necesidad masculina de dominar y controlar; no necesitaremos más explicaciones totalmente racionales; comenzaremos a sentirnos cómodos con el misterio que nos envuelve.

Creando los grupos liminares

El proceso de donde brota la liminaridad tiene un profundo origen en el inconsciente humano; o más exactamente en la conciencia colectiva de la humanidad (o lo que los seguidores de Jung llaman el inconsciente colectivo). Lo que parece suceder es lo siguiente: nosotros, las personas humanas, convocamos a algunos miembros de nuestra especie y los empujamos hacia el umbral marginal donde les invitamos a vivir más profundamente en interés nuestro (no en su propio interés) esos valores profundos que todos apreciamos y admiramos de forma innata.

Llegados a este punto, pueden ser útiles algunos ejemplos concretos. En Occidente la vida consagrada está tan institucionalizada y acomodada a la cultura dominante que ha perdido prácticamente cualquier parecido con un movimiento liminar. En Oriente la situación no es mucho mejor, aunque es posible encontrar algunos ejemplos que nos pueden dar la necesaria inspiración. En el budismo theravada, existe la tradición de que todos los hombres jóvenes vivan un cierto tiempo en un monasterio; el periodo puede ir desde algunos meses hasta algunos años. Cuando una joven comunica a sus padres que tiene novio, sus padres antes de preguntar sobre su familia, su carácter, su riqueza, su trabajo, etc. muy probablemente preguntarán primero y principalmente: ¿cuánto tiempo ha pasado el novio en el monasterio? A partir de su respuesta, los padres calcularán su madurez (no necesariamente su santidad) y por tanto su idoneidad como compañero para su hija.

En esa misma tradición y en general en todo el Oriente, es el pueblo quien busca los candidatos para el monasterio y no los mismos monjes (religiosos) como sucede en el Oeste. A nivel inconsciente, las personas intuyen que el monasterio es esencial para su cultura y bienestar. Es el centro capaz de irradiar valores, en el que se pueden encontrar juntos los sueños profundos y los anhelos de la cultura circundante. En consecuencia, en algunos países del lejano oriente como Tailandia y Miammar, el pueblo se acerca a consultar a los monjes sobre comercio, finanzas, política, medicina, leyes, etc. El monje no tiene que ser necesariamente un experto en todos o en algunos de esos temas. Lo que se busca es una calidad de la sabiduría que va mucho más allá del conocimiento fáctico.

Hace algunos años, encontré un ateo confeso que estaba pasando unos días tranquilos en un monasterio católico inglés. Me dijo que había estado visitando periódicamente el monasterio durante los últimos veinte años. A la pregunta: «¿Por qué viene usted aquí?», muchas personas responderían: «Para tener paz y tranquilidad», «Para orar», «Para consultar a un monje», «Para participar en el culto divino». Pero mi amigo el ateo me dio una contestación de algún modo diferente en la que resonaba algo de la perspectiva de la liminaridad: «Hay algo aquí que es importante para mí y con lo que necesito entrar en contacto de vez en cuando». Sugeriría que esa «vaga» respuesta es mucho más auténtica que las más claras y predecibles afirmaciones que seguramente otras personas harían.

Aunque hemos sido nosotros mismos los que hemos «creado» el grupo (o personas) liminar, a un nivel consciente mostramos un abanico amplio de sentimientos frente a los que viven en la liminaridad. Podemos admirarlos y apreciarlos –eso puede suceder durante un tiempo. Podemos pensar que son una amenaza y un desafío demasiado grande –en cuyo caso empezaremos a castigarlos, perseguirlos e incluso ejecutarlos. Podemos sentir ante ellos de una forma ambivalente o indiferente –generalmente porque ya no son auténticamente liminares en cuyo caso los sustituiremos por otra realidad más dinámica. Nunca nos sentimos totalmente cómodos con las personas liminares de nuestro entorno. Su misión no es la de hacernos sentir cómodos sino la de empujarnos continuamente hacia un sentido de la vida más pleno.

Al escribir estas ideas, recuerdo cómo Chittister (1994 p. 103) desafía a los religiosos a recuperar su vocación profética:

Ahora es nuestra oportunidad... para estar dispuestos a ser extraños en nuestra propia tierra, para permanecer donde no encajamos bien, para comprometernos a decir lo que no se desea oír, de modo que la creación no continúe creándose en vano. Ahora es nuestra oportunidad para decir una palabra profética en favor de los que no tienen más voz que la nuestra. Ahora es nuestra oportunidad para arriesgar nuestras vidas para que otros puedan vivir.

La llamada a la liminaridad proviene del pueblo más que del mismo interior de la persona, hombre o mujer, liminar. Para los cristianos ésta puede ser una idea chocante dado que asociamos vocación exclusivamente con la actuación misteriosa de Dios en la vida humana. Diría que lo que está en juego aquí, es nuestra comprensión de cómo Dios trabaja en las personas y en el mundo en general. Como cristianos, creemos en un Dios encarnado que actúa principalmente a través del proceso creativo en las personas y en el mundo, y en consecuencia co-crea con la humanidad. Desde esta perspectiva no hay conflicto entre lo divino y lo humano. En todo caso, la fuerza de la llamada a escuchar y responder el impulso divino de una forma más responsable se incrementará y no disminuirá.

Existe por tanto una continua interrelación entre la co-creatividad divina y humana. De una forma innata los humanos co-creamos siempre en dirección a una mayor irradiación de valores. Nuestra anhelo innato de mayor plenitud de vida es lo que nos lleva a hacerlo. Y uno de los más interesantes y paradójicos resultados es la aparición de grupos liminares de entre los cuales la vida monástica/religiosa parece ser la máxima expresión.

¿Qué es lo que sucede cuando las órdenes y congregaciones ya no cumplen su misión en un estilo auténticamente liminar como es en gran parte el caso hoy en día? Es de presumir que o bien los grupos recuperan su función liminar o bien se extinguen. Pero, ¿es tan simple como eso? ¿Está bien que esos grupos traten de perpetuar su propia existencia? Seguramente que este tema es importante para el pueblo y para la co-creatividad divino-humana que llama en primera instancia a la existencia a esos grupos y que probablemente los regenerará si es que ellos están abiertos a servir de un nuevo modo provocado por las nuevas exigencias de cada nueva etapa cultural. Para esos grupos lo más importante no es la supervivencia sino el servicio.

Es necesario recordar una vez más que la tarea del grupo liminar es la mediación de los valores universalmente compartidos. Los valores parece que permanecen esencialmente los mismos pero su mediación y aplicación exige nuevas expresiones en cada uno de los momentos históricos y culturales. Aunque la vida monástica/religiosa parece ser el modo fundamental de mediación, no necesariamente es así. En ese caso la conciencia creativa hará que surjan otros grupos y movimientos que realicen la función liminar.

La liminaridad está siempre presente en nuestro mundo y si los que oficialmente viven en la liminaridad, órdenes y congregaciones, fracasan en su tarea entonces otros grupos serán creados para realizarla. Puede que no sean específicamente religiosos en su ser. No tienen necesariamente que serlo. Actualmente un cierto número de grupos «seculares» parece que están cumpliendo con esa función de un modo que atrae nuestra atención y provoca nuestra respuesta. Entre ellos se incluyen especialmente los grupos feministas y ecologistas. Los primeros representan la muerte de los valores patriarcales y la necesidad de recuperar los valores femeninos durante tanto tiempo reprimidos; los segundos nos recuerdan nuestra esencial relación con la creación y la necesidad de realinear nuestras energías y recursos con el sagrado desarrollo de la creación misma. Ambos grupos representan actualmente una nueva frontera para valores largo tiempo reprimidos y a los que se está dando una nueva presencia en el mundo de hoy.

Greenpeace es un ejemplo apropiado de un movimiento liminar contemporáneo. Sirve como una cierta conciencia para el planeta. Muy pocos pueden negar la verdad profunda que trata de descubrir y promover y, sin embargo, muchas personas lo desechan y denuncian conscientemente. Sus actividades provocan a la vez rabia y admiración. Su estilo de actuar –como el de los antiguos profetas– se diferencia paradójicamente de la «norma» y sus miembros asumen riesgos enormes para su vida y bienestar. Como los ascetas de la antig¸edad, están preparados para sacrificarlo todo por la causa con la que se han comprometido. Puede que no sean religiosos en sentido estricto pero muy pocos podrían negar el profundo significado espiritual de sus vidas y acciones aunque puede ser que ellos mismos no sean plenamente conscientes de ello.

Muchos de los movimientos alternativos de hoy representan el reto de la liminaridad de una manera más poderosa y coherente que los oficialmente liminares. Movimientos dedicados a la salud en un sentido holista, a las tecnologías alternativas, cooperativas de trabajadores, comunidades de base, los que tratan de invertir su dinero de una forma ética, los que intentan discernir estrategias socio-económicas y políticas alternativas, todos están dotados de un potencial liminar. Estas son las voces que nos desafían e inquietan en nuestros días. Ellos mantienen viva en favor de la humanidad la nueva frontera de la liminaridad.

En un congreso internacional sobre vida religiosa celebrado en Roma en otoño de 1993, uno de los conferenciantes se refirió a la liminaridad «secular» y a la «sagrada». Esta distinción de tipo dualista no funciona en el nivel inconsciente profundo. Es sólo una proyección de nuestra mente consciente que trata de dividir (y conquistar) la realidad en partes opuestas (más convenientes para el estudio pero también superficiales). Lo que preocupa a la vocación liminar es la unidad de la vida más que su fragmentación en opuestos de tipo dualístico. A ese nivel todo es sagrado; todas las aspiraciones pertenecen al corazón que aspira a lo que es auténticamente capaz de dar vida.

La liminaridad prospera en el marco de la imaginación y la creatividad. Hasta cierto punto, tiene una función complementaria de la necesidad humana, típica en el patriarcado, de estructurar y controlar de un modo lógico y racional. En la ya larga tradición de la vida monástica/religiosa, la vida «interior» tiende a tener prioridad. En las más importantes religiones la interioridad se yuxtapone frecuentemente a las acciones externas o al comportamiento, los asuntos de lo que se llama lo secular. Pero la tradición de la vida contemplativa interior sirve a una finalidad más profunda y más holista que se basa en una tradición más antigua: el deseo de salvaguardar y desarrollar la intuición, la imaginación, lo femenino y lo espiritual como elementos fundamentales de toda realidad, tanto animada como inanimada. Esos son los valores que motivan y sostienen a todos los grupos liminares.

Los Turner identifican a menudo liminaridad con communitas (realidad que a veces describen como anti-estructura). Aunque la liminaridad se hace visible a menudo a través de la conducta de algunos individuos, es esencialmente un fenómeno comunitario. Brota como fruto de la conciencia colectiva de toda la humanidad y no del esfuerzo de unas pocas personas espirituales iluminadas. Las mediaciones en que se expresa, aunque centrándose en personas concretas, son predominantemente comunitarias; Van Gennep puso de relieve también esa fuerte influencia comunitaria. Y su objetivo final es hacer que el cambio se produzca a una escala comunitaria. Muy apropiadamente Hobbs (1985 p. 139) sugiere que la tarea de los grupos proféticos liminares no debe concentrarse en la estructura social sino en el cambio social.

Como se ha indicado en los capítulos anteriores generalmente se asume que los orígenes de la vida religiosa fueron básicamente eremíticos. Pero esa idea nunca ha sido totalmente aceptada y en los últimos años la tendencia entre los estudiosos del monasticismo ha sido la de subrayar y recuperar las formas comunitarias que coexistieron con las formas eremíticas y que probablemente se extendieron mucho más. Hasta cierto punto el individualismo eremítico parece encontrar sus raíces en una espiritualidad de la soledad (desierto) que tiene su modelo en los cuarenta días que Jesús pasó enfrentándose a las fuerzas del mal. Pero la interpretación de esa experiencia es bastante más compleja de lo que muchos estudiosos creen (ver Kittel 1964; Fisher 1989 pp. 192-195).

El deseo de vivir con otras personas en una comunión llena de significado es una de las grandes preocupaciones de nuestro tiempo: personal, interpersonal, política y globalmente. El resistente individualismo que todavía está presente con fuerza en la cultura occidental es una aberración proveniente de los tiempos del patriarcado que tiene poco que ofrecer para el bienestar futuro de las personas o del planeta. La naturaleza fundamental de todas las formas de vida es la interrelación y se convierte por eso en el valor central de todo intento de vida liminar.

Los votos como valores liminares

En cuanto que la vida religiosa pretende ofrecer la presencia de la liminaridad en nuestra cultura y en nuestro mundo, elsistema de valores subyacente se encarna fundamentalmente en los tres votos tradicionales que solemos llamar celibato, pobreza y obediencia. Incluso el lenguaje que usamos para hablar de los votos disminuye su potencial irradiador de valores. El énfasis se pone sobre todo en la renuncia, la negación, la supresión, la privación y la denuncia de la cultura ambiente. Tal y como actualmente se entienden y viven, los votos no favorecen el desarrollo de una contra-cultura sino de una anti-cultura.

Subyaciendo a la vida consagrada en todas las grandes religiones existe una polémica anti-mundo, ascética. Malinterpretamos el significado profundo de los votos porque partimos de una cosmología equivocada que algunos autores modernos como Fiand (1990 pp. 7-33) y Merkle (1992 pp. 93-100) tratan de corregir. Con el comienzo de la revolución agrícola, la humanidad comenzó la conquista del mundo; cuando ésta falló, proyectamos en el universo nuestros sentimientos negativos y de ridículo. Nos enfrentamos al cosmos como una fuerza extraña con la que comenzamos una guerra apocalíptica. Si nosotros no podíamos conquistarlo, nuestro Dios, hecho por nosotros mismos, lo haría. Y lo haría de un modo engañoso y poderoso (de ahí la polémica sobre el fin del mundo que está presente en todas las grandes religiones). Esta espiritualidad anti-mundo, con el ascetismo que la acompaña que fuerza a renunciar a todos los bienes corporales y mundanos, se convirtió en la más importante preocupación para la vida monástica/religiosa, afectando de una manera especialmente nociva el sentido y significado de los tres votos.

En ese contexto ascético los tres votos expresan la renuncia al cuerpo, la sexualidad, la procreación y el placer (celibato); los bienes materiales, el dinero y las posesiones (pobreza); la dominación, el control y la voluntad de poder (obediencia). Sosteniendo ese pensamiento ascético hay una tendencia estética más antigua en la que los valores contra-culturales aparecen de una forma mucho más clara. En ese contexto, el celibato es la invitación a poner nombre, clarificar y expresar los cambiantes temas sexuales y relaciones referentes a la intimidad humana; el grupo o la persona liminar asume y celebra las paradojas, tensiones y potencialidades que el pueblo en su conjunto conoce sólo parcialmente en su experiencia diaria. La tarea del que vive el celibato en la liminaridad no es tanto la de vivir perfectamente todos esos valores cuanto de facilitar la tarea de exploración y crecimiento que lleva hacia una auténtica personalidad y una vida abierta a la relación y llena de sentido. Sugiero, por eso, que en adelante deberíamos llamar a este voto el voto para la Relación.

La pobreza, tal y como es entendida popularmente, es el abandono de todas las cosas materiales de modo que la persona se puede dirigir a Dios libre de las ataduras terrenales. En el marco del contexto contra-cultural liminar, la pobreza (que sugiero que adelante deberíamos llamar con el nuevo nombre de voto para la Mayordomía) se convierte en una llamada a comprometerse más que a descomprometerse: a comprometerse con toda la creación, promoviendo una conciencia de estar relacionado con ella más que de conquistarla o controlarla; fomentando un uso mutuamente interdependiente de todas las cosas que han sido confiadas al cuidado humano, y estableciendo la mayordomía como la actitud básica hacia todo lo que forma la creación. En este caso y como en todos los votos, en lugar de ser una medida útil para evaluar el crecimiento espiritual del individuo el voto se abre a nuevas dimensiones ecológicas y globales.

La obediencia tiene connotaciones de servilismo y pasividad. Pretende ser una virtud que haga posible y facilite una adecuada distribución de poder en una organización jerárquicamente estructurada. En la práctica, a menudo da la impresión de que la persona que se ofrece a vivir en obediencia debe renunciar a sus propias decisiones y someterse completamente a la voluntad de otra persona, cuya inteligencia y sabiduría se igualan con las de Dios. En su más profundo significado liminar, la obediencia debería llamarse el voto para el Compañerismo, invitando al fiel a comprometerse en todo lo relacionado con el poder; a poner nombre a la opresión y al pecado del poder; a confrontar y desautorizar las estructuras y sistemas pecaminosos; a fortalecer a los que carecen de poder inculcándoles los valores que favorecen el compartir y un estilo de vida participativo en todo lo que se refiere al poder y a la toma de decisiones. La razón de ser de este tipo de proceso se centra en la convicción de que todos somos corresponsables porque todos compartimos el poder de ser co-creadores con Dios en el mundo.

Al repensar los votos de manera que nos centremos más en los valores que favorecen el compromiso que en las normas que favorecen el descompromiso, podemos comprender más claramente el papel y la función del grupo liminar (de las implicaciones pastorales y prácticas trataremos en el capítulo sexto). Un primer punto de mucha importancia es que el grupo liminar no existe para sí mismo ni para su auto-perpetuación sino por razón del pueblo. Su papel es servir y atender las necesidades de los otros. En la Iglesia Católica posterior a la Reforma la teología de la vida religiosa se centró en la búsqueda de la perfección. Se suponía que los religiosos y religiosas eran los especialistas en la santidad de tal modo que los efectos acumulativos de su santidad capacitarían a toda la Iglesia para alcanzar la perfección del cielo, entendido en la cosmología de aquel momento como algo situado fuera y más allá de este mundo. Aunque la búsqueda de la perfección se entendía como algo más amplio que la misma vida religiosa, rápidamente se convirtió en un incestuoso movimiento egoísta hacia la perfección de uno mismo y la salvación del alma individual. Esta espiritualidad introvertida y jansenista, aunque ya no promovida institucionalmente, tiene aún un seguimiento significativo entre las religiosas y religiosos de nuestros días.

La liminaridad no significa de ninguna manera una huida de la realidad humana o terrenal. Exactamente lo contrario. En su más auténtico sentido la liminaridad tiende a comprometerse con las realidades concretas a las que se está enfrentando la humanidad y el planeta en las áreas claves de relación en sus vidas especialmente en lo que se refiere al placer (relación), propiedades (mayordomía) y poder (compañerismo). En la medida en que la vocación liminar busca los últimos significados y trata de explorar y articular las aspiraciones más hondas del corazón humano, en esa misma medida es espiritual en el sentido pleno de la palabra (lo que incluye la secularidad). Puede no ser inconfundiblemente religiosa en términos de fidelidad a uno u otro sistema religioso. La liminaridad no necesita una religión formal para dar validez a su existencia ni para justificar su modus operandi. Es fundamentalmente espiritual en todos sus estilos y modos de actuar pero no necesariamente religiosa en un sentido formal.

¿Responsables ante quién?

¿Ante quién, entonces, son responsables las personas que viven en la liminaridad? En último término ante aquellos que los llamaron a la existencia, es decir, el pueblo (laos) y, a través del pueblo, Dios, con el que los que viven en la liminaridad son llamados a ser co-creadores de un modo específico aunque no superior. El modo como esa responsabilidad debe ser ejercida es todavía una cuestión no demasiado estudiada. La responsabilidad ante la Iglesia, en el caso de los religiosos católicos, o ante la religión a que se pertenezca, en el caso de las formas no católicas, relega la vida consagrada a una estructura religiosa formal que niega casi totalmente su sentido liminar y profético. En lo que se refiere a apoyo y comprensión, las estructuras formales eclesiásticas y religiosas raramente ofrecen una afirmación inspiradora y provocadora.

En el cristianismo contemporáneo la vida religiosa está constreñido por un legalismo opresor y antagónico que destruye cualquier esperanza de diálogo abierto y creativo con la Iglesia. No es de extrañar que muchos religiosos y religiosas de hoy estén pensando en la posibilidad de asumir un status no-canónico. Por otra parte, los tariqahs del Islam al ser vistos como excesivamente místicos (y, por eso, una amenaza para las más bien rígidas exigencias legales de esa fe) tienden a ser ignorados; la mayor parte de las obras escritas sobre la fe islámica ni siquiera aluden a los tariqahs. Los religiosos encuentran en el mundo entero un cierto desconocimiento y temor por parte de las instituciones religiosas formales.

Quizá el modelo de responsabilidad que habría que proponer sería parecido al del movimiento profético del Antiguo Testamento. Como cualquier miembro del pueblo, el profeta se consideraba a sí mismo un ciudadano pleno en lo político y lo social, sometido al rey como el mediador formal de los valores «seculares» y «sagrados». Pero el profeta se entendía a sí mismo como claramente diferente del pueblo (una dimensión de la vocación profética que ninguno de los profetas apreció especialmente) y se situaba en una relación contra-cultural con el rey y con el status quo oficial que el rey representaba. Con sus palabras y acciones el profeta desafiaba al poder real y se enfrentaba con él especialmente cuando éste dejaba de servir genuinamente a las necesidades humanas genuinas y se centraba en su propia perpetuación. Pero el profeta también asumía, inconscientemente al parecer, una autoridad mayor, recordando frecuentemente al rey que al final sería responsable ante Dios de quien emanaba toda autoridad. Aquí encontramos el doble aspecto de su responsabilidad: ante Dios y ante el pueblo.

Hay muchos paralelismos entre la vocación liminar y la profética, que a su vez recuerdan a las vocaciones de los chamanes y de otros personajes sagrados de tiempos prehistóricos. La espiritualidad contemporánea tiene la tendencia a espiritualizar exageradamente aquellas figuras y de ese modo les quita su potencial para ser catalizadores en la frontera de lo humano. Su vocación es la de ocupar los espacios marginales y expresar en favor de la humanidad aquellos valores recibidos de Dios a través de los que alcanzamos nuestra plenitud como criaturas de Dios –y co-creadores con Dios– en la danza de la creación que se despliega continuamente.

La liminaridad afecta no sólo lo más profundo de la historia (y estructura) de la vida religiosa sino que además alude a una experiencia básica de muchísimas personas del mundo de hoy. A medida que las oleadas continuas de cambio sacuden los cimientos tradicionales y estiran o desmantelan los parámetros establecidos, muchas personas se siente sin raíces, dislocadas y empujadas hacia el borde del precipicio. Actualmente la zona liminar está densamente poblada, muy a menudo por personas que se sienten confusas, perdidas y solas. Las respuestas que dieron los gurús de ayer no iluminan ni dan seguridad. Se necesita una nueva sabiduría para nuestro tiempo. Nadie estará mejor equipado para proveerla que aquellos que vivan completamente en el espacio liminar.

Cuanto más nos movamos los religiosos y religiosas hacia las fronteras, más nos convertiremos en catalizadores para el cambio. Cuanto más rápidamente aprendamos a danzar con una música diferente, más pronto daremos una respuesta novedosa al hambre espiritual y cultural de nuestro tiempo. No sólo habremos reconstruido la vida religiosa en sí misma; lo más importante es que habremos ayudado a dar nombre a la revolución que está en marcha y capacitado al pueblo para comprometerse con el crecimiento y el cambio y de ese modo contribuir a la renovación de la vida para nuestro planeta y todas sus formas de vida.

 

 

Capítulo Cuarto

El marco teológico. Ampliando los horizontes tradicionales

 

La teología no es nunca un saber terminado, acabado sino que es siempre un proceso en marcha, provisional por su perspectiva histórica parcial y por su limitación propia en cuanto conocimiento de Dios... El Reino de Dios sirve como un referente básico para la interpretación de la diversidad y fidelidad con que Dios actúa en la historia.
(Rebecca S. Chopp).

 

«Teología» es un concepto cristiano definido por san Anselmo como la fe que busca entenderse a sí misma y por Paul Tillich como la preocupación última sobre el fundamento y el sentido de nuestro ser. La teología ha sido durante largo tiempo una ciencia deductiva que empezaba tratando de la realidad de Dios tal y como se describe en las escrituras y como se expresa en la tradición cristiana a lo largo de sus dos mil años de historia. Para la principal corriente de la teología la revelación formal de Dios a la humanidad termina con el Nuevo Testamento (o, de una forma más precisa, con la muerte del último apóstol). A partir de entonces su significado es expresado bajo la guía autorizada de la Iglesia como la guardiana oficial de la ortodoxia cristiana. En este sentido, la teología cristiana es casi totalmente una creación de la Iglesia institucionalizada.

Durante la mayor parte de la era cristiana la Biblia se ha entendido literalmente, tal y como se leía. Sólo a partir del siglo XIX se puso de moda la exégesis de la Biblia, y la libertad para interpretarla. Con ello la apariencia y función de la teología comenzó a cambiar, de una ciencia que ofrecía respuestas definitivas a otra que formulaba y estudiaba las últimas preguntas.

Actualmente co-existen dos grandes líneas. La primera, y con mucho la que más predomina, se puede datar aproximadamente entre 1563 (clausura del Concilio de Trento) y 1963 (inicio del Concilio Vaticano II). La era post-tridentina se caracterizó por una Iglesia que trataba desesperadamente de mantener la posición de superioridad que tenía en la Alta Edad Media y se colocaba a sí misma como enemiga de todos los movimientos a los que ella consideraba como enemigos del mensaje cristiano. Desde esta posición arrogante y defensiva, añadió un nuevo significado a la frase: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Se podría decir que durante toda esa época la única teología existente era la eclesiología.

En la segunda época, de 1960 hacia adelante, es cuando la investigación teológica empieza a ir más allá de las fronteras de lo que se había convertido en un sistema eclesiástico cerrado. Una vez más la teología comenzó a mirar al mundo más allá de las fronteras de la Iglesia (el mejor ejemplo de ello es la promulgación de la Gaudium et Spes por el Vaticano II). De hecho, la teología empezó a distanciarse de una tradición de mil novecientos años y, en lugar de tomar el Evangelio y la tradición revelada como su punto de partida, los teólogos partieron de la experiencia vivida por el pueblo, especialmente los pobres y marginados, y usaron esa experiencia básica como la piedra angular para su reflexión teológica (por ejemplo, la teología de la liberación y la teología feminista).

Comprometidos con la nueva cosmología

La mayor diferencia entre esas dos líneas teológicas no está en la teología misma sino en la cosmología (ver diagrama en la página siguiente). La visión de Trento fue fundamentalmente una denuncia del mundo, en la que la creación se juzga como una realidad deficiente, finita, transitoria, inclinada al pecado y que no debe ser tomada en serio; la vida verdadera no está aquí sino más allá. El cielo es el lugar de la perfección y existe fuera y más allá de esta creación. En el mejor de los casos la creación se entiende como una etapa necesaria por la que las personas humanas deberían pasar en su camino hacia la eternidad. Acompañando a esta cosmología hay una antropología (o más precisamente un antropomorfismo) que en unión con la ciencia clásica considera que en este estado de su evolución la inteligencia humana es invencible: la mente humana es capaz de comprender y expresar las últimas verdades, teológicas o científicas, y a la vez el conocimiento humano se convierte en dogma cuasi-divino. Los seres humanos empiezan a jugar a ser como Dios; una acusación que lanzamos directamente a la comunidad científica, mientras que cerramos los ojos ante el hecho de que ese comportamiento se produce también y con igual virulencia en la comunidad teológica.

Hacia la mitad del siglo XX una nueva cosmología comenzó a desarrollarse y todavía está elaborando una nueva visión que aun no ha transformado totalmente el conjunto de la conciencia de la humanidad. En la nueva cosmología la energía creativa viene más de dentro que de fuera. Dios no crea como si fuera un agente externo, el deus ex machina de la ciencia clásica, sino a través de una colaboración divina-humana en co-creatividad. Los seres humanos tienen ahora una nueva comprensión de sí mismos (antropología) no como dueños de la creación sino como co-creadores, esforzándose por cooperar con el Dios de la creación.

La creación es fundamentalmente buena en la medida en que desarrolla su compleja trayectoria creadora de vida. Nada es exterior al proceso co-creativo de la evolución. Es todo lo que tenemos y lo único que tenemos. De ello hacemos nuestro cielo o nuestro infierno dependiendo de cómo aprendemos a vivir en relación interdependiente con su prodigioso conjunto de formas de vida. En este nuevo ambiente global la tarea de la teología es comprometerse con la experiencia vivida tanto de las personas como del planeta y articular la historia divino-humana siempre desplegándose a nuestro alrededor. La tarea de los teólogos hoy es la de escuchar a la revelación siempre nueva que se produce en el proceso co-creador divino-humano.

La tarea de la Iglesia en este nuevo contexto teológico es la de ser la comunidad que celebra lo que el Espíritu creativo está haciendo en medio de nosotros. Tal y como se presenta en la noción cristiana de sacramento, las dos tareas eclesiales más importantes son la nutrición y la curación; con la misma Iglesia como el signo sacramental por excelencia tal como se describe en Lumen Gentium (n. 1).

Uno de los mayores problemas a los que se tiene que enfrentar la vida religiosa es la corrupción de la teología. Según Tomás de Aquino, el objetivo de la vida consagrada es la consecución de la caridad perfecta; una descripción que aún merece seria atención y consideración. La tradición post-tridentina asumió esa idea y la descristianizó eficazmente. La consecución de la caridad perfecta se sustituyó por la de la perfección. Se eliminó la caridad. Las proezas heroicas de tipo ascético se convirtieron en el nuevo criterio de santidad y salvación. Este desarrollo desencaminado y la teología que lo siguió –si es que puede ser llamada teología– aún provee el contexto espiritual en el que se mueve la vida consagrada. Incluso el Concilio Vaticano II no pudo renovar la teología de la vida religiosa como lo hizo en otros aspectos de la vida cristiana (católica) de hoy.

Reestructurar su marco teológico es todavía uno de los mayores desafíos al que se enfrentan los religiosos y religiosas de hoy. En el contexto de la nueva cosmología, ya no podemos escapar del mundo ni abandonarlo. El mismo mundo nos llama y nos invita a involucrarnos en él y entre nosotros por caminos que todavía están inexplorados. Sin una sólida base teológica, nuestra visión y misión como religiosos quedará casi totalmente incompleta.

En la tarea de reestructuración debemos empezar allí donde la teología contemporánea nos anima a hacerlo: en nuestra experiencia vivida. En el contexto actual esa experiencia está muy polarizada por dos realidades: por una parte, la muerte y decadencia del modelo post-tridentino que todavía tiene un gran seguimiento, y, por otra, los muchos intentos habidos desde el Concilio Vaticano II de renovar y reformar la vida religiosa/monástica. Más que enredarse en esas ideologías tan polarizadas y separadoras (que entiendo que son actualmente un elemento básico de la experiencia vivida), me parece mejor movernos hacia capas más profundas de la experiencia de la vida consagrada tal y como se vive universalmente sobre todo en las otras grandes religiones y ahondar en los ricos recursos de los tiempos prehistóricos. Me centro especialmente en la dimensión profética liminar, en la que se sustenta la vida consagrada, como básicamente contra-cultural.

Como se ha dicho en capítulos anteriores la liminaridad se centra en los valores y en su mediación a través de las relaciones capaces de dar vida. El hecho de centrarse en las relaciones nos abre un nuevo horizonte teológico tan relevante para la Iglesia y para el mundo como para la misma vida religiosa. Me refiero a lo que el Evangelio llama el Reino de Dios al que a menudo se le denomina hoy en el mundo intelectual el Nuevo Reino de Dios.

Reino e Iglesia

En la historia de la teología cristiana existe una especial preocupación por la persona de Jesús desde el primer momento. Ya en el tercer y cuarto siglo el debate sobre la naturaleza de Jesús, especialmente su divinidad –que fue la primera preocupación de los concilios de Nicea y Calcedonia– dio a la teología cristiana una orientación característica. La persona de Jesús se convirtió en el punto de referencia para la oración, la moralidad, la observancia religiosa y el discurso teológico hasta tal punto que se dejó de tener en cuenta la misión de Jesús. En los siguientes siglos se produjeron algunos intentos de compensar este desequilibrio. El menos satisfactorio fue el desarrollo post-tridentino que pretendía atribuir no sólo primaria sino también exclusivamente la misión de Jesús a la Iglesia (de ahí provino el resucitar el dicho que había sido usado inicialmente por Cipriano y Orígenes: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»). La teología contemporánea, especialmente desde la década de los sesenta, se esfuerza por recuperar el equilibrio y en el proceso ha debido de enfrentarse a profundas cuestiones acerca de su propia función y relevancia para el mundo de hoy (ver el trabajo pionero de Fuellenbach 1995).

En los Evangelios no podemos separar la persona de la misión de Jesús. Una sólo es comprensible en la otra. Todo aquello que Jesús es y representa se entrelaza con la visión de la nueva realidad que está amaneciendo en nuestro mundo: una nueva presencia de Dios en el pueblo que declara abolidos los antiguos modos de relacionarse con la realidad –especialmente a través de la jerarquía típica del patriarcado que gobernaba y determinaba totalmente la vida– dando lugar a un nuevo estilo de relaciones marcadas por la justicia, el amor, la paz y la liberación. Los Evangelios llaman a esta nueva forma de estar en el mundo «el Reino de Dios» o con un término más inclusivo el Nuevo Reino de Dios, cuyo uso propongo para el resto del capítulo.

Muchos cristianos se sienten inquietos cuando se enteran de que Jesús no estaba especialmente interesado en una iglesia. En los cuatro Evangelios sólo aparecen tres alusiones a la iglesia, todas en el Evangelio de Mateo, y los exégetas están lejos de ponerse de acuerdo en lo que esos textos significan. Por otra parte hay más de ciento veinte referencias al Nuevo Reino de Dios del que podemos decir casi con toda seguridad que fue la primera preocupación e interés de Jesús.

El énfasis comienza a cambiar cuando vamos a los Hechos de los Apóstoles y a los escritos paulinos. Pero durante la mayor parte de la época cristiana primitiva se mantuvo la idea de que la misión de la Iglesia era la de ser sierva y mensajera del Nuevo Reino de Dios. Debía haber sido en la comunidad de los creyentes donde la preocupación por el Nuevo Reino debería haberse mantenido más clara y vigorosamente. Pero al cabo de poco tiempo, la Iglesia, como las otras instituciones seculares, se comenzó a preocupar de su propia supervivencia y crecimiento. Por ello, perdió de vista lo que era su misión y objetivo más importante: ser el agente primario del despliegue del Nuevo Reino de Dios. Este desarrollo aberrante se ha agudizado de una manera especial en nuestros días7. Reconducir a la Iglesia a su misión fundamental es uno de los más importantes retos proféticos que tiene la vida religiosa de hoy.

Las referencias al Nuevo Reino en los Evangelios son muy diversas y complejas. Nunca se nos ofrece una definición de lo que es el Nuevo Reino y las diversas descripciones que encontramos usan la estructura narrativa de las parábolas o el formato simbólico de los milagros. Lo que es claro es que el Nuevo Reino trasciende las costumbres y valores de todos los demás «reinos» que dominaban la cultura de aquel tiempo, siendo el más importante entre ellos el que estaba dominando por la figura del rey o del emperador. Solamente en una ocasión en los evangelios sinópticos permite Jesús que le llamen «rey» –en su último viaje a Jerusalén–; aquí, el simbolismo de su comportamiento habla más fuerte que en cualquier otra parte del Nuevo Testamento. Si fuera rey, Jesús debería cabalgar el animal real de la dominación y la guerra, un caballo; en su lugar, cabalga un asno, el animal capaz de llevar carga tan querido por el pueblo ordinario. De este modo, el poder real es puesto cabeza abajo; abierta y provocativamente se declara que es totalmente ajeno al proceso cristiano.

En consecuencia, el Nuevo Reino se caracteriza por una radical igualdad e inclusividad. La tierra misma queda incluida en esa nueva visión (Mt 5, 5). Igualmente, el Nuevo Reino asume proporciones globales –no hay nada en los Evangelios que sugiera que es sólo para los cristianos, más bien lo contrario–. Se abre a horizontes que incluyen a todos los pueblos y culturas dentro de un marco temporal que se extiende hacia un futuro abierto (que la Iglesia interpretará más tarde como la vida del más allá pero los Evangelios nunca identifican el Nuevo Reino con esa idea). El Nuevo Reino se encarna de una manera especial en la vida y el ministerio de Jesús: pero todos están invitados a participar en el trabajo de la viña (cf. Mt 20, 1-16), en el co-creador despliegue del tiempo nuevo que quizá en ningún lugar se proclama de una forma más concisa que en las palabra tan a menudo citadas del Apocalipsis 21, 5: «Mirad que hago nuevas todas las cosas».

En orden a facilitar una más creativa comprensión de esta verdad central de nuestra fe cristiana, propongo una definición que espero que no reduzca nuestra visión sino que sea lo suficientemente abierta e inclusiva como para hacer justicia a su significado esencial. El Nueve Reino se podría describir como un nuevo orden mundial, marcado por unas relaciones correctas de justicia, amor, paz y liberación. En el corazón de esta visión está la idea de relaciones correctas. Los antiguos modos patriarcales de relacionarse, que todavía dominan en nuestro mundo, se declaran irrelevantes e inapropiados para el cristiano comprometido. Y el marco donde esas relaciones se deben desarrollar no es sólo entre personas sino que incluye todos los elementos de la creación, también el planeta tierra, el cosmos y la fuente divina de todo lo que existe (cualquiera que sea el nombre con que se le llame).

El lector habrá observado el uso frecuente de la palabra nuevo. Hay algo radicalmente nuevo en la realidad de Jesús. Un exégeta (Sheehan 1986) considera que esa novedad consiste en la abolición de todas las religiones de forma que podamos redescubrir nuestra relación con Dios en el mismo proceso de la creación. En la tradición popular de la Iglesia e incluso en todos los grandes sistemas religiosos, la salvaguarda y preservación de lo antiguo tiene precedencia sobre el desarrollo y la promoción de lo nuevo. Obviamente Jesús apreciaba su patrimonio cultural y sus tradiciones pero los Evangelios ofrecen sin ninguna ambig¸edad una invitación a superar las tradiciones y paradigmas del pasado sin tener en cuenta lo sagradas o santas que se hayan hecho con el paso del tiempo. Como cristianos somos llamados a ser un pueblo siempre nuevo, lleno de vida y sintonizado con las inspiraciones siempre nuevas del Espíritu. Aquí se encuentra un reto profético único para nosotros los religiosos y religiosas.

Durante toda la etapa posterior a la Reforma el marco fundamental del referencia para la vida religiosa fue la Iglesia como institución. En aquel contexto se esperaba que los religiosos y religiosas fuesen servidores leales y obedientes. Su misión era la de ser especialistas en el camino de la perfección ofreciendo un modelo de santidad que toda la Iglesia pudiese emular, un modelo que garantizase la salvación eterna en el mundo futuro. En esta cultura eclesiástica y en la cosmología asociada a ella, el Nuevo Reino de Dios estaba casi totalmente olvidado y como casi todos los demás, los religiosos y religiosas terminaron por convertirse en funcionarios de una institución que había perdido su norte.

Esa cerrada y desorientada institución comenzó a desintegrarse (como consecuencia de su malestar interno más que de un ataque externo) en la década de los cincuenta. En los primeros sesenta el Papa Juan XXIII intentó reorientarla convocando el Concilio Vaticano II. La esperanza explícita del Concilio era la de promover un proceso de reforma, a ser posible sin provocar demasiado quebranto. Pero la decadencia interna tenía un origen tan profundo y extendido que sólo aquellos que tenían un profundo sentido de la historia pudieron entender lo que comenzaba a suceder y lo que ha seguido sucediendo en décadas ulteriores.

Desde 1960 hemos sido testigos de la desintegración de un poderoso imperio eclesiástico que se había desviado muy seriamente de la visión del Nuevo Reino de Dios; un monolito que quizá tenga que colapsar totalmente (a lo largo de los próximos siglos) antes de que una Iglesia al servicio del Nuevo Reino se levante de entre los rescoldos casi apagados de la antigua. Y aquí puede haber otro inmenso desafío para nosotros los religiosos y religiosas: ¿podemos asumir la inevitabilidad y necesidad de nuestra muerte, vivirla de un modo auténticamente pascual e integrarla como condición para la resurrección de la esperanza? De ese modo podríamos ofrecer a la Iglesia (y a todas las demás instituciones patriarcales que están experimentando el declive y la desintegración actualmente) un modelo que, trascendiendo la negación, las ayude a morir libremente a su pasado y a abrirse al nuevo futuro resultado de la creatividad del Espíritu.

Si los religiosos y religiosas estamos llamados a recuperar esa misión profética liminar, que pertenece mucho más integralmente al Nuevo Reino que a la Iglesia, entonces es a la vez deseable y necesario que se produzca un proceso de separación de la Iglesia institucional. Este es uno de los más dolorosos y dislocantes aspectos de la reestructuración que estamos intentando estudiar en este libro. Puede ser saludable que recordemos aquellos momentos de la sagrada historia de nuestras órdenes y congregaciones en los que algunos fundadores y muchas fundadoras tuvieron que enfrentarse a la Iglesia jerárquica, a menudo hasta llegar al conflicto abierto en orden a hacer posible sus sueños creativos y proféticos. Tampoco debemos olvidar los eminentes trabajos apostólicos de muchos religiosos y religiosas a menudo moviéndose lejos y más allá de las fronteras oficiales definidas por la Iglesia. No estoy apoyando el conflicto por sí mismo. Mi opinión es que los religiosos y religiosas no podemos renunciar al contexto teológico que se ha expuesto en este capítulo: que nuestra primera fidelidad es con el Nuevo Reino y no con la Iglesia institucional; y que no debemos reducir nuestro compromiso con aquél para mantenernos leales a la segunda.

Cada uno de los aspectos de la reconstrucción que se estudia en este libro nos vuelve a conectar con las más profundas, antiguas y auténticas tradiciones, que incluyen nuestra genuina especificidad como movimiento liminar profético. Si queremos ser fieles a nuestra misión y al pueblo de Dios al que hemos sido enviados (del cual apenas una pequeña proporción pertenece a la Iglesia), entonces no tenemos más opción que enfrentarnos a las dolorosas y difíciles decisiones que se nos plantean actualmente.

Los religiosos y religiosas de hoy estamos llamados a ser «agentes del Reino». Eso significa que debemos confrontar, contestar e incluso denunciar aquellos sistemas e instituciones que trabajan en contra de los valores del Nuevo Reino. Muchos de nuestros hermanos y hermanas en América Central y del Sur han entregado sus vidas al servicio de esa misión. Por otra parte los religiosos y religiosas que viven en el mundo occidental tienden a pactar con los sistemas que oprimen a los pueblos del hemisferio sur. Nuestro estilo de vida y los valores que vivimos emulan los de la cultura dominante y sólo unos pocos de nosotros desafiamos abiertamente y denunciamos las estructuras opresivas de pecado que nos rodean. Un gran número de religiosos y religiosas colabora todavía con el sistema occidental de educación que inculca de modo claro los valores competitivos del capitalismo que están en claro desacuerdo con los valores del Nuevo Reino.

Como «agentes del Reino» nos quedamos muy cortos en responder a la llamada a hacer frente, denunciar y protestar contra aquellos sistemas y estructuras que socavan los valores del Evangelio. Tristemente, somos incluso más incoherentes cuando se trata de poner nombre a esos valores y celebrar su presencia en muchos movimientos actuales que provienen del Espíritu, especialmente cuando esos movimientos se hallan fuera de las iglesias y religiones establecidas. Me refiero especialmente a la conciencia ecológica y feminista con su sentido concomitante de esperanza y vitalidad y también con sus numerosos, pequeños y a veces desconocidos esfuerzos para crear un mundo más justo y humano.

Dada nuestra cercana relación con la Iglesia jerárquica de la era post-tridentina, los religiosos y religiosas dedicamos muchas de nuestras energías y recursos a cumplir íntegramente el derecho canónico. Cuando nos vemos enfrentados a la llamada urgente de nuestros días, solemos dudar y mirar por encima de nuestros hombros para ver si lo que pensamos en nuestros corazones que debemos hacer, sería aceptado por el obispo, el párroco o los guardianes patriarcales de los servicios sanitarios o educativos en los que estamos integrados. Hemos perdido casi totalmente la atrevida y subversiva visión de los profetas, antiguos y modernos. Hemos traicionado casi totalmente nuestra vocación liminar de ser catalizadores de las nuevas posibilidades que deberían expresar y articular de una forma nueva los valores profundos a los que el pueblo aspira.

Esos valores son los mismos que encontramos en el Nuevo Reino de Dios tal y como los encarna y proclama Jesús. Esforzarse por hacer realidad esa visión es coherente con nuestra vocación liminar y con nuestra llamada profética. Vale la pena poner de relieve que, cada vez que Jesús encuentra oposición y se ve desafiado a causa de lo provocativo de su ministerio (especialmente en los momentos que lo expresa a través de las parábolas o de los milagros), justifica y defiende sus acciones invocando el mensaje profético del Antiguo Testamento. La vida y mensaje de Jesús tienen claramente su raíz en la tradición profética. Nuestras vidas y mensaje deberían tener también esa misma raíz si es que tenemos alguna esperanza de contactar de una forma significativa con el mundo de nuestros días.

Como ya se ha indicado, la creación y formación de unas relaciones justas es el corazón del Nuevo Reino de Dios. No se refiere sólo a relaciones entre personas sino a la genuina capacidad para relacionarse que parece ser la esencia fundamental de la naturaleza por una parte y de la naturaleza divina por otra. La física de las partículas y los desarrollos actualmente en marcha de la teoría cuántica ilustran de forma coherente y convincente que las relaciones son mucho más importantes para entender la estructura subatómica del universo que la ampliamente estudiada teoría sobre los bloques aislados. Da la impresión de que la vida no consiste en realidades aisladas que formarían todas las cosas sino de tipos de energía que se entrelazan y entretejen en el proceso perpetuo de la co-creación.

En el otro extremo, existe una larga tradición que percibe a Dios no como una persona individual aislada sino como una comunidad de tres en relación, lo que en la tradición cristiana llamamos la Trinidad. Encontramos versiones de esa idea trinitaria en la naturaleza divina en prácticamente todas las grandes religiones. Lo que es más significativo, encontramos una idea parecida sobre la naturaleza divina en la prehistórica adoración de la diosa hacia el 40.000 a.C. A mi modo de ver, lo que encontramos aquí no es un profundo dogma religioso sino una verdad arquetípica que la humanidad ha sentido en sus corazones durante milenios, una profunda sabiduría interior que informa a la imaginación creativa sobre la naturaleza de Dios, primero y ante todo, como capacidad para la relación. En otras palabras, las doctrinas trinitarias son esfuerzos humanos para poner nombre a la esencia de Dios y lo más cerca que podemos esperar llegar, lo que es probablemente una intuición muy profunda y auténtica, es a pensar que Dios es, por encima de cualquier otra cosa, un poder para la relación.

La capacidad para relacionarse parece, por tanto, que es la esencia primordial del cosmos tal y como se pone de manifiesto a través de la ciencia contemporánea (nivel micro) y también la naturaleza fundamental de Dios (nivel macro). Es también el componente básico del Nuevo Reino de Dios y hay buenas razones para pensar que es también la aspiración fundamental de toda religión y espiritualidad. Muy correctamente, Zappone (1991) define la espiritualidad como el componente relacional de la experiencia vivida; y el discernimiento de esa experiencia es lo que a menudo lleva a la búsqueda de una auténtica comunidad. La Iglesia cristiana propone la creación y el desarrollo de la comunidad como su fundamental razón de ser como lo hacen también las religiones más importantes de muy diversas maneras.

La comunidad como centro

La vida monástica y religiosa se esfuerza hoy por recuperar la comunidad como su valor clave. A un nivel consciente, es un intento de encontrar un ambiente de mayor apoyo y donde el discernimiento sea más fácil. Pero a la luz de lo dicho anteriormente podemos ver que hay elementos inconscientes que tienen un impacto enormemente rico y complejo. No es de extrañar que la comunidad pueda ser un tema tan atractivo y, sin embargo, tan discutido para muchos religiosos y religiosas de hoy (cf. Fiand 1992).

Por consiguiente, nuestra praxis teológica se centra en la creación de estructuras comunitarias donde podamos explorar, concretar y mediar esos valores que ponen en sintonía nuestras vidas con el «centro» de la creación. Este centro es la capacidad para relacionarse entendida tanto microscópica como macroscópicamente. De esta manera la antiguas barreras dualistas entre lo divino y lo humano se desintegran y comenzamos a entrar en contacto con la vida en su vitalidad y unidad esenciales. Por eso para los religiosos la comunidad es mucho más que un modo concreto de vivir. Es, primero y ante todo, un hecho teológico porque hemos sido atrapados por el Nuevo Reino de Dios y somos enviados a realizar y promover esa profunda cualidad de la interrelación a través de la cual nos convertimos en presencia liminar para toda la humanidad. Estudiaremos las implicaciones pastorales de este reto en el capítulo sexto.

Al principio de este capítulo señalábamos cómo la cosmología renovada que manejamos exige una forma totalmente nueva de hacer teología no de nuevo contra el mundo entendido como antagonista sino en dialogo con nuestro mundo, esforzándonos por estar siempre atentos y receptivos a las revelaciones divinas. La teología se enfrenta hoy con un cambio enorme que tiene implicaciones para la vida religiosa tanto como para todas las demás áreas de la vida.

Ya no se puede formular una teología de la vida consagrada en torno exclusivamente a la búsqueda de la perfección en contra de un mundo imperfecto. Tampoco es apropiado construir esa teología sobre la idea de la vida religiosa como un signo escatológico (Lumen Gentium 44). Eso mantendría nuestra mirada en el cumplimiento que se daría en el mundo futuro, apartando seriamente nuestra atención del único mundo que creemos que es el lugar de la co-creatividad de Dios, pasada, presente y futura. La vida religiosa no se refiere a unos valores que pertenezcan a una vida que esté más allá de ésta. Su vocación, más bien, es responder al desafío y esforzarse por vivir de una forma abierta, creativa y responsable en el aquí y ahora de nuestro contexto planetario y cósmico. No estamos llamados a ser un signo sobrenatural que señale más allá de este presente orden imperfecto hacia la plenitud de la vida futura. Nuestra misión es la de situarnos en el corazón de la creación que creemos que es el único mundo (del que la vida después de ésta es sólo una dimensión) ofreciendo un testimonio liminar de los valores que perduran y que apuntan hacia esa plenitud de vida que anhelamos en nuestros corazones.

De acuerdo con el documento vaticano de 1981, Religiosos y Desarrollo Humano (n. 24), los religiosos y religiosas estamos llamados a convertirnos en signos de comunión para el mundo. La llamada a comprometernos con esos valores profundos que constituye el centro de nuestro testimonio liminar es solamente posible en un contexto comunitario. Sólo en comunión con aquellos que tienen la misma vocación, tanto en el marco de una orden o congregación concretas como en otro tipo de relaciones interpersonales, podemos apropiarnos e interiorizar la llamada a vivir en la relación trinitaria. En ese contexto es como gradualmente nos daremos cuenta de que el Dios trinitario no lo encontraremos en otro mundo sino en el Nuevo Reino que está en el corazón de este mundo, proclamado e inaugurado (desde el punto de vista cristiano) en la vida y misión de Jesús.

 

 

Capítulo Quinto

El marco femenino. Recuperando una tradición perdida

La tarea que tienen las feministas ahora es la de examinar e interrogarse juntas por el origen profundo de las preguntas buscando un estado permanente de cambio en la conciencia.
(Mary Daly)

 

En la vida religiosa cristiana las mujeres son más numerosas que los hombres en una proporción de tres a uno. Sin embargo, prácticamente todas las leyes por las que se rige la vida religiosa son hechas por hombres y se basan en los valores masculinos de racionalidad, exclusión, heroísmo y control. La mayor parte de las mujeres religiosas trabajan todavía en apostolados donde prevalece el afán masculino de dominar y adquirir. Tanto en la vida religiosa femenina como en la masculina las cualidades femeninas como la sensibilidad, la imaginación, la creatividad, la inclusión, la libertad para desarrollarse y la pasión por la justicia han desaparecido casi totalmente.

Una vez más somos testigos de una presentación desequilibrada y deformada de los primeros tiempos de la historia. Los escritores contemporáneos, algunos de los cuales no dan importancia a la distinción entre los valores femeninos y los masculinos, afirman que la decadencia de lo femenino coincide con la ascensión de la ciencia clásica en torno al siglo XV. Teniendo la máquina como metáfora dominante, se pensaba que todo funcionaba de una manera mecanicista bajo el control firme y claro del manipulador cerebro masculino. Este estilo lineal de percepción y comprensión de la realidad no podía contemplar ni tolerar la existencia desviante de la imaginación y la intuición. En una cultura altamente tecnológica hay poco espacio para el arte.

La irradiación de los valores pre-patriarcales

Pero la Revolución Industrial, resultado de la ciencia clásica, es solamente la culminación de la orientación patriarcal dominante que tuvo su comienzo hace 10.000 años al principio de la Revolución Agrícola. Incluso esa perspectiva tan amplia es inadecuada para destacar la centralidad y el impacto de lo femenino en la cultura humana y planetaria. No hay época que ilustre mejor esta realidad de forma más persuasiva y convincente que la caracterizada por la adoración a la gran diosa en el Paleolítico desde el 40.000 a.C. hasta prácticamente el último milenio antes de la era cristiana (se puede encontrar más sobre este tema en Stone 1976; Eisler 1987; Sjoo y Mor1987).

La idea de que el patriarcado fue precedido por un largo periodo de matriarcado no es especialmente importante para nuestra reflexión y por eso no la vamos explicar más. Lo que nos interesa son esos valores arquetípicos profundos que aparecen en la experiencia liminar de entre los cuales los descritos como femeninos son de importancia capital. Me refiero especialmente al conjunto de experiencias de relación:

- que pueden mantener juntos en una síntesis creativa los opuestos que la forma de pensar masculina tiende a interpretar de modo dualístico y separado;

- que puede intensificar el sentido de libertad y diseminarse por todos los procesos vitales que el estilo masculino tiende a «conquistar y controlar»;

- que aprecia los instintos salvajes, apasionados y eróticos que están a la base de la creatividad y la justicia que lo masculino tiende a subvertir, etiquetar y reprimir;

- que se esfuerza por participar en el proceso evolutivo de la vida más que en controlarlo a través de la dominación de tipo jerárquico y patriarcal.

Estos son los profundos valores arquetípicos de los que la cultura contemporánea carece casi totalmente. El corazón humano permanecerá sin llegar a su plenitud mientras que no volvamos a conectar con esos elementos primordiales que pertenecen a lo más profundo de nuestro (in)consciente colectivo. Incluso a lo largo de la era patriarcal (desde el 8.000 a.C. hasta ahora) el poder femenino (generalmente, aunque no de forma exclusiva, encarnado en una mujer) continúa apareciendo. De hecho la adoración de la diosa fue común e incluso dominante durante los primeros 4.000 años de la Revolución Agrícola. Vestigios de ese culto se pueden encontrar todavía hoy en las religiones tribales (ver el muy completo estudio de Eisler 1987). Sabemos que los chamanes eran tanto hombres como mujeres, que había profetas y profetisas (aunque la literatura existente da siempre prioridad a lo masculino). Sabemos que en el antiguo hinduismo y en los primeros tiempos del budismo florecieron los monasterios femeninos tal y como sucede hasta nuestros días (ver Tsomo 1988). En los primeros tiempos de la Iglesia Católica, las vírgenes fueron anteriores en el tiempo y superaban en número a los monasterios masculinos. Y durante prácticamente toda la historia cristiana las mujeres han contribuido al crecimiento y expansión de la vida consagrada por lo menos tanto como los hombres y en muchas ocasiones más que ellos.

La vida religiosa, tal y como se la ha visto popularmente, presenta no sólo una imagen errónea sino incluso gravemente distorsionada e injusta. La mayor parte de los documentos históricos fueron recopilados por hombres, formados ellos mismos en una cultura exclusivamente masculina. Tratando de usar un marco de referencia femenino estamos intentando recuperar y rescatar uno de los elementos más antiguos, más ricos y culturalmente más significativos de la experiencia liminar. Sin esta dimensión nuestros esfuerzos por rehacer la vida religiosa quedarán gravemente incompletos.

En la mayor parte de los ambientes cristianos, hacer una referencia a la diosa parece que es volver al paganismo y a las creencias primitivas del mundo pre-civilizado. Semejantes actitudes tienden a ser fruto de la falta de información y a menudo son parciales y reaccionarias. Incluso los cristianos que tratan de estar abiertos a esas perspectivas tienen su horizonte limitado tanto espiritual como intelectualmente debido a que ni su educación ni su formación han incluido esa perspectiva. Hasta el día de hoy nuestra cultura religiosa y espiritual es fuertemente masculina y, en consecuencia, desprovista de anchura y profundidad de miras.

Recuperando valores hace tiempo perdidos

Actualmente los antropólogos y etnógrafos sitúan el comienzo del desarrollo espiritual de la humanidad en torno al año 70.000 a.C. cuando los enterramientos comienzan a revelar un peculiar sentido espiritual. Sin embargo, tienen que pasar otros 30.000 años para encontrar una inculturación de lo espiritual que muestre costumbres y tradiciones, elementales aunque altamente complejas, con la diosa como motivo central. La mayor parte de las pruebas que podemos presentar para fundamentar esta afirmación provienen del arte de la Época Glacial cuyo comienzo algunos estudiosos sitúan hacia el 40.000 a.C., alcanzando su culmen alrededor del 25.000 a.C. e iniciando su declive con el comienzo de la Revolución Agrícola alrededor del 8.000 a.C.

Hay abundantes pruebas que confirman la adoración de la diosa en los primeros momentos del Paleolítico (entre el 40.000 y el 10.000 a.C.).Se ha encontrado una gran cantidad de imágenes esculpidas y pinturas rupestres y, aunque abiertas a diferentes interpretaciones, es de notar que las figuras femeninas (a menudo llamadas «venus») superan diez veces en número a las masculinas. Los temas dominantes de la fertilidad, la menstruación, la copula, el embarazo, el nacimiento y la lactancia son también inconfundiblemente femeninos. El significado religioso/espiritual de esas figuras, aunque largo tiempo debatido por los especialistas, es ahora generalmente aceptado.

Para el observador moderno, esas imágenes son fácilmente valoradas como toscas, primitivas e incultas. Muchas consisten en dibujos grotescamente grandes y obesos, sugiriendo posiblemente la idea de la mujer como prodigiosamente fértil y llena de vida. Falk (1987, pp. 303-304) sugiere que esas formas tan grandes y el hecho de encontrar a menudo torsos femeninos sin cabeza, manos o pies nos indica que son útiles artísticos dirigidos a ilustrar la cercanía entre la identidad de la mujer, y especialmente de la fertilidad femenina, y el cuerpo de la Tierra misma.

Este predominio del simbolismo referido a la fertilidad es lo que lleva erróneamente a muchos especialistas a poner en relación la adoración de la diosa con la Era Neolítica (10.000–4.000 a.C.) y el desarrollo de la agricultura como medio fundamental de vida. Los descubrimientos arqueológicos de Catal Huyuk (en el sur de Turquía), realizados por James Mellaart entre 1961 y 1963, aunque confirman algunos aspectos de la tradición anterior, indican también un significativo cambio hacia el abandono de lo femenino como la encarnación más importante de los valores espirituales. En cuanto la voluntad masculina de poder y de control comienza gradualmente a despuntar a lo largo del Neolítico, empezamos a perder de vista el profundo significado arquetípico de la adoración de la diosa típica del Paleolítico.

El arte de la Era Glacial se encontró por primera vez hace unos 150 años y ahora se le asocia en gran parte a centros como la región de Dordogne en el sur de Francia (especialmente Lascaux), Vogelherd en el oeste de Alemania, Altamira al norte de España, Willendorf en Austria y Mezin en Ucrania. También es generalmente admitido que las pinturas de las cuevas rupestres descubiertas en Australia, Tasmania, Tanzania y ¡frica del Sur pertenecen al mismo tipo (Leakey 1992 pp. 314ss.). Se han barajado numerosas interpretaciones: desde su uso para la magia orientada a la caza (de ahí las figuras de animales) hasta la adoración idolátrica de muchos tipos o las proyecciones infantiles y primitivas nacidas del miedo y la ignorancia. Pero la mayoría de los especialistas de hoy (de entre los cuales Margaret Conkey de la Universidad de California en Berkeley es la máxima autoridad) tienen una actitud abierta y receptiva, reconociendo de forma tácita, y a menudo abiertamente, los complejos y profundos motivos que están siendo descritos y estudiados. Uno de los más conocidos especialistas, Leroi-Gourhan (1968), sugiere que un mayor aprecio de la antigua mitología es esencial para dar con la interpretación adecuada, que podría entonces dar lugar a algo parecido a una síntesis cosmológica, poniendo de manifiesto un sentido holista, intuitivo y espiritual altamente desarrollado en aquellos pueblos.

La diosa y los valores arquetípicos

Existe un profundo significado arquetípico en la cultura del culto a la diosa que encarna y articula algunos de los valores que los grupos liminares contemporáneos tratan de recuperar tanto de forma consciente como mayormente de forma inconsciente. Entre ellos están:

a. El poder de lo femenino en favor de una creatividad apasionada. Siguiendo a Bruns (1973 pp.9-10), la mayor parte de los especialistas coinciden en afirmar que fueron mujeres y no hombres los autores de todas esas antiguas pinturas. Cuando se deja el espíritu femenino en libertad, la creatividad se desborda. Una dinámica más libre y abierta se produce entre las personas, entre ellas y las otras formas de vida, entre las criaturas y la creación (el planeta). La interdependencia y la interrelación de toda la realidad se convierten en la norma para la comunicación de valores y la mutua interacción.

Se nos ofrece un modelo de sociedad muy diferente de la que actualmente conocemos. Es igualitaria (ver Eisler p. 206 n. 10), flexible, no estructurada, basada más en los procesos creativos que en las estructuras formales tanto políticas como eclesiásticas. Para el lector moderno todo esto puede sonar peligrosamente cercano a la anarquía y al caos total. Pero no es más que una proyección del presente sobre el pasado, una proyección que evita el tomar en consideración la sobrecarga de anarquía y caos que impera en nuestro así llamado mundo civilizado.

b. La inculturación de lo espiritual como valor unificador esencial. En el arte paleolítico como en otros aspectos de aquella cultura, no se conocía el dualismo destructivo (masculino) que en nuestros días existe entre lo sagrado y lo secular. Lo que importaba era la unidad esencial de todas las cosas, la intuición profunda de que la energía creativa (lo que hoy llamamos Dios) estaba dentro del mismo proceso en desarrollo y no fuera de él. En esta visión primitiva ya encontramos todos los ingredientes de la nueva cosmología (ver Swimme y Berry 1992; Sahtouris 1989; Lovelock 1979; 1988). No es de extrañar que nos llegue tan profundamente al corazón y a la imaginación.

Cuando asimilamos la idea de que nuestro planeta es uno (y el cosmos también), inmediatamente nos damos cuenta de la interdependencia entre todas las formas de vida. Al principio, nos puede sorprender la abundancia de pinturas de animales en el arte de la Era Glacial. Parece que fueran tan importantes como los seres humanos (es extraño que pájaros y peces apenas son representados). No tenemos una idea absolutamente clara de lo que esos animales significan pero muchos especialistas están de acuerdo en que tienen una estrecha relación con los seres humanos y en que probablemente ofrecen un significado religioso de esa relación. De aquí surgen importantes consecuencias para la forma de entender el voto de mayordomía. Serán expuestas en el capítulo sexto.

c. Reclamar nuestra identidad de personas encarnadas. La literatura sobre la Gran Diosa Madre tiende a describir su poder divino en términos corporales y terrenales. Contrario a las abundantes descripciones despectivas de las religiones monoteístas, la diosa es de modo inequívoco una presencia encarnada, cuyos procesos corporales, especialmente su fertilidad y sexualidad, son apreciados y afirmados sin remordimiento. De particular interés es la antigua comprensión de que el cuerpo de la diosa es también el propio cuerpo de la tierra. Encarnación y condición terrena asumen significado espiritual, e incluso teológico. En la visión holista de esos tiempos antiguos, la encarnación no es una «fuente de tentación» sino el verdadero elemento que nos conecta de forma más poderosa con el poder de lo divino mismo.

d. La importancia capital de la fertilidad podría fácilmente indicar un temor soterrado a la extinción en una cultura donde damos por supuesto que la supervivencia era un problema permanente. Este es apenas uno de los muchos suposiciones equivocadas en las que frecuentemente caemos. Durante la mayor parte de la era que estamos estudiando el pueblo vivió en una cierta abundancia más que en un estado de privación. Estamos hablando de la era del Homo Sapiens Sapiens cuando la humanidad se había hecho suficientemente experta en el arte de la supervivencia. Además las condiciones climáticas durante la mayor parte de ésta era fueron favorables al crecimiento de la vida vegetal, animal y humana.

Precisamente por esto, el culto de la fertilidad puede ser más una celebración de la vida que un intento mágico o religioso de evitar un inminente desastre. Las figuras voluminosas muestran una cultura de la abundancia, saboreando y disfrutando sin verg¸enza de su condición. La imagen religiosa más importante era la de la mujer dando a luz y no como en nuestro tiempo el más bien necrofílico símbolo de un hombre muriendo en una cruz. El amor a la vida más que el temor de la muerte era lo que prevalecía en aquella cultura. No se trata de un alejamiento del mundo; el concepto teológico moderno de co-creatividad parece que hubiera sido la norma clave.

e. La sexualidad como poder sagrado que debe ser protegido y celebrado. Desde dentro de esa unión con la creación y de la llamada a co-crear proviene una comprensión de la sexualidad carente de los complejos y desviaciones de nuestra cultura contemporánea en ese punto. Existe un sentido indudable de la bondad del cuerpo humano, de la sensualidad de la carne, de la intimidad y cercanía del vínculo entre las personas (y una cercana relación con otras formas de vida), del deleite erótico en los placeres y alegrías de la vida. Y afortunadamente parece que no había moralistas por aquel entonces para hacer que las personas se sintiesen culpables.

En esta tradición primitiva encontramos muchos de los valores arquetípicos del voto para la relación. Cuando tratamos de establecer unas relaciones correctas con todas las formas de vida, incluyendo el planeta Tierra, entonces aparece un sentido de la sexualidad más inclusivo y maduro. Como Evola (1983) señala, mucho antes de la actual preocupación por el sexo como un «mecanismo» para la procreación existió un paradigma psicosexual, extendido a lo largo de los milenios pasados, en el que la función procreadora se entendía como algo relativamente secundario y la creatividad (a cualquier nivel) era el objetivo y fin de toda relación sexual. El reto liminar en esta dimensión es realmente desalentador, atrapados como estamos en la represión proveniente de la cultura patriarcal.

f. Recuperando el arquetipo andrógino. Bruns (1973 pp. 12-13) propone la idea de que los toros, tan a menudo representados en las pinturas primitivas, representan el lado masculino de Dios, sugiriendo una comprensión bipolar de Dios pero también atribuyendo a lo divino una naturaleza andrógina. Este es otro aspecto de importancia arquetípica que exige una respuesta original en nuestro tiempo. Ambos, Singer (1977) y Fiand (1987) invitan a valorar de nuevo el arquetipo andrógino, una realidad descrita a menudo como la peor de las aberraciones sexuales, caracterizada por la perversión y la confusión. Desde un punto de vista arquetípico, el andrógino se presenta siempre como creado por Dios y con frecuencia se le describe como la restauración simbólica del «caos», de la unión indiferenciada que precede a la Creación. También simboliza el estado en el que el erotismo no necesita ya ser deseado ni buscado porque está siempre presente en su totalidad.

La mayoría de las religiones oficiales se centran en la separación del andrógino mientras que la cultura anterior se preocupaba más de la fusión de sus polos opuestos. Una vez más, la tendencia a los dualismos que separan la realidad es clara. Y a lo largo de la historia de las religiones oficiales uno de los temas recurrentes es el de atribuir una identidad andrógina a los grandes fundadores como Jesús (Berdyaev, Koepgen, Eliade, Jung) y Buda sin mencionar las varias divinidades andróginas que el hinduismo reconoce hasta el día de hoy.

Me da la impresión de la que vocación al celibato no puede ser totalmente entendida y asumida sin reconocer e integrar la dimensión andrógina y puede que sea necesario reinterpretar la referencia de Mateo a los que se hacen a sí mismos eunucos por la cause del Nuevo Reino de Dios (Mt 19, 12) a la luz de esta dimensión. El celibato liminar, y en todas las formas de liminaridad hay ecos del arquetipo celibatario, está llamado a abrazar y mantener en favor de la humanidad algo de aquel primitivo deseo humano-divino de totalidad, cumplimiento y reunión de nuestra realidad «dividida». El hecho de que esa unión total se pueda conseguir o no (aquí o en la eternidad) no nos inquieta ahora. Lo que tiene importancia liminar es el deseo en sí mismo y todo lo que despierta en nosotros, en nuestro anhelo de armonía y reconciliación –en todo el arco de los diferentes niveles que se dan en el despliegue humano y planetario–.

g. Aunque sea difícil de definir o describir, en esa antigua cultura de la diosa existió un sentido peculiar de comunidad. Sieveking (1983 p. 5) observa que muchas de las pinturas representan grupos de figuras más que figuras individuales. Inmediatamente se ofrecen razones de tipo cúltico y ritual pero es posible que haya un motivo comunitario de significado mucho más profundo, subrayando una vez más la capacidad femenina para poner en relación de un modo cooperativo, no competitivo y no jerárquico. Los valores arquetípicos en los que se basa este sentido de la comunidad son precisamente los mismos que intentamos encarnar actualmente en nuestra nueva comprensión del voto para el compañerismo.

La tradición del culto a la diosa encarna e ilustra de una forma clara muchos de esos valores arquetípicos que despiertan la necesidad de personas liminares y que exigen un nuevo planteamiento de la vida consagrada, particularmente del sentido y significado de los votos en sí mismos.

h. Finalmente encontramos la imagen de Dios representado como mujer con todas las implicaciones que conlleva de tipo tanto metafórico como teológico. Johnson (1994) argumenta que los valores que hemos adoptado (refiriéndose específicamente a los religiosos y religiosas) se relacionan siempre con un modo específico de imaginarnos y experimentar a Dios. La imagen de la madre-mujer pone de manifiesto un Dios nutriente y nutritivo, apasionado, protector y participativo, muy diferente del Dios distante, patriarcal y crítico que frecuentemente encontramos en la religión dominante y en la mayor parte del moderno evangelismo. La vida religiosa no tiene sentido sin la fe en Dios, pero la imagen de Dios desde la que vivimos y damos testimonio a menudo impide más que promueve la dimensión liminar y profética de nuestra misión y estilo de vida.

A lo largo del periodo de supremacía patriarcal, las mujeres y los valores femeninos fueron gradualmente erosionados. Con la aparición de las religiones formales, comenzando por el hinduismo alrededor del 2.500 a.C., lo femenino no sólo es minusvalorado sino que además se juzga como un elemento desviado y peligroso, una fuente de tentación. Todas las religiones del mundo acarrean consigo una fuerte prejuicio anti-femenino, una tendencia a despreciar e incluso a socavar su poder. El islam es actualmente la más sexista de las grandes religiones.

La contribución de las mujeres religiosas cristianas

En las religiones formales tradicionales, no se ha permitido nunca a las mujeres religiosas contar su propia historia. La evolución y el progreso en la vida consagrada femenina ha sido, numérica, cultural y ministerialmente tan importante como en su versión masculina (ver McNamara 1996) pero ha sido completamente eclipsada por los últimos. En muchos casos ni siquiera se ha intentado recoger o preservar lo que han representado las mujeres. Y las pocas referencias de que disponemos tienden a seguir una versión estereotipada presentando lo femenino o su historia desde el punto de vista de la cultura masculina o del sistema de valores masculino imperante.

Una mirada superficial a la historia de la vida religiosa femenina cristiana ilustrará este histórico desequilibrio cultural y espiritual. Anterior a cualquier forma de vida religiosa masculina ya existían las vírgenes, formalmente reconocidas por la Iglesia y floreciendo ya hacia el año 100 d.C. Parece que vivían en sus propias casas y se reunían para la oración en común y las obras de caridad. Muchos de los primeros Padres de la Iglesia aluden al estilo creativo, valiente y ejemplar de la vida y servicio de las vírgenes, cuya consagración no las separaba del mundo sino que las situaba de una manera más profunda en contacto con él8.

Lo siguiente que se puede observar es el hecho de que muchos de los más importantes fundadores desde Antonio en Egipto hasta Francisco de Asís en el siglo XIII tenían madres, hermanas o miembros femeninos de su más cercana familia en la vida religiosa. En Occidente la primera señal que encontramos de la existencia de comunidades femeninas nos la da san Agustín, el cual, durante su episcopado en Hipona, escribió un tratado para las vírgenes de la ciudad. En este tiempo la naturaleza de la consagración religiosa venía determinada por las rúbricas de la iglesia local. La primera evidencia de la existencia de una fórmula más universal se encuentra en el Sacramentario gelasiano del siglo VI.

A partir del siglo VII hasta el X algunas fundadoras y abadesas asumieron poderes habitualmente reservados a los obispos, los abades y el clero ordenado. Muchas de esas comunidades consistían en monasterios dobles, con grupos separados de hombres y mujeres pero formando un sólo monasterio. Las mujeres gobernaron a menudo esas comunidades. Como abadesas, esas mujeres tenían a la vez el ejercicio del poder religioso y secular. Debido a las tierras propiedad de la Orden, esas mujeres eran responsables de cumplir con las obligaciones feudales de cualquier vasallo y de llevar la administración de las fincas y campos de los que dependía el mantenimiento de la comunidad. También atendían a las necesidades religiosas de los que vivían en las tierras del monasterio, la colecta de los diezmos y el nombramiento de los clérigos de los pueblos. Ejerciendo esos poderes las mujeres actuaban igual a como lo hacían los hombres de rango equivalente.

En esos primeros siglos tener cultura significaba básicamente la capacidad de leer latín, una habilidad generalmente reservada a obispos, monjes y clérigos. A partir del siglo VII encontramos abadesas que posibilitan que las mujeres aprendan latín. Así, por ejemplo, Repton en Derbyshire en Inglaterra (donde Aelfthrith era abadesa); Chelles en Francia; y Quedlinberg y Gandersheim en Alemania. Equipadas de esa manera, esas mujeres asumieron otras responsabilidades eclesiásticas y políticas. A la mitad del siglo VII, Salaberga de Laon en Francia fundó siete iglesias y asumió el gobierno de trescientas monjas. Su contemporánea santa Fara fundó una comunidad mixta en Brie, norte de Francia, gobernó como abadesa y asumió poderes sacerdotales y episcopales oyendo confesiones y excomulgando a algunos miembros de la comunidad. En el siglo XII en la abadía de Las Huelgas en España las monjas nombraban a sus confesores. En 1230 la abadesa Doña Sancha García bendecía a las novicias como un sacerdote y presidía los capítulos de los doce monasterios que estaban bajo su autoridad.

Entre las más sobresalientes monjas de esta época estuvo Hrotsvit de Gandersheim (c. 930-990), poeta, historiadora y la única dramaturga en Europa entre el siglo IV y el XI. Harrad de Landsberg, abadesa de Hohenberg en Alsacia (1167-1195), fundó una comunidad de canónigos, una comunidad de monjas y un hospital, al mismo tiempo que sobresalía por su completo conocimiento de los Padres de la Iglesia y otros autores clásicos. De todas las abadesas quizá la mejor conocida sea Hildegarda de Bingen (1098-1179), cuyos tratados científicos impresionaron a papas y emperadores. Era también médica, farmacéutica, autora dramática, poeta, pintora y música.

Pero ya en el siglo XII se empezaban a hacer los primeros intentos para detener la influencia de lo femenino y el crecimiento del poder de las mujeres. Las órdenes de Fontevrault en Francia (c. 1100) y Sempringham en Inglaterra (c. 1150) se fundaron incluyendo a un pequeño número de sacerdotes para que hiciesen las funciones de capellanes, administradores y confesores de las monjas. El Decretum canónico (c. 1140) confirmó que sólo los hombres podían ser ordenados y, en consecuencia, el aprendizaje de las ciencias eclesiásticas pasó a depender de los clérigos y quedar reservado para ellos. En 1215 el cuarto concilio de Letrán decretó que todas las nuevas fundaciones de vida religiosa deberían seguir la regla de san Benito, las contemplativas, o de san Agustín, las de vida activa. El último golpe para las mujeres fue la bula Periculoso del papa Bonifacio VIII en 1298 que estableció que las monjas no podían abandonar el claustro ni recibir en él a extraños. Aunque fue sólo después del concilio de Trento (1545-1563) cuando la clausura se logró imponer de forma definitiva.

Más allá de las restricciones de la clausura

Mientras tanto, el espíritu femenino, siempre imaginativo y creativo, y, a lo que parece, nunca totalmente vencido, dirigió su energía creativa hacia otra parte: un lugar clandestino a los ojos de la iglesia oficial, pero en el corazón del mundo a los ojos de aquellos que realmente importan. A lo largo del siglo XI y XII aparecieron una serie de grupos de mujeres alternativos, que trataban de vivir el ideal monástico en el corazón del mundo. En primer lugar, entre esos grupos están las beguinas que tuvieron un amplio desarrollo y apoyo en Francia, Bélgica y el oeste de Alemania. Aunque críticas en ocasiones con la iglesia oficial, mantuvieron lazos estrechos especialmente a través de los franciscanos y de los Dominicos. Uno de sus miembros más conocidos, Mechtild de Magdeburgo (1210-1280) vivió los últimos años de su vida como monja dominica.

Otros grupos alternativos de aquel tiempo fueron los begardos (abierto a hombres y mujeres) que denunciaron el intento de la Iglesia de legislar y controlar todas las dimensiones de la experiencia de fe y que defendieron un «libre espíritu» alternativo, desprovisto de toda relación tanto legal como sacramental con la iglesia. Los lolardos en Inglaterra, los guillermitas en Italia y los cátaros (albigenses) en el sur de Francia siguieron un camino muy parecido de disidencia. Dado que todos esos grupos han sido tachados de heréticos, los historiadores, especialmente los masculinos, aluden raramente al sistema alternativo de valores que estaban intentado salvar dentro de una iglesia que se había ido haciendo cada vez más opresora. Aunque no estamos de acuerdo con sus prácticas ascéticas radicales –posiblemente fruto de un inconsciente y excesivo celo por los valores arquetípicos– su significado cultural, histórico y femenino no debe ser infravalorado. Sólo con un nuevo replanteamiento de la historia podemos esperar comprometernos de un modo más inteligente con los movimientos liminares de nuestros días.

La conciencia feminista de la Edad Media dejó una profunda huella tanto en hombres como en mujeres. En lo que se refiere a la vida religiosa, en ningún lugar se puede ver más claramente que en la vida y ejemplo de san Francisco de Asís, con su profundo amor por los pobres y por la naturaleza (no deja de ser irónico que haya estado de acuerdo con muchas de las actitudes negativas de la iglesia hacia las mujeres). Los primeros cistercienses también ejemplifican algunos rasgos peculiares femeninos. Aunque Southern (1970 p. 314) afirma que no hay institución religiosa más masculina en su temperamento y disciplina que los cistercienses «...ninguna que evitase el contacto femenino con mayor determinación o que levantase más formidables barreras contra la intrusión femenina», Bynum (1975) nos recuerda que los más sobresalientes escritores cistercienses del siglo XII, Bernardo de Claraval, Guillermo de St. Thierry, Aelredo de Rievaulx, Adán de Perseigne y Esteban de Couteaux tuvieron un estilo literario diferente del de los siglos anteriores y posteriores. «Se referían frecuentemente a las emociones [especialmente al amor]... mostraron una gran conciencia de la relación entre iguales... y vieron las relaciones interpersonales como un estímulo a la compasión y como la base para el aprendizaje de la humildad» (Bynum p. 276).

Esta aparente contradicción merece un comentario. Los hechos históricos tal y como son observados externamente pueden poner de manifiesto una serie de comportamientos y valores que pueden parecer realmente sexistas. Cuando entramos en contacto con el mito (historia) tal y como se nos presenta a través de escritos o de otras formas simbólicas mediadoras, empezamos a ver la realidad de una forma bastante diferente. Trágicamente las fuerzas externas pueden ser tan poderosas y culturalmente validadas que, al mismo tiempo que expresan esos profundos valores arquetípicos, los destruyen. Lo que sucede entonces es que la liminaridad se centra en una diferente perspectiva cultural. El escenario original pierde entonces su significado cultural, puede convertirse en una ideología que sólo busque su propia perpetuación (lo que puede suceder durante siglos) y en un momento determinado desaparecer.

Este cambio en el objetivo de la liminaridad trae consigo una nueva imagen de la mujer en la vida religiosa de los siglos XV, XVI y XVII. La clausura era la norma común para todas las mujeres consagradas. Sin embargo, los pocos datos que tenemos de aquella Europa comida por las epidemias del final del siglo XIV (la peste negra) revelan una extraordinaria asistencia y hospitalidad llevada a cabo por aquellas monjas «enclaustradas». Éste pudo ser muy bien el punto de partida para un nuevo brote de lo femenino y de las mujeres del cual Angela de Mérici (1474-1540), fundadora de las Ursulinas, es la figura prototípica.

De hecho, ¡ngela nunca se hizo religiosa y permaneció como terciaria franciscana hasta su muerte. Para poder dedicarse lo más completamente posible al servicio de los enfermos, los pobres, los ancianos y los marginados Angela hizo que sus hermanas viviesen en sus propias casas, manteniendo su identidad laical. Se reunían en pequeños grupos para orar y apoyarse mutuamente en sus obras de caridad. Angela murió en 1540, apenas cinco años después de haber fundado las Ursulinas. Entre sus últimas palabras había una recomendación dirigida a sus hermanas para que mantuviesen la capacidad para adaptarse a las nuevas situaciones como la virtud clave para el futuro.

A partir de entonces Carlos Borromeo asumió el cuidado del grupo y, pasando por muchas tensiones y problemas, consiguió la aprobación papal para que tuvieran un estilo de vida conventual pero no en clausura. Esto sentó un precedente que en los siglos siguientes sólo se pudo preservar en medio de muchas dificultades. A pesar de la específica y fantástica contribución de las mujeres religiosas o quizá precisamente por ello, continúan hasta nuestros días los esfuerzos incansables para amaestrar y estructurar la aportación femenina de un modo acorde a los caprichos y deseos de una iglesia predominantemente masculina y clerical.

Probablemente los siguientes nombres que sobresalen en la liberalización gradual y en la afirmación de la contribución femenina son los de Vicente de Paul (1580-1660) y la que fundo con él las Hijas de la Caridad, Luisa de Marillac. La idea que tuvo Vicente del nuevo grupo ha sido citada muchas veces: «No tienen que tener más monasterio que las casas de los pobres, como celdas sólo un refugio o la más pobre de las habitaciones, como capilla la iglesia parroquial y las calles por claustro. Están encerradas solamente por la obediencia. El temor de Dios es su "reja" y no tienen más velo que su propia modestia».

Contemporánea de Vicente de Paul fue Mary Ward (1585-1645), fundadora del Instituto de la Bienaventurada Virgen María, una mujer que tuvo una auténtica dimensión profética. Había recibido la inspiración de fundar un instituto apostólico femenino con un gobierno centralizado, similar a los que ya habían sido fundados para hombres. El clero inglés se sintió amenazado, reaccionó negativamente y la denunció públicamente. La controversia llegó a Roma donde Mary defendió valientemente su causa. Pero en vano. Su congregación fue suprimida por el papa Urbano VIII en 1631. Fue obligada a exiliarse en Munich, volviendo más tarde a Inglaterra donde murió sin ver su sueño convertido en realidad. El tiempo haría justicia a sus ilusiones. Finalmente su congregación recibió la aprobación pontificia en 1877 y hoy está presente en veinte países de todo el mundo.

Un ejemplo muy parecido es el de Mary MacKillop (1842-1909), fundadora de las Hermanas de San José, en Australia, beatificada en enero de 1995. Mary era una mujer tenaz que no permitió que nada se opusiese a su inquebrantable deseo de cuidar de los pobres y despreciados. En ese proceso tuvo que sufrir el ser calumniada y ridiculizada por los obispos y el clero, culminando en su excomunión por el obispo de Adelaida en 1871 (excomunión que fue levantada un año después, justo antes de la muerte del obispo) y su expulsión de la diócesis en 1883. El tiempo daría la razón tanto a la mujer como a su inspiración y actualmente su congregación es el mayor instituto femenino de Australia contribuyendo al bienestar del pueblo con el espíritu generoso y humanitario que caracterizó a su fundadora.

Personas como Angela de Mérici, Luisa de Marillac, Mary Ward y Mary MacKillop representan uno de los más dolorosos y valerosos momentos de la relación hombres-mujeres en la historia de la vida religiosa. El concilio de Trento estableció el clero masculino como la suprema encarnación del fiel creyente católico. Todas las instituciones y todas las personas se debían acomodar a ese modelo, no el del sacerdocio católico sino el del clericalismo católico. Las mujeres, más que cualquier otro grupo fueron degradadas, infravaloradas, y virtualmente ignoradas en esa iglesia conformista, atemorizada y a la defensiva. Si no hubiera sido por la aparición ocasional de figuras proféticas como Mary Ward, el poder de lo femenino habría sido seriamente dañado.

En la etapa después del concilio de Trento florecieron las congregaciones femeninas. Muchos de sus líderes y fundadores tuvieron que librar duras y largas batallas con clérigos, obispos e, incluso, con Roma para salvaguardar su especificidad femenina, y ponerla de un modo más creativo al servicio del pueblo de Dios. Interferencias y manipulación por parte del clero se hicieron comunes en un desesperado intento de controlar lo que es esencialmente incontrolable. La tendencia continúa actualmente provocando el serio planteamiento de un status no-canónico como posiblemente el único camino honesto para que las mujeres vivan la vida consagrada en el mundo de hoy (una opción adoptada por muchos grupos de mujeres en los Estados Unidos en las últimas décadas).

La evolución actual

Actualmente, existen dos imágenes de mujer complemente opuestas. Una es la de la mujer leal, modesta y trabajadora, que se entrega totalmente al servicio de Dios y de las personas. Ésta tiende a ser el tipo de religiosa que los obispos africanos buscan cuando establecen congregaciones de régimen diocesano (como muchos han hecho en los últimos años). Recientemente he oído a una religiosa africana describirlo como un sistema de «religiosas en cautiverio». La filosofía que está a la base es la tradicional de la subordinación patriarcal; la inmoralidad y el grado de degradación que conlleva permanecen ocultos bajo el extraordinario y a veces heroico servicio de caridad y misericordia asumido por esas mujeres. Indudablemente la madre Teresa de Calcuta es el modelo supremo de este tipo de mujeres consagradas.

El otro modelo dominante, mucho menos abundante que el anterior pero ejerciendo una influencia relativamente poderosa en el mundo y en la iglesia de nuestros días, es el de la religiosa que aprecia la primacía de su condición de mujer y la singularidad de estar investida del don femenino. Fiera y clamorosamente defiende lo que le hace diferente no para protegerlo sino porque cree en su corazón que es algo totalmente recibido de Dios y tan esencial a nuestro mundo desde el punto de vista cultural como lo han sido los valores patriarcales tradicionales en el pasado. Semejante convicción es rápidamente tachada de «feminismo radical», lo que sirve de excusa a aquellos que lo denominan así para no tener que reconocer los temas profundamente graves y urgentes a los que se están refiriendo esas mujeres, al conectar de nuevo con lo más profundo de sus intuitivos corazones, uniéndose al mundo en un abrazo global opuesto al deseo masculino de dividir y controlar y expresando su imperativo deseo de justicia en contra de la opresión acumulada durante siglos.

Las mujeres continuarán predominando en la vida religiosa a lo largo del siglo XXI y la polarización, entre los dos estilos a que nos hemos referido, es probable que se haga más pronunciada. En este tiempo de decadencia y desintegración en la vida religiosa, muchas órdenes y congregaciones aceptan candidatos en los que la autenticidad de su vocación es digna de sospecha. Incrementar el número de miembros se ha convertido en una importante preocupación y a menudo tendemos a aceptar candidatos que sólo buscan un refugio seguro frente a las turbulencias propias de un mundo como el nuestro sometido a cambio continuo. Pero la vida religiosa no tiene ni debería tener nada que ver con la seguridad. La liminaridad hace referencia ante todo al riesgo y no a la seguridad.

Estas reflexiones se aplican a los hombres tanto como a las mujeres. Su relevancia para las últimas es que las más tradicionales y serviles formas de vida religiosa femenina se mantendrán más allá de lo que nos gustaría pensar. En consecuencia, aquellos que adopten una actitud más basada en el feminismo continuarán luchando por ser formalmente reconocidos y encontrarán a menudo una resistencia porfiada en una iglesia enraizada firmemente en su tradicional estilo patriarcal y tratando desesperadamente de defenderlo. Preveo y espero que la verdad triunfará al final y que, sin duda, el Espíritu hará brotar nueva vida allá donde descubra mayores posibilidades para la edificación del Nuevo Reino de Dios.

La vida religiosa está saliendo de una larga etapa articulada desde lo masculino. No estamos sugiriendo la necesidad de que todo se articule desde lo femenino simplemente en orden a equilibrar la situación. Estamos enfrentándonos al mismo salto espectacular que afecta a nuestro mundo de hoy en niveles muy diferentes. Sus cimientos tal y como les hemos conocido no sólo durante los últimos 400 años (revolución industrial) sino durante los últimos 10.000 años (revolución agrícola) están cambiando. La primigenia energía creativa y exuberante que dio lugar al culto de la diosa y que fortaleció la cultura humana y planetaria durante tantos milenios, está siendo reavivada una vez más a partir de sus casi apagadas cenizas. La mujer que corre con lobos (Estes 1992), ese antiguo arquetipo de la creatividad salvaje y apasionada, reclama su legítimo espacio sacudiendo e incluso destruyendo reglas sagradas e instituciones fundadas hace largo tiempo. Las consecuencias para la vida consagrada son desalentadoras y preocupantes; pero la esperanza y vitalidad nuevas son de una calidad de la que no hemos disfrutado durante mucho tiempo. Más allá de la peligrosa transición hay un brillante y prometedor futuro ansioso por nacer.

 

 

Capítulo Sexto

El marco pastoral. Mediando los valores relacionales

Es muy probable que una pregunta lleve a preguntas más profundas si la inteligencia cede la precedencia al corazón y en nuestro pensamiento dejamos lugar para lo existencial y experiencial; para lo místico, lo paradójico... lo que profesamos no tiene límites, es un proceso no un producto ya terminado.
(Barbara Fiand)

 

La vida religiosa se asocia a dos imágenes principales: el servicio de caridad y la contemplación. La primera se refiere a todas aquellas obras de misericordia y caridad que se centraban específicamente en los pobres y los enfermos, generalmente los más olvidados de la sociedad. La mayor parte de las obras de apostolado actuales, aunque ahora altamente institucionalizadas, burocratizadas y a menudo dirigidas a los ricos y poderosos tuvieron su origen en zonas muy necesitadas. El compromiso en tiempos más recientes de los religiosos (especialmente de las religiosas) en el ministerio parroquial y en el trabajo social no ofrece al público en general nada que exprese lo específico de la vida consagrada. El hecho de que el trabajador social sea una religiosa o una laica tiene importancia menor.

Los mismos religiosos y religiosas tienden a dar más importancia y prioridad al testimonio colectivo o institucional, y ellos mismos lo entienden como más vivo y relevante que toda una serie de individuos haciendo el mismo trabajo o diversos ministerios. En las congregaciones masculinas, sobre todo, se han hecho enormes esfuerzos para mantener y dar prioridad a los compromisos de tipo institucional por encima de los ministerios individuales. No hay evidencia convincente que sugiera que lo primero sea más efectivo y testimoniante ni para los destinatarios ni para los religiosos mismos.

No en pocos casos la defensa del testimonio institucional proviene más del temor que del celo apostólico. Hoy, especialmente en Occidente, existe un amplio temor a la fragmentación y a la definitiva desintegración de las órdenes y congregaciones. Ese temor es a menudo confirmado por una percepción muy cuestionable y superficial (especialmente en los Estados Unidos): que las congregaciones femeninas se están desintegrando porque demasiadas religiosas viven y trabajan individualmente. Desde el punto de vista del testimonio pastoral muchas de esas mujeres están haciendo una inmensa aportación a la iglesia y al mundo. Además, muchas de sus congregaciones, aunque no necesariamente todos sus miembros, las apoyan y envían formalmente a realizar ese estilo específico de vida y misión.

La segunda idea que predomina sobre los religiosos y religiosas es la de que son personas de oración, cuyas vidas están dedicadas a Dios de un modo exclusivo. Las órdenes contemplativas son las que encarnan ese ideas con mayor claridad y convicción. Es de admirar lo ampliamente difundida que está esta opinión. ¿Es ante todo una idea de los religiosos mismos, del clero y de algunos laicos espiritualmente mejor formados? Me parece que los cristianos no se han identificado casi nunca con la vida consagrada como tienden a hacerlo los budistas. Y el estilo cerrado de las denominadas órdenes contemplativas habla de dualismo, espiritualidad de otro mundo, que aliena más que da fuerzas al que en nuestros días busque un camino de espiritualidad. La idea de que el monasterio puede ser una central irradiadora de oración para el mundo delata una peligrosa proyección cultural de un mundo que no necesita tomar los valores espirituales demasiado en serio porque el monasterio lo hace ya en su lugar.

A lo largo de esta obra propongo que el compromiso con el mundo y no la oposición a él pertenece a la quintaesencia de la naturaleza de la vida religiosa. En cuanto movimiento contra-cultural, la vida consagrada se hace más significativa y efectiva en esos puntos neurálgicos donde se hace presente la lucha por unas relaciones significativas. Vivimos en un mundo interdependiente e interrelacionado donde el mejor modo de operar es a través de la interacción mutua. Es muy raro que esa interacción se realice completamente en justicia e igualdad y con el debido reconocimiento de la diversidad de dones que tenemos en cuanto especie humana, planetaria y cósmica. Los religiosos y religiosas tenemos una contribución específica que hacer a la hora de consensuar las normas, procedimientos y estructuras que faciliten unas adecuadas relaciones. Esa contribución específica es lo que denominamos nuestra vocación profética liminar.

Dado que el panorama pastoral está centrado en la interrelación, la calidad y cantidad de nuestra capacidad para relacionarnos asume una importancia central. No hay lugar en la vida religiosa para aquellas personas que estén intentando huir de la intimidad del sexo, del desafío afectivo que supone una relación de pareja o de la confianza de una relación de amistad profunda. Una religiosa o religioso frío, ascético y distante ponen en cuestión el potencial testimoniante de la vida consagrada. Una actitud cálida y atenta es esencial; igualmente un cierto sentirse cómodo con las personas, especialmente en sus sufrimientos y dolores y en sus momentos de euforia y éxtasis. Quizá la cualidad más necesaria sea la de apertura y receptividad a la suerte cambiante de la propia vida y de la ajena con la flexibilidad para adaptarse y ajustarse a las situaciones nuevas.

Actualmente la relación se entiende como algo que se refiere no sólo a lo interpersonal sino que incluye también la realidad planetaria y cósmica en su naturaleza multidimensional. El modo como nos relacionamos con el universo al experimentarlo en nuestra interacción con el planeta tierra no es sólo un tema de preocupación secular. Hoy en día tiene profundas implicaciones espirituales para muchas personas. Cada vez más nos damos cuenta de que no es posible una relación con Dios justa y amorosa sin tener en cuenta al Dios que crea y sostiene nuestro mundo con el cual somos llamados a ser co-creadores.

Dado que nuestra formación espiritual tradicional ha fomentado una actitud de enfrentamiento con el mundo y ha estado profundamente enraizada en un modo de relacionarse basado en la oposición dualística (que de hecho es lo más opuesto a la relación), tenemos que desaprender nuestras actitudes y valores destructivos antes de que podamos asumir e interiorizar los valores evangélicos necesarios para la formulación y el desarrollo de unas relaciones correctas. Ese proceso de re-aprender es uno de los más importantes aspectos de la reconstrucción que estamos exponiendo en el presente capítulo.

La comunidad como un elemento pastoral

El desarrollo de unas relaciones adecuadas comienza con la maduración en las primeras etapas de la niñez y su calidad depende mucho de las influencias circundantes de los padres y de la familia. Según el niño va creciendo, otras influencias –amigos, compañeros, educación, medios de comunicación, ambiente– afectarán a su capacidad para relacionarse. Durante la adolescencia y la juventud, las personas necesitan foros donde articular y expresar sus sentimientos y percepciones en torno a lo referente a la relación. Esta necesidad no ha hecho más que pronunciarse durante los últimos años debido al hecho de que tenemos que hacer frente a las complejas demandas y expectativas que genera el mundo actual. Ofrecer los elementos para la satisfacción de esas necesidades (personales, interpersonales, de crecimiento y espirituales) es el más significativo desafío liminar de nuestro tiempo y levanta cuestiones urgentes de lo que significa pertenecer a una comunidad afectiva en el contexto de la cultura emergente.

Comunidad significa acogida, reciprocidad, amistad y camaradería. A un nivel más profundo implica oportunidades de crecimiento y retos para la persona. Donde hay una auténtica comunidad, nos vemos envueltos en algo más profundo: crecimiento espiritual y discernimiento. El nivel más profundo necesita el más mundano como un punto de entrada y el cultivo de la acogida y de la amistad son elementos clave en todas las etapas. La creación de este sentido comunitario es una necesidad pastoral urgente en nuestros días en la que los religiosos y religiosas están invitados a participar con un papel mediador y un estilo creativo.

La comunidad brota del deseo de conectar y ser conectado –con las fuentes del amor y la sabiduría en los diferentes niveles de la vida–. La necesidad humana de vivir en relación lleva a la mayoría de las personas a establecer amistades profundas y relaciones de tipo monógamo, a través de las cuales podemos satisfacer nuestra necesidad de intimidad afectiva y sexual. Incluso cuando colmamos esas necesidades de un modo satisfactorio y plenificante, muchas personas anhelan todavía un mayor y más profundo modo de relacionarse. Nos unimos a clubes y organizaciones de diversos tipos y decimos que es para encontrar relajación y diversión, pero a menudo el hecho de afiliarnos se hace de tal forma permanente que puede mantenerse durante toda una vida.

Cuando un grupo de personas descubren que tienen un único corazón (y eso sucede a un nivel inconsciente mucho antes de hacerse consciente, lo que incluso puede que no suceda nunca) los miembros se sienten unidos y apoyados de un modo que ni siquiera una relación monógama puede hacer posible. Es un tipo distinto de experiencia, que aparentemente acontece a otro nivel. Creo que el elemento distintivo es espiritual en su misma naturaleza, aunque puede ser que los miembros individuales nunca lo experimenten como tal. Es como si la energía del grupo asumiese las diversas expectativas irrealizadas de los miembros y llevase esos anhelos a otro nivel más comprometido y coherente. Este proceso no tiene una explicación racional pero es bastante familiar para los que conocen la teoría de los sistemas y la filosofía que está a su base9. Cuando una comunidad auténtica comienza a existir, algunos o todos sus miembros se darán cuenta de que empieza un cierto tipo de proceso de transformación, del que casi nadie será capaz de aprehender el sentido. Pero al menos algunos se darán cuenta de una manera intuitiva de que es una perla de gran valor a la espera de un mayor compromiso y crecimiento en el futuro.

En consecuencia, la comunidad no es algo que se pueda crear fácilmente. Acontece cuando se dan las condiciones oportunas. Entre ellas están una actitud de apertura, receptividad, un deseo auténtico de relacionarse y un cierto reconocimiento de que un poder mayor que nosotros mismos puede actuar en medio de nosotros y entre nosotros de un modo que, dejados a nuestros propios recursos, no seríamos capaces de poner en práctica. Desde una perspectiva más profunda, una relación auténtica implica no sólo uno sino muchos «desconocidos». Ese es el misterio y paradoja de todos los intentos de relacionarse de una forma auténtica.

Desde una perspectiva pastoral y ministerial, religiosos y religiosas son muy pobres en lo que a la construcción de la comunidad se refiere. Aunque la mayoría de las Constituciones dedican secciones enteras al tema y lo presentan como un objetivo básico, en la práctica la dimensión funcional tiene la prioridad ante la dimensión relacional. La mayoría de las congregaciones organizan su estilo de vida no en torno a los valores del ser sino a los del hacer. En muchos casos la comunidad significa el hecho de estar juntos por razón de uno o más ministerios.

Y en el mismo apostolado es muy extraño que la formación y edificación de la comunidad sea prioritario para los religiosos o las religiosas. Tendemos a trabajar con el sistema de valores patriarcal de éxitos y de consecución de resultados. Es muy probable que valoremos más la cantidad de tiempo que pasamos juntos que su calidad. Muchos de nuestros apostolados tradicionales, especialmente en el campo de la educación, reproducen los valores de la competitividad y de la búsqueda del éxito, que impiden esencialmente la creación de la auténtica comunidad. Al nivel pastoral este es un tema que necesita ser replanteado tanto dentro como fuera de nuestras órdenes y congregaciones.

Entrando en comunión unos con otros y con aquellos a los que acompañamos en la misión, levanta algunas cuestiones originales y agudas sobre cómo vivimos los votos. Ya he sugerido un nuevo nombre para los votos: usar para mejor que de y sustituir celibato por relación, pobreza por mayordomía y obediencia por compañerismo (lo que no es totalmente diferente del modelo trinitario propuesto por Billy 1993 pp. 33-48; 236-240). El lenguaje que usamos tiene un impacto enorme en el modo como expresamos los significados y como decidimos responder a los actuales desafíos en orden a relacionarnos de un modo nuevo y más autentico. Necesitamos que ese lenguaje se haga más femenino e inclusivo; necesitamos cambiar el foco de atención de lo ascético, con el énfasis que se ponía en la separación del mundo, a lo estético, orientándonos a la bondad básica de la vida que necesitamos recuperar; por encima de todo necesitamos un lenguaje que nos capacitará y dará fuerzas para recuperar nuestra misión liminar, para volver a apropiarnos y explorar de nuevo el significado de la vida consagrada para el mundo de hoy.

Intimidad como un umbral liminar

Tomando la capacidad para la relación como un valor y aspiración fundamental en nuestro mundo, parece que es adecuado comenzar por el voto para la relación. Es el más antiguo de los tres votos y el único que encontramos canónicamente sancionado por la tradición cristiana antes del siglo XII. En todas las tradiciones más importantes de la vida religiosa caracteriza de alguna manera la identidad de la vida consagrada. Así por ejemplo, los miembros de los sufíes tariqahs tienden a casarse (de acuerdo con las expectativas islámicas), pero cuando ejercen su ministerio de una manera formal dentro de o en nombre de la orden se abstienen totalmente de toda relación sexual o íntima. Algo parecido sucede en Japón, donde muchos monjes budistas se casan pero que cuando están oficiando en el templo cortan todas las relaciones con su esposa y su familia y permanecen sexualmente continentes.

Todos estos ejemplos dan lugar a una conclusión ampliamente aceptada: el compromiso sexual íntimo bloquea o actúa en contra de la intimidad con Dios y en contra del servicio de la persona al pueblo de parte de Dios. Ésta ha sido una convicción común entre los cristianos (y muy extendida también en otras religiones, siendo el hinduismo una notable excepción), que ha desaparecido casi totalmente en los últimos tiempos no sin consecuencias preocupantes. Da la impresión de que a las religiones formales les resulta difícil admitir el origen divino y santo de la sexualidad con su alegría, placer, provecho, poder sanador y su capacidad para unir a las personas con un profundo amor. En su lugar hemos heredado una complicada y antigua tradición religiosa de ambig¸edad frente al sexo, odio incluso, llena de miedo irracional y niveles de represión realmente grotescos. Tendríamos buenas razones para afirmar que esta imagen negativa de la sexualidad es un producto colateral de nuestra cultura patriarcal en su esfuerzo por dominar y controlar una de las más bellas, creativas y volátiles fuerzas de la naturaleza.

Por esa razón, durante muchos siglos la continencia sexual fue considerada como un logro eminentemente santo y heroico, ratificado poderosamente por la imposición del celibato como obligatorio a los clérigos en la tradición católica. Este último desarrollo, establecido universalmente sólo a partir del concilio de Trento (1545-1563), ha sido el que ha distorsionado y ensombrecido enormemente el sentido del celibato en la vida monástica y religiosa. A los ojos de la gente en general y en la misma autocomprensión de algunos religiosos, vivimos en celibato porque los clérigos viven de esa manera. De hecho, es el modelo de iglesia basado en el clericalismo el que ha guiado la espiritualidad y las normas legales referentes a los tres votos desde el concilio de Trento.

El voto para la relación abrazado por los religiosos y religiosas sirve a una finalidad totalmente diferente del celibato clerical. Diría que éste último es sólo una norma canónica impuesta para provocar una mejor calidad del servicio sacerdotal al pueblo. El voto para la relación, por su parte, pertenece a la tradición liminar profética, sirviendo a la irradiación y mediación de valores para la comunidad humana en general. Esta última dimensión es la que nos ocupa en este libro.

En términos arquetípicos, el voto para la relación es una llamada a poner nombre, explorar y mediar en el compromiso humano en favor de unas relaciones autenticas en el marco de las cambiantes circunstancias de la vida y la cultura. Por eso, el célibe que vive en la liminaridad encarna y articula el reto y el esfuerzo por entender, poner en práctica e interiorizar el intercambio del más profundo amor. ¿Por qué ha de ser una persona no casada? Es una paradoja que no puede ser comprendida apenas usando el nivel de la mente racional. Como todas las paradojas, esconde una verdad que no puede ser totalmente entendida solo por la razón humana.

Estamos ante un sistema de valores arquetípicos en relación con la intimidad humana y sexual. En ese marco, generalmente se asume que la institución del matrimonio es el mejor modo de realizarlos en esta cultura. Pero la interacción entre los esposos y la intimidad sexual, aún siendo especiales e importantes en su propia realidad, no son más que las mediaciones por las que se manifiesta algo mucho más complejo y profundo. La paradoja que estamos comentando apunta a la presencia en cada compromiso de tipo sexual de un deseo trascendente que apunta hacia una plenitud y cumplimiento que esta vida no podrá nunca ofrecernos. El lado oscuro de esta realidad es ese sentimiento de estar incompleto (y de culpa) que a menudo acompaña a la interacción sexual íntima.

Al tiempo que nos gustaría explicar del modo más completo posible el significado de este voto (y también de los otros) necesitamos salvaguardar la misteriosa dimensión que resiste todos los intentos de elaborar una explicación totalmente racional. Como indica Balducelli (1975), la llamada al celibato no es algo que uno asuma conscientemente; es algo que acontece como parte de la respuesta de la persona a una llamada más amplia. De acuerdo con Balducelli, el celibato nos escoge a nosotros más que nosotros a él. La habilidad para reconocer, aceptar e interiorizar esta llamada misteriosa y paradójica es esencial para que el religioso o la religiosa puedan vivir este voto con el necesario grado de integridad y ecuanimidad.

Si ése es el contenido del don, ¿cuáles son entonces las implicaciones pastorales? Estudiándolas será como la auténtica naturaleza de la vocación aparecerá pero también la paradoja asumirá proporciones espantosas, a la luz de las cuales podremos entender el rechazo mostrado por los grandes profetas a responder a su llamada.

La persona liminar es llamada a vivir en profunda sintonía con la cultura contemporánea y especialmente con sus esfuerzos por crecer en armonía, belleza y totalidad. En lo que se refiere al voto para la relación, significa el comprometerse con el despliegue de los temas psicosexuales que tanta importancia tienen en nuestros días. En primer lugar, necesitamos reconocer la cambiante naturaleza de la sexualidad humana en sí misma, una realidad que la cultura patriarcal dominante considera que es estable, estática e inmutable a pesar de la aplastante evidencia de lo contrario.

Desde 1950 hemos experimentado dos grandes movimientos de cambio en este campo: a) de una sexualidad centrada en la procreación a otra que presta mayor atención al mutuo sustento íntimo de la pareja (generalmente entendida como una pareja heterosexual casada); b) desde ésta segunda a una difusión más indefinida de las expresiones sexuales (y genitales) en el ámbito de la amistad íntima (tanto si están casados como si no, heterosexual u homosexual). Esta última etapa se da más bien a lo largo de los años setenta y ochenta y está muy bien explicada por Ferguson (1982) convencida de que, cada vez más, la intimidad humana se expresará a través de una serie de relaciones más que en la profundidad de la relación.

Estas observaciones preliminares pueden parecer peligrosas, pervertidas, incluso francamente promiscuas y totalmente alejadas de lo que es realmente el celibato. Es necesario dejar claros dos puntos para poder desarrollar la idea que estamos tratando de explicar:

a) En nuestra cultura patriarcal dominante la realidad interna y externa tiende a ser separada mediante una división claramente dualista. A muchas personas les resulta fácil reconocer e interiorizar los cambios profundos que tienen lugar en el mundo externo; esos cambios implican inevitablemente cambios de similar importancia en el mundo interior, incluso en los niveles más profundos de nuestra psicología. Lo externo y lo interno son básicamente una sola realidad; lo que afecta a uno afecta al otro.

b) Cuando un cambio profundo de ese tipo tiene lugar, estamos a un nivel subconsciente abiertos de nuevo a las influencias más primitivas y originarias. En este caso, los valores sexuales arquetípicos se alzan de nuevo pidiendo nuestro reconocimiento y respuesta. Lo que es probable que encontremos son aquellas energías pre-patriarcales del tiempo en que la sexualidad estaba centrada más en la liberación de creatividad, pasión y espiritualidad que en la reproducción (ver Evola 1983; Eisler 1995); esta última idea es una interpretación de la sexualidad humana que aparece con la revolución industrial en el siglo XVIII y casa hábilmente con el mecanicismo típico de la época. Quizá el lector necesita que se le recuerde que el matrimonio monógamo tal y como es conocido hoy en día (en Occidente) es ante todo un producto del final de la Edad Media; sólo en el Concilio de Trento el matrimonio cristiano obtuvo el rango sacramental.

Generalmente atribuimos la quiebra actual de la familia tradicional, de los valores matrimoniales y sexuales a la secularización de la sociedad occidental contemporánea. Esta idea se basa en la ingenua presunción de que esos valores (y los sistemas en que se enmarcan) presentes durante los últimos siglos han formado parte de la cultura desde el comienzo de la civilización humana; y algunos, por ejemplo la sexualidad, creemos que permanecen inamovibles e inmutables desde el principio de los tiempos. También tendemos equivocadamente a pensar que cualquier intento de replantear esos valores de nuestro pasado nos hará caer de una forma automática en el caos primordial; y quizá lo peor de todo es la presunción de que las personas humanas somos siempre totalmente responsables (o deberíamos serlo) de todo lo que está emergiendo en un mundo como el nuestro que está cambiando rápidamente.

Los prejuicios de este tipo son los que las personas liminares están llamadas a desafiar y repensar. Esos prejuicios son las ideologías de la cultura patriarcal que desvían nuestros corazones y nuestros espíritus del verdadero Dios, cuya creatividad sobrepasa con mucho nuestras limitadas percepciones y cuya grandeza durará mucho más que las congeladas instituciones que inventamos e idolatramos. La misión del profeta consiste en abrir la perspectiva, criticar el status quo funcional y opresivo y movilizarnos a todos hacia un futuro nuevo y arriesgado (cf. Brueggemann 1978; 1986). En esta búsqueda de plenitud más que de perfección, nos movemos entre la oscuridad y las sombras. No intentamos rodearlas o eludirlas. El mayor temor es que las «fuerzas del mal» nos puedan destruir. Lo que no acertamos a comprender es la inminente desaparición de las formas como habitualmente hacemos las cosas; por ejemplo, la incidencia de las violaciones o del abuso de las mujeres dentro del matrimonio supera con mucho a su incidencia fuera del matrimonio pero como lo primero sucede dentro de una estructura culturalmente aceptada es muy raro que se mencione y más raro todavía que se aborde.

Hoy para muchas personas el camino del crecimiento psicosexual se ha hecho muy complejo y, por tanto, en peliagudo en lugar de enriquecedor. La madurez sexual, que una vez se pensó que se alcanzaba al final de la adolescencia, necesita ahora mucho más tiempo, simplemente porque la vida en general es mucho más compleja. La distinción dualista tan clara entre hombre y mujer se ha ido abajo. Muchas personas experimentan un cierto sentimiento andrógino y, temerosos a menudo de hablar de ello, reprimen esa experiencia potencialmente tan rica, incrementando así la ya pesada represión sexual. Sexualmente, muchas personas fluctúan entre la atracción por el mismo sexo y la atracción por el sexo opuesto, viéndose envueltos a menudo en los estereotipos de la homosexualidad, masculina o femenina, o la bisexualidad, fracasando al tratar de asimilar ese brote tan creativo que se produce dentro de su mismo ser. Personas que sienten un cierto éxtasis espiritual en momentos de gran excitación erótica tienden a suprimir la voz del Espíritu a causa de peso de la culpa que viene del pasado o de la ignorancia acerca del rico potencial espiritual de esa experiencia psicosexual.

En el nivel social nosenfrentamos a problemas aún más complejos: pornografía intolerable y altamente lucrativa (especialmente en torno al cuerpo femenino) que llena el espíritu humano con meros deseos sensoriales totalmente vacíos de sentimientos o significado; desenfrenado abuso sexual de la juventud, generalmente llevado a cabo por personas que sufrieron una experiencia similar, y a menudo en un contexto que creemos ingenuamente caracterizado por un alto nivel moral y marcado por la bondad y el amor. Y lo más inquietante de todo son los símbolos culturales de nuestra represión colectiva, en ningún sitio más visibles que en el mundo de las armas, la mayoría de las cuales tiene un inconfundible simbolismo fálico. En el moderno arte de la guerra más que en cualquier otro lugar es donde el hombre sexualmente intoxicado por la cultura patriarcal realiza sus fantasías en torno al placer, la manipulación y el control10.

¿Cómo se puede esperar de una persona o un grupo que asuma la tarea liminar y profética de enfrentarse a esta realidad no para rectificarla sino en primer lugar para ayudar a cambiar la conciencia que la justifica y genera? Realmente, es una tarea difícil pero eso es precisamente a lo que están llamados los grupos liminares. Esa es la razón por la que los hacemos existir, para ser los catalizadores que se enfrenten a esos temas profundos que conciernen tan poderosamente a nuestras vidas y nos afectan para bien o para mal. Sólo a nivel humano es una tarea imposible, incluso escandalosa pero, como san Pablo, podemos orar con ánimo y con fe: la gracia de Dios nos basta.

Por todo esto, desde un punto de vista pastoral el célibe liminar está llamado a explorar y mediar en favor del pueblo el más profundo significado simbólico de las cuestiones psicosexuales del mundo de hoy: para descifrar su significado y evolución, para integrar su significado arquetípico, para denunciar los sistemas que bloquean y anulan la creatividad del eros y para ofrecer procesos que ayuden a asimilar su impacto en la vida humana y planetaria. No estoy sugiriendo que esa misión esté reservada a las personas liminares. De hecho, cualquiera que se esfuerce por comprometerse con ella a este nivel entra de algún modo en el espacio liminar, pero los grupos que viven institucionalmente en la liminaridad (los que antes hemos identificado como religiosos) están enviados de una manera especial a rea lizar esa misión.

¿Y qué decir del cuidado pastoral de los mismos célibes? En muchas comunidades religiosas de todo el mundo, hablar de sexo es todavía tabú; y en ningún aspecto es tan clara la fuerza destructora de ese silencio como en la tendencia a la pedofilia entre los religiosos, un tema que ha salido a la luz en los últimos años. Muchos religiosos, sintiéndose en soledad y a menudo desprovistos de afecto, luchan contra los apetitos y deseos sexuales. Muchas comunidades fracasan en la tarea de ofrecer un cierto toque de ternura o de encuentro tranquilizador. Muchos de los que viven en celibato están hambrientos de auténtico amor sexual humano.

Esto hace que a menudo se cuestione si es prudente la exclusión total de la intimidad genital para los célibes. Como ya se ha indicado, esto está aceptado en algunas tradiciones que tanto pastoral como espiritualmente pueden ser tan significativas y profundas como la austera tradición cristiana. Sin embargo, la tradición de la abstinencia total tiene un halo de santidad y simbólicamente implica un nivel de total fidelidad al compromiso que lleva consigo el testimonio liminar.

Sin embargo, hay que reconocer abiertamente que en la historia cristiana algunos célibes han disfrutado de la intimidad genital, generalmente durante cortos periodos de tiempo; algunos admiten abiertamente que esa experiencia les ha ayudado a profundizar en el sentido de su llamada, ha favorecido su crecimiento como personas y reforzado su amor y respeto por las personas para las que ejercen su ministerio. Que el voto para la relación incluya en el futuro la posibilidad de interacción genital es algo que no podemos excluir totalmente. No se trata de querer hacer una concesión, ni renunciar a un ideal, sino de la aspiración a permanecer lo más abierto posible a la naturaleza cambiante de la sexualidad humana y a la manera cómo puede ser integrada mejor en las vidas de los que serán llamados a comprometerse en la vida consagrada los próximos años.

Uno de los más delicados puntos en esta dimensión del testimonio es el deseable equilibrio entre la apertura y la necesaria intimidad. Para la mayoría de las personas, la sexualidad es una dimensión muy privada de su experiencia; en un cierto sentido esto hace referencia al hecho de que es algo sagrado y único para cada persona. Sin embargo, la vida sexual no puede ser totalmente privada y la energía sexual, por su misma naturaleza y por el enorme potencial de creatividad que lleva consigo el eros, afecta a todos los aspectos de nuestra cultura. Toda interacción humana, incluso el contacto humano y animal, tiene connotaciones sexuales. No podemos dejar de ser personas sexuadas y en un cierto sentido cuanto más sexuales somos más auténticamente humanos nos hacemos. Sólo cuando privatizamos en demasía el dinamismo sexual y lo suprimimos conscientemente o, lo peor de todo, cuando lo reprimimos inconscientemente, engendramos demonios que provocan estragos en nuestras vidas tanto en lo personal como interpersonal y globalmente. Sacar la sexualidad fuera del armario es una de las más urgentes necesidades de nuestro tiempo, un proceso que será más fácil si hay personas que hayan trabajado constante y duramente para integrar la experiencia de gracia de ser plenamente sexuales ellos mismos; éste es probablemente el mayor desafío al que se enfrenta el celibato sexual en nuestro tiempo.

Administrando nuestro planeta

La mayor parte de las versiones renovadas de las constituciones de la vida religiosa incluyen una o más referencias a la «opción preferencial por los pobres». La frase, inicialmente acuñada en la conferencia de teología latinoamericana tenida en Pueblo en 1968, evoca sentimientos de culpabilidad por una parte y una reacción frente a ellos por otra. Culpabilidad porque muchos de nosotros, cristianos, sabemos en lo más profundo de nuestros corazones que desgraciadamente hemos fracasado en la pretensión de abrazar la causa de los pobres y oprimidos tal como el Evangelio nos pide que hagamos; reacción porque el desafío nos asusta y no nos agrada demasiado el que nos saquen fuera de la confortable cultura de clase media que hoy impera en la vida religiosa cristiana.

En un cierto sentido, los religiosos se entusiasman con la idea de la opción preferencial por los pobres. De aquí su difusión en nuestras normas escritas. En otro sentido, nuestra incapacidad para llevar a la práctica ese ideal se está convirtiendo en un doloroso recordatorio de cuán apegados estamos a nuestra preferencia por aquellos que no son realmente pobres. Irónicamente, nuestra suma fidelidad a la iglesia institucional hace que nuestro compromiso y solidaridad con los que están realmente marginados (por ejemplo, mujeres, marginados o minorías étnicas) sean en ocasiones enormemente difíciles.

Sin embargo, la vida religiosa cristiana se ha aplicado a la renovación de este voto con un grado de apertura e integridad que nunca se ha aplicado aun al voto para la relación. Han pasado de aquellas prácticas tan infantiles como era el controlar el uso de cada céntimo y se están esforzando por vivir frugalmente incluso dentro de las más seguras instituciones que se encuentran en la sociedad moderna. Tanto como resultado de una opción o como consecuencia de las obligaciones fiscales, muchos religiosos y religiosas han dejado sus enormes edificios y se han ido a vivir en casas mucho más sencillas y cercanas al pueblo. Muchas congregaciones han establecido sistemas de presupuestos y una estructura financiera en la que cada miembro está llamado a participar de una forma adulta y responsable. Algunas congregaciones participan en programas de inversión con criterios éticos y prestan seria atención a las implicaciones para la justicia de sus inversiones financieras. Y, con el movimiento hacia casas más pequeñas, muchas comunidades adoptan unas prácticas y un estilo de vida que refleja el desafío ecológico de «vivir de un forma simple para que otros puedan sencillamente vivir».

Todo esto hace referencia más a una administración responsable que a la pobreza; por eso el nuevo nombre que recomendamos para este voto. La pobreza es un mal que nunca debe ser tolerado ni justificado. Destruye la esperanza y el sentido de la vida e imposibilita a millones de personas en todo el mundo que alcancen la plenitud de los dones que han recibido de Dios. La pobreza material es la base en la que se apoyan la mayoría de las otras formas de privación que minan la calidad de la vida personal y planetaria en nuestros días. Es un pecado intolerable en un mundo en el que hay recursos más que suficientes para todos sólo con tal que fueran distribuidos de forma justa y equitativa.

Ésta es la realidad global en la que está envuelta la persona que se ha consagrado a la mayordomía: la dolorosa conciencia de las horribles injusticias que crean un mundo dividido entre los que tienen y los que no tienen. A partir de ahí se pretende ofrecer una respuesta que tendrá tres elementos claves:

a) Solidaridad con los pobres en lo más hondo de sus privaciones, injusticias, dolores, rabia y frustración. Muchos religiosos y religiosas en Centro y Sudamérica tratan de llevar a la práctica esta dimensión de la respuesta con un coraje e integridad admirables.

b) Abriendo la conciencia de los pobres al por qué son pobres y cómo pueden empezar a cambiar esa realidad. Los partidarios de la teología de la liberación, entre los que se incluyen un gran número de religiosos y religiosas en Centro y Sudamérica, tratan de apoyar este tipo de testimonio pero encuentran una enorme oposición por parte de las fuerzas políticas y de la iglesia, que tiende a ponerse del lado de los poderosos más que junto a los pobres. El esfuerzo para dar una respuesta genuina a través de un proceso de formación de la conciencia ha sido expresado de una forma muy clara en las, a menudo citadas, palabras de Helder C‚mara: «Si doy pan a los pobres, me llaman santo; si pregunto porqué el pobre no tiene pan, me llaman comunista». En cuanto formadores de las conciencias, especialmente por lo que se refiere a la búsqueda de la justicia, los religiosos y religiosas cristianos no obtienen una nota demasiado buena pero ha habido un incremento en la conciencia y en la práctica a lo largo de las últimas décadas.

c) Confrontar y denunciar proféticamente los sistemas de pecado que provocan que los pobres sean pobres y hacerlo de forma prioritaria. Este es el punto donde los religiosos y religiosas se muestran más débiles. No tenemos la pericia socio-política ni la apertura al compromiso político para llevarlo a cabo. Y el mayor bloqueo proviene de la iglesia misma con su arcaico dualismo entre lo sagrado y lo secular (político), que disuade y prohíbe a los religiosos el entrar en esa forma de testimonio tan enormemente oportuna y urgente.

La dimensión liminar de la mayordomía

Desde un punto de vista arquetípico, el voto para la mayordomía se refiere a un determinado tipo de compromiso con el mundo y no a la renuncia a él. Considera que toda la creación, y todos los bienes de la creación, son dones dados por Dios para ser compartidos igualmente por todos. El núcleo fundamental de este voto es la interdependencia global a partir de la que todos los bienes de la creación son tratados con la dignidad y el respecto que merece todo lo que se recibe de Dios. El voto para la mayordomía expresa la idea de que todas las personas son mutuamente responsables de cómo se usan esos dones (por ejemplo, ¿podemos las personas humanas sacrificar a los animales para nuestro alimento o podemos abrir minas sin el más mínimo cuidado para explotar los recursos minerales?). No solamente somos responsables ante Dios; también somos responsables los unos ante los otros y ante el planeta que habitamos. El voto para la mayordomía no puede ser vivido de una forma auténtica sin un fuerte reconocimiento de sus dimensiones globales, ecológicas y ambientales.

Todos los votos tienen consecuencias para la globalidad pero en un mundo que está a punto de sufrir una catástrofe ecológica, ninguno las tiene más directamente que el voto para la mayordomía. La llamada liminar a ejercer la mayordomía implica una serie de consecuencias pastorales de naturaleza muy compleja y urgente. Necesitamos estar profundamente sintonizados con el dolor de nuestro mundo de hoy y convertirnos en los catalizadores que despierten la conciencia de las personas para que vean el camino de perdición al que nuestra cultura se dirige de modo implacable. Necesitamos hacernos defensores de la justicia en un mundo empapado de corrupción e injusticia.

En orden a tener influencia en las instituciones socio-políticas y en las corporaciones multinacionales que determinan la difícil situación de miles de millones de personas (para el beneficio de unos pocos), necesitamos desarrollar la habilidad para el compromiso político y social, desconocido para las anteriores generaciones de religiosos y todavía anatema para las iglesias oficiales. En algunos casos el testimonio pacifista de Mahatma Gandhi puede ser apropiado pero en muchos otros lo que se necesita es el coraje, la sabiduría y el aguante para comprometerse en las estructuras políticas pecaminosas y reformarlas.

Para que todo esto sea posible, necesitamos trabajar inicialmente en un cambio de conciencia. Todas las religiones mantienen con fuerza todavía una idea personal del pecado y nosotros, religiosos y religiosas, tendemos a adoptar la misma perspectiva restrictiva y equivocada. Los teólogos de la liberación han afirmado hace ya 20 años que el pecado estructural y no el personal es la más importante fuerza demoniaca que actúa en nuestro mundo de hoy. Son los sistemas injustos y opresivos que existen en torno a nosotros, incluso las iglesias tienen sus estructuras de pecado, los que empujan a muchas personas a actuar de una manera irresponsable e inmoral. Este cambio en la forma de pensar es en sí mismo una tarea ingente. Si los religiosos y religiosas no hicieran otra cosa más que tomárselo seriamente, ya ofreceríamos a nuestro mundo un servicio profético de enorme importancia.

Por ello, para la persona consagrada la llamada a la mayordomía implica el compromiso crítico y creativo con el uso y abuso de los bienes de la creación, incluyendo el mismo planeta Tierra. Nuestra función es la de modelar, en favor del pueblo, unas relaciones sostenibles que hagan de la justicia y la igualdad unos ideales más fáciles de alcanzar. En un mundo en el que la ideología patriarcal ha hecho que todas las cosas, incluyendo las personas, se hayan convertido en objetos a los que conquistar y controlar, nuestra misión es la de recuperar la naturaleza sagrada de todos los bienes de la creación, lo que exigirá su uso de un modo compartido, cuidadoso e interdependiente. Es una tarea difícil pero de la que no debemos asustarnos. Nuestra propia integridad liminar está en juego pero, lo que es más importante, no habrá un futuro con sentido para la humanidad a menos que nuestro mundo asuma ese radical sentido de la mayordomía que las personas liminares están llamadas a activar y modelar en favor de la humanidad.

El voto para el compañerismo

La obediencia es una dimensión importante en todas las grandes religiones y en la mayoría de los casos es claramente jerárquica y patriarcal en su esencia y estructura. Dios es visto como si fuera un invicto e invencible patriarca al que se debe obediencia absoluta e indiscutible, ante el que somos totalmente subordinados, pasivos e inferiores. Pero entre nosotros y el supremo patriarca existe una jerarquía donde los de cada nivel deben obediencia a los que están en los niveles superiores, culminando en lo más alto en una figura parecida a Dios (papa, primer ministro, presidente, superior mayor, etc.) cuyo prototipo es un varón heroico. No es infrecuente que esa suprema figura que está a la cabeza se entienda que está dotada de poder divino (por ejemplo, los antiguos reyes o los superiores mayores en las órdenes religiosas tradicionales); y en no pocos casos el «patriarca» se atribuye a sí mismo el poder divino para justificar y reforzar sus órdenes.

En este modelo, todo el poder reside en la persona que está arriba del todo, tanto si es Dios como si es un rey o el superior mayor de una orden religiosa. Consecuentemente todos los que están abajo, no importa lo santos, inteligentes o cualificados que sean, son despojados en un grado u otro del poder que han recibido de Dios. En un sistema patriarcal es imposible compartir auténticamente el poder porque el patriarcado por su misma naturaleza fomenta la co-dependencia, la desigualdad e incluso el abuso de poder. Es fundamentalmente un sistema de pecado.

El patriarcado en su forma actual como sistema socio-político dominante, ha estado con nosotros durante al menos 5.000 años. Sus orígenes coinciden con el comienzo de la revolución agrícola alrededor del año 8000 a.C. pero necesitó unos miles de años para llegar a lo que es actualmente. La aparición de movimientos como el marxismo y el socialismo en el siglo XIX y la adopción generalizada de formas democráticas de gobierno en el siglo XX son apenas algunos de los factores que muestran el declive del patriarcado. Pero fueron acontecimientos como las revueltas estudiantiles de 1968 y otros movimientos contraculturales en la década de los sesenta los que empezaron a socavar seriamente el patriarcado. Actualmente el movimiento feminista está emergiendo como la alternativa más importante a este sistema que se está desmoronando y que, enfrentado a su propia muerte, se ha atrincherado tanto en círculos religiosos y como políticos.

Los evangelios muestran un fuerte prejuicio contra el patriarcado, gráficamente ilustrado en la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16), donde se paga a todos de acuerdo con una norma basada en la igualdad radical; o en el único lugar donde Jesús permite que le llamen rey (Mc 11,1ss), donde se dice que montó en un asno, el animal ordinariamente usado por el pueblo para llevar carga, y no el animal real por excelencia, el caballo. A pesar de estas denuncias absolutamente claras del patriarcado, la mayor parte del Nuevo Testamento asumió el sistema de valores dominante del patriarcado. Más aún, la muy pronta adopción por el cristianismo de la cultura griega, con su fuerte orientación dualista tanto al percibir la realidad como al pensarla, marcó a la religión cristiana con una huella patriarcal que se ha mantenido hasta el momento presente.

El sistema de autoridad y obediencia adoptado por la vida consagrada emula en gran parte lo que se estaba haciendo en la cultura ambiente. Paradójicamente la huida del mundo lleva casi siempre a una más intrincada connivencia con el mundo. Es frecuente ver en la historia cristiana como los religiosos nos hemos visto envueltos en juegos de poder que reducen y camuflan nuestra marginalidad liminar, subvierten nuestra contestación profética y nos separan del verdadero pueblo al que hemos sido enviados. Nuestro matrimonio en Occidente con el sistema patriarcal sociopolítico nos ha llevado a la explotación y profanación de las culturas nativas, especialmente en ¡frica, y a connivencias con las superpotencias de Occidente que nos hacen responsables de nefandos crímenes contra la humanidad. Hoy nos encontramos casi totalmente faltos de poder e incapaces de desafiar proféticamente esas estructuras de pecado que provocan tales estragos en nuestro mundo. Somos incapaces de enfrentarnos a ellas porque nosotros mismos hemos estado envueltos en esas mismas estructuras, y en gran medida todavía lo estamos.

En la vida consagrada, lo que tradicionalmente llamamos el voto de obediencia nos ha dejado una estela mayor de desastres que cualquiera de los otros votos. Generaciones de religiosos y religiosas han sido formados en la sumisión infantil: el intento de recrear un ambiente de compromiso y corresponsabilidad es enormemente difícil de llevar a la práctica. Tampoco nuestros esfuerzos encuentran ayuda en la tradición católica que obliga a imponer un superior canónico patriarcal en cada comunidad, el cual, en la mayoría de las instituciones masculinas, tiene que ser un clérigo.

El voto para el compañerismo trata de responder al desafío liminar a la luz de las nuevas aspiraciones de nuestro tiempo. Nuestro mundo está cada vez más cansado del patriarcado. Ya no nos da energías ni nos anima. Y en el nivel socio-político es claramente incapaz de solucionar los urgentes temas políticos, económicos, ecológicos y sociales de nuestros días. Sólo un nuevo y coordinado esfuerzo, capaz de comprometer a personas provenientes de todas las tradicionales líneas divisorias del patriarcado como son la tribu, la nación y la religión, podrá plantearse los críticos temas que desafían a nuestro mundo de hoy. La creación de la Organización de las Naciones Unidas a finales de los años 40 fue un gesto simbólico en esta línea pero fue puesto en peligro por la despiadada manipulación de las superpotencias.

Los grupos liminares están llamados a poner nombre a los nuevos anhelos por un gobierno más participativo y un liderazgo más coordinado. Están también llamados a modelar para el conjunto de la cultura procesos de interacción que animen e infundan subsidiariedad, corresponsabilidad y compromiso mutuo. Y desde un punto de vista cristiano, no sólo significa compartir el poder de un modo nuevo sino renunciar a él para permitir y capacitar a otros para comprometerse más plenamente en la tarea humano-divina de co-crear de nuevo este mundo.

Pastoralmente, los religiosos y religiosas se encuentran en un dilema. Son ya profundamente conscientes de esas ideas e intentan integrarlas dentro de su sistema de valores interno. También se dan cuenta de que las personas con las que viven y a las que sirven comparten igualmente esas aspiraciones. Pero la mayoría de los religiosos y religiosas de la tradición cristiana aún están integrados dentro de o muy cerca de la iglesia institucional que todavía apoya fuertemente el estilo patriarcal tradicional. ¿Cómo podemos reconciliar estas realidades tan divergentes?

Para un significativo número de religiosos y religiosas, estimulados y seducidos por un sentido nuevo de su llamada profética liminar, parece haber una única respuesta: abandonar la iglesia y adoptar una situación no-canónica. Eso ya ha empezado a suceder en los Estados Unidos y en Latinoamérica y es probable que continúe ocurriendo a lo largo del siglo XXI. Hay también un significativo número de religiosos y religiosas que en sus corazones han superado la necesidad de afiliarse a la iglesia institucional (como es el caso de millones de cristianos de nuestros días) aunque no la han abandonado formalmente. Estos hechos son dolorosos y gravosos para algunos; otros usan su creatividad e imaginación para encontrar caminos que les permitan salvar este dilema.

Para muchos religiosos y religiosas el más inmediato reto es el de buscar una solución ante el patriarcado injusto y opresivo que reina en la misma iglesia y después el de dirigir la atención a los temas referentes a la justicia en el mundo. Ésta puede no ser una opción liminar apropiada ni responsable. La llamada a la vida religiosa es por y para el mundo y no sólo para la iglesia. Las instituciones que se han atrincherado son a menudo tan resistentes al cambio que es mejor dejarlas a su propio proceso de decadencia y extinción. Mientras tanto, la llamada de nuestro tiempo nos incita a dirigir nuestras energías y atención al mundo donde el Espíritu creador de Dios palpita abierta y libremente, invitándonos a participar en la tarea transformadora de renovar todas las cosas en Cristo. Sugiero que aquí es donde el voto para el compañerismo asume su mayor significado para nuestro tiempo; aquí es donde las personas llamadas a vivir con un estilo profético liminar necesitan hacerse presentes y ofrecer sus específicos dones.

El lugar del testimonio pastoral

Nuestra reflexión sobre los tres votos plantea la cuestión urgente sobre dónde deberíamos situarnos los religiosos y religiosas mismos y nuestros recursos si es que vamos a comprometernos de una forma significativa y creativa con el mundo actual. Durante el tiempo posterior al concilio de Trento hemos sido absorbidos por la iglesia institucional. Actualmente nos encontramos completamente integrados en ella y crecientemente desconcertados por la sofocante atmósfera de ese ambiente. Sabemos bien que estamos llamados a ser algo más que un asunto interno de la iglesia. Somos parte de una realidad mayor, de una vocación más global. Ésa es nuestra conciencia liminar que nos empuja hacia nuevos pasos. ¿Hacia dónde nos volveremos en busca de sabiduría y orientación?

A lo largo de la época postridentina nos volvimos a los obispos y sacerdotes, a menudo en un contexto diocesano. Después de 1960 tendemos a mirar a la Congregación para los Religiosos (CIVCSVA) en Roma. En ambos casos estamos cayendo en la trampa de los niños co-dependientes que buscan la guía y aprobación de padres disfuncionales, dado que ambos grupos están situados dentro de un sistema (pecaminoso) disfuncional. La única posibilidad de romper ese círculo vicioso es salirse de él; y ese tiende a ser el privilegio de la juventud, a menos, claro, de que se encuentren tan incapaces e impotentes que el miedo les impida asumir ese riesgo.

Este es sólo uno de los muchos peligros que acompañan a este replanteamiento de la vida religiosa para el futuro. De hecho, la asunción de riesgos es uno de los más frecuentes temas pastorales que encontramos hoy. Si vamos a ser realmente liminares en nuestra misión por y para el pueblo, debemos asumir también aquellos riesgos sin los cuáles no alcanzaremos el auténtico sentido ni integridad para nuestras vidas. Al alejarnos de la iglesia institucional, no estamos abandonando a la humanidad. Más bien lo contrario. Estaremos tratando de plantar nuestra tienda allá donde las personas están y se comprometen diariamente con el esfuerzo humano-divino por crecer y ser sabios, por aprender y por amar.

Y ese es el lugar en donde tenemos que ser responsables: ante la humanidad. Es la humanidad la que nos trae a la existencia no la Iglesia ni la Congregación para los Religiosos. Es ante Dios y ante la humanidad ante quien debemos dar cuentas de nuestro servicio. Consciente o inconscientemente, será la humanidad la que nos juzgue al final: y, dependiendo del veredicto, nuestro destino futuro será renovado o declarado superfluo. Nuestro destino está en las manos de esa co-creatividad divino-humana que nos trae a la existencia, nos envía en misión y revitaliza nuestro potencial para enfrentar los desafíos siempre nuevos que nos plantea nuestro planeta y nuestro mundo. Sobreviviremos en tanto en cuanto sirvamos a un objetivo mayor que nosotros mismos y nuestro destino no se centre en nuestra supervivencia sino en la llamada a una misión que se centra en algo muy semejante a la plenitud de vida que todos los cristianos (o mejor todas las personas humanas) estamos llamados a abrazar.

 

 

Capítulo Séptimo

Reestructurar para el siglo XXI. Hacia un nuevo paradigma

El futuro es siempre más extraordinario que nuestras ideas acerca de él. Un anteproyecto de futuro no es lo mismo que una visión de lo que va a ser... Sólo un nuevo sentido puede reconstruir la Vida Religiosa.
(Mary Jo Leddy)

 

El comienzo de un nuevo milenio trae consigo una predecible mezcla de esperanza y desasosiego. Podemos prever que las oleadas de cambios continuarán barriendo nuestro mundo, ganando impulso y rapidez. A veces esto hará que nos sintamos excitados y llenos de energía pero frecuentemente sentiremos que somos arrastrados por fuerzas que nos podrían aplastar fácilmente.

Hemos reducido el peligro de aniquilación nuclear; hemos elevado los niveles de atención sanitaria, educación y enseñanza; hemos establecido redes de comunicaciones que llegan hasta el más remoto lugar del planeta, y desde 1950 hemos puesto en marcha procesos políticos democráticos en todos los continentes.

Y sin embargo los ricos continúan explotando a los pobres con mayor crueldad y sofisticación. Todavía amontonamos armas suficientes para destruir el planeta Tierra no sólo una vez sino cientos de veces, gastándonos en ello un presupuesto anual con el que podríamos alimentar a toda la población de la tierra durante unos diez años. La contaminación y la destrucción del medio ambiente sigue sin disminuir y, quizás lo más espantoso de todo, los gobiernos del mundo occidental se han hecho progresivamente más ineptos e incapaces para comprender o buscar soluciones a los más importantes temas socio-políticos de nuestro tiempo.

Estos son los signos de los tiempos que llaman nuestra atención ahora que estamos en el nuevo milenio. ¿Qué tenemos que decir los religiosos y religiosas a este mundo? ¿Cómo podemos dialogar con él, entenderle y responderle desde nuestro ser profético liminar? ¿Podemos siquiera empezar a comprender que el mundo es la arena, la única arena auténtica en la que se activa nuestra misión profética? ¿Podemos interiorizar nuestra llamada a la misión no sólo en función de la Iglesia sino del mundo de nuestro tiempo, a caballo entre el peligro y la promesa de nuevas posibilidades?

Tratando de conectar

Ninguno de nosotros puede predecir lo que el nuevo milenio deparará a la humanidad y al planeta Tierra. Una cosa es cierta, sin embargo: los horizontes continuarán ampliándose. La evolución se mueve predominantemente en una dirección: hacia delante (a pesar de los muchos contratiempos transitorios de la historia evolutiva). Y con el movimiento hacia delante se produce un crecimiento en creatividad y complejidad. La misma naturaleza de la inteligencia continuará cambiando de centrar la atención en dividir todas las cosas hasta encontrar las más pequeñas unidades de que están formadas (el método deductivo de la ciencia mecánica clásica) a otra perspectiva más centrada en el contexto total de la realidad en la que cada parte se entiende en el marco del todo al que pertenece (el enfoque holista, cuyo significado he estudiado ampliamente en O’Murchu, 1996).

La transición de una perspectiva mecanicista a otra holista subraya entre otras cosas la desaparición del patriarcado, el sistema de valores basado en lo masculino que ha dominado en nuestro mundo durante los últimos 10.000 años, aferrándose ahora a los últimos vestigios de vida con rigidez inflexible y feroz negativa a reconocerlo. Más que en ningún otro es en los niveles político y religioso donde la voluntad patriarcal de mantenerse en el poder prevalece. A medida que estos sistemas se van derrumbando –lo que sucederá inevitablemente– se desatarán las fuerzas de la anarquía y el caos. En el momento doloroso y destructor tan parecido al Calvario encontraremos una vez más la gran paradoja: solamente en la muerte puede brotar la nueva vida.

¿Donde estaremos los religiosos y religiosas en ese momento precario y profético? ¿En la colina del Calvario, junto con aquellas mujeres desconcertadas y confusas que se mantuvieron allí hasta el amargo final (cf. Lc 23, 55) o con los apóstoles que huyeron asustados porque su mundo patriarcal se estaba haciendo añicos? Y cuando llega la mañana de Pascua –como gráficamente ilustran los cuatro evangelios– eran esas mismas mujeres las que estaban allí para encontrarse con el resucitado; y a pesar de su miedo y de su dolor (a lo que aluden todos los evangelios) fueron capaces de establecer la relación de sentido. Si las mujeres no hubiesen sido capaces de establecer esa relación, uno se pregunta si los apóstoles habrían captado alguna vez el verdadero significado de la resurrección.

Reestructurar la vida religiosa para el siglo XXI plantea un doble reto: uno referente a la humanidad y otro al planeta. Efectivamente, son las dos caras de la misma moneda. ¿Podemos conectar en profundidad con la historia humana que se revela en nuestro tiempo, con sus profundos anhelos de encarnación, en esta hora de transición? En la cultura patriarcal se entiende que los seres humanos son los dueños de la creación (cf. Gn 1, 28) pero de hecho no encontramos ese lenguaje (o perspectiva) en ninguna parte del Nuevo Testamento. Los cristianos están llamados a ser los servidores de todo aquello que se confía a su cuidado. En el mundo post-patriarcal se nos invita a despojarnos de nuestro antropocentrismo manipulador; a asumir nuestro único pero participativo papel entre las demás formas de vida que comprenden el conjunto de la creación. Los seres humanos –hombres y mujeres por igual– necesitamos abandonar la voluntad masculina de poder, dominación y control; en su lugar estamos invitados a asumir e interiorizar un sentimiento de que somos co-creadores con nuestro Dios creador en un universo esencialmente creativo. Necesitamos aprender a fluir con la experiencia de la vida no a dirigirla, dominarla o controlarla.

En esa función estamos llamados a ser los comadrones (ver Conlon 1990) de ese proceso creativo en despliegue y necesitamos soñadores (no expertos) que diseñen ese papel para nosotros. Ahí es donde las personas liminares se sitúan en lo que es propio de ellas. Ahí es donde la imaginación profética alternativa florece y brota. ¿Somos capaces los religiosos y religiosas del siglo XXI de avanzar hacia este reto y llegar a ser los catalizadores capaces de repensar el desafío encarnado de convertirnos en un pueblo nuevo y asumir un nuevo papel en nuestra era post-patriarcal?

Nuestra vocación planetaria

En segundo lugar, el nuevo significado que damos a nuestra vocación incluye, entre otras cosas, la capacidad para relacionarnos con el planeta Tierra (y con todas las otras formas de vida) en un tipo de relación de sujeto a sujeto y no de sujeto a objeto como hacemos ordinariamente. Esta es la nueva perspectiva planetaria; nueva para nuestro tiempo pero no nueva en lo que se refiere a la evolución de la historia. Necesitamos recuperar la antigua sabiduría que veía al planeta Tierra como un organismo vivo, una madre que nutre y alimenta a todas sus criaturas con amor intenso y actitud protectora, una criatura con inquebrantable resistencia que puede, a largo plazo, sobreponerse al impacto destructor de los que interfieren en su vida de forma inadecuada y a los que un día ella puede decidir reemplazar por otra especie más benévola.

La preocupación por la ecología tiene ya una amplia presencia en la espiritualidad contemporánea. No se trata de que se tenga en cuenta la problemática ambiental como una más entre otras. Es mucho más que eso. La contracorriente ecológico-espiritual nos está llevando hacia un cambio de paradigma de enorme significado cultural y espiritual. Nos desafía a mirar al planeta como el primer elemento de la vida dentro del cual cada uno de nosotros somos una parte. Pertenecemos a una realidad mayor que nosotros mismos no sólo a un Dios que está más allá del mundo. Es más, pertenecemos a un Dios co-creador cuyo cuerpo es el del universo mismo (cf. McFague 1993). Esto es la encarnación en su más pleno significado: Dios se hace humano no en el espacio exterior o en un reino celestial sino precisamente aquí en el corazón de la creación misma. Enmanuel es Dios con nosotros; ¿cuándo nos decidiremos a corresponder de un modo realmente respetuoso con lo que es la encarnación?

La familiaridad, por tanto, con los temas que afectan al planeta y a la ecología no es sólo una moda de nuestro tiempo de la que los religiosos y religiosas nos podamos beneficiar apropiándonos de ella. No, estos temas son fundamentales para el auténtico significado de nuestras vidas en cuanto religiosos. Estamos llamados a ser los catalizadores culturales que favorezcan la aparición de esos nuevos compromisos globales y espirituales. Debemos superar nuestras habituales formas dualistas de pensar, nuestra separación del mundo, nuestra frecuente connivencia sectaria con un sistema religioso. Nos estamos moviendo en un mundo cuyos horizontes se están expandiendo rápidamente. Ésta es una tierra fecunda para el testimonio liminar y profético. Si los religiosos y religiosas abdicamos de esa responsabilidad, otros serán enviados a ocupar nuestro puesto.

En 1978 la Iglesia Católica publicó el documento Mutuae Relationes como un instrumento para mejorar las relaciones entre los religiosos y los obispos. En una conferencia internacional sobre vida religiosa celebrada en Roma (noviembre de 1993) muchos participantes pidieron una nueva interpretación de ese documento. Es un buen ejemplo de cómo se quiere poner un parche cuando lo que se necesita es un traje totalmente nuevo. El tema clave ya no es cómo mejorar las relaciones con las iglesias o las religiones institucionalizadas sino cómo establecer unas genuinas relaciones con un mundo que está cambiando rápidamente. Los movimientos liminares que buscan establecer su identidad en el contexto de las instituciones formales pierden rápidamente su capacidad de ser liminares y olvidan su deber de ser profetas. El lugar auténtico donde deben estar es en medio del universo creado por Dios, en el corazón del mundo, allá donde el Nuevo Reino de Dios continúa desarrollándose. Cuando los que viven en la liminaridad escojan centrarse en el mundo, no habrán abandonado la Iglesia; habrán recuperado su misión de ser la memoria peligrosa que conmueva a la iglesia (cf. Metz 1978) para que se dé cuenta de que ella también está llamada a situarse en el corazón del mundo como la comunidad viva que anuncia y celebra el Nuevo Reino de Dios de justicia, amor, paz y libertad.

Perspectivas de refundación

Entonces, ¿qué tipo de futuro vamos a volver a tejer probablemente los religiosos y religiosas al abrazar el nuevo mundo del siglo XXI? En la historia cristiana estamos en un momento doloroso de pendiente en descenso del modelo histórico cíclico. El ciclo misionero empezó en torno al año 1800 y alcanzó su punto culminante en torno a 1960, en que había alrededor de 1.400.000 religiosos y religiosas en las iglesias cristianas. Su número ha ido cayendo hasta ser ahora algo menos de 900.000. En cuanto a nuestra influencia, tanto pastoral como cultural, nos hemos visto forzados a asumir un papel decreciente. Muchas órdenes y congregaciones muestran actualmente las características de precariedad que Meyer y Zucker llamaban instituciones en permanente quiebra. A medida que el ciclo misionero vaya completando su curso en la segunda mitad del siglo XXI, podemos esperar que muchos grupos actualmente existentes se extingan. A su debido tiempo, según vayamos entrando en el siglo XXII, podemos esperar que comience un nuevo ciclo y con él venga una nueva edad de oro para la vida monástica y religiosa.

El comprender que vivimos en una de esas épocas, desmoralizados por nuestro impacto cada vez menor y anhelando una nueva vida y vitalidad, ha llevado a un escritor a estudiar la idea de refundación de la vida consagrada (Arbuckle 1986; 1988; 1993). Arbuckle traza cinco grandes etapas del proceso de refundación:

a) Los miembros de una orden o congregación experimentan la confusión y el malestar provenientes del caos; por ejemplo, el riesgo de entrar en la experiencia de muerte.

b) El grupo (o al menos un cierto número de miembros) reconoce que la nueva vida no vendrá del antiguo modelo sino de un paradigma totalmente nuevo. En palabras del mismo Arbuckle: «Lo nuevo está en otra parte».

c) Reconociendo su propia impotencia para enfrentarse al caos, los religiosos y religiosas (y especialmente sus líderes) tratan de abrirse lo más posible a la nueva llamada de Dios que resuena en las necesidades urgentes del mundo de hoy.

d) Los líderes permiten a los miembros «proféticos» (personas muy creativas e idealistas) buscar las nuevas posibilidades.

e) Algunos estarán suficientemente motivados para seguir la nueva visión y los que no puedan morirán con la vieja realidad. Con el tiempo, la nueva visión se convierte en la orden o congregación refundada, que de hecho significa que se ha fundado de nuevo desde un nuevo punto de partida.

La idea de refundación inspiró inicialmente gran entusiasmo y los talleres sobre el tema atrajeron a muchos en todo el mundo cristiano. Parecía una buena idea para su tiempo, una cuerda salvavidas a la que muchos querían agarrarse. Pero en muy poco tiempo la idea ha perdido su impulso junto con mucha de su energía inicial y de su amplia capacidad de convocación. Algunas razones son claras, otras no tanto:

1. La visión inicial fue exagerada por la euforia y las falsas expectativas. Algunos pensaron que el proceso de refundación podía comenzar casi de forma inmediata y dar lugar a nueva vida y posibilidades en unos pocos años.

2. Aunque Arbuckle situó el proceso de refundación en el marco de la quiebra del antiguo sistema (el caos), de una manera u otra la gente se olvidó de esa dimensión pascual fundamental. Los grupos tradicionales esperaban que la nueva vida podría ser activada, a la vez que todavía se apoyaban con recursos los antiguos compromisos. Se estaba esperando la resurrección sin haber experimentado el Calvario.

3. Aunque muchos habían acogido la idea de que lo nuevo estaba en otra parte, pocos habían entendido el conflicto que se produciría en la transición de tener que dejar lo «viejo» atrás para moverse hacia lo nuevo libres de las trabas de lo viejo.

4. Aunque Arbuckle puede evocar muchos precedentes históricos a favor de su propuesta del papel clave de los individuos en la refundación, no da la debida importancia al papel fundamental que el discernimiento comunitario juega en ese proceso.

5. La teoría de la refundación carecía a menudo de la apropiada contextualización histórica. El hecho de que la vida religiosa esté en general en una pendiente cíclica de descenso lleva a la aplastante convicción de que la refundación, tomada en serio, no es probable que tenga lugar durante al menos otros 70 años.

6. Parece asumirse la suposición injustificada de que los mismos religiosos haremos la refundación. En cada etapa de la vida religiosa, fundaciones y refundaciones han sido la consecuencia de la iniciativa divina, no de la humana. Es verdad que siempre se lleva a cabo a través de personas pero no necesariamente a través de aquellos que están preparados y esperando, sino a menudo a través de aquellos que, como los profetas del Antiguo Testamento, no están preparados ni quieren estarlo, pero no obstante están abiertos a ser sorprendidos por nuestro Dios co-creador.

La refundación es una idea para el siglo XXI, que por accidente o intencionalmente ha aparecido en el siglo XX. Y en ella hay una gracia que deberíamos abrazar con actitud abierta y creyente. Lo que esa idea, y los enormes retos que conlleva, nos plantea es un severo recordatorio de lo apegados que estamos al antiguo paradigma y lo difícil que nos resulta, y resultará, mover nuestras tiendas. Si no se produce entre nosotros una apertura radical a la experimentación, ¿cómo podemos llegar a esperar que acaezca la refundación, si esa es la voluntad de Dios para nosotros? Y aunque el refundar es una prerrogativa divina, diría que Arbuckle tiene razón cuando sugiere que tendrá lugar principalmente entre aquellos que sean capaces de relacionarse con el caos y la confusión de nuestro tiempo y convertirse en orden a responder de una forma totalmente nueva a las necesidades de nuestro mundo en evolución. Puede parecer que el concepto de refundación haya sido prematuro pero el mensaje que subyace no puede quedar desatendido.

Aunque son muchos los religiosos y religiosas que han estudiado la dinámica del proceso de refundación, relativamente pocos parecen haberse convertido a la espiritualidad que le sirve de base, que es la que confirma y legitima la teoría. La idea hunde firmemente sus raíces en la experiencia pascual de muerte y resurrección. No puede haber nueva vida sin haber muerte, sin haber abandonado todo lo que hemos amado y apreciado. Y no hay razones, humanas o divinas, capaces de explicar el caos y la confusión del Calvario. El por qué Jesús tuvo que sufrir una muerte tan ignominiosa y bárbara como condición para la resurrección sigue siendo una eterna paradoja que ni siquiera el mismo Jesús intentó explicar. Tampoco podemos entender racionalmente la discontinuidad existente entre el Calvario y la resurrección, sucintamente recogida en la sorprendente afirmación de los ángeles junto a la tumba: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5). Era lo más lógico que se podía hacer, pero se trata de algo aquí que desborda toda lógica. Sí, la posibilidad de resurrección está en otra parte, en Galilea (cf. Mt 28, 7), donde Jesús comenzó a proclamar el Nuevo Reino de Dios.

Religiosos y religiosas estamos en el umbral de un mundo desconcertante y apasionante. Éste puede no ser el tiempo adecuado de refundar. Nuestro reto es acoger la oscuridad y la muerte, los dolores del embarazo y las diversas luchas para dar a luz a la vida. Este es tiempo de una espera contemplativa del tipo descrito en el poema Four Quartets (Cuatro Cuartetos) de T. S. Eliot:

Dije a mi alma, calla, y espera sin esperanza
pues esperanza sería esperanza de lo que no debiera;
espera sin amor
pues amor sería amor de lo que no debiera;
queda aún la fe
pero la fe y el amor y la esperanza están todos en la espera.
Espera sin pensamiento,
pues no estás preparado para el pensamiento.
Así la oscuridad será la luz
¡y la inmovilidad el baile!

No necesitamos realmente gracia mayor en este tiempo que la capacidad de permanecer tranquilos... ¡y esperar...!; un tema constante en Fiand (1996). Con optimismo, las reflexiones de este libro, si las dejamos que resuenen en nuestra imaginación y atraviesen nuestros corazones, nos predispondrán otra vez a escuchar la silenciosa voz que está dentro de nosotros. Desde dentro de esa soledad creativa oiremos los gritos de un nuevo milenio y desde dentro del universo en evolución los ecos renovados de la invitación divino-humana: ¡Ven y sígueme!

 

Capítulo Octavo

¿Y qué sucede con el marco eclesiástico?

 

Ahora es nuestra oportunidad –si la vida religiosa es realmente la dimensión profética de la Iglesia– para ser extraños en nuestra propia tierra, para estar allá donde no encajamos, para comprometernos a decir lo que no es bien recibido por los que escuchan.
(Joan D. Chittister)

 

En la iglesia católica la relación entre la vida religiosa y la iglesia oficial no ha sido generalmente beneficiosa para las dos partes. La iglesia ha reclamado el derecho a examinar, aprobar, inspeccionar y controlar los diversos elementos carismáticos que existen en ella, incluyendo la vida consagrada, mientras que las órdenes religiosas y las congregaciones, aunque firmemente enraizadas en la tradición eclesiástica, han buscado siempre una cierta autonomía y autogobierno. Desde el concilio de Trento en el siglo XVI, religiosos y religiosas se han visto atraídos por la principal corriente del catolicismo de tal modo que para muchos la vida consagrada es inconcebible fuera del contexto eclesial y eclesiástico11

Desarrollos posteriores a Trento

Esta absorción que se produce después de Trento requiere un completo estudio crítico que supera mi competencia y de las posibilidades de este libro. El lector ya sabrá que el concilio de Trento fue una defensa global del catolicismo frente a la furiosa embestida de la reforma protestante. Se reafirmaron con fuerza la santidad, la sacramentalidad y el poder de la Iglesia y para asegurar la puesta en práctica de esta nueva visión el clérigo hombre, blanco y célibe empezó a asumir un papel de liderazgo ideológico, que ha dominado el catolicismo desde entonces.

Al conferir el poder y la misión al clérigo hombre, blanco y célibe, Trento socavó, en lugar de realzar, el auténtico significado del sacerdocio cristiano (en cuanto ministerio de servicio). Lo que es más significativo aún para nuestro trabajo, situó el «ideal clerical» como modelo para todos los cristianos, religiosos y religiosas incluidos. A los religiosos, a las religiosas en particular, se les exigía que fuesen totalmente serviles ante el sistema de valores y los dictados de una iglesia absolutamente clericalizada. Y en cuanto las orientaciones dadas en Trento adquirieron confirmación canónica, a los clérigos, especialmente a los obispos, se les permitió, incluso se les obligó, a interferir incluso en los más mínimos detalles de cómo debía organizarse y vivir la vida consagrada. El movimiento profético liminar se vio reducido a ser otra estructura de la iglesia institucional.

A los ojos del pueblo, se percibía a los religiosos y religiosas como perteneciendo a la dimensión «sagrada» de la vida eclesiástica. Se juzgó que su especial llamada a la santidad era superior a la del pueblo de Dios. En consecuencia, la llamada a la liminaridad fue mal interpretada y, con el tiempo, en gran parte erosionada. Dentro de la iglesia, se veía a los religiosos y religiosas de tal manera en total armonía con el sistema de valores clerical que a las religiosas se las obligó a usar un hábito blanco y negro muy parecido al clerical, mientras que a los hermanos, que vestían casi igual que los sacerdotes, a menudo se les vio y se les trató como no aptos ni capaces para la ordenación sacerdotal.

Las desviaciones que este equivocado sistema ha perpetuado, aunque han dado lugar a una admirable santidad y un magnífico servicio apostólico, han tenido efectos devastadores en miles de hombres y mujeres y han demostrado ser enormemente dañinas para el significado más profundo de la vida monástica y religiosa.

Para los religiosos y religiosas de hoy, el marco eclesiástico de referencia continúa teniendo una importancia central y ahí está uno de los grandes dilemas a los que se enfrenta la vida consagrada hoy. En efecto, hemos sido configurados y domesticados de tal modo que se nos ha usurpado nuestro potencial para el testimonio liminar y la contestación profética. Incluso cuando estos elementos son reconocidos y se hacen intentos para (re)activarlos, el foco de atención, en gran parte o exclusivamente, sigue siendo la iglesia. La idea de que la vida religiosa puede tener sentido y significado fuera de la iglesia oficial es algo virtualmente inconcebible para las mayoría de los religiosos (una idea adoptada por Billy 1993).

El hecho de centrarse de ese modo en la iglesia debe considerarse más una fuente de debilidad que de fortaleza. Generalmente revela una comprensión muy pobre de lo que es la vida religiosa, tanto desde el punto de vista cultural como histórico y teológico. A menudo el contexto cultural más amplio que hemos estudiado en este libro está ausente. Muchos religiosos ni siquiera son conscientes de él. Incluso el rico y complejo despliegue histórico que ha tenido lugar en la tradición cristiana es raramente apreciado, mientras que el poner el centro de atención en la iglesia más que en el Nuevo Reino de Dios condena a los religiosos a un inútil y debilitante sentido de su misión e identidad.

Pastoralmente, la estrecha relación que mantenemos con la iglesia oficial nos separa a menudo del pueblo al que nos hemos sentido llamados a acompañar de un modo especial. Me refiero a los millones de mujeres y hombres marginados a los que la iglesia ya no ofrece ni sentido ni esperanza; o a los millones que creen haber superado la necesidad de integrarse en una religión institucionalizada pero que todavía están a la búsqueda de un sentido espiritual. En muchos casos es más fácil encontrarse con esas personas y comprometerse con ellos más dinámicamente fuera que dentro del marco eclesial.

Más allá del referente eclesiástico

La decisión de no incluir en este libro un capítulo sobre el marco eclesiástico de referencia no pretende de ninguna manera evitar o menospreciar ese estrecho contacto que muchos religiosos y religiosas han tenido y desean seguir teniendo con la iglesia oficial. Pero en este momento en que se está produciendo una profunda transformación en la vida religiosa necesitamos volver a conectar con los más profundos niveles que afectan al sentido y finalidad de nuestra existencia. Necesitamos volver a tomar contacto con esas profundas raíces, con esas fuentes donde las aguas (de la tradición) son más puras.

El ya fallecido B. C. Butler, obispo auxiliar de Londres, escribió lo siguiente al volver del Concilio Vaticano II:

Pocos de nosotros parecíamos tener ideas claras y distintas sobre la teología de la vida religiosa; o, si las teníamos, era claro que no sintonizaban con la renovación teológica global que estaba tomando forma en el concilio. A falta de una buena y dinámica teología, parece que tuvimos la tentación de refugiarnos tras los baluartes del derecho canónico.

En un cierto sentido, este es el meollo de nuestro dilema: el auténtico ser de la vida religiosa ha sido sofocado gradualmente en medio de una plétora de normas canónicas. La irradiación de los valores arquetípicos que, en mi opinión, es nuestra principal razón de ser tanto desde el punto de vista teológico como pastoral ha sido reducida a una estructura legal incapaz de sostenernos o darnos la energía que necesitamos para el trabajo real que estamos llamados a hacer en el corazón de la creación. El ambiente eclesiástico, a pesar de toda la retórica en torno a como se «aprecia» y «apoya» nuestra vocación, continúa en realidad socavando lo que es específico en ella. Nuestro lugar especial en la iglesia, la estrecha comunión que se pedía en el sínodo para la Vida Religiosa de 1994 (ver Vita Consecrata 1996, pp. 42-57) empobrece más que enriquece el sentido y finalidad de nuestra existencia. Precisamente porque la vida religiosa se reconoce ahora a sí misma en crisis, ya no se puede sentir cómoda ni encontrar orientación en respuestas que la distraen de su realidad esencial como un movimiento cultural liminar. Este tiempo de transición es para nosotros, como para millones de personas en el mundo actual, un tiempo dislocado en el que los valores (leyes) e ideas comunes simplemente no sirven. Muchos son presa del pánico y deciden quedarse al margen pero los que deciden permanecer deben saber que tienen que buscar más profundamente una fe que los sostenga. Como resultado precisamente de esa opción, la de volver a conectar con lo más auténtico de la historia, descubriremos una vez más el significado nuclear de la vida monástica y religiosa. Y para muchos ese descubrimiento les traerá una sorprendente paradoja: la nueva llamada a recuperar el mundo y no la iglesia como el contexto primario de nuestra vida y testimonio.

Recuperar nuestra misión en el corazón del mundo no significa necesariamente negar o rechazar nuestros lazos con la iglesia. Lo que se necesita es un nuevo modo de ser iglesia, una aportación que contribuirá tanto a la vida de la iglesia como a la misma vida religiosa. La experiencia de iglesia que pueda acomodar y respetar nuestra especificidad profética liminar será la de una comunidad creyente que trate de integrar y celebrar la diversidad de los dones (carismas) otorgados a nuestro mundo por la causa del Nuevo Reino de Dios en el corazón de la creación.

Una iglesia que trata de ser servidora y mensajera del Nuevo Reino de Dios estará siempre abierta y receptiva a los anhelos de la humanidad y del planeta; tratará de comprometerse con el pueblo en sus esfuerzos por vivir la vida con mayor amor, justicia, paz y libertad. Y no estará especialmente preocupada por su propia supervivencia porque sabe que lo que finalmente perdurará será el Nuevo Reino de Dios y no la iglesia.

Actualmente, en todo el mundo cristiano religiosos y religiosas tienen problemas en su relación con la iglesia. Como por intuición muchos sienten que esa institución ya no les es necesaria porque distorsiona su propia visión (como en los problemas en torno a la aprobación de las constituciones), no entiende sus sueños, pone en peligro su creatividad y bloquea su deseo de caminar más cerca del pueblo que peregrina. Para un número creciente de religiosos, la llamada a comprometerse proféticamente con el mundo pesa más que el legalismo y el proteccionismo de una iglesia percibida a menudo como habiendo perdido el contacto con el mundo real de nuestros días. Para los religiosos y religiosas, de aquí se sigue una decisión dolorosa entre dirigirse allá donde está la vida y permanecer aferrado a lo que ya es decadente e irrelevante.

Recuperar nuestra historia sagrada

Mientras que el diálogo con la iglesia necesita mantenerse abierto, hay una urgente necesidad sentida por los mismos religiosos y religiosas de recuperar su propia historia y poner en práctica aquellas atrevidas y controvertidas iniciativas que serán el punto de partida para hallar una visión más auténtica para el bien del mundo. Inevitablemente esto nos llevará a un grado de diversidad y pluralidad que los dirigentes de la iglesia actual no es muy probable que lo tengan en cuenta y mucho menos que lo acepten.

Para muchos religiosos y religiosas dialogar hoy con la iglesia oficial es tan difícil que cualquier negociación parece casi totalmente imposible. Mejor que desperdiciar tiempo, energía y recursos preciosos con lo que muchas veces se siente que es una extraña y alienante institución, cada vez más los religiosos y religiosas se ven inclinados a responder a la urgente e irresistible llamada a ejercer su misión en el corazón del mundo; enfrentados a esa llamada sería un pecado no responder, lo apruebe a no la Iglesia.

Los religiosos y religiosas de hoy están también empezado a explorar y definir un nuevo estilo de compromiso cristiano, que a veces desconcierta a aquellos que están trabajando en los campos de la formación y del liderazgo e incluso a muchos otros miembros de la base de nuestras órdenes y congregaciones. La antigua distinción dualista entre estar en la Iglesia y estar fuera de ella ya no encuentra confirmación en la experiencia pastoral. Puedo decidir no participar en ningún compromiso oficial en la estructura eclesiástica (por ejemplo, en una parroquia) o incluso abandonar la práctica sacramental, pero cada vez que me comprometo con el pueblo en sus esfuerzos para construir un mundo apoyado en el amor, la justicia, la paz y la libertad me estoy comprometiendo con el Nuevo Reino de Dios en la tierra. Cuando esa lucha nos lleva al deseo y la búsqueda de una comunidad significativa (incluso a un nivel puramente «secular» como cuando se crea una cooperativa de trabajadores), entonces me estoy encontrando con el Dios que se hace presente allá donde dos o tres están reunidos en su nombre. Entiendo que esos compromisos son bíblica y genuinamente eclesiales, aunque no sean necesariamente eclesiásticos. Estoy siendo iglesia con y para el pueblo con independencia de mi compromiso con la iglesia.

Puede haber, por tanto, algo profundamente profético en el deseo de un número creciente de religiosos de adoptar un estado no-canónico. En muchos casos no se trata de la decisión cómoda o irresponsable de no comprometerse sino una opción positiva y valiente por salvar y promover lo que es más específico de la vida consagrada, es decir su determinada relación con la obra de Dios en el corazón del mundo, especialmente al lado de los alejados y excluidos por las instituciones formales, incluida la misma iglesia. La opción profética liminar se está haciendo bastante sutil una vez más y ofrece la más clara y viva esperanza para el futuro de la vida religiosa.

¿Quedarse al margen o ir más allá?

La reestructuración de la vida religiosa sugerida en este libro no necesita de la iglesia como su guardián protector ni siquiera como un elemento esencial. La vida consagrada tiene sentido en sí misma, fuera del contexto eclesiástico en el que tantísimos asumen que debe estar anclada. La vida religiosa es miles de años más antigua que la iglesia cristiana y que todas las religiones formales conocidas; los valores de la vida religiosa pertenecen a una tradición pre-religiosa más antigua. Esas son nuestras raíces profundas; esa es nuestra antigua historia, siempre vieja y siempre nueva; esa es nuestra tradición sagrada de la que ningún movimiento ni organización nos pueden despojar. Tampoco nosotros deberíamos permitir que la intenten diluir o domesticar; nuestro servicio al mundo sería más pobre si lo permitimos.

La domesticación de la vida consagrada por las iglesias oficiales y las religiones formales es un obstáculo fundamental para la refundación de la vida religiosa como un movimiento profético liminar de y para el pueblo, en el corazón del mundo. El horizonte de nuestra misión es más extenso y permanente de lo que ninguna religión ni iglesia ha sido nunca o espera ser. Lo nuestro es diferente, no superior sino complementario. Lo nuestro se centra en los valores arquetípicos (compartidos por todo el mundo), expresados a través de estructuras liminares y por medio de la contestación profética12. Nuestra misión no es diferente de la más profunda visión de las iglesias y las religiones.

Los valores fundamentales que las iglesias y las religiones tratan de actuar y mediar son precisamente aquellos que han sido confiados a los movimientos proféticos y liminares, y estos últimos asumen un papel enormemente difícil (del que no se deben asustar) cuando las instituciones religiosas formales glorifican su propia condición a costa de los más profundos valores, que es lo que está en juego en la crisis religiosa por la que está pasando actualmente nuestro mundo.

Al sugerir, por tanto, que la vida religiosa cristiana debe recuperar su legítimo espacio liminar más allá (más que fuera) del cristianismo institucionalizado, no estoy sugiriendo que rechace también la visión bíblica de esa fe. Tal y como expusimos en el capítulo cuarto, hay una teología cristiana en la cual la vida consagrada, en su misión profética y liminar, tiene sentido. El centro de esa teología no es la iglesia sino el Nuevo Reino de Dios. En este nuevo marco teológico, se invita a los religiosos a recuperar el mundo como el lugar original de su misión y testimonio. En consecuencia, tendrán que ser responsables no ante la iglesia sino ante todo el pueblo de Dios, allá donde se estén estableciendo unas genuinas relaciones de amor, justicia, paz y libertad.

En el momento actual, es inconcebible que estas reflexiones puedan llegar a pronunciarse en voz alta en los círculos eclesiásticos oficiales. En la medida en que son los anhelos que brotan de los corazones de los religiosos y religiosas de todo el mundo, necesitan ser articuladas, expresadas y nombradas. Contienen verdades fundamentales que no pueden ser borradas del alma colectiva; tocan el verdadero centro de cada vocación y existencia y, en consecuencia, continuarán exigiendo que se les atienda y tenga en cuenta siempre que en el futuro se trate de discernir sobre el significado y la finalidad de la vida consagrada.

En esta época de transición, más que en cualquier otra, necesitamos hundir nuestras raíces en la antigua sabiduría, capaz de sobrevivir a todas las crisis y de engendrar nuevas posibilidades para reencarnar lo de siempre en un mundo que es siempre nuevo. Cuanto más enraizados estemos en nuestro pasado, mayores serán nuestras posibilidades de nacer de nuevo.

 

Capítulo Noveno

Espiritualidad para un tiempo de reconstrucción

 

El corazón humano puede recorrer
todo lo largo de Dios.

Por mucho que sintamos
el frío y la oscuridad

no es invierno ahora.
La miseria, siglos congelada,

se rompe, se quiebra,
empieza a moverse.

Gracias a Dios,
ahora es nuestra oportunidad,

cuando el mal surge
para hacernos frente en todas partes,
para no abandonarnos nunca
hasta que demos

el paso del alma más largo

que nadie haya dado nunca.

La empresa tiene ahora
la proporción del alma;

la aventura es la exploración de Dios.

¿Qué estáis haciendo?

Hacen falta tantos cientos de años
para despertar,

¿Cuándo vas a despabilar, por favor?

(Christopher Fry)

 

«La empresa tiene ahora la proporción del alma...». ¡Eso es la espiritualidad! La espiritualidad que durante mucho tiempo se entendió como un subproducto de la religión institucionalizada, como expresión de la específica preocupación por la relación del individuo con Dios, se encuentra ahora conducida a un diálogo multidisciplinar en torno a las preguntas globales de siempre que se plantean en nuestra época. Lo que durante un tiempo se consideró que era algo reservado para los monasterios (y los conventos de clausura) se ha abierto paso más allá de los dualismos que separaban lo sagrado de lo secular y emerge ahora como una realidad capaz de construir puentes que superen las diversas divisiones que habían separado a las personas entre sí y a éstas de Dios.

De todas las reestructuraciones que se sugieren en este libro, la de la espiritualidad presenta el reto más original y provocativo de nuestro tiempo. El horizonte de la espiritualidad se extiende ahora más allá de las religiones invitando a todos los seres humanos a una nueva forma de convergencia en torno a las críticas cuestiones a las que se enfrenta hoy la humanidad. No es el sincretismo ingenuo que preocupa a algunos teólogos del diálogo interreligioso ni en modo alguno el relativismo reduccionista que traiciona la unicidad de Jesús para los creyentes cristianos (temas profundamente estudiados por Knitter 1995). Lo que estamos experimentando actualmente es un cambio de paradigma que nos invita a desprendernos de las excrecencias de los últimos miles de años (muchas de las cuales son de naturaleza religiosa) y recuperar una visión más original y más centrada en la globalidad que tenga en cuenta que todos los seres humanos, y la misma creación, tienen una naturaleza fundamentalmente espiritual (para más clarificaciones, ver O’Murchu 1997).

Muchos hombres y mujeres comprometidos en la vida consagrada son conscientes de esta nueva visión y se esfuerzan por integrarla en su vida y ministerio. Es un trabajo muchas veces difícil, cargados como estamos con un bagaje espiritual proveniente del pasado que se supone que los religiosos debemos mantener y desarrollar. Los religiosos y religiosas que están estrechamente unidos a la iglesia oficial o a la religión a menudo se sienten divididos entre esa tradicional lealtad y la inmediatez de una realidad cada vez más clara en la vida de las personas que hacen muchas preguntas sobre la espiritualidad que necesitan respuestas diferentes de las que recibimos del pasado.

El nuevo fermento espiritual, aún siendo apasionante y potencialmente lleno de promesas, es a menudo experimentado como un viaje peligroso, expuesto a demasiadas tensiones y malentendidos. Se necesita una gran confianza, capacidad de diálogo y una buena información para que los religiosos nos decidamos a comprometernos claramente en este momento de esperanza y promesa.

Espiritualidad y síntesis teológica

La reconstrucción de que hemos hablado en este libro ofrece una nueva síntesis para una teología renovada de la vida religiosa. En sí misma es una síntesis incompleta, carente de esa calidad de conectar espiritualmente que nos capacita para entender y asimilar cómo los diversos elementos actúan como un conjunto creativo y cómo se pueden integrar mejor en nuestra vida y ministerio. La renovación de nuestra perspectiva espiritual está en el centro de una teología renovada de la vida consagrada.

El diagrama de la página siguiente subraya los elementos clave de esta teología emergente y el modo progresivo como esos elementos interactúan en la experiencia de los mismos religiosos. Hay cuatro conceptos centrales: Misión (el «por qué»), Liminaridad (el «dónde»), Valores arquetípicos (el «qué») y Testimonio Profético (el «cómo»). Sin incorporar todos los elementos de esta síntesis tanto en la teoría como en la práctica, los religiosos y religiosas no podrán enfrentarse al reto que hoy plantea la espiritualidad y menos dar una respuesta auténtica a las grandes cuestiones espirituales de nuestra época.

1. Misión. Es nuestro punto de partida, la inspiración fundacional para toda auténtica vocación, cristiana o no cristiana. La misión hace referencia a la orientación hacia fuera, hacia el pueblo y el mundo como portadores y catalizadores de la Buena Nueva. Para los cristianos, el trampolín y la inspiración primaria para esta empresa es el Nuevo Reino de Dios, tal y como lo hemos expuesto en el capítulo cuarto. Estimulados por ese ideal, somos enviados al mundo. No somos nosotros los que llevados sencilla o solamente por nuestra propia iniciativa decidimos ir.

 

 

La llamada del Reino exige una disponibilidad para el servicio, para el riesgo, para el compromiso, para optar por hacerse cercano a todos los condenados a ser «no-personas», privados del incluyente y revitalizante amor de Dios. La definitiva justificación de esta misión desborda la comprensión inmediata de la mente humana. En términos racionales no podemos explicar nunca por qué una persona se siente atraída a cumplir esa misión. Si lo hiciéramos, lo habríamos justificado y así habríamos despojado a nuestra vocación de su significado espiritual innato.

Para los cristianos, el hecho de ser enviados está conscientemente unido a la vida y el ministerio de Jesús. Lo que los cristianos perciben como algo específico de nuestra tradición creyente es, de hecho, compartido por millones de personas en todo el mundo en su anhelo universal (a menudo inconsciente más que consciente) de vivir de acuerdo con los valores evangélicos de justicia, amor, paz y libertad.

Aunque la misión hace claramente referencia al hecho de ser enviado hacia fuera, hay que evitar identificarla de forma exclusiva con el ministerio. La calidad del estilo de vida que posibilita a las personas entregarse al ministerio y se convierte en la perspectiva desde la que discernir las necesidades, decisiones y movimientos apostólicos, es igualmente importante, porque sin ella, el servicio ministerial podría convertirse muy fácilmente en una forma de activismo motivado primariamente por la búsqueda del éxito o la autocomplacencia más que por la llamada a ser agentes del Nuevo Reino de Dios en el mundo.

2. Liminaridad. Se refiere al espacio en el que Dios nos invita a poner en marcha la dimensión contra-cultural de nuestra misión. No es en sí misma una instancia anti-mundo, que se caracterice por la separación y la marginalidad, una forma de entenderla que ha predominado durante los últimos siglos. Tal y como se explicó en el capítulo tercero, la nuestra es una forma de marginalidad en favor del mundo y de la humanidad. Bell Hooks (1991 p. 153), al reflexionar sobre su papel como feminista teóloga negra, expresa concreta y creativamente el significado de la llamada liminar:

Hago una distinción clara entre la marginalidad que es fruto de las estructuras opresivas y la que es fruto de una opción personal como un lugar de resistencia, como un lugar radicalmente abierto y lleno de posibilidades. Este lugar de resistencia se forma continuamente en esa cultura segregada de oposición por la que expresamos nuestra respuesta crítica a la dominación. Nos transformamos individual y colectivamente en tanto creamos un espacio radical y creativo desde donde afirmar y sostener nuestra subjetividad, que nos da una nueva perspectiva desde la que articular nuestra forma de entender el mundo. La opción por el margen tiene como objetivo transformar el centro.

El situarse como testigo de la liminaridad puede llevar a consecuencias para nuestra localización geográfica. Dar testimonio de valores evangélicos como la justicia o la sencillez en el estilo de vida es incongruente con la opulencia y la apropiación de los criterios y normas morales de los ricos y poderosos. Del mismo modo se hace crecientemente precaria nuestra cercana relación con la iglesia dominante y con la religión oficial. Cuando los religiosos y religiosas se sitúan en estrecha relación con el clero o con los devotos de la religión, se reduce su capacidad para dar testimonio liminar entre los millones de personas que no están afiliados a ninguna iglesia ni religión. Nuestra vocación liminar es una llamada a hacernos presentes a todo el pueblo de Dios y no sólo a aquellos que están comprometidos con la iglesia o con la religión.

La cuestión de cómo seremos capaces los religiosos y religiosas de recuperar ese espacio liminar y cómo lo encarnaremos en el contexto del mundo contemporáneo, es el mayor desafío que encontramos al entrar en el nuevo milenio. No es probable que los anteriores estilos de espiritualidad nos alienten en esa tarea. Se necesita urgentemente un enfoque más creativo y global.

3. Valores arquetípicos. Contrariamente al anterior modo de comprender la vida religiosa, el testimonio liminar no está orientado a la santificación o perfección de las mismas personas que viven en la liminaridad sino a la articulación y puesta en práctica de los valores básicos a los que toda la humanidad aspira. La razón de ser de la vida consagrada es el convertirse en un centro de irradiación de valores en favor del pueblo de Dios. Son los valores y no las leyes los que proporcionan la base de nuestra vida y testimonio.

La prioridad de la ley sobre los valores ha contribuido no poco a la actual crisis de la espiritualidad. A lo largo de los últimos años, la espiritualidad evolucionó (o quizá involucionó, hasta convertirse en una plétora de obligaciones y prohibiciones. En aquel tiempo el moralismo, legalismo y ritualismo usurparon el puesto debido al compromiso creativo basado en la energía y creatividad espirituales. En consecuencia, muchas personas se sintieron confundidas y desanimadas en su intento desesperado de estar a la altura de lo que la religión determinaba como «bueno y malo», abandonando a menudo sus recursos espirituales innatos que les habrían permitido asumir y comprometerse de una forma más creativa con la vida.

Hemos desarrollado también culturalmente una forma de entender el mundo rota y fragmentada por el dualismo que separa lo sagrado de lo secular. La misma creación, nuestra primera y fundamental fuente de revelación divina, ha sido de-sacralizada y devaluada. El valor de la dominación patriarcal, con su implacable filosofía de «divide y vencerás», ha infiltrado cada esfera de la vida, religiones incluidas. Recuperar los sagrados valores relacionales e igualitarios tanto tiempo perdidos será una tarea decisiva, que en esta etapa precaria de la evolución humana podría incluso requerir la extinción del Homo Sapiens (más sobre este tema tan controvertido en O’Murchu 1997, pp. 141-156).

4. Testimonio profético. Finalmente, volvemos a retomar lo que dijimos en el capítulo segundo, subrayando ese color especial que tiene el testimonio de las personas liminares en orden a encarnar y expresar de una forma práctica los valores básicos. Joan Chittister expresa de forma concisa la naturaleza de ese testimonio (1995, p. 144):

La voz de los religiosos y religiosas debe ser una voz que traiga a la discusión pública lo mejor de la tradición, los más finos análisis teológicos, la más penetrante comprensión de la sociedad y lo más desafiante de los valores evangélicos.

La llamada profética no es sólo una denuncia de los valores que alienan a las personas y a la creación de la llamada del Evangelio y que minan nuestra innata capacidad para apropiarnos de los valores. Lo que es más importante, anuncia los valores alternativos que necesitan ser sacados a la luz, las estructuras alternativas que es preciso desarrollar y la imaginación alternativa que necesita ser despertada si es que queremos comprometernos valiente y creativamente con el Nuevo Reino de Dios en el mundo de nuestro tiempo.

Capacidad para conectar

El diagrama de la página 139 ilustra los elementos interactivos que mantienen viva a la vida religiosa en la riqueza y complejidad de su historia. También sugiere que la vida religiosa está abierta a expresarse de diferentes formas a lo largo de la historia de acuerdo con las exigencias del tiempo y de la cultura. Además, la duración de cada modelo depende mucho de su capacidad de adaptación, flexibilidad, creatividad y versatilidad espiritual.

La versatilidad a que me refiero es el poder para conectar. Es el elemento central de cualquier espiritualidad que pretenda ser aceptable y la dimensión que estamos tratando de recuperar de un modo nuevo en el resurgir espiritual de nuestro tiempo. La teóloga feminista Charlene Spretnak dice que la espiritualidad es «la dimensión de la existencia humana que explora las fuerzas sutiles de energía que están dentro y alrededor de nosotros y que nos revela las profundas conexiones que hay entre ellas» (citado en Raphael 1996, p. 226).

Esa capacidad no pertenece exclusivamente a los seres humanos. De hecho sostiene ampliamente la creación a lo largo, ancho y profundo de su evolución histórica. La capacidad para relacionarse, para comportarse de una forma interdependiente e interconectada es el más antiguo y el más permanente de todos los valores espirituales. Lo encontramos en el comportamiento del mundo subatómico, en la estructura tripartita que domina la vida terrestre (cf. Greenstein 1988) e incluso en la primera huella de la curvatura del espacio-tiempo (cf. Swimme y Berry 1992).

Para los que han desarrollado un estilo de percepción y comprensión más contemplativo esta interconexión es mucho más fácil de ver en las diversas formas de vida que pueblan la tierra que en la conducta tendente a la confrontación, competitiva y destructiva que los especialistas tienden a subrayar. Dado que los seres humanos tendemos a valorar lo competitivo y destructivo sobre lo igualitario y cooperativo, a menudo terminamos descubriendo lo que queríamos encontrar, un extraño comportamiento que nos ayuda a confirmar nuestros sistemas de valores ambivalentes y absurdos.

Gracias a los últimos descubrimientos en las ciencias antropológicas y sociales, ahora sabemos que no siempre hemos sido tan destructores y bárbaros como lo somos hoy. Durante la mayor parte de la pre-historia vivimos en una relación cercana y armónica con la tierra y con los otros seres humanos, interconectados con un sentido fuerte de la presencia divina allá donde tratábamos todas las formas de vida de una manera mucho más benevolente y ética. La evidencia que brota de todo esto sugiere que la actual alienación y capacidad de destrucción es con mucho el resultado de nuestros intentos de conquistar y controlar la tierra fruto del desarrollo de la Revolución Agrícola a lo largo de los últimos 10.000 años.

Antes de ese momento existía una espiritualidad muy diferente con una capacidad mucho mayor de integrar coherentemente las fuerzas de la luz y la oscuridad. Las personas se comportaban de una forma mas inteligente en la relación personas-planeta de lo que lo hacemos hoy en día. Y en la medida en que conectamos de nuevo con lo más profundo de nuestra historia colectiva, el deseo de encontrar un sentido despierta un nuevo estilo de compromiso espiritual, específico para los tiempos en que vivimos.

Muchas personas hacen su conexión inicial en la búsqueda humana por el significado de la vida. Y algunos se dan cuenta rápidamente de que sólo es posible encontrarlo cuando aprendemos a relacionarnos significativamente: con uno mismo, con los otros, con la creación y con Dios. Y entonces se produce un salto significativo, en el corazón y en la imaginación: la convicción de que es casi imposible establecer unas relaciones personales o interpersonales significativas sin un planeta que tenga también significado en el que articular y llevar a la práctica nuestra capacidad para relacionarnos. En este punto, la justicia (lo que la Biblia define como «rectitud») se convierte en la más perenne preocupación.

Esta capacidad para conectar es lo que justifica más que cualquier otra cosa la espiritualidad contemporánea. Es un desarrollo típicamente ecléctico, pues busca una profundidad que va mucho más allá de lo que las tradiciones sagradas de cualquier religión e incluso de todas las religiones juntas pueden ofrecer; busca, también, una anchura que incluye toda la creación en el despliegue de su evolución; busca, además, una integración que nos lleve más allá de los dualismos típicos de la fragmentación patriarcal que ha dividido nuestro planeta y nos ha separado a las personas unas de otras y del resto de la creación; busca, en fin, una trascendencia que no trata de escapar del mundo o vencerlo sino transformarlo a través de un esfuerzo compartido con nuestro Dios co-creador.

Sólo esta perspectiva espiritual renovada podrá satisfacer a los que han sido llamados a ser presencia liminar en nuestro mundo. Sólo ella nos capacitará para dar el testimonio radical y creativo que viene exigido por nuestra contestación profética. No necesitamos ser especialmente fuertes, ni ascetas heroicos al viejo estilo sino más bien místicos vulnerables, inteligentes y apegados a la tierra, que se sienten en casa con las manos manchadas, un temperamento apasionado y una imaginación salvaje. ¡Después de dos mil años de historia del cristianismo ya es tiempo de «prender fuego a la tierra» y llevar definitivamente la encarnación a la vida!

Conectar en la oración

Aunque algunos visionarios como Christopher Fry afirman que «el corazón humano puede recorrer todo lo largo de Dios», los gurus religiosos de las más diversas tradiciones creyentes no han compartido generalmente ese optimismo. La tradición espiritual de los últimos miles de años, incluso en una fe basada en la encarnación como el cristianismo, nos ha dejado a menudo en un estado de parálisis espiritual. Generalmente se describía a Dios como un ser tan perfecto, sano y completo en sí mismo, y a los seres humanos como tan imperfectos, pecadores y desquiciados que la oración se convertía en una especia de neurosis infantil en la que el chico travieso intentaba continuamente, pero casi nunca conseguía, aplacar la amable pero insaciable figura paternal, clásicamente descrita como un Señor (masculino) crítico. No es de extrañar que la oración siga siendo hoy un problema para muchas personas.

Aunque lo mejor de nuestra tradición acentuaba que la oración es ante todo una relación con un Dios que es amor incondicional, inconscientemente reducíamos a menudo esa relación al campo interpersonal; en otras palabras, a una comprensión antropocéntrica más manejable. En muchos casos eso llevaba a otro tipo de des-conexión, especialmente de las dimensiones planetaria y cósmica de nuestras vidas. Y frecuentemente daba lugar a una falsa (o inadecuada) imagen de Dios, a su vez desconectada o incluso enfrentada a la creación de Dios de la que emana toda forma de vida. Ese tipo de oración basado en la desconexión no dará lugar a una espiritualidad de la conexión que en sí misma requiere una nueva comprensión de todas las expresiones de la espiritualidad incluyendo la oración misma.

De hecho, aunque un tanto inconscientemente, lo que estamos haciendo es redescubrir formas de orar muy antiguas, incluyendo un sentido de la reverencia y lo maravilloso frente a la vida en sí, experimentada a la vez amable y dolorosamente. En eso consiste la meditación, tanto si la entendemos como oración mística o como oración de contemplación. En palabras de Joan Chittister (ya citadas en el capítulo segundo) es «la habilidad de ver a través, de ver dentro, de ver a pesar de y de ver sin ceguera. Es la capacidad para ver el conjunto del mundo más que una perspectiva parcial».

La llamada a la contemplación nunca fue ni se pretendía que fuera algo reservado para los monjes o personas en clausura. Es el deseo y la capacidad que brota de todo corazón humano y anhela ser expresada y pronunciada. Como toda oración, brota del poder del Espíritu creador que ora en nosotros (cf. Rm 8, 26-27). La oración no es algo que hacemos o conseguimos, solos o con otros. Es mejor decir que es algo que nos sucede en cuanto la totalidad de lo que somos (cuerpo, alma y espíritu) se abre y se hace receptiva al poder creador del Espíritu de Dios que está actuando en toda la creación.

La oración es una disposición del corazón, no una habilidad recibida de fuera. Es más bien un anhelo y deseo que brota de dentro. Ese «venir de dentro» es fundamental y se convierte en la fuente desde la que se establecen conexiones y relaciones. Las formas, estructuras e incluso palabras aparecen en la medida en que necesitamos expresar lo que mana del corazón. Las palabras que usamos en la oración, el grado en que logramos estar atentos o no a esas palabras (distracciones) tiene relativamente poca importancia. La intención y el deseo de ponerse ante Dios en oración son mucho más importantes que cualquier ejercicio concreto de oración humanamente creado.

Necesitamos recuperar también la dimensión social y comunitaria de la oración. Si la oración es la capacidad-para-conectar, entonces la existencia de un grupo que nos apoye y nos acompañe en el discernimiento parece altamente deseable. El contexto grupal es particularmente importante para engendrar un clima de discernimiento. Esto incluye entre otras cosas:

a. profunda capacidad de escucha;

b. disponibilidad para dialogar en la vulnerabilidad y la oscuridad, con uno mismo y con los otros;

c. transparencia abierta a buscar e indagar dentro del marco de la sabiduría colectiva del grupo;

d. disponibilidad a movernos hacia una acción «orante» en nombre de la justicia y de la liberación evangélica;

e. ritualización creativa de las experiencias significativas.

Como la propia capacidad espiritual, el deseo de orar es innato y espontáneo. Ha sido la fragmentación y desgaste espiritual de los últimos miles de años lo que ha puesto en peligro y socavado ese rico recurso que Dios nos ha dado. Ahora que nos encontramos animados a asumir una conciencia más profunda de nuestra interdependencia en cuanto especie humana y planetaria, el despertar de la oración y de la conexión espiritual es probable que se convierta en un tema global de enorme impacto. Marcará una vuelta a casa, hacia lo que somos realmente en nuestra identidad personal y planetaria. Será el redescubrimiento del sentido, largamente perdido entre la religiosidad de los últimos miles de años.

Gracias a Dios, nuestro tiempo es ahora...

Esta es otra oportunidad de refundarse para los religiosos y religiosas de hoy. ¿Podremos situarnos en el frente de este nuevo cambio en la evolución espiritual? ¿Podemos hacernos realmente presentes en el espacio liminar que nos llama en este nuevo fermento espiritual? ¿Nos podemos comprometer con este reto para superar la confusión de la «libertad de valores» (o ausencia de) en el que este mundo está inmerso? Finalmente, ¿podemos movernos hacia los horizontes proféticos donde los que están espiritualmente hambrientos cuentan sus historias, por mucho que a veces puedan estar cargadas de ambig¸edades y contradicciones?

Gracias a Dios, ahora es nuestro tiempo:

- Un tiempo en el que las limitadas y limitadoras fronteras del espíritu naciente se ensanchan hasta los horizontes inclusivos del Nuevo Reino de Dios.

- Un tiempo en el que estamos llamados a trascender los dualismos que separan y fragmentan la realidad y a recuperar la esencial unicidad de toda la vida en Dios.

- Un tiempo para superar las distinciones nacionales, étnicas, racistas y religiosas en la medida en que volvemos a conectar con ese fermento espiritual que no debe ser reducido nunca a categorías humanas por muy histórica o culturalmente sancionadas que estén.

- Un tiempo para recrear el equilibrio al aprender a acercarnos amistosamente una vez más a la creatividad atrevida y liberadora de lo femenino, de la imaginación, del artista, del profeta.

- Un tiempo para para ver y soñar de nuevo más allá de lo superficial, de las imposiciones utilitarias y sectarias, a menudo legitimadas desde la religión oficial para justificar los imperialismos que explotan a los pobres y a los que sufren en este mundo.

- Un tiempo para llevar a la práctica nuestra creatividad espiritual para cambiar los sistemas y las estructuras que socavan la dignidad humana y la integridad del planeta y para fomentar una distribución más justa e igualitaria de los recursos que hemos recibido de Dios. Esto requerirá una nueva y atrevida interacción entre la espiritualidad y los sistemas políticos.

- Un tiempo para usar de una forma liberadora los ritos y los rituales para aterrizar y encarnar nuestra mutua responsabilidad del crecimiento y desarrollo de todas las criaturas de Dios (incluido el planeta Tierra) y para facilitar un uso más extendido de la sabiduría contemplativa que favorece el discernimiento.

- Finalmente, un tiempo para que los llamados a la vida consagrada sean los catalizadores valientes y generosos de este nuevo fermento espiritual, de modo que no quedemos atrapados en el fundamentalismo religioso, el reduccionismo científico o el secularismo político.

Lo que los religiosos y religiosas hagamos en este tiempo puede tener consecuencias enormes no sólo para el futuro de la vida consagrada o de la fe cristiana sino para la civilización humana y para el mismo planeta. Nuestra vocación liminar y profética no es otra cosa que el compromiso con la realidad global. En este sentido, tenemos también la mejor oportunidad para comprometernos lógica y creativamente con el Espíritu vivo de Dios en aquellos que están muriendo y naciendo de nuevo. Nosotros también estamos llamados a permanecer en los nuevos umbrales, más allá del Calvario de este mundo mecanicista en agonía, en la medida en que nos movemos hacia los horizontes de una posible resurrección en un mundo que sufre deseando nacer de nuevo.

Nuestra oración diaria necesita implorar la sabiduría y coraje para superar nuestro reverenciado pasado y para abrazar el nuevo horizonte espiritual que alborea en nuestro mundo. Necesitamos pedir sabiduría y coraje para comprometernos en la oscuridad que nos amenaza pero, más importante aún, para reflejar la luz de la esperanza que perdura y al final transforma incluso las horas más oscuras.

 

 

 

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Notas al pie de página

1 Arbuckle (1988) sitúa muy bien la renovación (refundación) de la vida religiosa en el contexto del caos, confusión y desintegración actuales, característicos del mundo moderno. La metáfora del caos evoca poderosas y primitivas imágenes en torno al caos original de la misma creación (Gn 1,1ss) y también en torno a la desintegración y desilusión que rodea a cada experiencia de muerte-resurrección. Científicos contemporáneos –y un creciente número de economistas– emplean la misma metáfora no sólo para aludir a la desintegración sino también para poner de manifiesto el orden y las posibilidades creativas que brotan desde el interior, o a causa de, el caos que se percibe (cf. James Gleick, Chaos, Heinemann Books 1988; Roger Lewin, Complexity: Life at the edge of Chaos, London: J. M. Dent 1993). Para leer hoy los signos de los tiempos, para expresar de un modo auténticamente profético lo que está sucediendo en nuestro mundo, los religiosos necesitan comprometerse con los nuevos movimientos que caracterizan nuestro tiempo por volátiles que sean. No hacer eso en nombre de una tradicional postura anti-mundo es una traición a nuestra vocación fundamental.

2 La idea fue inicialmente propuesta por san Jerónimo y san Gregorio el Magno y replanteada actualmente por W. F. Albright, The Biblical Period from Abraham to Ezra, Harper & Row, 1963, p. 44. Francis J. Moloney desarrolla esa analogía con alguna extensión en Disciples and Prophets: A Biblical Model for Religious Life, London: Darton, Longman & Todd, 1980, pp. 155-170).

3 Tomo prestado el concepto «irradiación de valores» (y también «centro de irradiación de valores») del trabajo germinal, aún muy poco conocido, de Adrian Van Kaam (1968). En el uso original de Van Kaam el término se aplica a cada uno de los tres votos que encierran un conjunto de valores primordiales (arquetípicos), compartidos por las personas humanas a escala universal pero también pertenecientes a la estructura biopsicológica del reino animal (Van Kaam p. 12ss). En la presente obra el concepto tiene una serie de aplicaciones, siendo la principal para la vida religiosa en sí misma como la portadora de valores liminares y proféticos en favor del conjunto de la cultura.

4 Muchos afirman que ésa es precisamente la función de la religión (religio significa volver a unir con los orígenes). Sin embargo, la religión se ha institucionalizado mucho y, en consecuencia, ha sido domesticada y conformada por la cultura dominante hasta el extremo de haber sido casi totalmente despojada de su capacidad para servir en un contexto contra-cultural.

5 Patriarcado es un término usado frecuentemente en el presente libro para aludir a la organización social de la cultura en aquellos sistemas que son jerárquicos y dominados por lo masculino en términos de valores y poder. Las percepciones, interpretaciones, experiencias, necesidades e intereses masculinos predominan, promovidos a veces por las mujeres tanto como por los hombres. Entendemos que el patriarcado comenzó al mismo tiempo que la revolución agrícola, en torno al año 8000 a.C. e impera hasta nuestros días.

6 Una obra muy citada de Peter Brown, The Rise and Function of the Holy Man in Late Antiquity, («Journal of Roman Studies» 51[1971] pp. 80-101), tiene muchos paralelos con la noción de liminaridad aunque nunca se usa el término; también la noción de Jean Leclercq del margen como un fenómeno básico en la vida monástica desarrollada en Monasticism and One World («Cistercian Studies» 24[1989], pp. 277-310). Finalmente hay algunas aportaciones interesantes en Duncan Fisher, Liminarity: The Vocation of the Church (Cistercian Studies, 24[1989], pp. 181-205; 25[1990], pp. 188-218).

7 Véanse, por ejemplo, las incoherencias en las recientes enseñanzas de la Iglesia. En los documentos del Concilio Vaticano II, Iglesia y Reino tienden a significar lo mismo en la Lumen Gentium (aunque el concepto de Iglesia como el pueblo de Dios es bastante novedoso) mientras que en la Gaudium et Spes (nn. 39 y 45) el Reino tiene la prioridad sobre la Iglesia. En la encíclica Redemptoris Missio (1990) la prioridad del Reino se afirma de una forma clara y categórica (nn. 12-20). Sin embargo, unos pocos años más tarde, en el Catecismo de la Iglesia Católica (1993) de nuevo se tienden a identificar ambas realidades (ver nn. 541, 670-671, 732, 763, 768-769, 865). No es de extrañar, pues, que la misma credibilidad de la Iglesia esté muy cuestionada.

8 Según Ignacio de Antioquía y Clemente de Alejandría, la profesión pública de virginidad estaba reconocido por la Iglesia desde el principio del siglo II. Al principio del siglo III, Tertuliano y Cipriano hacen referencia a la existencia de algunas vírgenes en la iglesia del norte de ¡frica. A pesar de las restricciones impuestas por los concilio de Elvira (306) y Ancira (314), las vírgenes fueron entusiásticamente apoyadas en la iglesia de oriente por Juan Crisóstomo, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, Atanasio y Basilio y en occidente por Ambrosio y Jerónimo especialmente.

9 La teoría de los sistemas es una aplicación del principio científico de que el todo es mayor que la suma de las partes. Nos invita a considerar cada sistema, organización o grupo como un organismo en sí mismo, con su vida propia diferente de las partes que lo constituyen. Un cierto conocimiento de la teoría de los sistemas es esencial para apreciar plenamente la compleja dinámica con que funcionan todos los grupos, incluidos los religiosos. Más sobre este tema en James Miller, Living Systems, McGraw-Hill, 1978.

10 En la guerra del Golfo, por ejemplo, los misiles Scud, con su inconfundible simbolismo fálico, cuando no alcanzaban el objetivo señalado (generalmente ciudades en lo alto de una colina) tendían a caer en valles de algún modo similares a una vulva. ¿Pura casualidad o una forma cultural de expresar la represión sexual? (Más sobre este tema en D. E. H. Russell, Exposing Nuclear Phallacies, Pergamon Press, 1989, especialmente pp. 54-59, 79, 133-141).

11 En este capítulo uso los términos eclesiástico y eclesial indistintamente, aunque reconozco que el segundo tiene un marco de referencia mucho más amplio que el primero. Entiendo que el término eclesial se refiere a todos los que forman la familia cristiana por el bautismo y eclesiástico alude a las estructuras formales sacramentales e institucionales (éstas últimas sobre todo) dentro de las que el pueblo vive formalmente su identidad eclesial.

12 Como hemos indicado anteriormente, no estoy sugiriendo que la vida religiosa tenga el monopolio del don de la liminaridad. La historia parece indicar que ese don es activado y mediado primaria pero no exclusivamente a través de los religiosos. La misma iglesia encarna la experiencia liminar y puede expresar valores liminares como Starkloff (1997) indica claramente. Sin embargo, muchas de las reflexiones de Starkloff se refieren al nivel consciente de la mediación; parece que no da mucha importancia a los factores culturales inconscientes que se han estudiado en este libro.

 

 

Õndice

 

Contenido

Prefacio

Introducción

La forma de vernos a nosotros mismos

Morir y dejarse morir

Capítulo I. El marco histórico.

Reapropiándonos nuestra historia universal

La tradición fundante: Egipto

La tradición siria

La gran tradición oriental

La dimensión cíclica

Capítulo II. El marco cultural.

Más allá de las categorías religiosas

El prototipo de los chamanes

La línea profética

Centros que irradian valores

Capítulo III. El marco cultural. La realidad liminar

Espiritualidad e irradiación de valores

La naturaleza de la liminaridad

Creando los grupos liminares

Los votos como valores liminares

¿Responsables ante quién?

Capítulo IV. El marco teológico.

Ampliando los horizontes tradicionales

Comprometidos con la nueva cosmología

Reino e Iglesia

La comunidad como centro

Capítulo V. El marco femenino.

Recuperando una tradición perdida

La irradiación de los valores pre-patriarcales

Recuperando valores hace tiempo perdidos

La diosa y los valores arquetípicos

La contribución de las mujeres religiosas cristianas

Más allá de las restricciones de la clausura

La evolución actual

Capítulo VI. El marco pastoral.

Mediando los valores relacionales

La comunidad como un elemento pastoral

Intimidad como un umbral liminar

Administrando nuestro planeta

La dimensión liminar de la mayordomía

El voto para el compañerismo

El lugar del testimonio pastoral

Capítulo VII. Reestructurar para el siglo XXI.

Hacia un nuevo paradigma

Tratando de conectar

Nuestra vocación planetaria

Perspectivas de refundación

Capítulo VIII. ¿Y qué sucede con el marco eclesiástico?

Desarrollos posteriores a Trento

Más allá del referente eclesiástico

Recuperar nuestra historia sagrada

¿Quedarse al margen o ir más allá?

Capítulo IX. Espiritualidad para un tiempo de reconstrucción

Espiritualidad y síntesis teológica

Capacidad para conectar

Conectar en la oración

Gracias a Dios, nuestro tiempo es ahora...

Bibliografía