RAÍCES DE UNA CULTURA VOCACIONAL PROPIAMENTE JESUÍTICA *

Gabino Uríbarri, S.J.
España

Preliminar

1. No cabe duda de que en la Compañía se da una viva preocupación por las vocaciones, particularmente en Europa. El Padre General se ha referido a esta cuestión en repetidas ocasiones, con preocupación y esperanza[1]. La última Congregación General (C.G.) dedicó un decreto, el diez, a la promoción de vocaciones. El tema no ha estado ausente de la última reunión de Provinciales en Loyola (septiembre de 2000), particularmente entre las Asistencias europeas.

2. El último congreso continental sobre las vocaciones (Roma, 5-10 de mayo de 1997), propone a toda la Iglesia europea la elaboración de una cultura vocacional, capaz de convertirse en el caldo de cultivo apropiado para las nuevas vocaciones[2].

3. A la hora de rastrear elementos propios de una cultura vocacional jesuítica, en estas páginas voy a acudir a nuestra historia, a nuestra propia tradición. Así pues, lo que intento es presentar algunas raíces de nuestro modo de proceder, típicamente ignacianas y jesuíticas, que nos puedan ayudar hoy a articular, recuperar o reforzar una cultura vocacional genuinamente jesuítica. No pretendo recorrer todos los pormenores de un tema tan complejo. Simplemente me limito a resaltar algunos aspectos, que considero especialmente relevantes, que hoy necesitaríamos cuidar con mayor esmero.

I. Fervor es la Compañía (Nadal)

No puedo disimular que la frase de Nadal, citada por el Padre General en su discurso a la 68ª Congregación de Procuradores, al hilo del tema de la refundación de la Compañía, me resulta fascinante. Si la gente que nos ve desde fuera dijera boquiabierta: fervor es la Compañía, dudo mucho que tuviéramos problema de vocaciones en muchas partes de la Compañía. En ese caso, tampoco andaríamos a vueltas con el tema de la visibilidad, en el que tanto nos insiste el Padre General, que trataron todas las Congregaciones Provinciales y en el que insiste la exhortación postsinodal de Juan Pablo II, Vita consecrata.

El caso es que Nadal tiene razón: fervor es la Compañía. Una serie de siete rasgos propios de nuestro modo de proceder lo ponen de relieve.

1. Predicación entusiasta de Jesucristo

El Padre General echa en falta en la Compañía un mayor ardor en nuestro celo misionero, quizá expresión de un cierto déficit en el vigor espiritual. Por citar un texto representativo, en la homilía de clausura dijo que la C.G. 34ª. culmina, en fin, junto al altar de san Francisco Javier, como reconocimiento de que la Compañía actual necesita aún mayor garra misionera para anunciar con más ardor, pasión y vigor el Evangelio del Señor, todo el Evangelio, como servidores de la misión de Cristo (25 de marzo de 1995).

            El ardor misionero ha sido una de las señas de identidad de nuestra Compañía, distinguida por la defensa y propagación de la fe y por la creatividad constante en los diversos ministerios de la Palabra[3]. La última C.G. lo subraya de nuevo: lo nuestro es una santa audacia, ‹una cierta agresividad apostólica› típica de nuestro modo de proceder (decr.26, n.27). Cuando leí el libro de John O’Malley sobre los primeros jesuitas me resultó muy llamativa una costumbre de los primeros jesuitas: «ir de pesca»[4]. Por tal entendían la costumbre de salir un grupo de dos un sábado por la tarde, a un lugar concurrido, como una plaza o un mercado, y ponerse allí mismo a predicar. Los primeros compañeros habían practicado formas semejantes de predicación, antes de la fundación de la Compañía. Hablando de sus peripecias en Vicenza, junto con Fabro y Laynez, el Peregrino nos relata lo siguiente: Pasados los cuarenta días [dedicados a la oración], llegó el Mr. Juan Codure, y los cuatro decidieron empezar a predicar; y dirigiéndose los cuatro a diversas plazas, en el mismo día y a la misma hora comenzaron su sermón, gritando primero fuerte y llamando a la gente con el bonete. Con estos sermones se hizo mucho ruido en la ciudad, y muchas personas se movieron a devoción...[5].

            La primera característica del modo nuestro de proceder que recoge el decreto 26 de la C.G. 34ª. dice así: Profundo amor personal a Jesucristo. Esto es lo primero que nos distingue a los jesuitas. Un amor, que por su naturaleza, tiende a manifestarse y comunicarse en forma de ayuda a las almas, en el celo por ayudar a que otras personas disfruten y se enriquezcan con este conocimiento de Jesucristo. Este amor a Jesucristo impregna de tal manera a la Compañía, que Nadal llega a decir: la Compañía es un resplandor que irradia de Cristo; la otra cita de Nadal en el discurso sobre el estado de la Compañía del Padre General a los Procuradores, también dentro de la sección referente a la refundación de la Compañía.

Lo dicho es suficiente para poner de manifiesto que si alguien nos aventaja en celo misionero, en ardor apostólico, en predicación descarada de Jesucristo, sin ambages ni vergüenzas ni complejos ni timideces ni pudores, es para sonrojo nuestro[6]. Nuestra tradición, nuestra historia, nuestra espiritualidad, nuestro modo de proceder nos impulsan a la predicación entusiasta, gozosa, convencida, sin disimulo alguno de Jesucristo, rey eterno, que nos dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria (EE [95]).

            Así pues, un primer elemento de una cultura vocacional jesuítica según nuestra tradición es el fervor ardiente y misionero, elocuente y contagioso, que procede del contacto íntimo, sobrecogido, agradecido y entusiasta con el Señor Jesús, con el Corazón abierto y sangriento, traspasado de amor herido que sana y reconcilia un mundo roto.

2. Compasión con los crucificados de la historia

Precisamente el amor al Cristo crucificado y humillado, y la contemplación de su corazón traspasado nos contagian el modo de estar en la historia y de cumplir su misión Cristo nuestro Señor. Ciertamente las últimas CC.GG., especialmente a partir de la C.G. 32ª., han puesto en primer plano la mutua implicación entre servicio a la fe y promoción de la justicia. Al actualizar así la misión de la Compañía hoy, las últimas CC.GG. han puesto el acento en algo que pertenece a nuestra mejor tradición, pues siempre que los compañeros de Jesús han sido fieles a su misión, han contemplado el mundo con los ojos misericordiosos del Señor Jesús y se han volcado en todo tipo de ministerios para aliviar la miseria y combatir la injusticia[7].

El mismo Ignacio como Peregrino se entregó generosamente a los pobres[8]. Cuando estuvo en su tierra natal, Azpeitia, mandó que se proveyera para socorrer a los pobres pública y ordinariamente (Aut. [89]). Luego, como General, tuvo iniciativas apostólicas en este sentido: fundó una casa de acogida para huérfanos y otra para facilitar la salida de la prostitución a las cortesanas romanas[9]. De sus tiempos de pobre Peregrino, de camino desde Venecia hacia Barcelona, procede la siguiente anécdota, muy ilustrativa de lo que operaba en su ánimo el contacto orante con su Divina Majestad:

Y estando un día en Ferrara en la Iglesia principal cumpliendo con sus devociones, un pobre le pidió limosna, y él le dio un marquete, que es moneda de 5 ó 6 cuatrines. Y después de aquél vino otro, y le dio otra monedilla que tenía, algo mayor. Y al 3º, no teniendo sino julios, le dio un julio. Y como los pobres veían que daba limosna, no hacían sino venir, y así se acabó todo lo que traía. Y al fin vinieron muchos pobres juntos a pedir limosna. Él respondió que le perdonasen, que no tenía más nada (Aut. [50]).

            Este espíritu de servicio a los más pobres, refulge con claridad en los momentos de mayor necesidad, como ocurrió con ocasión de la pésima cosecha de 1538 en Italia. Polanco lo relata así:

En aquel año de 1538 y en los primeros meses de 1539 una gran penuria de víveres se dejó sentir en varios lugares de Italia y de la misma Roma. En las calles públicas yacían muchos pobres, muertos de hambre y de frío. Hallábase la casa de la Compañía junto a la torre que el vulgo llama de la Marángola, a la cual eran llevados por los nuestros algunos pobres que yacían abandonados en la calle; y en entre ellos se repartían las limosnas que recogían mendigando. También procuraban proveer a los indigentes de algunos lechos en nuestra casa. Esta obra de piedad progresó tanto, que llegó a cien y luego a doscientos y trescientos y casi a cuatrocientos el número de los que pudieron disfrutar de cama, además de albergue y fuego[10].

Recogiendo esta experiencia apostólica, la Fórmula del Instituto indicará, al describir la misión de la naciente Compañía de Jesús, que el futuro compañero de Jesús habrá de estar preparado para reconciliar a los desavenidos, socorrer misericordiosamente y servir a los que se encuentran en las cárceles o en los hospitales, y a ejercitar todas las demás obras de caridad según que parecerá conveniente para la gloria de Dios y el bien común (Form. Inst. [1]).

A lo largo de nuestra historia[11], han sido muchos los jesuitas que han destacado en el compromiso por el bien común, tanto desde la atención directa a los más pobres, como san Pedro Claver con los esclavos o san Luis Gonzaga con los apestados; o desde la reflexión sobre el bien común y las estructuras sociales más justas, como Luis de Molina y Oswald von Nell-Breuning, o desde la generación de estructuras eficaces para paliar la pobreza, como el «hogar de Cristo» del Beato Alberto Hurtado o «Fe y Alegría» de José Manuel Vélaz.

Pertenece, pues, a nuestra tradición mirar el mundo con los ojos compasivos del Señor Jesús. Son estos ojos, lúcidos ante los sufrimientos del mundo, de los pobres, de los sin voz, de los olvidados, los que nos contagian su mirada al mundo. Es su corazón, rebosante de misericordia hasta derramar toda su sangre, el que nos impulsa a desgastarnos en la reconciliación de los hombres con Dios. Es su suerte en la cruz, condenado injustamente, la que nos recuerda incesantemente tantas condenas injustas, tantas privaciones, tantas vejaciones, tanto dolor y tanta injusticia. De ahí que pertenezca a la lectura cristológica de la Compañía, a su modo de situarse ante los conflictos que acontecen en el mundo, a la concepción de fondo de su misión y a la inspiración directa de sus ministerios articularlo todo desde los ojos y las entrañas misericordiosas de aquel que dio su vida por la vida del mundo[12]. Así pues, un segundo elemento de nuestra cultura vocacional consiste en la inspiración de nuestros ministerios desde el afecto, el interés y la compasión con los golpeados por el sufrimiento, la pobreza y la injusticia.

Desde el punto de vista de la cultura vocacional, parece indispensable una traducción práctica y visible de este elemento de nuestra lectura cristológica a las opciones apostólicas, las plataformas de trabajo y los destinos de los jóvenes jesuitas. Ya nos decía Ignacio que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras (EE [230]). En algunas partes de la Compañía corremos el peligro de repetir incesante y cansinamente un discurso sobre los pobres y la injusticia, sin traducirlo a hechos y contactos cotidianos.

Por otra parte, la opción preferencial por los pobres ha sido una bendición para la Iglesia y para la Compañía, allí donde se ha dado el paso. En los discursos a la Congregación de Procuradores el Padre General nos insiste mucho en que no vale cualquier tipo de trabajo, también el social, si no va acompañado de una serie de factores. La articulación de los diversos ministerios de la Compañía desde la óptica del servicio a los pobres puede ser, en algunas Provincias lo es de hecho, un estupendo factor de promoción vocacional. Esto supone que no aparecemos ni nos presentamos ni nos entendemos como meros trabajadores sociales, sino como compañeros del Señor Jesús, servidores de su misión, y, consiguientemente, servidores de los pobres. Si somos, o se nos ve, preponderantemente como trabajadores sociales, posiblemente suscitaremos vocaciones al trabajo social o al voluntariado; pero no vocaciones a la Compañía de Jesús. Podemos compartir con otros muchos nuestras preocupaciones sociales y colaborar en muchos proyectos con gentes de buena voluntad. No sería bueno que fuera al precio de ocultar clandestina o vergonzantemente nuestra identidad de jesuitas o nuestras motivaciones.

3. Perfil mariano muy acusado

Una de las constantes de la espiritualidad de san Ignacio es su devoción a Nuestra Señora, a la Virgen.

Se puede advertir a simple vista en la Autobiografía. Baste con recordar dos episodios significativos. Habiendo comenzado su mejoría en Loyola y ya en pleno fervor inicial de la conversión, Ignacio comienza a poner por escrito algunas cosas que más le llaman la atención. Nos dice: ... y así se pone a escribir un libro con mucha diligencia – porque ya comenzaba a levantarse un poco por casa –, las palabras de Cristo, de tinta colorada; las de Nuestra Señora, de tinta azul... (Aut. [11]).

En el camino entre Aránzazu y Montserrat tuvo el Peregrino la disputa con el moro a causa de Nuestra Señora. El texto nos dice:

Y en esto le vinieron unas mociones que hacían en su ánima descontentamiento pareciéndole que no había hecho su deber, y también le causan indignación contra el moro, pareciéndole que había hecho mal en consentir que un moro dijese tales cosas de Nuestra Señora, y que era obligado volver por su honra. Y así le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho... (Aut. [15]).

Podíamos alargar el elenco de episodios marianos de Ignacio, como por ejemplo la consolación que tuvo viendo a Nuestra Señora con el Niño (Aut. [10]) o la vela de armas en Montserrat (Aut. [18]), etc.

En los Ejercicios Espirituales, columna vertebral de nuestra espiritualidad, la Virgen, Nuestra Señora, ocupa un papel destacado, sin por ello poner en cuestión ni el cristocentrismo ni el teocentrismo de los Ejercicios. Así, por ejemplo, además de aparecer en los ejercicios en los que su presencia resulta evidente, como la Encarnación (EE. [102s]) o el Nacimiento (EE. [111s]), es uno de los mediadores en los coloquios principales (EE. [63], [147], [156], [168]), que, como se sabe, están situados en los momentos más decisivos de la dinámica espiritual de los Ejercicios. Con estas breves anotaciones nos basta para nuestro propósito[13].

Una de las empresas apostólicas de las que la Compañía se puede sentir más orgullosa son las Congregaciones Marianas. En alguna época de crisis, los enemigos de la Compañía llegaban a considerar a los congregantes igualmente como enemigos, tal era la vinculación entre la Compañía y los congregantes[14]. Personalmente no he participado en ninguna congregación mariana. Ahora bien, su mismo nombre y su talante expresan con elocuencia de sobra que en ellas, en continuidad y fidelidad a la espiritualidad de la Compañía, el perfil mariano era muy acusado.

Un historiador de la Compañía podría añadir más detalles y mayor erudición. No es necesario ahora para nuestro propósito. Según nuestra tradición, un tercer elemento de una cultura vocacional jesuítica radica en otorgar a Nuestra Señora un puesto destacado en nuestra piedad, en nuestra devoción, en nuestra oración; y, consecuentemente, enseñar a otros a vivir en contacto cercano con aquella que se caracteriza en la historia de la salvación por haber pronunciado el sí más rotundo al plan de Dios. Nuestra Señora, toda ella consagrada al plan de Dios y al servicio de la misión de Cristo, su Hijo, es madre de las vocaciones consagradas[15].

4. Una estructura mistagógica

El futuro de la fe cristiana pertenece a aquellos grupos que sean capaces de guiar, acompañar y conducir al encuentro con Dios[16]. En América Latina la estrategia de captación de adeptos de las denominadas «sectas» pivota sobre su capacidad de proporcionar estructuras que facilitan y promueven la experiencia religiosa. En Europa los nuevos movimientos consiguen transmitir, provocar o ayudar a que se dé una fuerte experiencia religiosa.

Uno de los elementos más típicos de la Compañía ha sido, y será, su empleo de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. Fueron el arma apostólica principal del Peregrino. Con ellos ganó a los primeros compañeros de París y, posteriormente, a otras muchas personas. O’Malley siente cierto gusto en insistir en que la actividad ministerial de los primeros jesuitas estaba determinada y orientada por los Ejercicios y, más particularmente, por la anotación decimoquinta: que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante (EE. [15]). Precisamente aquí residía la fuerza de la Compañía, en que propagaba la inmediatez del encuentro con Dios. Los Ejercicios son un instrumento apostólico privilegiado, pues se trata, en el fondo, de una pedagogía de la experiencia espiritual. Los Ejercicios, dicho con otras palabras, son un instrumento mistagógico: un manual de mistagogía cristiana.

Un cuarto elemento de una cultura vocacional jesuítica, fiel a nuestra tradición, radica pues en una estructura mistagógica, que conduzca y ayude al encuentro personal y profundo con Dios. Quienes están en contacto con los jesuitas estarán, entonces, bajo un alto riesgo de llegar a un encuentro personal, íntimo, fuerte y subyugador con el Eterno Señor de todas las cosas.

II. La Compañía es, sin reticencias, parte de la Iglesia, en la Iglesia y por la Iglesia[17]

En la misma audiencia que concedió Juan Pablo II a la C.G. 34ª., el Padre General nos insiste en que la Compañía es un cuerpo apostólico de la Iglesia, en la Iglesia y para la Iglesia. La refundación de la Compañía pasa por la interpenetración de un fuerte sentido eclesial en nuestras entrañas[18]. Baste con entresacar dos frases del discurso a los Procuradores sobre el estado de la Compañía: El Padre Maestro Ignacio nos quería en misión de Iglesia, más que ligados a nuestras propias obras»; «Debemos ser reconocidos en la Iglesia como quienes buscan la comunión en el Espíritu y hacen brotar en otros el mismo espíritu misionero.

5. Sentir gozoso con la Iglesia, la jerarquía y singularmente con el Papa

La comunión con la Iglesia jerárquica es una de las condiciones de posibilidad para que la Compañía pueda realizar su misión. Primero, porque estamos al servicio de la Iglesia y de sus pastores, particularmente al servicio del Romano Pontífice. La Fórmula del Instituto no puede ser más expresa: ... servir al solo Señor y a la Iglesia su Esposa bajo el Romano Pontífice Vicario de Cristo en la tierra... [1]. Segundo, porque al residir una de las especificidades de nuestro carisma en estar en la vanguardia, en la frontera, resulta más necesario el apoyo, la comprensión y el aprecio de los pastores. Sin contar con un voto de confianza inicial, como el de los exploradores, resultará mucho más difícil realizar nuestra misión. Habrá que gastar muchas energías en deshacer malentendidos, en dar explicaciones prolijas, en pedir disculpas, etc. Siendo como somos un grupo que se quiere situar en la vanguardia de la Iglesia, necesitamos estar en su corazón. Tercero, por consiguiente, quien más sufre cuando el sentir con la Iglesia se debilita es la misma Compañía, ya que configura una de las características del modo nuestro de proceder (cf. por ejemplo: C.G. 34ª., decr.26, nn. 9-11).

Los inicios del pontificado de Juan Pablo II fueron tremendamente borrascosos para la Compañía. Con Pablo VI también hubo un duro encontronazo con el tema de los grados. En nuestra historia las relaciones con los pontífices no han sido siempre miel sobre hojuelas. Sin embargo, el espíritu del cuarto voto nos llama, para ser fieles a nuestro carisma, a una adhesión particular a la figura del pontífice, por encima de los gustos personales. El texto de la Fórmula es contundente:

... por una mayor devoción a la obediencia de la Sede Apostólica y mayor abnegación de nuestras voluntades, y por una más cierta dirección del Espíritu Santo, hemos juzgado que lo más conveniente con mucho es que cada uno de nosotros y cuantos en adelante hagan la misma profesión, estemos ligados, además del vínculo ordinario de los tres votos, con un voto especial, por el cual nos obligamos a ejecutar, sin subterfugio ni excusa alguna, inmediatamente, en cuanto de nosotros dependa, todo lo que nos manden los Romanos Pontífices, el actual y sus sucesores, en cuanto se refiere al provecho de las almas y a la propagación de la fe... [2].

Pienso que en este punto estamos necesitados de conversión, yo el primero[19]. Recientemente ha escrito el Papa una carta el Padre General pidiéndole expresamente que envíe jesuitas jóvenes a la Universidad Gregoriana en Roma. ¿Cómo reaccionamos ante esta petición? ¿Con la prontitud que Ignacio y Arrupe quisieran, de tal manera que en la Curia General les maree el número de cartas de gente ofreciéndose? ¿o disimulando, criticando las maniobras de los profesores de la Gregoriana, y agazapándonos para que no nos toque? ¿Cómo responderían a una petición como ésta otros grupos? Yo me imagino que se ofrecerían gentes en sus filas y lo emplearían, el llamamiento del Papa y su respuesta, como elemento integrante de su pastoral vocacional. Personalmente no tengo ningún deseo de ir a la Gregoriana; y siendo profesor de teología sé que corro un cierto peligro de terminar allí. Pero si en la Compañía no nos entusiasmamos con este tipo de misiones pontificias estamos traicionando nuestro principio y principal fundamento, lo más genuino de nuestros orígenes.

Un quinto elemento de una cultura vocacional jesuítica radica, pues, en poner nuestras fuerzas apostólicas al servicio de los objetivos principales y de las iniciativas más destacadas del Papa y de los obispos. Desde esta actitud de adhesión al Papa se han escrito algunas de las páginas más gloriosos y sacrificadas de nuestra historia, que han conformado nuestra identidad.

6. Vivencia comunitaria de la fe

Voy a partir de una triple constatación:

a) Dos de las frases de nuestra tradición que más nos gusta citar hoy a los jesuitas son: Compañía de Jesús, compañía de amor, de san Francisco Javier, y aquella otra del Peregrino: amigos en el Señor[20]. A los jóvenes jesuitas estas formulaciones les encandilan y expresan la Compañía en la que ellos se quieren reconocer.

b) Según el citado estudio de O’Malley, una de las razones que movía a las nuevas vocaciones a entrar en la Compañía durante los dos primeros generalatos era el modo familiar y amistoso que tenían los jesuitas de tratarse entre sí[21]. Lo que hoy subsumiríamos bajo la unión de los ánimos y los estilos de vida comunitaria.

c) La bibliografía sobre vocaciones y pastoral vocacional repite machaconamente, casi aburridamente, que uno de los factores más buscados por las nuevas vocaciones hoy en día es la vida de comunidad. De ahí que una vida comunitaria vigorosa sea uno de los mejores factores de promoción vocacional.

Hecha esta triple constatación, podemos pasar a la reflexión. El Padre General nos ha insistido, con llamadas urgentes y un lenguaje franco, duro y exigente, a revisar en profundidad nuestro modo de proceder en este ámbito[22]. Hay quienes opinan que sin una renovación a fondo de nuestras comunidades y de nuestros estilos de vida comunitaria el 80 % de las comunidades de la Compañía en territorio europeo desaparecerán.

Un sexto elemento de una cultura vocacional genuinamente ignaciana y jesuítica consiste en el vigor de la unión de los ánimos, fruto del intercambio espiritual profundo entre los compañeros, de la celebración de la fe juntos, de compartir la misión, de ayudarnos mutuamente en la toma de las decisiones apostólicas, del descanso juntos, de las conversaciones apostólicas, de la atención y el cariño mutuo, del clima religioso, apostólico y de pobreza propio de comunidades formadas por personas que no buscan otra cosa, sino los intereses de Jesucristo[23].

7. Aprecio por las vocaciones sacerdotales y consagradas

Ciertamente, la articulación de las diferentes vocaciones dentro de la Iglesia es uno de los temas debatidos del postconcilio. Al haber renunciado, con razón, a la pastoral vocacional que se hacía antes, bajo la inspiración de la teología del estado de perfección, nos hemos quedado prácticamente sin pastoral vocacional alguna. Nos está costando mucho reconstruirla, bajo nuevos supuestos teológicos. Hay quienes piensan que algo así como una pastoral vocacional es algo desfasado, o que debería estar enfocada hacia la potenciación del laicado en una Iglesia todavía excesivamente clerical.

Una mirada hacia Ignacio nos demuestra que una de sus preocupaciones principales eran las vocaciones. Desde Barcelona, después del fracaso de Jerusalén, empezó a juntar algunos compañeros (Aut. [56]). Mucho le costó ganar a Maestro Francisco Javier o a Jerónimo Nadal, por citar solamente dos casos espectaculares. En sus instrucciones a los enviados en misión, una de las recomendaciones era que «extendieran los ojos», buscando candidatos idóneos para la Compañía[24]. La pastoral vocacional ha sido, pues, una constante de nuestra tradición y de nuestro modo de proceder[25].

Los Ejercicios han sido, y pueden seguir siendo, una escuela formidable de vocaciones. Dependerá de cómo los demos, de cómo asimilemos toda la sabiduría que contienen acerca de la necesidad de la «elección de estado»; es decir, del discernimiento de la vocación particular de cada uno. Esto supone una transmisión catequética previa, con sus correspondientes narraciones y su imaginario propio, de la excelencia de las distintas formas de vida que se dan en la Iglesia. Si nosotros hoy no lo hacemos así, si no transmitimos la belleza de nuestra vocación nos estaremos alejando de nuestra tradición.

Como último ejemplo, dentro del terreno vocacional los modelos de identificación y emulación guardan una importancia capital. En la Iglesia antigua la «Vida de Antonio», atribuida a san Atanasio, ha sido la mayor propaganda de la vida monástica. En la Compañía, las cartas de Javier tuvieron un efecto formidable a lo largo de toda Europa. Lamentablemente, en muchos de nuestros centros educativos y grupos juveniles no se conocen las vidas de nuestros santos.

Un séptimo elemento de una cultura vocacional jesuítica será una catequesis bien trabada sobre las diversas formas de vida en la Iglesia y su belleza, junto con la preparación, tanto remota como próxima, para la elección de estado.

III. Nuestra Esperanza

Es tan cierto que las vocaciones son un don del Señor, fuera de todo merecimiento o «producción mecánica» de las mismas, como que hay determinados factores que ayudan a generar un caldo de cultivo propicio a las mismas. Desde ahí, podemos abrirnos a la esperanza de que el mismo Señor que fundó la Compañía, la mantendrá para su servicio. De nuestra parte, de siervos inútiles, está el procurar con sinceridad la fidelidad a nuestra vocación y a nuestra mejor tradición. Así pues, si en cualquier ministerio de la Compañía (1) aparecemos como enamorados de Jesucristo, de quien no podemos dejar de hablar a tiempo y a destiempo; (2) si este ministerio tiene presente el dolor del mundo, la injusticia y la pobreza y procura, desde su propia índole, paliarlo; (4) si allí proponemos una estructura mistagógica, adaptada a partir de los Ejercicios, a los pobres y a nuestros colaboradores, (3) donde Nuestra Señora ocupe un lugar destacado; (6) si allí compartimos nuestra fe con otros compañeros, la vivimos y expresamos comunitariamente, liturgia incluida, y (5) se nos ve como un grupo eclesial, inserto en la Iglesia, participando de sus alegrías y sus penas, a la vanguardia de las iniciativas del Papa para la evangelización, (7) con una buena catequesis sobre las diferentes formas de vida en la Iglesia, estaremos siendo fieles a nuestra tradición y modo de proceder.

¡Ojalá entonces el Dueño de la mies envíe, por su gran misericordia y suma bondad, a muchos jóvenes a la Compañía de su Hijo, para vivir y morir con Él y por Él!

* Publicado en Promotio Iustitiae, n. 75 (2001). El texto está disponible también en Inglés, Francés e Italiano. Los interesados pueden contactar Promotio Iustitiae: sjs@sjcuria.org