Amor divino y amor humano. Reflexiones desde el humanismo cristiano sobre la familia


María Lacalle Noriega
 



 

 

María Lacalle es prof. En la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid (España) 

CONGRESSO TOMISTA INTERNAZIONALE L’UMANESIMO CRISTIANO NEL III MILLENNIO: PROSPETTIVA DI TOMMASO D’AQUINO. ROMA, 21-25 settembre 2003

Pontificia Accademia di San Tommaso – Società Internazionale Tommaso d’Aquino © Copyright 2003 INSTITUTO UNIVERSITARIO VIRTUAL SANTO TOMÁS Fundación Balmesiana – Universitat Abat Oliba CEU.

The article reflects on the importance of family – understood as the union of man and woman that gives life and unity to children – in spite of the crises and assaults that this natural institution undergoes today. Human family is related to Divine Family – the Trinitarian Mystery – from whose Love it derives its own reality and consistency. In this point of view the roles of children and parents and their final human and transcendental meanings are analysed. The article concludes on the need of recovering a human conception of family based on the correct conception of God’s Love.

 

Una de las características de la postmodernidad es el rechazo de Dios. El hombre postmoderno ha desterrado a Dios, ha decidido construir su vida de espaldas a Dios, como si Dios no fuera más que un estorbo y una cortapisa a su libertad y a su felicidad. Debido a este rechazo, el hombre ha quedado como perdido, desconcertado. No sabe nada. No puede responder a ninguna de las preguntas fundamentales sobre el ser humano. Nada tiene sentido. Y no es feliz.

¿Por qué se ha producido este rechazo? Se podrían apuntar múltiples causas: filosóficas, ideológicas, políticas, económicas, incluso eclesiales. Todas ellas han contribuido, en mayor o menor medida, a alejar al hombre de Dios. Sin embargo, es preciso reparar en una causa de esta crisis religiosa que tiene una enorme importancia, y de la que se habla poco. Se trata de la crisis de la familia.

La inmensa mayoría de los cristianos han recibido la fe de su familia, de sus padres. Ahora la familia está en crisis. En muchas familias no se transmite la fe a los hijos. En otras, ni siquiera se transmiten los valores y actitudes básicos para poder vivir en plenitud la fe cristiana: el amor verdadero, incondicional, gratuito, irrevocable y exigente; la gratitud, la obediencia, la comunión y entrega. Para poder creer hay que aprender a amar. Y esto se aprende, principalmente, en la familia: "La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo por la Iglesia, su esposa" [1]. Dios es Amor. Y todo amor auténtico es un reflejo de Dios. Y conduce a Dios.

La experiencia elemental de la familia introduce a los seres humanos en el misterio de Dios que es Amor, porque "la familia misma es el gran misterio de Dios" [2]. Jesucristo ha revelado que Dios es Trinidad, es una familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas que se conocen y se aman eterna e infinitamente. La vida del Padre, principio y fuente, se desborda en el Hijo; y del Padre y del Hijo se comunica, por vía de amor, al Espíritu Santo. "Nuestro Dios en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es elamor" [3]. Por eso la experiencia humana de la filiación, de la paternidad y del amor familiar predispone al ser humano a la experiencia de la filiación, paternidad y amor divinos.

Filiación

Todos los seres humanos son "hijos". Todos han recibido el ser de unos padres. Nadie se ha dado el ser a sí mismo. El hijo, siendo generado, no puede concebirse como "creador" del propio yo ni como fuente de la realidad, pues ha llegado a la existencia gracias al amor de sus padres: les "debe" la vida.

La respuesta ante el reconocimiento de este don tan grande es la gratitud. "Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?" (Si 7,27-28). Evidentemente, es imposible "pagar" a los padres por el don de la vida. La respuesta de los hijos debe ser de gratitud inmensa ante este regalo, fruto de la generosidad y del amor de sus padres.

Los padres no sólo dan lugar al hijo en cuanto origen, sino que lo sostienen continuamente en el camino de la vida, lo alimentan, lo educan, lo preparan y lo conducen hacia la madurez. Y, en el caso de los padres cristianos, le transmiten la fe [4]. Los padres sostienen y guían al niño en los primeros años de su vida, enseñándole el camino de la verdad. Representan el principio de autoridad. Y los hijos deben responder con docilidad y obediencia verdaderas [5].

Santo Tomás habla de la piedad como la virtud que debe presidir las relaciones de los hijos con los padres, y la describe como: "el hábito o virtud sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres (…) el honor y serviciodebidos" [6]. También el cuarto mandamiento indica a los hijos los deberes que han de cumplir: "Honra a tu padre y a tu madre" (Ex 20,12). El cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla de la Ley: después de honrarle a Él mismo, Dios manda honrar a los padres que son los transmisores de la vida.

Cuando se ha vivido en toda su profundidad y de manera gratificante la experiencia de la filiación humana, la experiencia de la filiación divina penetra en el hombre de forma natural. El ser hijo, es decir, ser originado, permite comprender el misterio de la creación y la condición creatural del ser humano. Todos los seres humanos proceden de Dios, dependen de Dios y son amados personalmente por Dios. Cada hombre y cada mujer ha sido y es querido por Dios de una manera única y completamente personal. La respuesta ante esta realidad debería ser de amor, gratitud y obediencia. Sin embargo, qué difícil le resulta al ser humano el reconocimiento de Dios como Creador y Señor de todo lo que existe. Por eso la tentación primera y mayor es la que aparece en el Génesis: "seréis como dioses" (Gén 3,5).

El pecado fundamental del hombre ha consistido siempre en el rechazo de su condición de criatura, en su rechazo a reconocer a Dios como Padre y Señor. El hombre rechaza a Dios porque no quiere reconocer su autoridad, no quiere sujetarse a Él. También rechaza su amor, por desconfianza: no quiere aceptar que Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone [7].

El problema, hoy, es que debido a la crisis de la familia los hijos crecen sin sentir ninguna gratitud hacia sus padres y sin reconocer en ellos autoridad ninguna. Los hijos no se sienten "hijos", con todo lo que ello implica, de sus propios padres. Luego es muy difícil que hagan la experiencia de sentirse hijos de Dios. Esto es debido, fundamentalmente, a la "ausencia" de la figura del padre en la vida de los hijos.

En la estresante y complicada sociedad actual muchos padres están haciendo dejación de sus funciones, están literalmente desapareciendo de la vida de sus hijos. Son muy frecuentes los hogares en los que los dos progenitores trabajan con extensas jornadas que en ocasiones no les permiten ver a sus hijos en toda la semana. Y cuando están en casa están demasiado cansados como para interesarse por ellos. Los niños crecen sin la presencia amorosa y vigilante de sus padres. Crecen sin autoridad y, muchas veces, sin amor. Crecen sin tener que obedecer ni agradecer nada.

La obediencia es algo que hoy no está en absoluto de moda. A todo el mundo le gusta ser dueño de su propia vida y no tener que dar cuentas a nadie. Los términos "autoridad" y "obediencia" están cayendo poco a poco en el desuso, incluso en el ámbito familiar y en el escolar. Los padres no se atreven a imponer nada a sus hijos, y tampoco los profesores. Los niños crecen sin sujetarse a autoridad alguna y sin que la palabra "obediencia" forme parte de su vocabulario. Para quien no ha obedecido nunca, ni siquiera a sus padres y maestros, resulta más difícil aceptar que el único camino hacia el Padre pasa por el cumplimiento de su voluntad: "No todo el que dice ‘¡Señor, Señor!’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21).

La obediencia es uno de los rasgos más sobresalientes en la vida de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Jesús se pasó la vida obedeciendo. Obedeció a José y a María, a quienes dice el Evangelio que les "estaba sujeto" (Lc 2, 51). Y obedeció siempre a su Padre, hasta el punto de que Él mismo dice que la obediencia es su alimento (Jn 4,34), y que Él ha venido al mundo a obedecer, a cumplir una misión que el Padre le ha encomendado (Jn 5,30). Jesús, el Hijo de Dios, hace de la obediencia el motor de su vida.

Es importante tener en cuenta que Jesús se presenta ante el mundo como el Hijo. Luego, "para creer en el Hijo de Dios es preciso encontrarlo como Hijo de Dios" [8]. Como el Hijo predilecto. Como el Hijo amado que entrega su vida voluntariamente por amor al Padre y por amor a los hombres que el Padre ama. Como el Hijo siempre obediente.

El Hijo vive en una actitud de dependencia radical respecto del Padre, siempre orientado hacia el Padre. El Hijo es obediente en todo al Padre, pero no es su esclavo. Escucha todo lo que le dice el Padre, pero esto no le convierte en su criado. Hace todo lo que le dice el Padre que haga, pero es completamente libre. Lo da todo y lo recibe todo. El Hijo no se siente en absoluto humillado por esa perpetua dependencia, sino que recibe su Ser como fruto de la alegría y del amor del Padre. Para conocer a Jesús hay que tener presente que es el Hijo, y que todo lo que hace lo hace por amor al Padre.

Por otra parte, no hay que olvidar la afirmación de Jesucristo: "Nadie va al Padre si no es por mí" (Jn 14,6). Nadie va al Padre si no es por el Hijo. Y porque Jesús es el Hijo, Dios puede ser reconocido como Padre [9].

Cristo se presenta como el Hijo, y para llegar a Él hay que reconocerle como Hijo, luego es importante haber vivido la experiencia de la filiación. Y el Hijo conduce al Padre, por lo que la experiencia de la paternidad humana es decisiva en el encuentro con Dios.

Paternidad

Los padres son cooperadores del amor de Dios Creador [10] y representantes de Dios ante sus hijos [11]. Aquí hay que ver la grandeza de sumisión y también su inmensa responsabilidad. Ellos son el primer nexo de unión entre sus hijos y Dios, y la experiencia de su amor paternal-maternal será muy importante en la vida espiritual de sus hijos.

Muchos autores han señalado la pérdida del sentido de Dios como Padre como una de las causas del ateísmo moderno [12]. Resulta muy difícil dirigirse a Dios como Padre y reconocer su bondad gratuita cuando no se ha tenido una experiencia positiva de la paternidad humana. Se puede citar como ejemplo el caso de Sartre, que nunca pudo ver a Dios como Padre porque nunca vivió la experiencia fundamental de la paternidad humana [13]. Los padres cristianos deberían sentir en toda su profundidad la responsabilidad que tienen en este sentido ante sus hijos: son los representantes de Dios en su paternidad y los primeros en transmitirles la experiencia de un amor incondicionado, gratuito e irrevocable, que permita a los hijos responder con gratitud y obediencia.

La experiencia del amor gratuito de los padres conduce a la experiencia del amor gratuito de Dios. El amor del Padre a sus criaturas es un amor completamente gratuito, es un amor incondicional. Pues el amor no tiene ninguna razón distinta de sí mismo para amar, sino que, como explica San Bernardo, ama porque ama, ama por amar [14]. A partir de aquí se puede entenderlo que es el amor desinteresado, el amor que no está sujeto a condiciones, el amor que no busca el propio provecho sino el bien del amado.

El amor del Padre hacia los hombres no depende de la actitud de éstos hacia Él. De ahí la predilección por el hijo pródigo. Un hijo siempre es hijo de su padre: por muy mal que se porte, por muy ingrato que sea, nunca deja de ser hijo de su padre. Dios es Padre de todos los hombres, y nunca deja de serlo, aunque le vuelvan la espalda. El hombre puede rechazar a Dios pero no puede impedir que le siga amando. La bondad gratuita de Dios es el centro del Evangelio, y el amor incondicional de los padres debe ser el cauce que permita a los hijos descubrirla.

Jesucristo ha revelado que Dios es Padre y que ama a los seres humanos con un amor incondicional. Y el Espíritu que envía el Hijo permite a los hombres decir: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15). La respuesta adecuada al amor del Padre es el espíritu de infancia, pues la infancia es la edad en que se tiene una conciencia espontánea y muy clara de la gratuidad del amor. El niño sabe que sus padres le aman, le cuidan y le protegen y que, pase lo que pase y haga lo que haga, no van a dejar de quererle. ¿Por qué? Sencillamente, porque son sus padres. El que ha vivido esa pertenencia amorosa a sus padres está mejor preparado para vivir en esa pertenencia amorosa al Padre. El que no ha sido querido por sus propios padres tendrá grandes dificultades para dirigirse a Dios como Padre y ser consciente de su amor. Y lo peor que le puede suceder a un hombre es no ser consciente del amor infinito que Dios le tiene.

El amor de Dios representa, principalmente, la idea de amor misericordioso, pero también la de exigencia. El amor es siempre exigente porque no se resigna al mal del amado. Hay mucha gente que identifica el amor de Dios con la mera condescendencia. Más que un padre, les gustaría tener un abuelo en el cielo, "una benevolencia senil que disfruta viendo a sus criaturas pasándolo en grande, un Dios que dijera de todo cuanto nos gustaría hacer: ‘¿qué importa lo que hagan, si están contentos?’" [15]. Pero el amor de Dios no es así, sencillamente porque el amor verdadero no es así. El amor es exigente.

La gran belleza del amor está precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modo constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia a losdemás [16]. Un amor exigente es siempre una fuente fecundísima de enriquecimiento de la persona.

Un amor que no es exigente no es amor. Los padres son exigentes por que aman. Obviamente, tiene que ser una exigencia razonable y adecuada, pero el amor verdadero siempre tiene que ser exigente. Unos padres que consienten todos los caprichos, que no exigen nada, que no tratan de sacar lo mejor de sus hijos, no les aman realmente. Han optado por la postura más cómoda, no por e lamor verdadero. Sólo educando con un amor exigente se puede engrandecer alos hijos y conducirlos hacia la madurez. El amor blando es un amor superficial, que no busca el verdadero bien de la persona.

Y no hay que olvidar que tras la exigencia viene el perdón. Así debe ser el verdadero amor: el que ama de verdad exige porque quiere lo mejor para la persona amada, pero cuando esa persona comete un error, entonces perdona. El amor es "paciente", es "servicial", "todo lo soporta" (1 Co3 13, 4.7). Es necesario que los hombres de hoy descubran ese amor porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia [17]. Además, ese amor conduce al amor de Dios, pues nadie ama a los seres humanos más que Él, nadie les exige más, y nadie les perdona más. Jesucristo amó a los hombres "hasta el extremo" (Jn13,1). Y puso muy alto el listón de su seguimiento: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Pero, al mismo tiempo, ofrece el perdón a todo aquél que se acerque a Él con humildad y arrepentimiento (Lc 7,48).

Amor

Lo primero que hay que decir es que el amor siempre es fecundo en el más amplio sentido de la palabra, ya que siempre va más allá de sí mismo y supone una entrega generosa. Dios es Amor, y por eso crea el mundo: para darse y comunicarse. El motivo fundamental de la creación es el amor desinteresado, ese amor que encontrará su expresión filosófica-teológica en la frase de Santo Tomás de Aquino: Bonum est diffusivum sui [18]. Dios crea no sólo porque es omnipotente, sino porque es Amor [19].

Así Dios, movido de amor, crea al hombre. También el hombre, siguiendo el ejemplo del amor del Padre, "crea" nueva vida, es fecundo. Pues el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo [20]. Por eso el amor conyugal lleva consigo, de forma natural, el deseo de prolongarse, de dar fruto, de dar la vida a otro ser humano. El amor conyugal no se agota dentro de la pareja, sino que hace a los cónyuges capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo, los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan, más allá de sí mismos, la realidad del hijo; reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre [21].

La fecundidad es un mandato claro de Dios al matrimonio -"sed fecundos y multiplicaos" (Gn 1,28)- y es también una bendición. Por eso el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre [22].

La realidad, hoy, es que impera una mentalidad anti-life que no ve la vida como una bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse [23]. Se ha discutido mucho sobre las causas de la disminución del número de hijos. Se habla, sobre todo, del progreso económico y de los cambios de las condiciones de vida que ese progreso ha traído consigo. Miedo, angustia, egoísmo, ignorancia, todo esto ha contribuido al nacimiento de la mentalidad anti-vida que desconoce o rechaza la inmensa riqueza espiritual de la vida humana. Pero la razón última de esta mentalidad es, como dice Juan Pablo II, la ausencia de Dios en el corazón de los hombres, cuyo amor es más fuerte que todos los miedos del mundo juntos, y los puede vencer [24].

La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos [25]. Y el amor conyugal se muestra así como una participación del amor creador de Dios, que es esencialmente don, gratuidad.

El amor de Dios hacia los seres humanos es un amor incondicionado, y es siempre fiel. Dios no los necesita, y podía no haberlos creado, pero ha decidido libremente amarlos y crearlos y se ha comprometido con una alianza eterna a no retirar nunca su amor. En cierto sentido, se puede decir que la alianza se establece al mismo tiempo que la creación. Y se establece por el mismo motivo fundamental: el amor desinteresado. El amor es motivo de la creación y el amor es motivo de la alianza. Todo está presidido por la "lógica del amor" [26].

También es irrevocable, aunque hoy en día son mayoría los que lo rechazan, el amor con el que un hombre y una mujer se entregan mutuamente en matrimonio. Efectivamente, el amor mutuo entre el hombre y la mujer es imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre [27]. Entre el matrimonio y la alianza de amor de Dios y los hombres se da una analogía interior cuya revelación tiene lugar progresivamente hasta llegar a su plenitud de manera definitiva con Jesucristo [28].

La Revelación presenta la historia de la salvación con una alianza de amor de Dios con Israel. El amor de Dios llega hasta tal extremo que se compromete para siempre con su pueblo y se obliga a sí mismo a permanecerle fiel, a pesar de la infidelidad y de la dureza de corazón de Israel. El amor de Dios por su pueblo se presenta muchas veces en la Biblia con imágenes conyugales: el mismo impulso que un esposo siente hacia su esposa; el mismo amor ardiente que un joven experimenta hacia una joven, así es el amor de Dios hacia Israel [29].

La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la cual el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera a toda la humanidad salvada por Él [30], preparando así las "bodas del Cordero": Cristo se desposa con la Iglesia (Ap19,9) [31].

Para el hombre y la mujer en el matrimonio "su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la alianza que une a Dios con su pueblo" [32]. El matrimonio se funda en una alianza de amor y, por eso mismo, es señal de la antigua alianza, y, por la misma razón, es sacramento de la nueva alianza, es decir, significación de la unión en el amor del alma y del cuerpo entre Cristo y su Iglesia. Por eso dice San Pablo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25).

Los esposos tienen en Cristo un punto de referencia y una ayuda imprescindible para su amor conyugal. "¿Acaso se puede imaginar el amor humano sin el Esposo y sin el amor con que Él amó primero hasta el extremo? Sólo si participan en este amor y en este "gran misterio", los esposos pueden amar "hasta el extremo": o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias" [33].

El pacto o alianza conyugal es un acto de voluntad de los contrayentes por el que se entregan mutuamente para siempre. Entregarse equivale a comprometer toda la vida para buscar el bien de otra persona, su perfección y su felicidad. Y, paralelamente, aceptar el amor de esa persona, dejarse querer por ella, pues se está entregando de igual modo. Ese acto de voluntad "es un compromiso de amor que convierte en comprometido al amor. Los amantes son los que se quieren, los esposos los que, además, se comprometen a quererse" [34].

Esta afirmación resulta incomprensible para todos aquellos que conciben la libertad como una fuerza indeterminada, desligada de cualquier obligación, fidelidad y compromiso, o como una fuerza autónoma de autoafirmación que no tiene en cuenta a los demás y sólo busca su propio bienestar egoísta [35]. Sin embargo, el compromiso conyugal no es una pérdida de libertad, sino el ejercicio más completo de la misma. Es la dimensión más profunda y grande dela libertad del hombre que, precisamente porque es libre, en el sentido de ser dueño de sí, puede entregarse totalmente a alguien y comprometer el amor como deuda conyugal [36].

Muchos autores se han planteado la dificultad de hablar del amor en términos de deber. Así, Max Scheler considera que hablar del amor como un mandato sería una contradicción. Pero él se refiere al amor como algo espontáneo, puramente emotivo. Ciertamente, el amor-sentimiento puede desaparecer. Pero el amor conyugal no es sólo ni sobre todo sentimiento. Es esencialmente un compromiso con la otra persona que convierte el amor en amor debido: en deber de amarse, para siempre.

Este planteamiento no debería sorprender a una conciencia cristiana, pues el núcleo central de la moral cristiana está en el mandamiento del amor: amor a Dios y a los hombres. No es un ideal, ni una recomendación. Es un mandato: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (…) Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,37-39). Es una enseñanza constante del Evangelio que el amor se manifiesta precisamente como una decisión de la voluntad que se plasma en el cumplimiento del deber. Esto no significa que todo cumplimiento del deber sea fruto del amor. Significa que el amor va siempre acompañado del cumplimiento del deber. Por eso dice Jesús: "si me amáis, cumpliréis mis mandamientos" (Jn 14,15) [37].

Los mejores y más altos amores se pueden expresar en términos de deber y de compromiso. Así es el amor de Dios por los hombres. Y, salvando las distancias, así es el amor de los padres hacia sus hijos. ¿Por qué quieren los padres a sus hijos? Nadie en sus cabales podrá decir que los padres quieren a sus hijos por lo listos, lo guapos o lo simpáticos que son. Les quieren, sencillamente, porque son sus hijos, y no necesitan otro motivo para amarles.

El amor no es un mero sentimiento. El amor es apertura a los demás, es comunicación, apertura, don, entrega. Una de las principales aportaciones de la familia es la experiencia de comunión y participación que debe caracterizar su vida diaria [38]. La familia es una comunidad de personas unidas en el amor. Desde esta perspectiva es fácil comprender que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida [39].

El hombre y la mujer sólo pueden encontrar su propia plenitud en la entrega sincera [40] porque han sido creados a imagen de Dios que es Amor. "Dioses Amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano" [41].

En Jesús se descubre el modelo del "hombre para los otros", es decir, del hombre que se realiza no en el cierre egoísta del propio individualismo, sino en el don generoso de sí mismo. Conforme a la paradoja evangélica, la vida es para entregarla. Jesucristo lo enseñó con sus palabras y con su ejemplo: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1) y se entregó a sí mismo por ellos. Jesucristo enseña y proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega [42].

El ser humano que viva y asuma el amor familiar y reconozca los valores personales y el don pertenecientes a dicho amor estará predispuesto a comprender las enseñanzas de Cristo y a llevarlas a la práctica.

El mundo necesita de Dios

Alcanzar un mundo mejor, más humano y humanizador, es de todo punto imposible sin Dios porque el ser humano necesita absolutamente a Dios. La fe en Dios es necesaria para descubrir y desarrollar la entera humanidad del hombre. Y la familia es el lugar privilegiado para la transmisión de la fe porque es el lugar privilegiado para vivir y experimentar el amor auténtico: es la primera escuela de amor.

Vivir así la familia no siempre resulta fácil. La experiencia demuestra que a consecuencia del pecado todo resulta trabajoso, y especialmente las relaciones interpersonales. La herida del pecado aparece especialmente en el amor conyugal, que vive amenazado por el egoísmo, el espíritu de dominio, infidelidad, celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura [43].

El pecado supone, ciertamente, un obstáculo de la inteligencia, un endurecimiento de la voluntad, una fijación de las pasiones. Esta es la raíz escondida de muchos de los factores de la fragilidad del amor. Con mucha frecuencia el deber de fidelidad resulta difícil, y aparecen muchos motivos que incitan a dejarlo, y muchos obstáculos que dificultan su realización. La vida matrimonial y familiar es dura, y el entorno cultural actual no resulta precisamente una ayuda para superar los problemas que se presentan. El mensaje que proclama la sociedad es más bien de signo contrario: si tienes problemas, no te esfuerces, ¡déjalo! ¡abandona!

Sin la ayuda de Dios el hombre y la mujer no pueden vivir la verdad de la familia. Su auxilio es necesario. El amor es la verdadera fuente de unidad y fuerza del matrimonio y de la familia [44]. Y para hacer posible el amor auténtico es preciso recurrir a Dios con la certeza de recibir su ayuda. Porque el amor verdadero y "hermoso" es don de Dios [45]. El amor sólo puede ser vivido con profundidad por el Amor, aquel Amor que es "derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5).

La familia necesita a Dios para poder vivir el amor en toda su autenticidad, y se podría decir que Dios "necesita" a las familias para atraer más fácilmente a los hombres hacia sí. La experiencia de la filiación, de la paternidad, del amor incondicional y gratuito, permiten insertarse en el misterio de Dios que es Amor, porque "la familia misma es el gran misterio de Dios" [46].

Notas

1 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 17.

2 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane 19.

3 Juan Pablo II, Homilía , 28 de enero de 1979, en CELAM, Puebla, Edica, Madrid 1979, pp. 46-47.

4 Catecismo de la Iglesia Católica, 2220.

5 Ibid., 2216.

6 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 2-2 q. 101 a. 3.

7 Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor, 41.

8 Durwell, F. X., Il Padre. Dio nel suo mistero, Roma 1998 (2ª ed), p. 20. Cfr. Scola,Angelo, Hombre-mujer. El misterio nupcial, Encuentro, Madrid 2001, p. 312.

9 Scola, Angelo, op. cit., p. 314.

10 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 28; Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 50.

11 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 15.

12 Cfr. p. ej., Vives, Josep, Creer el Credo, Sal Terrae, Santander 1986, pp. 27 ss.; Scola,Angelo, op. cit., pp. 307 ss.

13 Cfr. Sartre, Jean Paul, Les mots, Paris 1964. Cfr. Scola, Angelo, op. cit., pp. 307 y ss.

14 Cfr. Baldeón-Santiago, Alfonso, Las páginas más bellas de San Bernardo, Monte

Carmelo, Burgos 2000, p. 79.

15 Lewis, C.S., El problema del dolor, Rialp, Madrid 1999, p. 47.

16 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 14.

17 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 14.

18 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I q.5 a.4 ad 2, BAC, Madrid 1964 (3ª ed),

tomo I, p. 377.

19 Cfr. Wojtyla, Karol, Signo de contradicción, BAC, Madrid 1979 (3ª ed), pp 26 ss.

20 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 29.

21 Ibid., 14.

22 Ibid., 28.

23 Ibid., 6.

24 Ibid., 30.

25 Ibdi., 28.

26 Wojtyla, Karol, Signo de contradicción, BAC, Madrid 1979 (3ª ed), pp. 26 ss.

27 Catecismo de la Iglesia Católica, 1604.

28 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 48.

29 Cfr, p. ej., Cantar de los cantareşOs 2,21; Jer 6,13; Is, 54.

30 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 22.

31 Catecismo de la Iglesia Católica, 1612.

32 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 12.

33 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 19.

34 Viladrich, Pedro Juan, El pacto conyugal, Rialp, Madrid 2002, p. 25.

35 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 6.

36 Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21-I-1999, n. 5.

37 No hacerlo es siempre un engaño, como observa San Juan de Ávila: algunos son tan ofuscados que "creen que si el corazón los mueve a cualquier obra, la deben hacer aunque sea contraria a los mandamientos de Dios; dicen amarlo tanto que, aun infringiendo sus mandatos, no pierden su amor. Olvidan de esta manera que el Hijo de Dios predicó con la propia boca exactamente lo contrario: el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama (Jn 14,21); si alguno me ama, guardará mi Palabra (Jn14,23). Y el que no me ama no guarda mis palabras". Consejo Pontificio para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia, n. 20.

38 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 43.

39 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 6.

40 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 13; Concilio Vaticano II,

Constitución pastoral Gaudium et spes, 24.

41 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 11.

42 Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, 51.

43 Catecismo de la Iglesia Católica, 1606.

44 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 20.

45 Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 20.

46 Ibid., 19.