¿Quién es mi Dios?, me pregunto. El adjetivo posesivo mi me produce un cierto escalofrío, me hace retroceder para atrás. Y me pregunto de nuevo: ¿es verdad que yo puedo decir a alguien, a un ser tan grande, tan grande, tan misterioso como es El, que es mío?

Cuando digo mi Dios, ¿a qué me refiero? Estoy diciendo que hay una realidad que me envuelve, que me ha acompañado toda mi vida, que me haría desesperar, si de momento desapareciera o no existiera.

 

He pasado muchas, muchas horas pensando en mi Dios. Recuerdo una canción del Padre Zezinho: «Estoy pensando en Dios». Desde muy pequeño El era mi consuelo, mi guía.

Más tarde descubrí la belleza de Dios. Había momentos en que deseaba morirme, para gozar sin interrupción de su hermosura. Recuerdo que vivía como un enamorado, buscando por todas partes su hermosura.

 

Han pasado los años y me pregunto, ¿quién es mi Dios? Y respondo: es mi interlocutor permanente; esa referencia que nunca me falta; por eso, en algunas ocasiones puedo decir apenado ¡Dios mío!, y en otras entusiasta ¡Dios mío! Lo llevo incrustrado en mi ser. Con él voy a todas partes. Su oscuridad me envuelve como un manto. Su luz a veces me envuelve como un manto. Cuando hago el mal, me siento pecador en su presencia. Desde hace bastantes años, me llega al alma el salmo: «Señor, tú me sondeas y me conoces... Todas mis sendas te son familiares. Conoces mi camino y mi descanso... Si escalo al cielo allí estás tú, si bajo hasta el abismo allí te encuentro. La noche no es oscura para tí». He tenido conversaciones con mi Dios en tantos lugares, a todas las horas...

Mi Dios es, sobre todo, mi Abbá. Ese nombre mágico que tuvo en Jesús su inventor teológico. Ese nombre que te hace sentirte «niño de Dios» y al mismo tiempo te concede la soberanía de aquel que a nada teme: porque el Abbá es mi pastor nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia sendas tranquilas y repara mis fuerzas».

 

No sé si seré egoísta, pero me va eso de encontrarme a solas con Dios. Yo sería un candidato espontáneo a subir con Jesús al monte de la transfiguración, sólo con él o con algunos amigos, y nadie más. Me gustaría tanto, tener un profunda experiencia mística de Dios, eso que Teresa llama las séptimas moradas.

Mi Dios tiene una fecundidad inmensa. Es el Dios de los campesinos de Bolivia y de Panamá, de los brasileños y filipinos, de los indonesios y tailandeses, de los guineanos y de los españoles. Me ha sido dado conocer el rostro de muchos, muchísimos de sus hijos e hijas. Me he encontrado con ellos cuando ellos estaban en oración. Dios tiene muchísimos hijos e hijas. Entre los más pobres se encuentra como en su casa. Esto lo he entendido, sobre todo, a partir de la figura de Jesús.

 

Cuando miro al cuadro de la Trinidad, que tengo delante de mí en mi habitación, me invade la paz, la ternura, el Silencio, la calmada comunión de los Tres, de mis Tres. Emerge, sobre todo, la figura de Jesús, en el centro, con su túnica roja. Jesús me apasiona cada día más. Me encanta que sea mi líder, que sea el jefe de mi partido, el maestro de mis ideas. Sabe que cualquier cosa que me diga tendrá en mí a su fan. Cuando encuentro algo nuevo sobre él me entusiasmo. Los libros de cristología atraen enseguida mi atención. Todo lo que sea comprender mejor su persona, me llena de entusiasmo. Le quiero muchísimo. Sobre todo en la Eucaristía. No me explico que después de tantos, tantos años, la Eucaristía siga siendo para mí tan importante, tan afectante. Me conmueve tener en mis manos el pan, elevar el cáliz del vino. Es un regalo tan grande. Piensa que cuando alguien te regala «algo», queda ahí inerte, como memorial, como recuerdo. Pero este regalo es «alguien», es «un cuerpo», «una vida». Es más que tener un hijo. Es recibir el Hijo de Dios como regalo. Es más que un beso del Abbá. «Tomad y comed», nos dice el Abbá... «este es el hijo de mi alma... es la vida mía».

Jesús es mi Dios aquí en la tierra. Jesús me ha entusiasmado. No sé qué sería mi vida si ya no pudiese predicar el evangelio, si no pudiese celebrar la Eucaristía, si no pudiera representarle en el sacramento del Perdón, o en la bendición del matrimonio. No sé qué sería de mi vida sin Sagrario, sin ese símbolo admirable de su presencia silenciosa y elocuente. Me da la impresión de que todavía me queda mucho por conocer a Jesús. Siento que en otros lugares y contextos él se me aparecerá de nuevo. Con Jesús no se puede estar siempre en el mismo sitio. Jesús no dice: ¡Quédate! Sino ¡vente y sígueme! La vida con Jesús es un camino, una aventura. Se puede estar en algún lugar por algún tiempo, pero después hay que continuar. Así quiero vivir toda mi vida, hasta el final, siguiéndolo, caminando, descubriendo nuevos paisajes, sorprendiéndome por nuevos milagros, leyendo en la naturaleza y en la historia nuevos mensajes.