Jesús fue acusado ante la
autoridad romana de promover una revuelta política (cf. Lc 23, 2). Mientras
deliberaba, el procurador Pilato recibió presiones para que lo condenase a
muerte por ese motivo: «¡Si sueltas a ése no eres amigo del César! ¡Todo el que
se hace rey va contra el César!» (Jn 19,12). Por eso, en el titulus crucis donde
se indicaba el motivo de la condena estaba escrito: «Jesús Nazareno, rey de los
judíos».
Sus acusadores tomaron como pretexto la predicación que Jesús había realizado
acerca del Reino de Dios, un reino de justicia, amor y paz, para presentarlo
como un adversario político que podría acabar planteando problemas a Roma. Pero
Jesús no participó directamente en la política ni tomó partido por ninguno de
los bandos o tendencias en los que se alineaban las opiniones y la acción
política de las gentes que entonces vivían en Galilea o Judea.
Esto no quiere decir que Jesús se desentendiera de las cuestiones relevantes en
la vida social de su tiempo. De hecho su atención hacia los enfermos, los pobres
y los necesitados no pasaron inadvertidos. Predicó la justicia y, por encima de
todo, el amor al prójimo sin distinciones.
Cuando entró en Jerusalén para participar en la fiesta de la Pascua, la multitud
lo aclamaba como Mesías gritando a su paso: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito
el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21,9). Sin
embargo Jesús no respondía a las expectativas políticas con las que el pueblo se
imaginaba al Mesías: no era un líder guerrero que viniese a cambiar por las
armas la situación en la que se encontraban, ni tampoco fue un revolucionario
que incitase a un alzamiento contra el poder romano.
El mesianismo de Jesús sólo se entiende a la luz de los cantos Siervo Sufriente
del que Isaías había profetizado (Is 52,13—53,12), que se ofrece a la muerte
para la redención de muchos. Así lo entendieron claramente los primeros
cristianos al reflexionar movidos por el Espíritu Santo sobre lo sucedido:
«Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas: él
no cometió pecado, ni en su boca se halló engaño; al ser insultado, no respondía
con insultos; al ser maltratado, no amenazaba, sino que ponía su causa en manos
del que juzga con justicia. Subiendo al madero, él mismo llevó nuestros pecados
en su cuerpo, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia: y por
sus llagas fuisteis sanados. Porque erais como ovejas descarriadas, pero ahora
habéis vuelto al Pastor y Guardián de vuestras almas» (1 Pe 2,21-25).
En algunas biografías recientes de Jesús se hace notar, al considerar su actitud
ante la política del momento, la variedad existente entre los hombres que escoge
para ser Apóstoles. Se suele citar a Simón, llamado Zelotes (cfr. Lc 6,15), que
como, lo indicaría su propio apodo, sería un nacionalista radical, empeñado en
la lucha por la independencia del pueblo frente a los romanos. Algunos expertos
en las lenguas de la zona también apuntaros sobre Judas Iscariote que su apodo
iskariot parece la trascripción popular griega de la palabra latina sicarius, y
eso lo señalaría como simpatizante del grupo más extremista y violento del
nacionalismo judío. En cambio, Mateo era recaudador de impuestos para la
autoridad romana, «publicano», o lo que entonces se consideraba equivalente,
colaboracionista con el régimen político establecido por Roma. Otros nombres,
como Felipe, denotarían su procedencia del mundo helenístico que estaba muy
asentado en Galilea.
Estos datos pueden tener algunos detalles discutibles o asociar a algunos de
esos hombres con posturas políticas que sólo cobraron fuerza unas décadas
después, pero en cualquier caso son bien ilustrativas acerca de que en el grupo
de los Doce había personas muy variadas, cada uno con sus propias opiniones y
posicionamientos, que habían sido llamados a una tarea, la propia de Jesús, que
trascendía su filiación política y condición social.