Como en otras religiones, las
prácticas penitenciales estaban arraigadas en el pueblo de Israel. La oración,
la limosna, el ayuno, la ceniza sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco y
áspero, llamado vestido de saco, eran algunos de los muchos modos que tenían los
israelitas de mostrar su deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios (cf.
Tb 12,8; Is 58,5; Jl 2,12-13; Dn 9,3 etc.).
Jesús, que, como unánimemente señalan historiadores y estudiosos de la
Escritura, centró el contenido de su predicación en el Reino de Dios, exige
también la conversión como parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se
ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el
Evangelio» (Mc 1,15). La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama
significa el cambio profundo de corazón. Pero también significa cambiar la vida
en coherencia con ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia (Mt
3,8). Es decir, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce
en actos y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente que Reino
de Dios y penitencia no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt 4,2), renunció
a la comodidad de un lugar estable donde reposar (Mt 8,20), pasó noches enteras
en oración (Lc 6,12) y, sobre todo, entregó voluntariamente su vida en la cruz.
Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que
seguir a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que
más subraya cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada
día, como Jesús había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de
mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc
9,23). De este modo, los primeros cristianos continuaron acudiendo al templo a
rezar (Hch 3,1) y siguieron practicando las obras de penitencia, como por
ejemplo el ayuno (Hch 13,2-3), si bien en conformidad con la enseñanza de Jesús:
«Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su
rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya
recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y
lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que
está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt
6,16-18).
Sin embargo, a la luz del valor de la muerte de Cristo en la cruz, por la que
los hombres son redimidos de sus pecados, los cristianos entendieron que las
prácticas penitenciales —sobre todo el ayuno, la oración y la limosna— y
cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban a la conversión sino que podían
asociarse a la muerte de Jesús como medio de participar en el sacrificio de
Cristo y corredimir con él. Así se encuentra en los escritos de Pablo: «Completo
en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo,
que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo en la Iglesia.