Autor: Martín F.
Echavarría
El problema de la psicología contemporánea
en su relación con la fe cristiana
En este artículo nos proponemos, en modo breve, señalar los aspectos fundamentales de la problemática epistemológica y práctica de la psicología contemporánea en su relación con la fe cristiana.
En este artículo nos
proponemos, en modo breve, señalar los aspectos fundamentales de la
problemática epistemológica y práctica de la psicología contemporánea en su
relación con la fe cristiana. Lo haremos basándonos en afirmaciones explícitas
del Magisterio de la Iglesia, así como en bases filosóficas y teológicas
inspiradas en Santo Tomás de Aquino.
1. El fundamento ideológico de la psicología
contemporánea
A nadie escapa que la psicología plantea un problema
especial al creyente, en primer lugar de tipo práctico (¿en qué medida algunas
prácticas y métodos de importantes corrientes de la psicología contemporánea
son compatibles con la vida de fe?) y, a continuación, de tipo epistemológico
(¿es la psicología un ciencia? ¿de qué tipo? ¿cuál es su relación con la
filosofía y la teología?).
Como es sabido, en gran medida la psicología
experimental contemporánea se construyó en base a la filosofía posit ivista en
franca oposición dialéctica con la tradicional ciencia del alma. Pero la
psicología no es sólo la psicología académica. Un problema especial, y de
enormes consecuencias en la vida de muchas personas, lo plantean las teorías
de la personalidad que están en el fundamento de la práctica de la psicología
y en particular de la psicoterapia.
Juan Pablo II, en un discurso a los miembros de la
Rota Romana, advertía sobre el peligro que encierran algunas psicologías
basadas en antropologías contrarias a la fe:
Ese peligro [que el juez eclesiástico se deje
“sugestionar por conceptos antropológicos inaceptables”] no es solamente
hipotético, si consideramos que la visión antropológica, a partir de la cual
se mueven muchas corrientes en el campo de la ciencia psicológica en el mundo
moderno, es decididamente, en su conjunto, irreconciliable con los elementos
esenciales de la antropología cristiana, porque se cierra a los valores y
significados que trascienden al da to inmanente y que permiten al hombre
orientarse hacia el amor de Dios y del prójimo como a su última vocación.
Esta cerrazón es irreconciliable con la visión
cristiana que considera al hombre un ser «creado a imagen de Dios, capaz de
conocer y amar a su propio Creador» (Gaudium et spes, 12) y al mismo tiempo
dividido en sí mismo (ver Gaudium et spes, 10). En cambio, esas corrientes
psicológicas parten de la idea pesimista según la cual el hombre no podría
concebir otras aspiraciones que aquellas impuestas por sus impulsos, o por
condicionamientos sociales; o, al contrario, de la idea exageradamente
optimista según la cual el hombre tendría en sí y podría alcanzar por sí mismo
su propia realización .
En esta crítica caen la mayor parte de las corrientes
psicológicas más divulgadas, y, la primera de todas, el psicoanálisis de Freud.
En su inspiración última, ésta no es sino una realización práctica del
proyecto nietzscheano de transvaloración y de superación del cristianismo y la
moral . En su aspecto teórico es una mezcla entre la visión romántica del
inconsciente, la dinámica de las representaciones de Herbart y el
evolucionismo. La doctrina psicoanalítica, tanto en sus aspectos
antropológicos, como religiosos y morales, es francamente incompatible con la
visión cristiana del hombre. Ya nos referiremos a su aplicación
psicoterapéutica.
Lo que sucede con el psicoanálisis es casi un ejemplo
de lo que sucede con la mayoría de las corrientes actuales de psicoterapia,
aunque mientras que en Freud y la psicología profunda en general —Jung, Lacan,
etc.— prevalece «la idea pesimista según la cual el hombre no podría concebir
otras aspiraciones que aquellas impuestas por sus impulsos», en las corrientes
de psicología humanista —Moreno, Rogers, Maslow, Fromm, Perls— y existencial
—R. May— predomina «la idea exageradamente optimista según la cual el hombre
tendría en sí y podría alcanzar por sí mismo su propia realización».
Generalmente es tos últimos autores consideran las influencias familiares y
morales como represivas de la espontaneidad vital y fomentan una especie de
libertad absoluta de autorrealización, que tal como ellos la exponen es
incompatible no sólo con los requerimientos morales del cristianismo, sino con
las exigencias mínimas de la ética natural . De hecho, si el psicoanálisis de
Freud se presenta en último análisis como un intento de superación
nietzscheana de la moral, estas psicologías parecen intentos de proponer una
nueva forma de ética, experimental o clínica.
En las psicoterapias sistémicas, a este intento se
suma una destrucción de la noción de causalidad y de la idea de persona como
sujeto subsistente, y su disolución ontológica y moral en una red de
relaciones que sería el verdadero sujeto del trastorno y del cambio, además de
una concepción constructivista del conocimiento —que afecta también otras
áreas y autores de la psicología contemporánea— en la que se anula la noción
de ve rdad y de realidad objetiva.
Las psicoterapias conductuales, aunque más
pragmáticas, tienen una raíz cientificista y tecnocrática en la ideología
conductista, aunque parecen haber evolucionado mejor con la incorporación de
elementos cognitivos en las llamadas psicoterapias cognitivo-conductales. De
todos modos, y más allá de los elementos rescatables que se pueden señalar, se
sospecha la presencia de una actitud hostil hacia la moral cristiana, o a
veces —como en A. Ellis— un intento explícito de proponer una nueva moral .
Éstas que hemos mencionado son las principales
corrientes de psicoterapia. Es muy difícil, por no decir totalmente imposible,
en casi todos los países, conseguir una formación sistemática en psicoterapia
fuera de estas escuelas.
Creo que este panorama, necesariamente rápido, es
suficiente para notar que aquí existe un problema que necesita ser resuelto.
2. El estatuto epistemológico de la psicología
Como hemos dicho, una de las cuestiones que se deben
resolver al abordar el tema de la relación entre razón y fe en la psicología
contemporánea es el epistemológico: de entrada no está claro qué cosa sea la
psicología en el sentido actual del término.
En nuestra opinión aquí hay que hacer una primera gran
distinción: una cosa es la psicología como saber especulativo y otra cosa las
psicologías prácticas. No siempre hay una relación —al menos directa— entre
ambas.
La psicología académica de los últimos ciento
cincuenta años ha hecho una enorme parábola que comienza con el intento,
fundado en la ideología positivista, de separarse objetiva y metodológicamente
de la filosofía —a veces negando completamente su valor de verdad— para,
recientemente volver a acentuar su conexión con ella —especialmente en lo que
se ha dado en llamar “ciencias cognitivas”—. Aun distinguiendo entre el
conocimiento universal y necesario del alma, propio de la psicología llamada
filosófi ca —y mal llamada por Wolff “racional”—, y el descriptivo y
contingente, propio de la psicología experimental y fisiológica —en sus
distintas ramas—, no hay que romper la unidad epistemológica que debe haber
entre estos modos diversos de conocer el alma y de cuya separación son estos
últimos saberes los que más salen perdiendo. En este sentido hay que recordar
la unidad que antiguamente tenían estas disciplinas dentro de la filosofía
natural, tal como los desarrollaron Aristóteles y Santo Tomás .
Estas psicologías teóricas pueden resultar aplicadas a
través de la técnica. De hecho, la psicología clásica era un conjunto de
disciplinas referidas a la vida, no sólo humana, sino también vegetal y
animal. De tal modo que una ciencia técnica como la medicina —y la psiquiatría
como rama de ésta— de algún modo es una aplicación de la psicología, en este
sentido amplio. De este tenor son también algunas técnicas psicológicas y
psicopedagógicas basadas sobre el conocimiento teórico del funcionamiento de
las facultades psíquicas, como los sentidos, la imaginación o la memoria.
También hay que recordar que el conocimiento teórico
acerca del alma —en particular el del primer tipo— es el fundamento de la
ética, que en sentido clásico es la ciencia práctica de la personalidad, por
cuanto el término griego ēthos —de donde proviene ēthica— significa
“personalidad” o “carácter” . Un libro como la Ética Nicomáquea de Aristóteles
era algo muy alejado de un catálogo de reglas sobre lo que se debe hacer o no
hacer; era un estudio de cómo se forma el carácter virtuoso —tema retomado
hoy, desde otro punto de vista, por Martin Seligmann y la psicología positiva
. Como ya hemos dicho, muchas de las actuales psicologías prácticas
—llámeselas psicoterapia o counselling— son versiones alternativas de ética, a
veces explícitamente —véanse algunos dichos de autores como C. Rogers, E.
Fromm o A. Ellis— otras implícitamente y a veces incluso intentos de superar l
a moral en una especie de praxis postmoral —como es el caso del psicoanálisis
de S. Freud—.
Sobre esta conexión entre parte de la psicología y la
moral llamaba la atención hace tiempo el filósofo Y. Simon: «Entre las
materias normalmente estudiadas hoy bajo el título de psicología, algunas
corresponden en realidad a un conocimiento propiamente moral, y no pueden ser
comprendidas sino a la luz de principios morales. Hace tres cuartos de siglo,
Ribot, cuyos esfuerzos por someter la vida afectiva a los procedimientos
totalmente especulativos y positivos de la psicología moderna son conocidos,
escribía que para la psicología moderna ya no hay pasiones buenas ni malas,
como tampoco hay plantas útiles o nocivas para el botánico, a diferencia de lo
que pasa con el moralista y el jardinero; paralelo seductor, pero sofístico,
ya que si es accidental para una planta satisfacer o contrariar la mirada del
amante de los jardines, una pasión, considerada en su ejercicio concreto,
cambia de naturaleza según que favorezca o contraríe al agente libre. Ahora
bien, la psicología moderna de la vida afectiva, sondeando el mundo del vicio
y de la virtud prohibiéndose todo juicio de valor moral, pero arrastrada por
el juego concreto de la libertad en un orden de cosas donde la naturaleza de
la realidad considerada varía con los motivos de la elección voluntaria,
presenta generalmente un penoso espectáculo de sistemática desinteligencia.
Aquí, como en sociología, encontramos la última palabra del cientificismo.
Después de la arrogante pretensión de someter los problemas metafísicos al
juicio de la ciencia positiva, estaba reservado a nuestro tiempo asistir a la
fisicalización de las cosas morales. Muchas personas alarmadas por la
devastación que causa en las jóvenes inteligencias la lectura de los
sociólogos, quieren reaccionar reclamando simplemente un uso más libre y
clarividente de principios metodológicos considerados como intangibles, o como
mucho la introducción de ref ormas metodológicas discretas, dejando a salvo el
carácter totalmente positivo y especulativo de las ciencias morales distintas
de la moral normativa. Nosotros creemos que no se podrá hacer nada contra la
influencia tóxica de una cierta sociología si no se comienza por reconocer que
toda ciencia del actuar humano, del ser moral, para comprender su objeto debe
recibir de la filosofía moral el conocimiento de los valores morales» .
El tema de las ciencias sociales y del comportamiento
—que aunque a veces sean descriptivas, no dejan de ser disciplinas morales y
alcanzan todo su vigor en cuanto unidas a su raíz — debe ser completamente
repensado sobre la base epistemológica de una recta filosofía. Por lo que a
nosotros respecta, un tema sobre el que se ha llamado escasamente la atención
es el de la necesidad de volver a fundar la psicología de la personalidad —y
otras disciplinas psicológicas como la psicología social— en la sólida base
que epistemológicamente le corresponde: la ética.
Hay que recordar que en la ética clásica convivían de
hecho varios niveles de conocimiento distintos —como se ve en los libros
éticos aristotélicos—: 1) Un primer nivel propiamente científico (en sentido
clásico), es decir que alcanza la verdad acerca de las causas primeras de las
cosas humanas con certeza (así al hablar del fin del hombre, de los hábitos,
virtudes y vicios en común, etc.); 2) Un nivel experimental, en el que se
describen los hechos morales como se dan ut in pluribus (como cuando se afirma
que «el pensamiento mitiga las concupiscencias», que «hay peleas entre los
soberbios», etc.); 3) Un nivel de explicación de las causas próximas de los
fenómenos morales, que no se basa en el silogismo científico, sino en el
dialéctico, que engendra un conocimiento hipotético o probable (opinativo en
el sentido clásico de opinión fundada); 4) Un nivel “prácticamente práctico”,
que es el ejercicio de la virtud moral bajo la dirección racional de la
prudencia —que puede suponer en algunos casos también el dominio de algunas
técnicas— que es a lo que tiende y en lo que culmina todo el conocimiento
anterior. Las actuales ciencias sociales y del comportamiento se sitúan
generalmente en los niveles 2) y 3), aunque a veces explicitando también el
nivel 1), y desarrollando el nivel 4) más en modo técnico que prudencial.
Opinamos que, de modo semejante, la práctica de la
psicología se basa sobre: 1) una filosofía de la personalidad; 2) un
conocimiento descriptivo de la personalidad, basado en la experiencia clínica
o en estudios de tipo estadístico; 3) una teoría probable de las causas del
comportamiento, apoyada en 1) y 2). En sí misma, aunque su ejercicio
profesional implique el dominio de algunas técnicas —de evaluación y de
intervención—, que además para ser efectivas no pueden constituir nunca un
método universal útil para todo, esta práctica depende principalmente de la
virtud de la prudencia.
3. El psicólogo necesita la Revelación
Ahora bien, en la medida en que lo que intentamos es
entender la dinámica del carácter de las personas concretas, el recurso a la
fe y a la teología es obligado porque:
1. Como dice S.S. Pío XII en un discurso
dirigido a los psicólogos, la personalidad concreta —especialmente la
cristiana—, se hace incomprensible si se ignoran determinados hechos conocidos
por la Revelación.
Cuando se considera al hombre como obra de Dios se
descubren en él dos características importantes para el desarrollo y valor de
la personalidad cristiana: su semejanza con Dios, que procede del acto
creador, y su filiación divina en Cristo, manifestada por la Revelación. En
efecto, la personalidad cristiana se hace incomprensible si se olvidan estos
datos, y la psicología, sobre todo la aplicada, se expone también a
incomprensiones y errores si los ignora. Porque se trata de hechos reales y no
imaginarios o supuestos. Que estos hechos sean conocidos por la Revelación no
quita nada a su autenticidad, porque la Revelación pone al hombre o le sitúa
en trance de sobrepasar los límites de una inteligencia limitada para
abandonarse a la inteligencia infinita de Dios .
La psicología contemporánea, particularmente en
algunos de sus campos como la psicoterapia, plantea ciertos problemas que no
tienen adecuada solución si no se eleva la mirada hacia sus fundamentos
filosóficos y teológicos. Si el psicólogo —particularmente el psicólogo
práctico— no tiene en cuenta que el hombre es imagen de Dios y que está
llamado a la vida de la gracia filial de Cristo, no comprenderá del todo a las
personas o incluso errará, nos dice el Santo Padre. Hay datos que conocemos
por la Revelación, o por la teología que profundiza en el dato revelado, y
que, si no se tienen en cuenta, llevan al psicólogo práctico a errar en
aquello que le es más propio, el juicio sobre la personalidad y,
consiguientemente, en la ayuda que se basa en ese juicio.
2. Porque, debido al estado actual de la
naturaleza —caída por el pecado original—, la ley natural no se puede cumplir
perfectamente sin la gracia . Es más, lo que es normal y anormal para el
hombre no se termina de entender sino desde la Revelación. Esto mismo recuerda
S.S. Juan Pablo II refiriéndose a otro aspecto del misterio del hombre; no el
de su grandeza —imagen de Dios e hijo de Dios en Cristo—, sino el de su
miseria: el estado de naturaleza caída. En este sentido, el Papa nos dice que
las ciencias humanas (como la sociología o la psicología, que a veces son
ciencias morales descriptivas o hipotéticas, y otras muchas veces auténticas
cosmovisiones filosóficas —como es el caso del marxismo o del psicoanálisis—)
no nos pueden dar a conocer lo que es el hombre normal, y por lo tanto no son
normativas. Lo son sólo si, desarrolladas correctamente, el estado de hecho de
la mayoría de los hombres. A veces se confunde la normalidad empírica (la
media estadística) con la nor malidad humana según la naturaleza y la gracia.
El hombre normal sólo nos es conocido por la Revelación: «Mientras las
ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un
concepto empírico de “normalidad”, la fe enseña que esta normalidad lleva
consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es
decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el
camino de retorno “al principio” (ver Mt 19, 8), un camino que con frecuencia
es bien diverso del de la normalidad empírica» .
Un estudio meramente empírico, por correcto que sea
metodológica y filosóficamente —no nos referimos ya de la empiria contaminada
por prejuicios ideológicos falsos—, no sólo no puede decirnos cómo es el
hombre normal, sino que, dice el Papa Juan Pablo II, con frecuencia la
normalidad empírica y la normalidad real son muy distintas. Esto recuerda la
crítica hecha por el psiquiatra y filósofo católico Rudolf Allers al criterio
estadístico de normalidad (sostenido en aquel tiempo, entre otros, por el
famoso psiquiatra Kurt Schneider): «Supongamos que en un país hubiera 999
hombres afectados por la tuberculosis y sólo uno que no estuviera enfermo. ¿Se
podría concluir que el “hombre normal” es aquel cuyos pulmones están
carcomidos por la enfermedad? Lo normal no se confunde con la media. Si pues,
según la media, el hombre se decide por el instinto, esto no prueba que no
pueda hacer otra cosa, ni que los valores elevados son por naturaleza débiles»
.
Es necesaria la purificación del intelecto y del
afecto que produce la gracia, que nos pone en contacto personal con Cristo,
para llegar a conocer de verdad al hombre. No otra cosa dice el Concilio
Vaticano II en Gaudium et spes 22: «En realidad, el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor,
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación d el misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación».
En este sentido, sin negar todos los niveles
epistemológicos naturales que hemos mencionado, que poseen su autonomía,
creemos que se puede hablar de una “psicología cristiana”, que en su
traducción “profesional” en las circunstancias actuales está casi toda por
desarrollar.
4. Psicoanálisis y psicoterapia
Ya se ha dicho que entre todas las especialidades
psicológicas la psicoterapia plantea un problema especial, y por eso la hemos
dejado para el final. El problema tiene su origen en que históricamente la
psicoterapia moderna surgió en el seno de la práctica médica. La mayoría de
los primeros psicoterapeutas eran médicos neurólogos o psiquiatras (una
excepción importante es Pierre Janet, que comenzó a practicar la psicoterapia
siendo filósofo aun antes de graduarse en medicina). Sin embargo, como ya
hemos señalado, la s grandes escuelas de psicoterapia, de Freud en adelante,
no sólo implican una visión antropológica, sino que muchas veces presentan una
ética alternativa cuando no una completa visión del mundo. De aquí surge la
cuestión de si la psicoterapia es una especialidad médica más, o si pertenece
a filosofía o a las ciencias sociales.
Para resolver este problema, habría que profundizar en
la naturaleza de la enfermedad psíquica, cosa que en este contexto no podemos
hacer . Evidentemente, gran parte de las enfermedades llamadas “mentales” son
enfermedades en el sentido estricto de la palabra y susceptibles de un
tratamiento médico. Pero desórdenes específica o principalmente psíquicos y
psicogenéticos, que además son tratados por vía psíquica —como el carácter
neurótico y los trastornos de personalidad—, nos permitimos dudar que puedan
ser llamados enfermedades en el mismo sentido. Por otro lado, todo trastorno
de la personalidad o carácter, en la medida en que hablamos de la pers
onalidad humana en cuanto tal, tiene un aspecto moral fundamental que no se
debe descuidar si se debe comprender la personalidad como un todo. Así lo
señala Pío XII: «Hay un malestar psicológico y moral, la inhibición del yo,
del que vuestra ciencia se ocupa de develar las causas. Cuando esta inhibición
penetra en el dominio moral, por ejemplo, cuando se trata de dinamismos como
el instinto de dominación, de superioridad, y el instinto sexual, la
psicoterapia no podría, sin más, tratar esta inhibición del yo como una suerte
de fatalidad, como una tiranía de la pulsión afectiva, que brota del
subconsciente y que escapa absolutamente al control de la conciencia y del
alma. Que no se abaje demasiado apresuradamente al hombre concreto con su
carácter personal al rango del animal bruto. A pesar de las buenas intenciones
del terapeuta, los espíritus delicados resienten amargamente esta degradación
al plano de la vida instintiva y sensitiva. Que no se descuiden tampoco
nuestras observacione s precedentes sobre el orden de valor de las funciones y
el rol de su dirección central» .
Aquí se trata evidentemente del “carácter neurótico” y
de los temas centrales de la psicoterapia clásica, es decir de Sigmund Freud
(“el instinto sexual”) y de Alfred Adler(“el instinto de dominación, de
superioridad”). Y es justamente refiriéndose explícitamente a estos temas que
el Papa Pío XII dice: «¡Atención! Cuando entran en juego estos “dinamismos”,
no se pueden tratar los desórdenes de la imaginación y de la afectividad como
si nos encontráramos ante una fatalidad, algo inevitable e ingobernable. No
hay que reducir al hombre al nivel del animal. Hay que pensar que, aun en
estos casos, la razón y la voluntad, que pueden estar oscurecidas y
debilitadas, no han perdido su rol central. Lo cual implica no sólo que la
responsabilidad no ha desaparecido completamente —aunque en los casos
concretos pueda ser difícil o imposible de determinar—, sino sobre todo que la
psicoterapia no d ebe degradar al hombre a un simple o complejo mecanismo, o a
un ser todo pulsión e imaginación. De este modo perjudicaremos especialmente a
“los espíritus delicados”, o sea a los mejores».
Por este motivo, Pío XII alerta acerca de los peligros
de una terapia que, como la psicoanalítica, hace que el individuo se sumerja
sin defensa en sus fantasías y que, eventualmente, no sólo traiga a la
conciencia imágenes sexuales reprimidas, sino que deba volver a vivenciarlas
como requisito indispensable para la curación, con el peligro que esto supone
para la pureza moral de la persona:
«Para liberarse de represiones, de inhibiciones, de
complejos psíquicos, el hombre no es libre de despertar en sí, con fines
terapéuticos, todos y cada uno de esos apetitos de la esfera sexual, que se
agitan o se han agitado en su ser (…). No puede hacerlos objeto de sus
representaciones y de sus deseos plenamente conscientes, con todas las
rupturas y las repercusiones que implica tal modo de proceder. Para el hombre
y el cristiano existe una ley de integridad y de pureza personal de sí, que le
prohibe sumergirse tan completamente en el mundo de sus representaciones y de
sus tendencias sexuales. El “interés médico y psicoterapéutico del paciente”
encuentra aquí un límite moral. No se ha probado, aún más, es inexacto, que el
método pansexual de cierta escuela de psicoanálisis sea una parte integrante
indispensable de toda psicoterapia seria y digna de tal nombre; que el hecho
de haber negado en el pasado este método haya causado graves daños psíquicos,
errores en la doctrina y en las aplicaciones en educación, en psicoterapia y
menos todavía en la pastoral; que sea urgente colmar esta laguna e iniciar a
todos los que se ocupan de cuestiones psíquicas, en las ideas directrices, e
incluso, si es necesario, en el uso práctico de esta técnica de la sexualidad»
.
Más allá del detalle de la mayor o menor adecuación de
esta crítica al pensamiento de Freud, es claro que para este autor la terapia
supone la afloración sin censura de representaciones reprimidas. De alguna
manera, el psicoanálisis es una terapia en la que el sujeto analizado se debe
reconciliar con sus propios objetos imaginarios internos. Por eso, el analista
no juega un papel educativo, sino que debe servir de pantalla para la
transferencia. Contrariamente a lo que se suele pensar, la transferencia, tal
como Freud la concibió, no es la relación personal entre analista y analizado.
Esta relación personal es imposible, porque el sujeto no puede superar las
propias imágenes internas. Nuestra relación con los demás es fatalmente
siempre la repetición de nuestra relación con nuestras imágenes parentales .
Por otra parte es claro que, aunque después de llegar a lo reprimido uno lo
pueda rechazar conscientemente como moralmente inaceptable, esto es sólo
después de: a) haberse sometido sin control racional a su influjo; b) haberlo
vivenciado conscientemente, pues en la terapia psicoanalí tica no sólo hay que
reconocer intelectualmente el complejo de Edipo como “complejo nuclear”, sino
que hay que “revivirlo” en la transferencia. La crítica, dirigida por el Papa
Pío XII principalmente a las representaciones y deseos sexuales se puede
dirigir también a las imágenes y tendencias agresivas, aunque éstas sean menos
peligrosas por ser el apetito irascible, por su propia naturaleza, más cercano
a la razón.
Esta crítica es perfectamente congruente con las
líneas fundamentales de antropología cristiana: la razón y la voluntad son el
centro directivo de la personalidad.
Pero Pío XII no se queda en la mera crítica del
psicoanálisis, sino que propone una alternativa: partir de la visión cristiana
del hombre al desarrollar la psicoterapia. En este sentido, dice Pío XII, hay
que priorizar aquellos modos de intervención que se centran en la acción del
“psiquismo consciente”, es decir de la razón y la voluntad, sobre la vida
imaginativa y emocional; es decir, s e debe preferir una psicoterapia “desde
arriba”.
Sería mejor, en el dominio de la vida instintiva,
conceder más atención a los métodos indirectos y a la acción del psiquismo
consciente sobre el conjunto de la actividad imaginativa y afectiva. Esta
técnica evita las desviaciones señaladas. Tiende a esclarecer, curar y
dirigir; influencia también la dinámica de la sexualidad, sobre la cual se
insiste tanto, y que se encontraría o incluso se encuentra realmente en el
inconsciente o el subconsciente .
La vida sensitiva y emocional humana está hecha para
ser guiada desde arriba, desde la razón. No es la vida de un espíritu
encerrado en una bestia, sino una unidad hilemórfica, que es también, desde el
punto de vista operativo, una unidad jerárquica. La vida sensitiva tiene
cierta autonomía; pero ésta no es absoluta; ha sido creada para ser guiada por
la razón y la voluntad. La “vida imaginativa y afectiva” puede ser guiada
desde lo más humano en nosotros. La visión p sicoanalítica es atomista, desde
muchos puntos de vista. En primer lugar porque ve al psiquismo como un
agregado de representaciones, que se reúnen en “complejos”. Por otra parte,
porque considera que la vida psíquica superior resulta o emerge de la
organización mecánica de los elementos psíquicos inferiores. Para la
antropología cristiana, en cambio, la vida psíquica humana, que incluye y
depende de la vida sensitiva, imaginativa y afectiva —como también, como no,
de la vegetativa—, se hace sin embargo desde arriba, desde la inteligencia y
la voluntad, que son las que marcan la finalidad y que por lo tanto deben
dirigir la organización dinámica de la personalidad. La personalidad se
entiende y se constituye desde aquí.
En el texto citado, Pío XII dice además que esta
terapia desde arriba, no sólo implicará un esclarecimiento intelectivo, sino
que también será directiva. Se trata de poner en un primer plano la relación
del terapeuta con el paciente, relación que es persona l, pues va de espíritu
a espíritu, y que es además pedagógica. El motor de todo este proceso debe ser
la caridad. De este modo, sin negar la pertinencia de la utilización de medios
estrictamente técnicos de diagnóstico y tratamiento, la psicoterapia se
convierte, por su finalidad última y por su medio principal, en una
reeducación de vida emocional de la persona desde la razón y la voluntad,
abiertas a la influencia de la gracia; es decir en una forma de pedagogía
moral diferencial . El hombre sólo se entiende y se sana radicalmente desde lo
profundo . Esta idea la expresa claramente Josef Pieper en las siguientes
palabras: «Raro será que obtenga éxito la curación de una enfermedad psíquica
nacida de la angustia por la propia seguridad, si no se la hace acompañar de
una simultánea “conversión” moral del hombre entero; la cual a su vez no será
fructuosa, si consideramos la cuestión desde la perspectiva de la existencia
concreta, mientras se mantenga en una esfera separada de la gracia , los
sacramentos y la mística» .
Nuestra intención era plantear una serie de cuestiones
especialmente epistemológicas en torno a la psicología contemporánea en su
relación con la fe. Evidentemente en nuestro discurso sólo hemos llegado casi
a enunciarlas y proponer algunas líneas de solución, que exigirían un trabajo
más amplio que el presente para ser correctamente fundamentadas. Nos
contentamos si nuestras reflexiones han despertado el interés por un tema que
merece toda la atención del pensamiento cristiano. A pesar de todas las
dificultades, quien esto escribe está convencido de que del desarrollo de una
buena psicología y de una buena psicoterapia, según rectos principios
filosóficos y teológicos, puede redundar un enorme bien para la Iglesia y para
todos los hombres.