Preguntas jóvenes a la vieja fe

André Manaranche

 

 

PREÁMBULO

 

Amigo(a):

Es la tarde del 31 de diciembre y en el umbral de este nuevo año tengo el corazón lleno de cosas que contarte en esta carta a los jóvenes que toma forma de libro. Abre, pues, estas páginas como si fuesen una carta dirigida a ti.

En esta víspera de la San Silvestre -el Papa del Concilio de Nicea (325) y del Credo de la misa, un santo varón que no tuvo nada que ver con el champagne ni con el pavo-, la fiesta está llegando a su apogeo en este Paris iluminado. Pero también me he cruzado, en varios sitios de la capital, con una muchedumbre inmensa de jóvenes cristianos de toda Europa que acudieron a la llamada de Taizé, para rezar juntos y conocerse mejor. Dicen que son más de treinta y cinco mil. Hace un rato, en el metro, apenas se podía avanzar, atestado como estaba de jóvenes alegres y que no se parecen en nada a los turistas. «Debe ser otra manifestación», comentaba una pareja un poco inquieta, pues acabamos de salir de un mes lleno de huelgas de todas las categorías. Les tranquilizo explicándoles quiénes son estos jóvenes sin pancartas ni consignas. Por otra parte, sus conversaciones, en distintas lenguas, muestran claramente que su interés no tiene nada que ver con las preocupaciones del hexágono nacional. ¡Mi pareja de enamorados se queda asombrada! Hay que señalar que, la semana anterior, revistas y periódicos habían titulado en primera página: el cristianismo cae en picado. Se cierran iglesias en Amsterdam y en otras partes. ¡Que vengan a verlo más de cerca y que se dejen arrastrar por esta riada del Espíritu!

Ahora me encuentro en mi habitación ante mi pequeña Hermes, que lleva a sus espaldas veintidós años de buenos y leales servicios sin rechistar. Los jóvenes amigos de Taizé se repartieron por las grandes iglesias de la ciudad para rezar. Escucho, en la FM, la emisión de Radio-Nôtre-Dame que retransmite la vigilia desde la catedral. Los cánticos de Jacques Berthier resuenan bajo las bóvedas, revistiendo de notas musicales las lecturas bíblicas hechas en las diversas lenguas. El hermano Roger, prior de Taizé, se desplaza de una iglesia a otra. Es algo extraordinario y que engancha. ¿Puede haber una mejor incitación para ponerse a escribir?

Pero, ¿sobre qué? No basta con querer escribir, hace falta un mensaje. Quizá pienses, amigo mío, que mi carrera de escritor está organizada y programada: se toca un botón y aparece en la pantalla el título del futuro libro y su esquema general. Desengáñate. Sin estar inspirado en sentido estricto, como los autores de la Biblia, intento «recibir» de Dios el tema útil y la manera de abordarlo. Lo que no significa, sin embargo, que esté inactivo. «Recibir» no quiere decir esperar pasivamente, tumbado a la bartola. Pido al Señor que organice a su manera toda la documentación reunida: libros, cartas, encuentros, cursos, artículos... Así pues, la oración y el trabajo están profundamente imbricados, sin que nunca se sepa lo que viene de Dios y lo que procede de mí.

Sin embargo, rezando y reflexionando, descubro la continuidad de lo que he hecho desde hace tres años. Primero escribí un libro para presentarte a Cristo en caliente: «Un Amor llamado Jesús». Después precisé en qué consistía hoy la tarea evangelizadora en «La calle del Evangelio». A continuación intenté balizar el camino de la primera conversión con «Los primeros pasos en el amor». Todavía me queda responder a esas preguntas a las que das vueltas en tu cabeza continuamente. Si me seguiste desde el principio, habrás recorrido el camino que hace descubrir los componentes de la fe:

-primero, el acontecimiento del encuentro;

-después, su valor de Buena Noticia;

-luego, la organización de tu vida espiritual;

-y ahora, la comprensión de tu fe, es decir, la conversión de tu espíritu. ¡Porque debes entregarte totalmente a Cristo!

Varias cosas me han conducido a esta cuarta etapa que, por otra parte, no será la última. En primer lugar, el enorme dossier que desde hace cinco años me han ofrecido los jóvenes de la escuela Juventud-Luz acerca de sus tareas misioneras, en la que recogieron más de un millar de preguntas que les planteaban los chavales y chavalas de su edad. A esta amplia muestra añadí la mía propia, yendo de colegio en colegio. Es evidente que encontrarás muchas repeticiones, pues cada uno tiene su propia manera de preguntar, aunque sea sobre el mismo tema.

Un día, en una escuela de Bélgica y en otra de Francia, los chavales me pidieron que les proporcionase algunos esquemas y ciertas pautas que les ayudasen a ir al grano en su tarea evangelizadora, sin perderse en detalles y sin alargarse demasiado. Quieren presentarse ante todo como testigos y contar sencillamente lo que les pasa, lo que sienten y viven, pero la gente les pide también que «den cuenta de la esperanza que hay en ellos» (1 Pedro, 3,15), aunque no sean teólogos de carrera. No se cree por razones, pero hay razones para creer y, por tanto, para rechazar la increencia o la «malcreencia». De lo contrario, la inteligencia no se ha convertido al Señor y sólo entregamos un vago y frágil sentimiento.

En el último trimestre de 1988 me pidieron también que me encargase de responder las cartas que los jóvenes dirigían al semanario «Familia cristiana». Acepté sin dudarlo. En este libro encontrarás, sin duda, algunas cosas de las que esbocé en la citada publicación.

Otras comunidades, volcadas de lleno en la segunda evangelización, me han propuesto colaborar con sus esfuerzos, redactando octavillas y pequeños fascículos baratos y fáciles de leer. El hambre de Dios reclama también estas migajas que caen de la mesa de los cristianos mejor formados, que pueden venir muy bien a los más pobres (Cf. Marcos 7,28). Por todo ello, me siento a gusto haciendo este tipo de libros, aunque prefiera escribir obras más elaboradas.

Por eso me encuentro esta tarde ante mi máquina de escribir, para compartir contigo mi fervor ardiente por el Evangelio. «¡Ya viene éste otra vez con sus complicaciones. ¡Huyamos a tiempo!». Tranquilízate, amigo. No vengo a complicarte la vida; al contrario. Lo que te complica la vida es proclamarte cristiano sin saber por qué; es quedarte con la boca abierta ante cualquier cuestionamiento que se haga de tu fe. Créeme: comprender y acoger a Cristo como Verdad proporciona una inmensa alegría. Y no pienses, por otra parte, que debes desertar de tu corazón para exiliarte en tu cerebro. Cuando la Verdad es una persona, es la ternura la que la acoge con inteligencia. La sabiduría no consiste en la satisfacción de las meninges, sino en una coherencia sabrosa y que da gusto.

Dicho esto, me pregunto cómo voy a organizar mi trabajo. Me han hecho varias proposiciones: redactar una especie de diccionario siguiendo el orden alfabético; hacer un montaje con las preguntas y establecer un diálogo ficticio entre tú y yo; dar mis respuestas intentando seguir la construcción del Credo: o, simplemente, ir respondiendo a las preguntas sin orden alguno.

Es verdad que los montajes fácticos no me gustan, pero adoro la coherencia. El gran defecto de nuestra época es la parcelación de la conciencia, que convierte la fe en un caleidoscopio, en el que bailan las verdades sin conexión alguna entre sí y que, incluso, pueden contradecirse. En vez de ser un organismo cohesionado, la fe se convierte en algo sin pies ni cabeza. Por eso me gusta subrayar las relaciones.

Ahora bien, a primera vista encuentro cuatro grandes problemas a la hora de clasificar las preguntas:

 

1. Todo lo que está relacionado con Dios. ¿Cómo encontrarle? ¿Por casualidad, por gracia, por método? ¿Qué cambia en una vida el encuentro con Dios? ¿Por qué existen las diversas religiones y cómo escoger entre ellas? ¿Cuál es la cualidad de lo divino en el cristianismo? ¿Es cierto que Dios puede amarnos? ¿De dónde sacan esta certeza los que lo afirman? ¿No será que buscan seguridades? ¿Es posible vivir inteligente y generosamente sin creer en Dios? ¿Cómo hay que organizar la vida espiritual? ¿No queda todo esto reducido a la nadador la escandalosa existencia del mal y finalmente ¿Qué es creer? etcétera

 

2. Todo lo que está relacionado con Cristo. En un momento en que los medios de comunicación le presentan con todo tipo de rostros. ¿Qué pensar de su psicología y, especialmente, de sus tentaciones? ¿Cuál puede ser el significado de sus milagros, negados por algunos exegetas y curiosamente rehabilitados... en el teatro, por Henri Tisot? ¿Qué pueden aportarnos los sacramentos, celebrados a menudo de una manera aburrida? ¿La Eucaristía es la presencia de Cristo? Jesús pretende ser el Camino, la Verdad y la Vida, ¿cómo puede sostenerse esto hoy, cuando cada uno se construye su propia religión a la carta? Jesús nos ha dado la consigna de evangelizar: ¿no es esto una agresión, una intolerancia y un sectarismo? Etcétera.

 

3. Todo lo que concierne a la Iglesia. ¿Cuál es su origen y cómo ha nacido? ¿Cuál es su papel en relación con Cristo? ¿No le está haciendo sombra? ¿De donde saca la Iglesia sus exigencias morales, sobre todo en materia de pureza? ¿Con qué derecho se dirige no sólo a sus fieles, sino también a toda la sociedad? ¿Qué pensar de sus intervenciones públicas? ¿Tiene derecho a hacerlas? En caso afirmativo, ¿las intervenciones públicas de la Iglesia son adecuadas a los tiempos en que vivimos? ¿Qué sabe la Iglesia del hombre? ¿Cómo conciliar el cristianismo con la modernidad? Etcétera.

 

4. Todo lo que define al hombre. Entre los dos extremos de su existencia. ¿La creación consiste en el big-bang? ¿Queda herido el hombre cuando la procreación se hace sin amor? ¿Saberse amado por Dios basta para ser feliz? ¿Es posible una «civilización del amor»? ¿No es algo sobrehumano el perdonar? ¿Vale la pena vivir, sobre todo cuando sabemos que vamos a morir? ¿Por qué se nos roban prematuramente a nuestros seres queridos? ¿Existe el más allá y en qué consiste? ¿Hay posibilidad de comunicación con los muertos? ¿Cómo permanecer en contacto con ellos? ¿Es creíble una alegría eterna, aunque sea con Cristo? Etcétera.

 

Este es el plan que voy a intentar seguir lo mejor que pueda, sin ahogar por eso las preguntas. Confía en mí: te descubrirás en estas páginas. Es verdad que no conozco a todos los jóvenes, aunque haya compartido mi vida con muchos.

Además, no todos los jóvenes son iguales. Los cercanos no deben hacernos olvidar a la multitud de los alejados. Por otra parte, algunos jóvenes se dejan influir demasiado por los adultos que se ocupan de ellos. Porque también existe el laico, «voz de su cura»... Y, sin embargo, tu generación posee una cierta homogeneidad, aun teniendo en cuenta los distintos niveles culturales. También en las Universidades, donde se educa en el rigor, hay jóvenes que se dejan tentar por las sectas, y la ignorancia religiosa es tan grande entre ellos como entre los jóvenes que no han tenido la oportunidad de pisar las aulas universitarias. Hasta tal punto que el mejor de la promoción no es capaz, a veces, de entender el sentido de un belén o de una vidriera de la catedral de León.

En todo caso, tranquilízate, amigo. No voy a servirme de ti para justificar mis reacciones de sexagenario. Para confesártelo todo, tengo que decirte que hay algunos puntos importantes sobre los que me siento totalmente diferente de ti. Es algo que vas a constatar más de una vez. Al final, quizá puedas, de todas formas, encontrar en estas páginas un retrato de joven muy parecido a ti.

¡Y basta ya de preámbulos! ¡Que el Espíritu de Jesús te ayude a leerme, como me ayuda a escribirte en este momento! El mismo Espíritu que esta noche hace desplegar en la capital la bella y tranquila parábola de Taizé.