¿Por qué, Señor, te
quedaste en la Eucaristía?
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Antonio Rivero
“Te amo, Señor, por tu Eucaristía,
por el gran don de Ti mismo.
Cuando no tenías nada más que ofrecer
nos dejaste tu cuerpo para amarnos hasta el fin,
con una prueba de amor abrumadora,
que hace temblar nuestro corazón
de amor, de gratitud y de respeto”.
Llevamos veinte siglos de cristianismo, por todas las latitudes, celebrando lo
que Jesús encomendó a sus apóstoles en la noche de la Cena: “Haced esto en
conmemoración mía”.
Es de tal profundidad y belleza la eucaristía que en el transcurso de los
tiempos a este misterio eucarístico se le ha llamado con varios nombres:
Fracción del pan, donde se parte, se reparte y
se comparte el pan del cielo, como alimento de inmortalidad.
Santo Sacrificio de la Misa, donde Cristo se
sacrifica y muere para salvarnos y darnos vida a nosotros.
Eucaristía, porque es la acción de gracias por
antonomasia que ofrece Jesús a su Padre celestial, en nombre nuestro y de toda
la Iglesia.
Celebración Eucarística, porque celebramos en
comunidad esta acción divina.
La Santa Misa, porque la eucaristía acaba en
envío, en misión, donde nos comprometemos a llevar a los demás esa salvación que
hemos recibido.
Misterio Eucarístico, porque ante nuestros
ojos se realiza el gran misterio de la fe.
Antes de empezar a hablar de este misterio hay que preguntarse el porqué de la
eucaristía, por qué quiso Jesús instituir este sacramento admirable, por qué
quiso quedarse entre nosotros, con nosotros, para nosotros, en nosotros; qué le
movió a hacer este asombroso milagro al que no podemos ni debemos
acostumbrarnos. ¡Oh, asombroso misterio de fe!
¿Por qué quiso Jesús hacer presente el sacrificio de la Cruz, como si no hubiera
bastado para salvarnos ese Viernes Santo en que nos dio toda su sangre y nos
consiguió todas las gracias necesarias para salvarnos?
La respuesta a esta pregunta sólo Jesús la sabe. Nosotros podemos solamente
vislumbrar algunas intuiciones y atisbos.
Se quedó por amor excesivo a nosotros, diríamos por locura de amor. No quiso
dejarnos solos, por eso se hizo nuestro compañero de camino. Nos vio con hambre
espiritual, y Cristo se nos dio bajo la especie de pan que al tiempo que colma y
calma, también abre el hambre de Dios, porque estimula el apetito para una vida
nueva: la vida de Dios en nosotros. Nos vio tan desalentados, que quiso
animarnos, como a Elías: “Levántate y come, porque todavía te queda mucho por
caminar” (1 Re 19, 7).
La eucaristía prolonga la encarnación. Es más, la eucaristía es la venida
continua de Cristo sobre los altares del mundo. Y la Iglesia viene a ser la cuna
en la que María coloca a Jesús todos los días en cada misa y lo entrega a la
adoración y contemplación de todos, envuelto ese Jesús en los pañales visibles
del pan y del vino, pero que, después de la consagración, se convierten
milagrosamente y por la fuerza del Espíritu Santo en el Cuerpo y la Sangre del
Señor. Y así la eucaristía llega a ser nuestro alimento de inmortalidad y
nuestra fuerza y vigor espiritual.
Hace dos mil años lo entregó a la adoración de los pastores y de los reyes de
Oriente. Hoy María lo entrega a la Iglesia en cada eucaristía, en cada misa bajo
unos pañales sumamente sencillos y humildes: pan y vino. ¡Así es Dios! ¿Pudo ser
más asequible, más sencillo?
¿Cuál es el valor y la importancia de la eucaristía?
La eucaristía es la más sorprendente invención de Dios. Es una invención en la
que se manifiesta la genialidad de una Sabiduría que es simultáneamente locura
de Amor.
Admiramos la genialidad de muchos inventos humanos, en los que se reflejan
cualidades excepcionales de inteligencia y habilidad: fax, correo electrónico,
agenda electrónica, pararrayos, radio, televisión, video, etc.
Pues mucho más genial es la eucaristía: que todo un Dios esté ahí realmente
presente, bajo las especies de pan y vino; pero ya no es pan ni es vino, sino el
Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿No es esto sorprendente y admirable? Pero es
posible, porque Dios es omnipotente. Y es genial, porque Dios es Amor.
La eucaristía no es simplemente uno de los siete sacramentos. Y aunque no hace
sombra ni al bautismo, ni a la confirmación, ni a la confesión, sin embargo,
posee una excelencia única, pues no sólo se nos da la gracia sino al Autor de la
gracia: Jesucristo. Recibimos a Cristo mismo. ¿No es admirable y grandiosa y
genial esta verdad?
¿Cómo no ser sorprendidos por las palabras “esto es Mi cuerpo, esta es Mi
sangre”? ¡Qué mayor realismo! ¿Cómo no sorprendernos al saber que es el mismo
Creador el que alimenta, como divino pelícano, a sus mismas criaturas humanas
con su mismo cuerpo y sangre? ¿Cómo no sorprendernos al ver tal abajamiento y
tan gran humildad que nos confunden? Dios, con ropaje de pan y gotas de
vino...¡Dios mío!
Nos sorprende su amor extremo, amor de locura. Por eso hay que profundizar una y
otra vez en el significado que Cristo quiso dar a la eucaristía, ayudados del
evangelio y de la doctrina de la Iglesia. Nos sorprende que a pesar de la
indiferencia y la frialdad, Él sigue ahí fiel y firme, derramando su amor a
todos y a todas horas.
Necesitamos la eucaristía para el crecimiento
de la comunidad cristiana, pues ella nos nutre continuamente, da fuerzas a los
débiles para enfrentar las dificultades, da alegría a quienes están sufriendo,
da coraje para ser mártires, engendra vírgenes y forja apóstoles.
La eucaristía anima con la embriaguez
espiritual, con vistas a un compromiso apostólico a aquellos que pudieran estar
tentados de encerrarse en sí mismos. ¡Nos lanza al apostolado!
La eucaristía nos transforma, nos diviniza, va
sembrando en nosotros el germen de la inmortalidad.
Necesitamos la eucaristía porque el camino de
la vida es arduo y largo y como Elías, también nosotros sentiremos deseos de
desistir, de tirar la toalla, de deprimirnos y bajar los brazos. “Ven, come y
camina”.