¡Por Dios!

Jean Meyer

29 de marzo de 2009,
www.eluniversal.com.mx

 

 

Miguel de Unamuno, en su libro clásico Del sentimiento trágico de la vida, escribe: “Toda concepción racional de Dios es en sí misma contradictoria. (…) La razón no nos prueba que Dios exista, pero tampoco que no pueda existir”. Eso debería ser suficiente y poner fin a las ofensivas periódicas que lanzan algunos “creyentes” que podemos llamar “religioneros”, aun cuando se dividen y enfrentan en su calidad de militantes y propagandistas de alguna religión y de la contrarreligión, siendo aquella una forma de religión.

G. K. Chesterton, a la luz de la historia desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Soviética, escribió a su vez: “Los hombres que empiezan a luchar contra la Iglesia por el bien de la libertad y de la humanidad terminan por abandonar la libertad y la humanidad, aunque sea sólo para seguir luchando contra la Iglesia”.

Hoy en día, felizmente, ni en nuestro país ni en Europa se está dando este tipo de guerra de religiones, por más que ocurran guerritas cómicas como la que empezó en Inglaterra y luego pasó a España, con publicidad pagada en los camiones urbanos, afirmando la no existencia o la existencia de Dios. En cuanto al combate más serio que opone a “creacionistas” y “evolucionistas”, es vano y debería suspenderse inmediatamente. Por lo menos cuando se trata de los cristianos, tanto católicos como protestantes y evangélicos.

Efectivamente, el integrismo, el fundamentalismo musulmán y judío obedece a su propia lógica, una lógica que debería quedar impensable para los católicos como bien lo dijo, hace mucho, el papa Juan Pablo II, hombre de fe que aceptaba tranquilamente la evolución. Parece que los actuales dirigentes de la Iglesia católica, algunos por lo menos, son más timoratos y prefieren caminar en reversa.

El gran historiador francés Jean Delumeau, reconocido en México, traducido al español, autor entre otros muchos libros de uno maravilloso, La religión de Voltaire, siempre se ha afirmado como católico; citando al Papa polaco (“la evolución es más que una hipótesis”), el maestro dice que “es necesario que el hecho científicamente comprobado de la evolución parta de las clases de física y biología”.

Luego escribe en Le Monde del 28 de noviembre de 2008: “Pero esto no debe ser la ocasión para afirmar a los alumnos que la evolución es incompatible con la creencia en Dios. Poner las dos afirmaciones en forma conjunta es un intento vano para oponer dos caminos intelectuales. Uno, la ciencia constata los hechos; el otro, la reflexión sobre el conocimiento se esfuerza por interpretar las adquisiciones de la ciencia. Tal reflexión puede desembocar sea sobre el materialismo ateo, sea sobre una filosofía espiritualista. En las clases de filosofía hay que presentar, en toda serenidad, las dos salidas posibles de la reflexión sobre los resultados científicos a los alumnos”.

Efectivamente, la ciencia no podrá nunca contestar (¿pero le toca contestar?) a la pregunta de Leibniz: ¿por qué hay algo en lugar de nada? La ciencia tiene sus límites y lo sabe. En un empate interesante, la mitad de los premios Nobel en ciencias opta por la creencia en la no existencia de Dios, la otra mitad le apuesta a su existencia. Bueno, sería más justo decir 45% y 45%, con 10% de agnósticos que dicen: “Puede ser, como puede no ser, y sé que no sé”.

Hans Küng, teólogo que no es especialmente reaccionario, dice que “él, que reconoce que no puede ver detrás de la cortina, no tiene derecho a afirmar que no hay nada detrás de la cortina”. Pues bien, mi físico-biólogo de cabecera me dice que 96% de la masa del universo está compuesto de materia o de energía de naturaleza desconocida; espero citarlo correctamente y estoy seguro de citar, sin equivocarme, a Albert Einstein: “La cosa más incomprensible en cuanto al universo, es que sea comprensible y que chorrea inteligencia”.

El astrofísico Tinh Xuan Thuan va en el mismo sentido cuando escribe: “La densidad inicial del universo ha sido regulada de manera tan precisa que se puede comparar dicha precisión a la de un arquero que alcanzaría un blanco de un centímetro cuadrado situado a la otra extremidad del universo, o sea, a 14 mil millones de años-luz”.

Les toca, pues, a la filosofía y a la religión, a lo que los griegos llamaban metafísica, es decir, “más allá de la naturaleza”, dar al universo, a la vida, a la humanidad un sentido que no releva de la ciencia. Cuando el conocimiento científico llega a su límite, pasa la estafeta a otra forma de conocimiento. No hay por qué pelear, si no operan en el mismo terreno. ¡Por Dios!

jean.meyer@cide.edu

Profesor investigador del CIDE