Política y virtud

 

Dennis McInerny | Sección: Política, Sociedad

 

¿Cuantos de nosotros estaríamos hoy día inclinados a asociar la virtud con la política? Yo sospecho que no muchos. Y por buenas razones.  Sólo es necesario dar una mirada superficial a la escena política contemporánea. Elija el país que usted quiera para corroborar lo que sin duda ya sospechábamos, que ahí la virtud no es muy evidente, si es que se la puede encontrar. Pero qué pasa si cambiáramos nuestra atención de lo efectivo a lo teórico y preguntáramos: ¿Cuán a menudo oímos decir, o al menos sugerir, que la virtud debería desempeñar un papel importante en la política? ¿Cuánta gente hoy día, sean ciudadanos comunes, o politólogos, o comentaristas, tendería con facilidad a mezclar en su mente la idea de virtud y la idea de política? Y, ¿cuántos opina usted que creen seriamente —e incluso estarían dispuestos a argumentar el punto—, que la principal calificación pura y simple para un puesto electivo es la virtud, que para ser un buen líder político se debe ser en primer lugar una buena persona? Yo sospecharía, nuevamente, que no muchos.

Hoy día, la mayor parte de la gente se sentiría bastante sorprendida, en algunos casos agradablemente, en otros no tan agradablemente, si descubriera que debería haber una afinidad natural entre la política y la virtud. No es que debamos apresurarnos demasiado a culparlos por eso, porque, si están de alguna forma conscientes de lo que normalmente ocurre en el ámbito político, se los podría excusar por creer que no es la virtud, sino lo completamente opuesto a ella lo que es el prerrequisito para conseguir en ese ámbito una carrera floreciente e incluso ilustre.

El hecho de que rara vez se nos ocurra pensar de política y virtud al mismo tiempo es sólo una indicación más (como si necesitáramos otra) de la extremadamente confusa calidad de nuestro pensamiento. Nos hemos convertidos en extraños para la sabiduría. El único remedio para ese extrañamiento es ir a los sabios y escuchar lo que tienen que decirnos, y aprender de ellos. ¿Y quiénes son los sabios? Los que se dejan acariciar por la sabiduría de Dios. Ite ad Thomam, “¡Id a Tomás!” no indica el gran Papa León XIII. El Tomás en cuestión es, por supuesto, Santo Tomás de Aquino, el Doctor Universal.

Para Santo Tomás, era elemental el hecho que la política y la virtud deben ir juntas. En esto, él no consideró en absoluto que estuviera siendo original, sino simplemente repitiendo una de las verdades seminales de la filosofía perenne, especialmente tal como la expresaron filósofos como Platón y Aristóteles, quienes en esto estaban reflejando cuán estrechamente sintonizados estaban con la ley natural. Para estos tres pensadores, la única sociedad verdaderamente humana era la sociedad justa, es decir, una sociedad que se caracterizara por el dominio en ella de la virtud de la justicia, la virtud social o política preeminente y la explicación fundacional de una sociedad justa es sólo el liderazgo. Un líder verdaderamente justo sería una persona completamente virtuosa, porque sabemos que las virtudes morales se mantienen o caen juntas. Nadie puede ser verdaderamente justo y carecer de las otras virtudes. De manera que es la virtud en general lo que asegura una comunidad política sana.

Más inmediatamente, cualquier comunidad política llega a ser justa y se mantiene en la justicia a través de la instrumentalidad de leyes justas. Y por supuesto, las leyes justas no pueden tener otra fuente razonable que no sean legisladores justos. Dado que esto es así, no nos sorprende en absoluto que para Santo Tomás el principal propósito de las leyes civiles sea hacer hombres virtuosos. La ley debería ser contribuir significativa­mente a nuestro perfeccionamiento moral. ¡Cuán lejos hemos caído de este principio hermoso y críticamente importante! Ahora hemos descendido a ese estado trágico de las cosas en que algunas de nuestras leyes, lejos de promover la virtud, están específica­mente diseñadas para facilitar el vicio, tales como las que gobiernan el aborto, que dan aprobación al más malvado, el más antinatural de todos los crímenes.

Santo Tomás creía que la monarquía era la mejor forma de gobierno porque es el tipo de gobierno que más cerca está de parecerse al gobierno divino, por el cual Dios rige el mundo desde sus comienzos. Para que no se nos urja perentoriamente a desechar este punto de vista, como inevitablemente obsoleto y muy inadecuado para nuestro tiempo, permítasenos prestar atención al docto dominico. Santo Tomás no era ingenuo, y si bien declara que la monarquía es la mejor forma de gobierno, también era para él la más peligrosa, porque, siendo la naturaleza humana caída lo que es, un rey que carezca de virtud se puede convertir rápidamente en un tirano. (A propósito, en la medida en que se puede pensar que la monarquía, definida en general, es algo del pasado, deberíamos evaluar un fenómeno que incumbe al oficio del primer funcionario de los Estados Unidos, al que muchos historiadores se refieren actualmente como presidencia real. El presidente de los Estados Unidos se ha convertido, en el ejercicio de sus poderes, en algo muy parecido a un rey, en flagrante contradicción con lo que los Padres Fundadores tenían en mente.)

La monarquía es la mejor forma de gobierno sólo si el rey es virtuoso y, de partida, la persona más virtuosa del reino. No hay nada que yo haya podido encontrar en los escritos de santo Tomás que indique que él alguna vez favoreciera una monarquía hereditaria. En cualquier caso, él es explícito al declarar lo opuesto: el rey debe ser elegido por el pueblo. Debido a que las cargas del gobierno serían muy pesadas para cualquier persona, por muy virtuosa que fuera, el rey sería apoyado por los aristócratas. Podemos palidecer reflexivamente ante ese término, como buenos y genuinos demócratas que probablemente todos consideramos que somos. Pero espere. El término “aristócratas” viene del griego aristoi, que simplemente quiere decir “los mejores.” Los mejores, es este caso, son los moralmente mejores, los más virtuosos. De ese modo, el rey es rodeado de colaboradores virtuosos. Escuchemos a Santo Thomás, mientras resume para nosotros lo que él consideraría la mejor forma de gobierno.

Por lo tanto, la mejor forma de organización política es una comunidad política o reino donde uno recibe el poder de presidir sobre todos según su virtud, al mismo tiempo que bajo él hay otros que tienen poder de gobierno de acuerdo a su virtud, y sin embargo el gobierno de este rey es compartido por todos, tanto porque todos son elegibles para gobernar como porque los gobernantes son elegidos por todos. Porque esta es la mejor forma de política, siendo en parte reino, dado que hay uno que es la cabeza de todos, parte aristocracia, dado que se establece la autoridad de un cierto número de personas, parte democracia, es decir, gobierno por el pueblo, dado que los gobernantes pueden ser elegidos de entre la gente, y la gente tiene el derecho de elegir a sus gobernantes.

¿Es una organización así realizable, especialmente a la luz de las realidades políticas de hoy día? Quizás no, por lo menos no en todos los respectos. Pero de ninguna manera debe ser desechada como algo que no tiene aplicación a las condiciones de nuestro tiempo. Lo que principalmente nos debe guiar es el principio gobernante del pensamiento político propio de Santo Tomás, ese principio que, muy en detrimento nuestro, nos ha sido extraño: la idea de que la política y la virtud deberían ir de la mano. Debemos aprende la forma de ver y apreciar algo que debería ser para nosotros, pero de hecho no lo es, la verdad más obvia y de sentido común: que una “sociedad buena” es imposible sin personas buenas, y que “persona virtuosa” y “líder bueno” deberían ser considerados como sinónimos.

Nota: Este artículo se publicó originalmente en North American Fraternity Newsletter. FSSP.