El Papa hoy [1]

 

Hans Urs von Balthasar

(Traducción de Marta de Kayser)

 

El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988) fue uno de los más importantes teólogos especulativos del siglo XX. Falleció cuando iba a asistir a la entrega de su cardenalato. En este breve texto, extraído de su libro Puntos firmes, nos habla del misterio de Pedro como de un misterio de humillación.

 

"Si por lo tanto alguien afirma que el Romano Pontífice sólo tiene el oficio de vigilar y guiar, pero no la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, y no sólo en las cuestiones de fe y de moral, sino también en las de disciplina y gobierno de la Iglesia extendida sobre toda la tierra; o bien afirma que sólo posee una parte principal, pero no la entera plenitud de esta potestad suprema, ya sea en relación con todas las Iglesias sin excepción, ya sea en relación con todos los pastores y creyentes sin excepción, que sea anatema".

 

Así concluye el capítulo ni de la IV sesión del Primer concilio Vaticano, "ecuménico XX", que en estas palabras utiliza la máxima solemnidad de formulación. Algunos se preguntan casi pasmados por qué tuvieron que transcurrir cien años antes de que una persona tan sobrecargada de una fantástica plenitud de poder, finalmente se derrumbara sepultada por su mismo poder. Este derrumbe, en efecto, no se imputa sobre todo a características personales, como un sentimiento exagerado de la propia inspiración o una escucha insuficiente de las opiniones de los grupos o de los cuerpos consultados; el derrumbe se preparaba desde hace tiempo y en el interior. Quien profundiza atentamente (y con un estremecimiento) este texto de unos cien años, descubre claramente las grietas que hay en los pilares de apoyo causadas por una estática ausente, y teme por la suerte de todos los vehículos que ve todavía pasar durante el siglo a través de este Puente de San Luis Rey. [2] La manera en que actuó, por lo menos inquietante, Juan el Bueno (Papa Juan XXIII), que pasó junto al texto amenazador casi como si no existiera y, que al ya no poder afrontar las presiones de las personas que le estaban cercanas, convocó un nuevo concilio. Él no removió el texto, que se quedó a su lado. No quedaba otra alternativa: o afrontarlo —de hecho, ni siquiera el segundo Concilio Vaticano, a pesar de todos los cambios de estática que hizo, lo revocó, ni podía hacerlo— o sucumbir a él. Se podría pensar que el desarrollo que tomó la situación es la prueba contundente del error fundamental en que cayó el Concilio precedente y como sus mismos efectos lo hicieron caer en contradicción. Todo el conjunto parece tan evidente que vuelve completamente superfluo discutir si los concilios no pueden cometer errores inmensos, incluso cuando soplan en sus trompetas solemnes. Muchos intentos de explicaciones históricas y sociológicas que se refieren a tiempos más o menos lejanos —hasta la Reforma o a la reforma de Cluny o al giro constantiniano— se prestan ciertamente a aducir circunstancias más o menos atenuantes en favor de este gigantesco infortunio.

 

Pero con estos amistosos ofrecimientos de disculpa se nos alinea simplemente bajo el rubro de los "terribles simplificadores". El trágico drama entre Cristo y su Iglesia y, aún, entre su Iglesia y aquel Pedro al que Cristo entregó las pesadas llaves y la tarea de apacentar al rebaño disperso, es evidentemente más intricado y complejo. Es un drama al que nunca ha faltado la participación en una culpa profunda. ¿Cómo habría podido ser de otra manera desde el momento en que un "hombre pecador" (Lc 5,8), que hubiera preferido ser abandonado a su destino porque era consciente de su propia inadecuación, es obligado a permanecer y cargar un peso mucho mayor del que había temido; por añadidura, es obligado a contradecirse, porque debe confesar —él, el único de los presentes que renegó a Jesús tres veces— que lo ama "más que los otros" (Jn 21,15)? Quizá el destino de Pedro tuvo para él un final feliz: la traición (conclusión de una serie de precedentes y penosas incomprensiones sobre el verdadero significado de la existencia de Cristo) se volvió para él un recuerdo del pasado: él balbucea finalmente entre lágrimas la respuesta esperada a la imposible pregunta sobre la mayor intensidad de su amor, y al final, casi como en las fábulas, se ve sentado en el trono de oro desde el cual gobernará en el sufrimiento. Pero, ¿cómo hubiera sido posible evitar que todo el drama se repitiera con sus "sucesores"? En estos la contradicción se redoblará: si en efecto Pedro recibió el ministerio sólo después de haber dicho explícitamente: "Sí, Señor, sabes que te amo", ¿cómo podrá el sucesor recibir y administrar el ministerio sin una afirmación idéntica? Pasemos sobre la historia de estas contradicciones que han obscurecido y privado de credibilidad la sucesión del Buen Pastor con aspectos de poder humano y con sus relativas ansias. Señalemos más bien otra cosa: el hecho de que para los otros titulares de ministerios es muy práctico que un poder central le quite a cada uno la responsabilidad final. Así se carga la única batería para que las otras lámparas se reduzcan a difundir menos luz y calor. ¿Cuáles fueron los complejos y a veces obscuros motivos de aquellos que en 1870 le adjudicaron al Pontífice Romano tanta sobrecarga de poder —a pesar de las advertencias de tantos que veían y preveían con mayor claridad? Todo hace pensar que objetivamente los titulares de ministerios deseaban y anhelaban ceder su responsabilidad. Esta culpa profunda —entre los "sucesores" de los apóstoles y los "sucesores" de Pedro— se debe subrayar explícitamente, porque aquí se encuentra un motivo propulsor de la catástrofe hoy evidente. No se debe afirmar que la función que se atribuye al Papa no le competa "por derecho" (y que entonces el Vaticano i haya "caído en error"), incluso si la forma de su fijación no encuentra, en su aislamiento, ninguna compensación que la equilibre; sólo hay que llamar la atención sobre el hecho de que la sobrecarga de tanta responsabilidad atribuida por hombres a otro hombre también puede ser una manifestación de culpa.

 

¿Pero quién querrá desenmarañar esta madeja tan enredada si sólo vemos la maraña pero no podemos encontrar el hilo y aislarlo del resto? La luz viene de otra parte. Después de haber confiado el ministerio a Pedro ("Pastorea a mis ovejas"), Jesús prosigue sin solución de continuidad ni preparación: "'En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven tú mismo te ceñías e ibas a donde querías, pero cuando serás viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres'. Dijo esto para indicar con qué tipo de muerte debía glorificar a Dios. Y después de decirlo añadió: ¡Sígueme!" (Jn 21,185). Esta profecía supera la doble contradicción (que alguien que quería irse deba volverse pescador de hombres, y que alguien que renegó tres veces a una persona deba confesar que ama más que los otros a la persona renegada), pero también supera el doble abuso de los sucesores: es decir, el hecho de que usen el ministerio del Buen Pastor para acumular poder, y el hecho de que otros pastores y sucesores descarguen sobre los hombros de Pedro su propia potestad ministerial; supera todo esto con la predicción de una sucesión sobre la cruz: la cruz como adhesión explícita a Cristo. Esta cruz significa de todas maneras infamia y escarnio ("¡Que descienda!","¡que se las arregle solo!") y abandono de parte de Dios y estar —o más bien ser relegado— en el "último lugar". Para quien ha alcanzado este lugar extremo y está clavado entre cielo y tierra simplemente es superfluo preguntarse quién tiene la culpa. En la cruz, Jesús no distingue entre la culpa de los otros y su propia culpa (o inocencia): pone en evidencia la culpa, ya sea frente a los hombres (la inscripción sobre la cruz) como ante el cielo obscurecido. Él no quiere saber para nada quién es culpable y quién no. Para los autores de la sentencia de muerte, pero también para Dios que concibió este plan de reconciliación, lo que le sucede es justo, conforme al derecho divino y humano.

 

Pedro fue llevado a donde no quería (Jesús mismo tendía con toda el alma a esa meta, pero ciertamente no la deseó —una actitud diversa hubiera sido inhumana— y se confió a la voluntad del Padre); hoy también el papado es llevado a donde no quiere. Pero, subrayo, este camino perfecciona la promesa hecha a Pedro y, más allá de darle la bendición final, pone en evidencia el significado fundamental de "autoridad" en este ministerio y la perspectiva en la que se puede ejercer: la del último lugar, en donde el servus servorum [servidor de los servidores] se encuentra por su definición misma; el lugar del desprecio y de la burla extrema, donde se descargan los desperdicios, en donde uno es "un gusano y no un hombre"; este lugar, que se acepta siempre contra la propia voluntad, es el lugar de la credibilidad del ministerio, la mayor credibilidad posible y, finalmente, reconquistada. En este lugar se vuelve evidente lo que Pablo entiende cuando afirma que "las armas de nuestra milicia no son débiles, más bien tienen la fuerza de tirar fortalezas por la causa de Dios", y también el motivo que lo impulsa a afirmar que "con ellas reducimos a la nada cualquier acusación y altanería que se eleve contra el conocimiento de Dios" (2 Cor 10,45).

 

Él conoce el precio de este poder espiritual: "Es por eso que encuentro gozo en la enfermedad, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias soportadas por Cristo; en efecto, ¡cuando soy débil, entonces soy fuerte!" (2 Cor 12,10). Y para llevar todo a la luz: "Entonces nos alegramos, cuando somos débiles y ustedes son fuertes" (2 Cor 13,9). Éste es en efecto el significado de la autoridad oficial, que es una potestad espiritual, cristiana, que debe ejercitarse únicamente en la humildad en beneficio de los otros, que en ella deben encontrar fuerza y vigor. Pero también para estos es válida, en última instancia, la misma ley universal: hacerse débiles con los otros, ser crucificado con ellos, llevar con los otros la culpa de todos.

 

Si prescindimos de la Iglesia silenciada, torturada y que languidece en los campos de concentración del otro lado de la cortina, [3] que manifiesta y reproduce completamente la imagen del Señor crucificado, esta imagen emerge con toda su fuerza en la figura del Mofado del Vaticano. Iniciativas consoladoras externas ("por el Papa y por la Iglesia", etcétera) pueden ser conmovedoras como el velo de la Verónica, pero en su mayoría son dictadas por viejos ideales mesiánicos: "Hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus hijos". En el proceso de humillación, las sobrecargas que se apoyan en motivos inauténticos (aunque se asuman de buena fe) se separarán de la responsabilidad pastoral que el hombre que viene después de Pedro no puede abandonar. Las fórmulas pomposas e hinchadas de Vaticano I conservarán, a pesar de todo, traducidas en un estilo muy diverso, su verdad: una verdad muy modesta, no llamativa, desarmada, al menos mientras dure la repulsión de ocupar el último lugar.

 

Los cristianos magnilocuentes, la mayoría servidores clericales, prontos a asestar golpes sobre Roma, pueden estudiar sus rostros en las caricaturas del Bosco y de Brueghel. [4] Su razón permanece siempre penúltima, incluso si se presentan en la Iglesia como ángeles de veracidad autorizados por el cielo o por los hombres o por el futuro, y que aparentemente reciben continuas confirmaciones plausibles gracias a los errores en serie de la central. Ciertamente no les falta una corte de admiradores, tan humorísticos son. Pedro debió verse ridículo ciertamente cuando fue crucificado cabeza abajo, con los pies en alto; fue simplemente una ocurrencia inventar esta alusión a Rabbi Jot —la ópera trágica es parodiada con música de cabaret, Bach transformado en jazz— e imaginar a Pedro con el moco que le gotea de la nariz y encima de los dedos del pie un letrero con el escrito: Summus Pontifex Christianorum [El Sumo Pontífice de los Cristianos]. Es la posición al revés de la Iglesia jerárquica, prudentemente inmovilizada con clavos para evitar que, como un "saltamontes", se ponga otra vez de pie y siga pontificando, definiendo y excomulgando. Por el momento esto se ha evitado: teólogos gritones impiden que voltee el aguijón.

 

Es algo muy bueno que en este caso la crucifixión suceda al revés, como la imagen en un espejo; esto evita la posibilidad de confusiones y sin embargo muestra una imagen refleja de lo que es irrepetible, puro y recto, en las aguas turbias de un cristianismo exasperado. Se paga el precio de una culpa remota, apilada durante largo tiempo hasta que el sistema se derrumba. Y el Penitente no se puede disociar de esta culpa; le sigue pegada, no tanto porque él la haya cometido personalmente, sino porque le fue entregada como una carga obvia: como parte de su ministerio, de su responsabilidad. O mejor, como un peso que se ha vuelto más pesado de lo que un hombre, aunque instalado en el ministerio, pueda cargar; así que no es el hombre quien lleva la cruz, sino la cruz que lleva al hombre. En todo este espectáculo, los servidores, incluso con sus motivos tan plausibles, están reducidos a huidizos comparsas, porque toda la secuencia de su culpa está representada en el Culpable enviando a la perdición. Hay que tener cuidado si deja de existir el punto en el que el pecado de todos nosotros se concentra y se vuelve visible, así como la pus que circula en el organismo se concentra en un punto saliendo como un absceso. Bienaventurado pues el ministerio que se presta a esta función de ser el centro de la enfermedad, ya sean el Papa o los obispos o los simples sacerdotes los que resisten o cualquier otro que se exponga cuando se dice que "la Iglesia debería". En una función así no se consiguen honores; es más, para disfrute del público, alguien debe ser el blanco de la fiera, que la gente abofetea para probar la fuerza de los músculos: la inclinación de la lanceta hacia abajo indica infaliblemente cuánto uno es fuerte. También ésta es una forma de infalibilidad.

 

Notas

 

[1] La primera edición de Puntos firmes se publicó en alemán en abril de 1972 (N. de.T).

 

[2] The Bridge of San Luis Rey (1927)es una novela de Th. N. Wilder, ambientada en Perú, en la que se reconstruye la vida de cinco personas llevadas por el derrumbe de un frágil puente de lianas, que unía las orillas de una profunda barranca.

 

[3] El autor escribió este texto en la época en que aún existía la cortina de hierro que protegía los regímenes soviéticos en donde la Iglesia era perseguida (N. de.T.).

 

[4] Hieronymus Bosch, pintor flamenco (ca. 1450-1516), famoso por sus representaciones grotescas. Pieter Brueghel el viejo, pintor holandés (ca. 1530-1569), con una vena humorística (N. del TJ.