Especial sobre San Pablo I

Espiritualidad del apóstol según san Pablo

La tradición cristiana conoce a San Pablo como «el Apóstol», sin más. El no sólo ha vivido apasionadamente la misión que le había sido confiada, sino que en sus cartas transluce esta vivencia. Sus escritos no son asépticos e impersonales, sino que en cada línea se manifiesta el alma y el corazón del apóstol. Sus deseos y anhelos, sus luchas y fatigas, sus proyectos… están al alcance de quien lee sus cartas.

Estas páginas recogen lo que he ido entresacando a lo largo y ancho de las cartas de San Pablo, de su vivencia apostólica. Como se ve, aparece una gran riqueza de detalles, que constituye lo que podríamos denominar el testimonio apostólico de San Pablo. Seguramente él no ha pretendido reflejamente expresarlo así, pero es providencial que haya quedado plasmado por escrito, pues ha servido de orientación a los cristianos y apóstoles de todas las épocas.

También para nosotros puede ser iluminador. Ante el reto de la nueva evangelización y del tercer milenio del cristianismo que comenzamos, es necesario ante todo un nuevo ardor para que el Evangelio se difunda. Las actitudes apostólicas que San Pablo testimonia -válidas para todo apóstol, sacerdote, seglar o religioso- son básicas y esenciales; sin ellas ningún método resultará eficaz ni fructuoso.

«La plenitud de los tiempos» (Gal. 4,4)

A San Pablo le ha tocado vivir en el momento culminante de la historia, en la plenitud de los tiempos, cuando «Dios envió a su Hijo» al mundo, «para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal. 4,4-5). El momento en que, con la venida de Cristo se ha manifestado a los hombres y se ha realizado el misterio de la salvación escondido y mantenido en secreto durante siglos eternos (Rom. 16, 25-26; Ef. 3, 5-6).

Este hecho es imprescindible para entender la colosal obra misionera y apostólica de Pablo.

Pues él -como por lo demás los restantes autores del N.T.- tiene conciencia de estar en esa «plenitud de los tiempos». Con frecuencia en sus cartas le sorprendemos contraponiendo el «antes» de la venida de Cristo al «ahora» instaurado por esa misma venida. Por el hecho de que Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, llega a afirmar: «pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor. 5,17). Pablo es consciente de que la venida de Cristo ha traído consigo toda novedad y ha desbordado toda expectativa al realizar una «nueva creación».

Cuando reflexione sobre su ministerio afirmará sin ambages que este ministerio -el suyo y el de los demás apóstoles del N. T.- supera sin comparación posible el ministerio de Moisés, el gran mediador de la antigua alianza. Los ministros de la nueva alianza están puestos al servicio de la acción del Espíritu. Como ministros del evangelio, les ha sido concedida la gracia de anunciar una Buena Noticia inmensamente gozosa y sorprendente: «el amor de Dios manifestado en Cristo» (Rom. 8, 39) que se ha entregado por cada uno (Gal. 2,20) para rescatarnos de nuestros pecados (Gal. 1,4). Al apóstol le ha sido confiado el anuncio de este acontecimiento incomparable que es portador de salvación (1 Cor. 15,1-5).

Es esto lo que espolea al apóstol: el deseo de transmitir y hacer partícipes a todos de este «tesoro» (2 Cor. 4. 7). Por eso exclamará: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; Es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado» (1Cor. 9, 16-17).

Colocado en la plenitud de los tiempos y portador de tal tesoro y de semejante novedad, Pablo se siente impelido y urgido a hacerlo llegar a todos, absolutamente a todos. Una tras otra, irán cayendo distancias, fronteras y dificultades y el Evangelio irá extendiéndose de la mano de Pablo por todo el inmenso Imperio romano como un fuego incontenible. Su única obsesión será llevar el Evangelio y el nombre de Cristo allí donde todavía no es conocido (Rom. 15,19-21; 2 Cor. 10,15-16).

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

Especial sobre Sn Pablo II

Apóstol por vocación

José Manuel Alonso Ampuero   





 

Las palabras de Festo en He. 25,19 («un difunto llamado Jesús, de quien Pablo sostiene que está vivo») las podría haber hecho suyas el propio Pablo antes de su conversión refiriéndose a los cristianos.

En efecto, la experiencia del camino de Damasco consistió esencialmente en esto: ese Jesús a quién Pablo consideraba definitivamente muerto se le presentó repentinamente vivo y lleno de gloria («Yo soy Jesús a quién tú persigues»: He. 9,5). Pablo no le ha buscado, ni se ha preparado a este encuentro; por el contrario, ha luchado ferozmente contra los cristianos y su evangelio. Y sin embargo, el Resucitado irrumpe en su vida y Pablo queda «apresado» por Cristo Jesús (Fil. 3, 12).

Todo su ímpetu y toda su actividad evangelizadora arrancan de este hecho: él tiene conciencia clara de que no es apóstol por voluntad propia, sino «por voluntad de Dios» (1Cor.1,1; 2Cor. 1,1; Ef. 1,1). Sabe muy bien que es «llamado como apóstol» (Rom. 1,1) exactamente como lo habían sido los Doce, porque le ha llamado el mismo Jesús que les llamó a ellos; y -lo mismo que ellos- también Pablo ha sido llamado por su nombre (He. 9,4)…

El hecho de haber sido llamado «por gracia» (Gal. 1,15) no quita fuerza a esta vocación, sino todo lo contrario: pone más de relieve la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama no en virtud de los méritos contraídos sino por pura benevolencia, que tiene misericordia con quien quiere (Rom. 9,15-18). De hecho Pablo no dejará de maravillarse y sorprenderse a lo largo de toda su vida de que haya sido llamado precisamente él: «a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1Tim. 1,13). Toda su predicación acerca de la gracia brotará de esta experiencia primera y fundante: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo; y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él» (1Tim. 1,15-16).

Y Pablo sabe que esta llamada, que tan en contra va de sus convicciones anteriores y de su conducta pasada (Gal. 1,13-14), no es algo casual, sino que hunde sus raíces en la eternidad. Tiene conciencia de que en realidad ha sido «separado» por Dios ya «desde el seno materno» (Gal. 1,15). El, tan buen conocedor de las Escrituras, podía aplicarse a sí mismo las palabras dirigidas por Yahveh al profeta Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado» (Jer. 1,5).

 

«Tuvo a bien revelar a su Hijo en mí…»

Con estas palabras tan sintéticas resume San Pablo lo acaecido en el camino de Damasco. Sin entrar en detalles de lo que sucedió por fuera, da a entender que la llamada de Dios ha sido fundamentalmente una llamada interior («en mí», «dentro de mí»), una «iluminación» o «revelación» por la que Pablo «ha visto» a Jesús (1 Cor. 9,1) y le ha conocido como Señor e Hijo de Dios. Es decir, no sólo ha comprobado que Jesús estaba vivo, sino que ha entendido quién era ese Jesús (lo cual sólo es posible por revelación de Dios: Mt. 16, 17; 11, 25-27).

Pablo, aun reconociéndose «indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1Cor. 15,9), no puede dejar de afirmar que se le «apareció» Cristo Resucitado, exactamente igual que se les había aparecido a los Doce y a los demás discípulos (1 Cor. 15,5-8). Y esta «aparición» o «revelación» ha sido un desbordamiento de luz en su corazón: Dios mismo ha hecho brillar en su corazón la luz de Cristo (2 Cor. 4,6).

Y este brillo ha sido de tal intensidad que ha trastocado la vida y los valores de Pablo. Él, que tenía «motivos para confiar en lo humano» por su ascendencia hebrea y que era «intachable» en el cumplimiento de la Ley santa dada por Dios a través de Moisés (Fil. 3,4-6), hace esta confesión sublime: «lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quién perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil. 3,7-8).

A partir de ese momento, cuando Pablo se presente en el areópago de Atenas y en los demás «areópagos» del inmenso imperio romano, no será un predicador más de doctrinas nuevas o desconocidas, sino testigo de un Cristo vivo y glorioso que ha transformado su existencia. Lo mismo que Moisés (Ex. 34,29), pero de una manera incomparablemente más perfecta (2Cor. 3,7-11), será testigo de ese Cristo que ha visto «cara a cara» (Cf. Ex. 33,11) y -como un espejo- reflejará su gloria en su rostro y con toda su vida (2Cor. 3,18).

 

«…para que yo le anunciase entre los gentiles» (Gal, 1,16)

Llama la atención que en San Pablo el encuentro con Cristo y la llamada a ser apóstol y a anunciar el evangelio van inseparablemente unidos. Así aparece en el mencionado texto autobiográfico de Gal. 1,16. Y así aparece también en los tres relatos de su conversión que nos presenta San Lucas en el libro de los Hechos (He. 9, 15; 22,14-15; 26, 16-18).

Da la impresión de que al encontrarse con Cristo, Pablo ha encontrado el tesoro escondido (cf. Mt. 13,44) y como la mujer de la parábola siente la necesidad de contar a todo el mundo que ha encontrado algo de gran valor (cf. Lc. 15, 9).

Evangelizar es eso: llevar a los hombres un anuncio gozoso, entusiasmante y contagioso. La Buena noticia es la palabra misma de Cristo, ese Cristo enviado por el Padre para la salvación del mundo. Y Pablo, que ha experimentado en sí mismo la alegría producida por el encuentro con Cristo, experimenta también el impulso incontenible a transmitir esa dicha a todos. Como Pedro y Juan, podría decir: «No puedo callar lo que he visto y oído» (He. 4,20).

Más aún, siente la llamada a evangelizar a los gentiles, es decir, a aquellos que los judíos consideraban por definición «pecadores» (Gal. 2,15), pues no conociendo la Ley mucho menos podían cumplirla. Pablo, que sabe que todo lo que le ha sucedido es humanamente inexplicable, que ha sido fruto del amor gratuito y misericordioso de Jesucristo, entiende claramente que esa salvación es ofrecida de manera igualmente gratuita e inmerecida a todos, sean quienes sean, pues Cristo murió por los pecadores (1Tim. 1,15), es decir, por todos (2Cor. 5,14).

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

 

Especial sobre San Pablo III

Somos colaboradores de Dios

José Manuel Alonso Ampuero  

 

Consciente de su indignidad y de que ha sido «misericordiosamente investido de este ministerio» (2 Cor. 4,1), San Pablo sabe que su misión consiste nada menos que en ser «colaborador de Dios».

Esta misión tan sublime la vive ante todo con gratitud y admiración: «Doy gracias… a Cristo Jesús, que se fió de mí y me confió este ministerio» (1 Tim. 1,12). Cuando escriba a Timoteo, ya en los últimos años de su vida, Pablo no ha dejado de admirarse ante este hecho increíble: «¡Se fió de mí!» Dios le ha llamado a colaborar íntimamente consigo, ha puesto en sus manos la redención operada por Cristo y ha confiado a sus labios la Buena Nueva de la salvación. ¡Qué asombro! El Dios infinito se ha fiado de Pablo, un hombre débil y pecador.

Una admiración que alcanza su grado culminante por el hecho de que esta colaboración consiste nada menos que en ser «administrador de los misterios de Dios» (1 Cor. 4,1). Según las costumbres de la época, el administrador (o «ecónomo», es decir, encargado de la casa) gozaba de la plena confianza de su dueño, disponía de sus bienes y le representaba al exterior, sobre todo en lo referente a los bienes materiales del propietario (cf. Lc. 12,42; Sal. 105,21). ¡Dios se fía de Pablo y de su gestión al frente de su casa y pone en sus manos la administración no de unos bienes materiales, sino de sus mismos misterios! ¿Cómo no vivir en la gratitud y en la admiración continuas?.

Esta conciencia de ser colaborador de Dios le hace además vivir a Pablo en la humildad más profunda y radical. Considerando la grandeza de la misión que le ha sido confiada, exclama: «Para esto, ¿quién es capaz?» (2 Cor. 2,16). El apóstol verdadero experimenta agudamente su incapacidad; todos sus valores y cualidades son radicalmente insuficientes en orden al altísimo encargo recibido. Por eso es Dios mismo -que llama al apóstol a ser colaborador suyo- quien «le reviste de fortaleza» (1 Tim. 1,12) y le capacita: «no que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza»(2 Cor. 3,5-6). Dios, el único suficiente, viene en ayuda de su colaborador para hacerle partícipe de su suficiencia.

Pablo sabe que en esta colaboración debe trabajar duro, hasta dejarse la vida (sabemos hasta qué punto se «gastó y desgastó» por sus cristianos: cf. 2Cor. 11,23-29). Pero sabe también que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1 Cor. 3,7); no niega su trabajo, ni el de los demás apóstoles («yo planté, Apolo regó»), pero afirma categóricamente que «fue Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor. 3,6). Podría haber dicho con el salmista: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal. 127,1).

Por eso, cuando hablando apasionadamente le salgan las palabras «he trabajado más que todos ellos», matizará inmediatamente: «Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor. 15,10). Ciertamente ha trabajado, incluso más que los demás, pero colaborando con la gracia: el sujeto y protagonista principal ha sido Dios mismo, que mediante su gracia ha incorporado y asumido a Pablo en la tarea evangelizadora; no ha sido principalmente él, aunque con la ayuda de la gracia, sino ante todo la gracia, que le ha capacitado, fortalecido y sostenido.

Por eso, cuando los corintios se queden detenidos en los hombres, admirando y alabando a tal o cual evangelizador, Pablo cortará por lo sano: «¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? … ni el que planta es algo, ni el que riega» (1 Cor. 3,5-7). Quedarse en los hombres es desvirtuar su condición de colaboradores de Dios y olvidar que el único salvador es Jesucristo.

Por otra parte, la condición de colaborador de Dios despierta en Pablo un profundo sentido de responsabilidad, pues «lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor. 4,2). Responsabilidad ante Dios: «Mi juez es el Señor» (1 Cor. 4,4). Responsabilidad de quien sabe que tiene confiado «el santuario de Dios», es decir, la comunidad de los cristianos, la Iglesia, que puede quedar dañada o destruida por el mal colaborador: «si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él, porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (1 Cor. 3,17).

Sentido de responsabilidad que le lleva a advertir también a los demás y a abrirles los ojos respecto de la seriedad de su colaboración con Dios: «¡Mire cada cual cómo construye!» (1 Cor. 3,10). Pues el resultado depende de que uno colabore en la construcción del templo santo de Dios «con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja» (1Cor.3,12). Al final se pondrá de relieve el valor y la duración de la construcción de cada cual. Sólo lo que pase la prueba del fuego perdurará eternamente; lo demás desaparecerá como el humo: en realidad no habrá construido nada.

Sin duda que el consejo que Pablo daba a los cristianos de Filipos de «trabajar con temor y temblor por su propia salvación» (Fil. 2,12), lo aplicaría a sí mismo también en cuanto ministro de Cristo. En toda su vida y en su actividad jamás actuaba con ligereza; sabiendo que «es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Fil. 2,13), procuraba acoger y secundar responsablemente la acción de Dios evitando «echar en saco roto la gracia de Dios» (2 Cor. 6,1).

Finalmente, es su condición de colaborador de Dios lo que le daba a Pablo autoridad para hablar a los hombres, pues lo hacía no en nombre propio, sino en nombre de este Dios que era el protagonista principal de su vida: «como cooperadores suyos que somos, os exhortamos…» (2 Cor. 6,1). El apóstol sólo secunda la acción y el impulso de Dios y su palabra, no los sustituye con su propia iniciativa. Actúa

 

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

 

 

pedro

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Especial de San Pablo IV

Embajadores de Cristo

José Manuel Alonso Ampuero 

 

Llamado por Dios y constituido colaborador suyo, San Pablo expresa la conciencia que tiene de su misión considerándose «embajador de Cristo». Entonces como hoy, el embajador es alguien que ha recibido la delegación plena de poderes por parte de aquel que le envía, hasta el punto de actuar en su nombre. Consciente de ser embajador personal de Jesucristo, Pablo sabe «que Dios exhorta a través nuestro» y puede exclamar con toda energía: «En nombre de Cristo, os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor. 5,20). Y es tal su conciencia de actuar siempre y en toda circunstancia en nombre de Cristo que incluso estando prisionero se sigue considerando a sí mismo embajador suyo, aunque sea «entre cadenas» (Ef. 6,20).

La misma realidad expresa el término «apóstol», que es el que usa con más frecuencia, hasta el punto de que sólo está ausente en tres cartas (2 Tesalonicenses, Filipenses y Filemón); en todas las demás, ya desde el saludo Pablo se presenta a sí mismo como «apóstol de Jesucristo».

Apóstol significa no sólo «enviado», sino enviado oficialmente y con plenos poderes. En cierto modo, el enviado se identificaba con aquel que le enviaba, hasta el punto de que debía ser tratado con el mismo respeto que este y las atenciones u ofensas que recibía el enviado se consideraban hechas al enviante. (Así, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, David declaró la guerra a los ammonitas y les combatió duramente por haber ultrajado a sus emisarios -2 Sam. 10-).

Con ello Pablo empalma con la enseñanza del mismo Jesús, que había llamado «apóstoles» a los doce (Lc. 6,13) y les había enviado con su propia autoridad, la misma que él había recibido de su Padre: «Como el Padre me envió, así os envío a vosotros» (Jn. 20,21). Jesús los enviaba en su nombre, y por eso podía decir: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt. 10,40), «quien a vosotros os escucha, a mí me escucha, y quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza» (Lc. 10,16). Y como enviados personales suyos, Jesús les hacía partícipes de sus mismos poderes: «en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas… » (Mc. 16,17 s.).

Sin duda, aquí radicaba la fuerza invencible de Pablo. No se trataba en él simplemente de energía de carácter o de entusiasmo por un ideal, sino de la conciencia de estar siendo impulsado por Cristo mismo, de que en su debilidad residía «la fuerza de Cristo» (2 Cor. 12, 9).

Quizá desde aquí se entiende mejor el texto de Gal. 2,20: «Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí». Apresado por Cristo Jesús (Fil. 3,12) desde el momento mismo de su conversión, hasta tal punto el Señor se ha adueñado de su persona que se ha convertido en el sujeto y protagonista principal de su vida. Pablo no ha dejado de vivir su existencia humana, pero percibe que su yo no es ya el sujeto último de su vida, sino que «otro» se ha apoderado de él desde dentro, hasta el punto de ser el que gestiona su vivir y su actuar. El apóstol ha quedado identificado con el que le envía, ha quedado unido íntima y profundamente con él. No se siente enviado por alguien que está fuera de él y le confía un encargo, sino por alguien que viviendo en él le impulsa desde dentro. El apóstol es como una nueva encarnación del Verbo. Cristo prolonga su vida y su actividad en su apóstol. Al decir «Cristo vive en mí» el apóstol podría haber especificado: actúa en mí, habla en mí, ora en mí, sufre en mí, ama en mí…

Esa vida de entrega tan admirable, tan desbordante, tan sobrehumana, encuentra aquí su explicación: Pablo tiene clara conciencia de que el Cristo Resucitado que encontró en el camino de Damasco actúa en él y por medio de él. Poseído por la fuerza infinita del Resucitado se siente impulsado a hablar y a actuar con una fortaleza que no es la suya. Todo su empuje apostólico, su audacia, su aguante ante las dificultades, su constante iniciativa para abrir nuevos campos al evangelio… se explican desde aquí. Sin esto, todas sus energías naturales se hubieran agotado, antes o después, ante las numerosas y graves dificultades que tuvo que afrontar.

Dirá, por ejemplo, a los tesalonicenses: «Después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, como sabéis, tuvimos valor, apoyados en nuestro Dios, para anunciaros el evangelio en medio de fuerte oposición» (1 Tes. 2,2). En efecto, después de haber sido encarcelados y haber recibido muchos azotes en Filipos, Pablo y Silas -según relata He. 16,16-40- no solo no se desanimaron ni se echaron atrás, sino que continuaron con energía indomable su actividad evangelizadora predicando en Tesalónica, donde a su vez encontraron persecución (He. 17,1-9)… Después Berea, Atenas, Corinto… encontrando siempre dificultades, oposición, indiferencia, rechazo… Lo cual habría desalentado y hecho desistir a cualquiera, no así a los apóstoles sostenidos por la fuerza de Cristo.

Pablo sabe bien a quién pertenece. Está seguro de ser «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gal. 1,1). Es apóstol de Jesucristo. Sólo a Él pertenece. Él le ha enviado y a Él solo ha de agradar (Gal. 1,10). Y cuando al final de su vida se encuentre en la cárcel de Roma, solo y abandonado de todos, a punto de ser martirizado, podrá exclamar con una fuerza impresionante: «Sé de quién me he fiado» (2 Tim. 1, 12).

De su condición de «embajador» y «apóstol» de Jesucristo nace también la conciencia de su autoridad, que ejercita precisamente «en nombre del Señor Jesús». Cuando tiene que exhortar, mandar o prohibir lo hace consciente de estar investido de la autoridad misma de Cristo (2 Tes. 3,6-15). E incluso cuando tiene que tomar alguna decisión dura y drástica, no duda lo más mínimo (1 Cor. 5,4-5), consciente de su responsabilidad de ministro del Señor. Teniendo muy claro, por otra parte, que esa autoridad se la dio el Señor «para construir, no para destruir» (2 Cor. 13,10). Por eso, hasta las más fuertes censuras tienen como objetivo el bien de los mismos fieles(1 Cor. 4,4), «pues nada podemos contra la verdad, sino sólo a favor de la verdad» ( 2 Cor. 13,8) y «lo que pedimos es vuestro perfeccionamiento» (2 Cor. 13,9). Incluso preferirá, cuando sea posible, en vez de imponer su autoridad, mostrarse amable «como una madre cuida con cariño de sus hijos» (1 Tes. 2 ,7).

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

Especial sobre San Pablo V

Siervo de Cristo Jesús

José Manuel Alonso Ampuero



 

Ser apóstol de Jesucristo es en el fondo un misterio inagotable. Y San Pablo lo expresa recurriendo a frecuentes paradojas. Una de ellas es la de que siendo embajador personal de Cristo -con toda la dignidad y autoridad que ello implica- se considera simultáneamente un simple siervo, es decir, un esclavo que pertenece a Cristo y está a su servicio.

Por supuesto, todo cristiano es siervo de Jesucristo, y ello en el sentido más profundo y radical: habiendo sido «comprado» y rescatado por Cristo al precio de su sangre (1 Cor. 6,20), el cristiano pertenece a Cristo, es «de Cristo» (1 Cor. 3,23); no se pertenece a sí mismo (1 Cor. 6,19), ni vive para sí mismo, sino que vive y muere «para el Señor», a quien pertenece enteramente (Rom. 14, 7-9).

Pues bien, esto que corresponde al «estatuto» de todo cristiano, expresa con fuerza insuperable un aspecto de la condición del apóstol de Cristo. Y para ello San Pablo se sirve de tres términos distintos (que no suelen distinguirse en las traducciones), cada uno de los cuales expresa aspectos diversos de la tarea apostólica:

a) «Servidor» (diakonos), que expresa ante todo la idea del servicio a la mesa durante la comida, la preocupación diaria por los medios de subsistencia y -más en general- toda clase de servicios. San Pablo se considera sí mismo «diácono de Cristo Jesús» (2 Cor. 11,23; Col. 1, 7; 1 Tim. 4,6), «diácono del evangelio» (Col. 1,23), «diácono de la justicia» (2 Cor. 11,15), «diácono del Espíritu» (2 Cor. 3,8). Es decir: sirviendo en nombre de Cristo, Pablo ofrece a los hombres el alimento y los medios de subsistencia para su vida: la Buena noticia que es el evangelio, la salvación que justifica y transforma, y el don del Espíritu, fuente de toda vida y santidad, que se derrama por el ministerio del apóstol. Así se configura con Cristo, que ha venido a «servir» a todos (Mc. 10,45).

b) «Esclavo» (doulos), que expresa la idea de realizar algo no por gusto, sino por obligación, por el hecho de encontrarse a las órdenes de alguien. En el mundo griego el esclavo carecía de lo más hermoso de la dignidad humana: la libertad. En realidad, el esclavo no se pertenecía a sí mismo, sino a su dueño, debía renunciar continuamente a su voluntad y debía agradar en todo a su amo (que podía castigarle arbitrariamente e incluso quitarle la vida).

Por otra parte, en el A. T. son llamados siervos de Dios todos los grandes hombres de Israel: Moisés (Jos. 14,7), Josué (Jos. 24,29), Abraham (Sal. 105,42), David (Sal. 89,4), Isaac (Dan. 3,35)… En este contexto, el término expresa la sumisión, respeto y dependencia del hombre respecto de Dios.

Por tanto, cuando San Pablo se denomina a sí mismo «esclavo» de Cristo Jesús (Rom. 1,1; Gal. 1,10; Fil. 1,1; Col. 4,12; Tit. 1, 1) está expresando su conciencia de haber quedado «expropiado» de sí mismo, de su voluntad, de sus planes, de sus gustos… en una palabra, de todo lo suyo -incluida su libertad- para servir del todo y sólo a Cristo y a su voluntad. Teniendo en cuenta que ser esclavo de Cristo le lleva también a hacerse esclavo de aquellos a quienes Cristo le envía ( 2 Cor. 4,5).

c) «Siervo» (hyperetes) designa al criado doméstico que está siempre al lado de su Señor, dispuesto a responder al menor de sus deseos. Al llamarse «siervo de Cristo» (1 Cor. 4,1) Pablo sabe que no tiene otra cosa que hacer que estar pendiente de su Señor -en cuya presencia vive- para secundar dócil e inmediatamente cada una de sus indicaciones.

Pues bien, esta conciencia de siervo -de «siervo inútil», según las palabras de Jesús : Lc. 17,10-, hace permanecer a Pablo profundamente enraizado en la humildad. Sabe que no es más que un pobre y débil instrumento de la acción de su Señor (cf. 1 Cor. 15,10).

Y esta conciencia de siervo le impide «servir a dos señores» (Mt. 6,24). No tiene más que un Señor, Cristo, y sólo a El debe agradar: «Si todavía pretendiera agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal. 1, 10). Y si se hace «siervo» de ellos es «por Jesús» (2 Cor. 4,5), es decir, «por amor» (Gal. 5,13).

 

Especial sobre San Pablo VII

Nos apremia el amor de Cristo

José Manuel Alonso Ampuero  



 

Apóstol de Cristo Jesús, Pablo se siente totalmente unido a Aquel que le envía y plenamente identificado con El. Cristo ha tomado posesión de Pablo, se ha adueñado de él. Ya no es Pablo el sujeto y protagonista de su propia vida, sino Cristo que vive en él (Gal. 2,20)…

Pablo se siente apremiado por el amor de Cristo. Ya que vive sólo para El, el amor que tiene a Cristo le impele a que «no vivan para sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5,15), «para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros» (2 Tes. 1,12). Encendido en el amor de Cristo, Pablo no busca sus intereses, sino los de Cristo (cf. Fil. 2,21), sólo desea que el Señor sea reconocido y servido por todos, sólo anhela que la gloria de Cristo se manifieste esplendorosa en todos los suyos.

Pero la expresión «nos apremia el amor de Cristo» no indica sólo el amor que Pablo tiene a Cristo , sino sobre todo el amor que Cristo tiene a los hombres, como dice a continuación: «al considerar que uno murió por todos.» Es esta consideración, esta contemplación del misterio de la cruz, lo que apremia a Pablo, y no como una exigencia externa, sino como un impulso que le impele desde dentro. Contemplando el amor de Cristo manifestado en la cruz, contemplando a todo hombre como propiedad de Cristo, que ha dado la vida para rescatarle (Gal. 1,4; 2,20), Pablo se siente irresistiblemente apremiado. La caridad del apóstol encuentra su raíz y su fuente en la contemplación de Cristo crucificado.

De aquí brotará toda su «caridad pastoral». Pablo es testigo del amor de Dios, manifestado en Cristo, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2,4). Ha hecho suyas las intenciones y deseos de Cristo y está dispuesto a «gastarse y desgastarse totalmente» por ellos (2 Cor. 12,15). Toda su entrega apostólica, sus viajes, sus luchas y fatigas, su insistir a todos «a tiempo y a destiempo» (2 Tim.4,2)…sólo encuentran su explicación en un corazón invadido por el amor de Cristo a los hombres. Es Cristo mismo, que viviendo en Pablo (Gal. 2,20) ama también en él a los hombres con su mismo amor.

De hecho, la actitud tan característica de la vida y de la entrega de Jesús (resumida en la expresión «por vosotros»; v. Lc. 22,19; 1 Cor. 11,24) san Pablo la recoge aplicándola a sí mismo en relación con sus comunidades: Pablo está dispuesto a dar la vida por sus cristianos (Fil. 2,17).

En su predicación del evangelio Pablo no ha sido un mero funcionario que ha cumplido con exactitud una tarea encomendada. Toda su acción evangelizadora ha brotado del inmenso amor que tenía a aquellos a quienes evangelizaba. Cuando escriba a los Tesalonicenses les dirá: «amándoos a vosotros, queríamos daros no solo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, porque habíais llegado a sernos muy queridos» (1 Tes. 1,8); y explica a continuación cómo ese amor, lejos de reducirse a un simple sentimiento, se expresó de hecho en «trabajos y fatigas», «trabajando día y noche», evitando ser gravoso a nadie, exhortando a cada uno en particular…En su acción apostólica cotidiana el apóstol reproduce la actitud de Cristo de dar la vida (lo cual tendrá una expresión particular en los innumerables padecimientos sufridos por las comunidades: 2 Cor. 6,4-5; 11,23-27…y alcanzará su culmen en el martirio).

«Como una madre con sus hijos…» (1 Tes. 2,7)

Este amor de Pablo reviste rasgos paternos y maternos a la vez. No se trata de una simple metáfora o comparación. Es que él se sabe comunicando vida, una vida nueva, divina, eterna, de un valor incomparablemente más grande que la física y natural: «aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien por el Evangelio os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor. 4,15). Y cuando escriba a Filemón lo hará empapado de amor paternal: «Te ruego a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo» (Flm. 12); toda esta carta rezuma amor de padre hacia este esclavo convertido en la cárcel a quien llega a llamar «mi propio corazón» (Flm. 13).

No solamente tiene conciencia de «engendrar» a la fe por medio del anuncio del Evangelio. Toda la tarea de crecimiento en la fe de sus comunidades es concebida por Pablo como una gestación: sufre por sus hijos «hasta que Cristo se forme en ellos» (Gal. 4,19). Su amor materno, sus desvelos y sufrimientos apostólicos acompañan a cada nuevo cristiano hasta su transformación plena y total en Cristo.

El apóstol se siente madre que amamanta con afecto y ternura (1 Tes. 2, 7): las expresiones indican la nodriza que amamanta o alimenta con su propia leche, y la actitud de ternura y cariño de la madre que acuna a su niño contra su propio seno (son las mismas palabras que en Ef. 5,29 se usan para indicar lo que Cristo hace por su Iglesia y cómo la trata).

De hecho, este amor paterno-maternal se expresa de múltiples formas. Pablo atiende a los suyos con el amor de un padre que educa, tratando y formando a los hijos uno a uno, exhortando y animando a cada uno (1 Tes. 2, 11). El afecto hacia sus hijos es tan real que suscita en él un intenso deseo de verlos (1 Tes. 2,17; 3,6). El apóstol sufre, se inquieta y preocupa por los peligros de una comunidad que es aún inestable (1 Tes. 3,5; 2,18) y literalmente «no vive» ante el temor de que el tentador derrumbe la fe de ellos: al recibir buenas noticias siente un gran alivio y consuelo (1 Tes. 3,7) y exclama: «Ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1 Tes. 3,8).

Pablo derrocha ternura y afecto para con sus cristianos y no tiene reparo en manifestarles abiertamente cuánto les quiere: «os amo a todos en Cristo Jesús» (1 Cor. 16,24); «testigo me es Dios de cuánto os quiero en las entrañas de Cristo Jesús» (Fil. 1,8); «vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo» (1 Tes 2, 20)…

Pero tampoco se echa atrás, en nombre de este mismo amor, si hay que reprenderles porque es necesario para su bien (2 Cor. 7,8-9). Precisamente porque los ama como a hijos les corrige, pues «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Heb. 12,7; ver toda la perícopa: vv. 5-13). Incluso cuando tiene que «entristecerlos» con una reprensión lo hace «no para entristeceros, sino para que conocierais el amor desbordante que sobre todo a vosotros os tengo» (2Cor. 2, 4). En todo caso lo hace con delicadeza y sin humillar: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos» (1 Cor. 4,14). Y cuando se vea obligado a rehusar los donativos de los corintios, exclamará: «¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Bien lo sabe Dios» (2 Cor 11,11).

 

«Con celo de Dios…» (2 Cor. 11,2)

Ante las infidelidades de los corintios a Cristo y a su mensaje, Pablo deja aparecer algunos de sus más profundos sentimientos de apóstol, con unas expresiones un tanto sorprendentes: «Celoso estoy de vosotros con celo de Dios».

Para entender estas expresiones hemos de recurrir al A.T., donde el amor de Dios se revela como «fuego devorador» (Dt. 4,24), como amor celoso que exige un amor exclusivo como respuesta. Dios es «un Dios celoso» (Ex. 20,5) y su celo subraya el carácter absoluto de Dios mismo, que ha de ser amado incondicionalmente, totalmente, exclusivamente, que es exigente porque no puede compartir un lugar en el corazón del hombre con criatura alguna. Y, a la vez, este celo de Dios nos habla de un amor apasionado que no tolera ninguna imperfección, engaño o defecto en aquel a quien ama.

Pues bien, Pablo comparte los sentimientos divinos respecto a los corintios y a los demás cristianos, participa del amor apasionado que Dios tiene por su pueblo. Como amigo del Esposo (cf. Jn. 3,29), testigo del amor nupcial de Cristo, participa de los celos de Dios, del deseo ardiente y apasionado que Cristo tiene de que la Esposa -la comunidad de Corinto en este caso- pertenezca total y exclusivamente a su esposo: «os tengo desposados con un solo Esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor. 11,2).

Es este amor ardiente y violento el que le impulsa a no tolerar ninguna infidelidad en la esposa y el que le mueve a prevenirla ante el temor de que tal infidelidad pueda ocurrir: «me temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo» (2 Cor. 11,3). La adhesión a doctrinas erróneas constituiría ciertamente una infidelidad (v. 4), pues alejarían del Cristo real, el único verdadero.

Por otra parte, estas expresiones nos hablan del desinterés del amor de Pablo, pues él no pretende de ningún modo vincular los cristianos y las comunidades a sí mismo, sino a Cristo. Lo que le hace arder es el deseo de que sean fieles al Señor y lo que le duele y le hace temer es el temor de la infidelidad a Cristo. Pero para sí mismo no busca nada. No pretende adhesiones a su persona. En todo caso reclama la adhesión a sí mismo en cuanto apóstol auténtico frente a los falsos apóstoles; en consecuencia, para provocar la adhesión a Cristo y a su mensaje. Como Juan Bautista, podía decir: «yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de El», se alegraba de que el Esposo poseyera a la Esposa, y se apartaba sinceramente dejando que Cristo creciera y él fuera progresivamente disminuyendo (cf. Jn. 3,28-30).

Es este amor ardiente y desinteresado a la vez el que llevará a Pablo a dirigirse con «gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2 Cor. 2,4) a aquellos que están tentados de ser infieles al Evangelio. En virtud de este amor les rogará, les exhortará, les amenazará…

 

«Todo para todos» (1 Cor. 9,22)

La caridad y el desinterés de Pablo alcanzan otra de sus expresiones más intensas en el texto de 1 Cor. 9,19-23, sumamente revelador de su espíritu y de sus deseos.

En efecto, es significativo que en estos breves versículos aparezca cinco veces la palabra «ganar», precedida de la conjunción final: el objetivo de Pablo es ganar, ganar a los judíos, ganar a los gentiles, ganar a los que están sin ley… «ganar a los más que pueda». Pero evidentemente no se trata de una ganancia interesada, pues no pretende ganar para sí, sino a favor de los que son ganados: «para salvar a toda costa a algunos».

Toda la vida y las energías de Pablo están canalizadas hacia un único objetivo, el de manifestar y comunicar a todos los hombres el amor salvador de Dios manifestado en Cristo Jesús. A este fin subordina todo lo demás.

Para eso, dice, «me he hecho esclavo de todos». Se ha puesto al servicio de Cristo y de su Evangelio para la salvación de los hombres. Ha hipotecado su libertad personal -ya hemos visto que el término «esclavo» tenía un significado muy fuerte en la época- para llevar el amor de Dios a todos. Pues tomar en serio su labor de evangelizador significaba, en la práctica, subordinar cualquier otro interés a la tarea de la evangelización y renunciar por completo y para siempre a todo lo que pudiera servir de obstáculo en la misión de ayudar a los hombres a acoger el Evangelio. Vió muy claro que para llevar a Cristo a todos él debía ser «todo para todos». Todo para el quedaba subordinado a la obra de salvar a todos los hombres: «todo lo hago por el Evangelio».

De hecho, se hizo «judío con los judíos, para ganar a los judíos». Estaba dispuesto a soportar cualquier padecimiento personal antes que permitir el más ligero obstáculo en la conversión de sus hermanos judíos a Cristo. Prefiere renunciar al ejercicio de la libertad respecto de la Ley en atención a los hermanos a quienes se podría escandalizar (1 Cor. 8,9-13; Rom. 14,13.15. 20s). Y en todas sus relaciones con los judíos le vemos usar el mayor respeto por la observancia de la Ley (cf. He. 16,3; 18,18; 20,16; 21,21-27), aunque es consciente de que en esto no hace más que seguir el ejemplo del propio Jesús (Rom. 15,2-3. 7-8). Y cuando se pronuncie contra la Ley no irá contra los judíos o los judeo-cristianos, sino contra la porfía en seguir esas observancias como si fuesen necesarias para sus conversos gentiles, a los cuales se estorbaba seriamente su entrada en la Iglesia.

Igualmente se hizo «gentil con los gentiles». Vió con claridad que sólo el Evangelio tenía fuerza para hacer volver los hombres a Dios y renovarlos, y que la Buena Nueva podía fermentar cualquier cultura o civilización. En consecuencia, no exigía a los gentiles ninguna conducta o práctica que no brotase del mensaje cristiano en sí (cf. el caso de las carnes sacrificadas a los ídolos: 1 Cor. 8,1-6). Tenía siempre presentes a los paganos, hasta el punto de usar la lengua griega y asumir conceptos y expresiones tomadas de la filosofía griega y de las religiones mistéricas…

Y llega a hacerse incluso «débil con los débiles». Para él lo único importante era salvar «al hermano débil por quien Cristo murió» (1 Cor. 8,11), y ninguna otra consideración debía estorbar esto jamás. Para él era evidente que cualquier interés personal debía quedar subordinado al supremo propósito de Dios al enviar a su Hijo: la salvación de los hombres. Es esta la temática que subyace en 1 Cor. 8-9, aduciendo como razón de peso su testimonio personal, pues esta actitud y este modo de actuar habían llegado a formar parte de su propia vida (1 Cor. 9,4-15).

Podemos decir que esto es lo que da a Pablo autoridad para ponerse a sí mismo como modelo y pedir que le imiten (cosa que hace repetidas veces en sus cartas). Sólo quien se ha hecho previamente «todo para todos» y «esclavo de todos» puede reclamar ser imitado. Pues en definitiva no es a Pablo a quien se imita, sino a Cristo, cuya vida y actitudes se han reproducido fielmente en su apóstol (1 Cor. 11,1).

 

«Desearía ser yo mismo anatema por mis hermanos» (Rom. 9,3)

La caridad pastoral de Pablo encuentra su expresión suprema en las palabras que encontramos al inicio del cap. 9 de la Carta a los Romanos. Con una fórmula particularmente solemne («digo la verdad en Cristo, no miento, testifica conmigo mi conciencia en el Espíritu Santo») nos hace una confidencia personal: el dolor inmenso y la tristeza continua que experimenta por el hecho de que sus hermanos judíos no hayan acogido al Mesías ni su Evangelio (vv. 1-2).

En el versículo 3 tiene esta afirmación impresionante: «desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne». De tal manera le importa -y le duele- la situación de sus hermanos que se manifiesta dispuesto a cualquier sacrificio por ellos, para alcanzarles la salvación.

La palabra «anatema» en la Biblia puede indicar algo entregado a Dios para serle consagrado como ofrenda agradable, o bien para ser destruido como cosa maldita (sentido del «jerem» en el A.T.). En San Pablo la palabra está tomada siempre en este último sentido (cf. Gal. 1, 8-9). Y es este el sentido que tiene aquí: Pablo se muestra dispuesto a atraer sobre sí la maldición divina, a ser convertido el mismo en objeto de maldición, y a experimentar definitivamente la separación de Cristo, si esto pudiese ayudar a la conversión de sus hermanos.

La expresión nos habla de un amor ardiente, y recuerda las palabras de Moisés tras el pecado del pueblo: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado…y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex. 32,31-32). Más aún, estas palabras recuerdan, reproducen y prolongan la actitud del mismo Cristo, que aceptó ser hecho «pecado» por nosotros para que nosotros llegásemos a ser «justicia de Dios» (2 Cor. 5,21), y se hizo a sí mismo «maldición por nosotros» para rescatarnos de la maldición (Gal. 3,13).

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

 

Especial sobre San Pablo VIII

Escogido para el Evangelio

José Manuel Alonso Ampuero



 

San Pablo tiene conciencia de haber sido elegido por Dios para consagrarse enteramente al anuncio del Evangelio. Polemizando con los corintios llegará a decirles: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1 Cor. 1,17). Sabe que su misión consiste en evangelizar, en anunciar a Cristo, poniendo así el fundamento sobre el cual otros continúen construyendo (1 Cor. 3,10).

Las palabras que figuran en el título de este capítulo indican lo mismo: tiene viva conciencia de que ha sido «escogido -por Dios mismo- para el Evangelio», es decir, para el anuncio del Evangelio. La palabra que se traduce por «escoger» significa en realidad «separar», «poner aparte», y es la misma que encontramos en Gal. 1,15 cuando Pablo habla de su vocación: Dios mismo le ha separado de las actividades ordinarias que los hombres realizan en su vida cotidiana para consagrarle enteramente al anuncio del Evangelio; ha sido sustraído a otras tareas para que su vida entera esté dedicada al ministerio de la Palabra.

De hecho, comprobamos que, si bien no tiene inconveniente en trabajar con sus manos para procurarse el sustento y no ser gravoso a nadie, en cuanto tiene posibilidad se deja absorber por la tarea evangelizadora. Así, por ejemplo, durante su estancia en Corinto, Pablo trabaja como tejedor de tiendas (He. 18, 3); pero cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia trayendo ayudas materiales «Pablo se dedicó enteramente a la Palabra» (He. 18,5)

 

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

Esta insistencia de San Pablo en la importancia del valor de la evangelización nace de una convicción fundamental: la predicación está en la base de todo; es el cimiento del edificio de la vida cristiana de cada hombre y de la vida de la Iglesia toda (1 Cor. 3,10).

Es muy significativa en el texto de Rom. 10,13-17 la concatenación de los verbos: al «ser enviado» sucede el «predicar»; al «predicar» sucede el «oír»; al «oír» sucede el «creer»; al «creer» sucede el «invocar»; y al «invocar» sucede el «ser salvado». En consecuencia, todo arranca de la predicación. La fe es la que justifica al hombre y le reconcilia con Dios, hace del hombre una criatura nueva; ahora bien, la fe es esencialmente acogida del kerygma, es decir, del anuncio de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación (este es el «Evangelio» que Pablo predica y en el que invita a todos a creer, cuyo resumen más antiguo encontramos en 1 Cor. 15,3-5; ver desde el v. 1 hasta el 11).

Pues bien, es a esta misión sublime a la que Pablo se sabe llamado sobre todo. Pues sin la evangelización -sin el anuncio de Cristo- no puede suscitarse la fe, ni -en consecuencia- tampoco la vida cristiana en toda su extensión, ni puede construirse la comunidad cristiana, ni es posible la salvación… Ciertamente podrá haber «diez mil pedagogos» que eduquen y cultiven la vida en Cristo; pero esta vida no existirá sin alguien que -mediante el anuncio del Evangelio- la «engendre» en el corazón de los hombres (1 Cor. 4,15).

Será preciso que alguien «riegue», abone y cuide la planta de la fe y de la vida nueva en Cristo; pero todo ello sería inútil y sin sentido si no fuera porque alguien antes «ha plantado» mediante la predicación la semilla de la fe y la raíz de la vida nueva (1 Cor. 3,6)

«Anunciar la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8)

Ya hemos visto cómo el contenido de la predicación de Pablo no es otro que la persona de Jesucristo y su obra de salvación en favor de los hombres: «yo, hermanos, cuando fui a vosotros… a anunciaros el misterio de Dios, no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo» (1 Cor. 2,1-2).

Lo que llena de admiración a Pablo es el hecho de que «ahora», precisamente en los días de su vida, haya sido revelado y dado a conocer por Dios el «Misterio», ese maravilloso plan de salvación que Dios tenía concebido en su designio «desde siglos eternos»; ese grandioso e increíble proyecto de ofrecer la salvación a todos, también a los gentiles (y no sólo a los judíos como creían los miembros del pueblo de la antigua alianza), mediante la fe en Jesucristo (Rom. 16,25-27; Ef. 3,3-12).

Pero lo que sobre todo le hace enloquecer es que además haya sido elegido precisamente él para la misión maravillosa de anunciar a los gentiles este misterio y conducirlos así a la fe y a la salvación: «a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8).

Este hecho le llena de gratitud y de gozo. Pero sobre todo le impulsa a entregar todas sus energías al servicio de la evangelización. Como un hombre que en medio de una epidemia mortal y muy extendida tuviera en sus manos el remedio para curarla de raíz. Pablo sabe que en medio de esta humanidad sumergida en el pecado (Rom. 1,18-3,20; ver especialmente 3,10) es portador de la única medicina capaz de salvar: «el Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación» (Rom.1,16). Y ello por pura gracia, sin mérito alguno de su parte (pues, como vimos, él ha sido el primer sanado por esta medicina: 1 Tim. 1,12-16).

 

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos…

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). L os hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

Como heraldo de Cristo, Pablo tiene perfecta conciencia de estar transmitiendo Palabra de Dios, no su propia palabra, fruto de su personal elucubración. Espontáneamente dirá: «os decimos esto como Palabra del Señor» (1 Tes. 4,15). Es y quiere ser fiel a toda costa, transmitiendo todo y sólo aquello que ha recibido (1 Cor. 11,23; 15,3: las palabras «recibir-transmitir» son términos técnicos usados entre los rabinos para expresar la absoluta fidelidad).

En 1 Tes. 2,13 da gracias a Dios porque los tesalonicenses recibieron su predicación «no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios». Ciertamente se trataba de un mensaje salido de sus labios, anunciado por un hombre; pero él sabe muy bien que no es su mensaje particular, sino la Palabra de Dios mismo. Porque, como en el caso de los antiguos profetas, Dios mismo ha puesto sus palabras en la boca de su enviado (Jer. 1,9). Y Pablo podría repetir con toda verdad lo que Jesús mismo había dicho: «Mi palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn. 7,16; 8,28).

Precisamente por eso, reacciona con tanta energía cuando alguien deforma o trastoca el único Evangelio que salva. Porque lo que él predica no tiene su origen en los hombres, sino en Jesucristo mismo (Gal. 1,11), afirma con violencia: «aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Gal. 1,8).

Pues hay más. No sólo transmite Pablo las palabras de Cristo, sino que afirma que es Cristo mismo quien habla en él (2 Cor. 13,3). Quien afirma: «vivo, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal.2,20), dice también «habla Cristo en mí». Hay tal identificación entre Cristo y su enviado, que ya no son dos, sino una sola cosa. El evangelizador es como un sacramento de Cristo. En él y a través de él es Dios mismo quien exhorta (2 Cor. 5,20).

Quizá por esta identificación de Pablo con Cristo es por lo que insiste tantas veces a lo largo de sus cartas: «imitadme» (1 Cor. 4,16; Fil. 3,17; 2 Tes. 3, 7). Lo que podría parecer presunción suya, tiene en realidad un significado muy profundo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). De este modo, el Evangelio que Pablo predica no es sólo palabras, sino Palabra hecha carne y vida; el anunciar ese Evangelio hecho realidad; de este modo, él mismo se había convertido en Evangelio, en Palabra; dejando vivir a Cristo en sí mismo (Gal. 2,20), podía presentarse a sí mismo como modelo y ejemplo de una existencia auténticamente cristiana y evangélica.

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

Especial sobre San Pablo IX

Escogido para el Evangelio II

José Manuel Alonso Ampuero

9 julio 2008

Sección: Los Apóstoles



 

«El Evangelio es fuerza de Dios» (Rom. 1,16)

San Pablo no concibe la predicación como un conjunto de razonamientos que intentan convencer demostrando. En consecuencia desecha todo lo que sea acudir a las «palabras sabias» (1 Cor. 1,17), al «prestigio de la palabra o de la sabiduría» (1 Cor. 2,1), a «los persuasivos discursos de la sabiduría» (1 Cor. 2, 4).

Ya hemos indicado que la evangelización consiste esencialmente en la proclamación de un acontecimiento que Dios ha realizado de Cristo («fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación»: Rom. 4, 25). Este anuncio -que va acompañado de la invitación a la conversión: He. 2, 38- puede ser aceptado o rechazado. La acogida se realiza mediante el acto de fe, gracias al cual el hombre obedece el Evangelio (Rom. 1,5; 6; 17; 16,26) y se somete a Cristo (2 Cor. 10,5), el cual a su vez despliega en el creyente todo su poder salvífico.

Ahora bien, este acto de fe no es aceptar algo evidente; por el contrario, conlleva rendir y someter el propio entendimiento a Cristo (2 Cor. 10,5). Creer es un milagro, una gracia, pues no se trata simplemente de aceptar unas verdades, sino de someterse a Cristo, de aceptarle como Señor de la propia vida. Y esto es imposible sin la acción interior del Espíritu: «nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor. 12,3).

Por eso San Pablo ha renunciado a apoyarse en la sabiduría y en el prestigio de la palabra humana y se ha apoyado decididamente en la acción poderosa del Espíritu que mueve y transforma los corazones por dentro (1 Cor. 2, 4-5). Igualmente, a los de Tesalónica les recuerda cómo «os he predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes. 1,5); y esta acción poderosa del Espíritu se manifestó en que abandonaron los ídolos y se convirtieron a Dios (1 Tes. 1,9-10), y ello en unas circunstancias difíciles y humanamente desfavorables (1 Tes. 1, 6), en medio de fuerte oposición (1 Tes. 2, 2).

La predicación es como un sacramento: a través de un signo externo -el anuncio del Evangelio- se comunica una gracia interior -la acción del Espíritu que mueve a creer y a convertirse-. En el libro de los Hechos leemos que mientras Pedro anunciaba a Cristo «el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (He. 10,44). Acoger la Palabra, creer y convertirse es una gracia (concedida normalmente, eso sí, con ocasión de la predicación del Evangelio). Entendemos ahora por qué San Pablo daba gracias a Dios porque al anunciar el Evangelio a los de Tesalónica la acogieron, no como palabra de hombre (ese era el envoltorio externo), sino como Palabra de Dios (esa era la verdadera realidad) (1 Tes. 2,13).

«Sois una carta de Cristo»

(2 Cor. 3,3)

Todo esto lo expresa San Pablo de una manera maravillosa sirviéndose de una imagen bellísima (2 Cor. 3,1-6).

En polémica con los falsos apóstoles que andan presentando o pidiendo cartas de recomendación, Pablo les dice a los corintios que él no necesita ese tipo de cartas, pues ellos mismos son su carta: una comunidad transformada por el Evangelio es la mejor prueba de la autenticidad de su apostolado (cf. 1 Cor. 9, 1-2).

Sin embargo, inmediatamente después de decir: «vosotros sois nuestra carta», matiza afirmando: «sois una carta de Cristo». Evidentemente, él sabe muy bien que no es en absoluto el principal agente de la transformación operada en los corintios; ha sido Cristo mismo quien la ha realizado, aunque -eso sí- con su colaboración («redactada por ministerio nuestro»).

Ahora bien, la colaboración de Pablo con Cristo ha sido la de servir de instrumento a la acción del Espíritu: mediante su ministerio, la acción del Espíritu ha ido escribiendo «en el corazón» de los corintios esa carta; ha realizado esa transformación profunda que ahora se manifiesta al exterior y puede ser «conocida y leída por todos los hombres».

En estos versículos no se habla explícitamente de la predicación, pero todo el contexto demuestra claramente que el «ministerio» de que se habla es precisamente el anuncio del Evangelio.

 

«Creí, por eso hablé» (2 Cor. 4,13)

Ciertamente son multitud los aspectos y matices acerca de la predicación que aparecen en las cartas de San Pablo. Darían de sobra para una monografía. Al menos recojamos casi en simple enumeración algunos de estos rasgos.

Ante todo la acción evangelizadora de Pablo está presidida por lo que él mismo llama «espíritu de fe» (2 Cor. 4,13). Es esa fe la que le lleva a hablar. Podríamos decir que el dinamismo de la fe desemboca en el anuncio de lo creido. El valor y la fuerza de la predicación está en proporción a la intensidad de la fe.

Es esta fe la que impulsa a anunciar una realidad que para muchos resulta «locura» y «escándalo» (1 Cor. 1,17-25): «nosotros predicamos a un Cristo crucificado» (v. 23); «no quise saber entre vosotros sino a Cristo, y este crucificado» (1 Cor. 2,2). Sólo la fe tiene la certeza de que eso que consideran los hombres locura y escándalo es en realidad la máxima manifestación y realización de la sabiduría y de la fuerza de Dios. Cuando se anuncia con fe a Cristo crucificado, se comprueba que ese mensaje transforma y salva al que lo acoge.

Por la fe el Apóstol sabe que está engendrando a los hombres a una vida nueva (1 Cor. 4,15), que cuando les anuncia a Cristo no sólo les alcanza creer en la verdad (2 Tes. 2,13), sino que les abre a un horizonte de eternidad y de gloria; «para esto os ha llamado por medio de nuestro Evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo». (2 Tes. 2,14)

Por la fe, Pablo tiene conciencia de estar realizando una grandiosa liturgia a través de su tarea evangelizadora; pues como ministro de Cristo logra que los hombres, al acoger por la fe el anuncio del Evangelio, se conviertan en una preciosa ofrenda consagrada por el Espíritu Santo para la gloria de Dios (Rom. 15,16).

Como siervo del Evangelio (Col. 1,23), Pablo continúa en la fe su combate, en medio de innumerables tribulaciones y dificultades; incluso aunque él mismo sea encarcelado, «la Palabra no está encadenada» (2 Tim. 2,9), pues puede ser anunciada «a tiempo y destiempo» (2 Tim. 4,2) y continúa su «avance glorioso» (2 Tes. 3,1) hasta «dar cumplimiento a la Palabra de Dios» (Col. 1, 25), es decir, hasta «llenarlo todo del Evangelio de Cristo» (Rom. 15,19). Hasta la enfermedad (Gal. 4,13), la misma cárcel (Fil. 1,12ss) y la comparecencia ante los tribunales (2 Tim. 4,16-17) son ocasión de que se proclame el mensaje y lo oigan los gentiles…

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

 

Especial sobre San Pablo X

Siempre en oración y súplica

José Manuel Alonso Ampuero  





 

Hemos visto en el capítulo anterior que cada conversión es un milagro de la gracia. San Pablo lo sabía muy bien. Por propia experiencia. ¿Acaso no había sido precisa «una luz venida del cielo» (He. 9,3) para hacerle salir de su ceguera y de su oscuridad?.

Por eso él acudirá continuamente a la oración. Ante el Padre dobla sus rodillas (Ef. 3,14) sin cesar para mendigar la gracia que abra los corazones a la predicación de Evangelio. Toda su inmensa -y admirable- actividad está fecundada desde dentro por la oración. Él sabía que era un medio indispensable para dar cumplimiento a su labor misionera. Estaba convencido de que sólo Dios mismo podía realizar sus inmensos designios de salvación. Y por eso su oración es esencialmente apostólica.

Impresiona la cantidad de textos sobre la oración que aparecen en las cartas de Pablo (en la mayor parte de los casos oraciones en que él mismo se dirige directamente a Dios). Son testimonio de la importancia capital de la oración en la tarea apostólica. ¿No era en el fondo su propia conversión fruto de la oración de Esteban pidiendo el perdón para sus enemigos (He. 7, 60- 8,1)?

E impresiona igualmente que muchas veces en los textos sobre la oración -tanto cuando exhorta a sus cristianos a orar como cuando les asegura que ora por ellos- aparecen los adverbios «siempre», «incesantemente», «noche y día»… Se trata de una oración insistente, literalmente continua. Nos refleja a un hombre en comunión permanentemente con su Señor.

 

«Visiones y revelaciones» (2 Cor. 12,1)

La imagen de San Pablo viajero incansable y lleno de una actividad inagotable no dice ni mucho menos toda la verdad acerca de él. Porque él era en el fondo un contemplativo. Era un hombre de profunda oración, y esta constituía el manantial de donde extraía sus energías para la lucha cotidiana.

Es verdad que no hay muchos textos en este sentido, pero sí son suficientemente expresivos. En 2 Cor. 12,1-6, en contexto de polémica contra los falsos apóstoles y hablando de sí mismo en tercera persona, afirma que podría presumir de «visiones y revelaciones del Señor», de «haber sido arrebatado hasta el tercer cielo», de haber oído «palabras inefables que el hombre no puede pronunciar»… Decide no presentar esas credenciales, pues prefiere gloriarse de su debilidad, pero ahí queda como testimonio de la altura de su oración.

De hecho, también en los Hechos de los Apóstoles se nos dice que Pablo «estando en oración en el templo» de Jerusalén cayo en éxtasis (22,17), y se nos habla de visiones en que el Señor le conforta (18,9-10) y que son decisivas para la orientación posterior de su apostolado (16,9-10).

Quizá a la contemplación del Señor se aluda en 2 Cor. 3,18, que parece ser una réplica de Ex. 34,29-35: de la misma manera que Moisés volvía de la presencia del Señor con el rostro resplandeciente -aunque él mismo no se daba cuenta- , Pablo tiene conciencia de reflejar como un espejo la gloria del Señor. La intimidad y la contemplación del Señor le hacen testigo, le hacen luminoso, aun sin él mismo percatarse de ello…

«Doy gracias a mi Dios» (Fil. 1,3)

Es significativa en las cartas de San Pablo la presencia abundante de la acción de gracias: todas las cartas excepto Gálatas y Tito comienzan con una oración de acción de gracias (1 Tes. 1,2; 2,13; 2 Tes. 1,3; Rom. 1,8; 1 Cor. 1,4; Col. 1,3; Ef. 1,16; Fil. 1, 3-4; Flm. 4;2 Tim. 1,3). Ella nos testimonia que -a pesar de las innumerables deficiencias que Pablo detecta en sus comunidades- es capaz de percibir los signos positivos de conversión, de vida cristiana, de crecimiento; y es capaz de descubrir, tras esos signos, la acción amorosa y benevolente del Padre que ha derramado su gracia desbordante en sus cristianos.

Pablo da gracias a Dios por la obra de la redención, por la elección y predestinación a ser hijos de Dios… La fe, el amor mutuo, la esperanza constituyen el motivo más frecuente de la gratitud de Pablo: ellas ponen al hombre en contacto con Dios, le levantan a un nivel nuevo de existencia, y Pablo da gracias por ello como el máximo beneficio otorgado por Dios.

Juntamente con la acción de gracias brota de los labios de Pablo la oración de bendición (2 Cor. 1,3ss; Ef. 1,3ss). Esta oración, típicamente judía, es expresión de una mirada contemplativa que se admira ante los planes maravillosos y las obras grandes de Dios.

Tanto la acción de gracias como la bendición nos descubren al apóstol que es capaz de reconocer la acción de Dios en los acontecimientos y en las personas y se asombra ante ella. Una y otra son la reacción espontánea a la intervención de Dios que realiza su designio de salvación en medio de los avatares y vicisitudes de la historia humana.

«Doblo las rodillas ante el Padre» (Ef. 3,14)

En los primeros capítulos de la carta a los Romanos san Pablo ha mostrado que todos los hombres son pecadores, incapaces de salvarse a sí mismos y necesitados de que Dios se acerque a ellos con su gracia.

De esta conciencia de la necesidad acuciante de auxilio de Dios y de su gracia brota la oración apostólica de Pablo. Pues todo su apostolado, ordenado como está a la salvación, sólo puede obtener su eficacia como gracia, como don de Dios.

Todas las cartas están empapadas de esta súplica insistente y confiada por el bien espiritual de los cristianos y por las necesidades de las diversas comunidades (1 Tes. 3,11-13; 5,23; 2 Tes. 1,11-12; 2,16-17; 3,5-16; Col 1, 9-10; Ef. 1,16-18; 3,16-19; Fil. 1,9-11).

Los dones que pide para sus cristianos son: conocimiento de Dios, de su amor, de sus planes, de su voluntad; que crezca su fe y su caridad; que se hagan dignos de su vocación agradando a Dios y realizando en su vida frutos de buenas obras; que Cristo sea glorificado en ellos y ellos en Él; que lleguen santos e irreprensibles al día de Cristo…

Como se ve, en muchos de los textos citados, san Pablo espera de Dios a través de la oración que sus cristianos alcancen la plenitud y la perfección de la vida en Cristo; su ardiente deseo era el crecimiento continuo de los que le habían sido confiados; para ellos pide expresamente esta plenitud y suplica a Dios que puedan presentarse «santos e irreprensibles» al encuentro definitivo con el Señor. Pues también esto es gracia de Dios. San Pablo sabe muy bien que el que ha iniciado la obra buena debe llevarla también a su consumación (Fil. 1,6), pues es Dios mismo quien obra en los hombres tanto el querer como el obrar (Fil. 2, 13).

En su oración entra también el pedir a Dios que realice sus proyectos de viaje (1 Tes. 3,10-11; Rom 1,9-10; 2 Tim. 1,3-4). Ello expresa su confianza en la Providencia en medio de las incontable dificultades, así como la convicción del poder de la oración para cambiar el curso de los acontecimientos y permitir el cumplimiento de los planes de Dios.

«Luchad conmigo» (Rom. 15,30)

Sin embargo, San Pablo no sólo hace a sus comunidades beneficiarias y receptoras de su oración, sino que les invita a que ayuden en su tarea evangelizadora apoyando y sosteniendo su apostolado con la oración.

Comprobamos así la humildad de Pablo, que se reconoce débil y tiene la conciencia clarísima de que la misión encomendada supera ilimitadamente sus propias fuerzas (cf. 2 Cor. 2,16). Cuando le vemos solicitando la oración de sus cristiano no nos encontramos ante una mera fórmula vacía, sino ante la convicción de que necesita de esta oración y de que la intercesión de las comunidades es una ayuda inestimable para realizar su misión evangelizadora. En el fondo subyace la convicción -seguramente basada también en la experiencia- de la eficacia y de la fuerza de la oración hecha en nombre de Cristo y guiada por el Espíritu (cf. Rom. 8,26-27).

Y comprobamos también algo típico del espíritu de Pablo -como veremos más adelante-: el ansia de incorporar a sus evangelizados como miembros activos y colaboradores positivos en la inmensa obra de la evangelización.

Quizá sorprenda la expresión «luchad juntamente conmigo en vuestras oraciones» (Rom. 15,30 cf. Col. 4,12). Sin embargo, si la consideramos atentamente nos damos cuenta que es sumamente reveladora. La imagen, que hunde sus raíces en el A.T, (Ex. 17,8-13; 32,11-14; Gen. 18,17s.), sugiere que las grandes batallas se ganan en la oración. Pablo, que vive todo su apostolado como un combate (Col. 1,29; 2,1; 2 Tim. 4,7), ve en la súplica el arma decisiva (Ef. 6,13-18). Y está persuadido de que, lo mismo que el pueblo de Israel vencía cuando Moisés estaba intercediendo ante Dios con las manos elevadas en la cima del monte, el Evangelio avanzará de manera imparable si logra que todo un pueblo interceda incesantemente sin desfallecer en la plegaria (2 Tes. 3,1).

También es revelador lo que indica a sus comunidades que pidan. Hemos visto que en su oración no pedía por sí mismo, sino por sus cristianos; y cuando suplicaba algo para sí -por ejemplo, por sus proyectos de viaje-, tampoco era en realidad para sí mismo, sino en función de su tarea apostólica. Su vida no existe más que para el Evangelio. El único anhelo que arde en su corazón es la salvación de los hombres. Y esto se refleja también en lo que les indica que deben pedir.

Desde luego, pide para sí mismo. Pero no para intereses suyos particulares -menos aún egoístas-. Sólo desea que le sea otorgada la gracia de que Dios mismo ponga su Palabra en su boca (Ef. 6,19) y pueda dar a conocer el Misterio de Cristo como conviene (Col. 4,4).

Ante las continuas dificultades y persecuciones en la tarea evangelizadora, pide sobre todo el don de la «parresía» (ardor, valentía, seguridad, confianza en la predicación del Evangelio). Esta es sin duda una de las cualidades más necesarias en el evangelizador (1 Tes. 2,2; 2 Cor. 3,12; 7,4; Fil. 1,20; Col. 2,15; Ef. 3,12; 6,19-20; Flm. 8), y por eso insiste en que pidan para él que «pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio» y «pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef. 6,19-20).

Asimismo espera de la oración de sus cristianos que alcance la gracia de que «Dios abra una puerta a la Palabra» (Col,. 4,3). La imagen significa (1 Cor. 16,9; 2 Cor. 2,12) una ocasión para predicar, una circunstancia que favorezca la difusión del Evangelio de Cristo. También esto es gracia de lo alto. Y Pablo espera lograrla por la intercesión de sus comunidades.

Incluso cuando les pide que supliquen «para que nos veamos libres de los hombres perversos y malignos» (2 Tes. 3,2; cf. Rom. 15,30-32; 2 Cor. 1, 10-11) es con el deseo de que desaparezcan los estorbos en el camino del Evangelio y en la tarea apostólica.

Otros textos: 1 Tes. 5,25; Fil. 1,19; Flm. 22; 1 Tim. 2,1-7.

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

Especial sobre San Pablo XII

Me alegro de sufrir por vosotros

José Manuel Alonso Ampuero



 

El capítulo anterior nos ha hecho descubrir cómo San Pablo se concibe a sí mismo íntimamente asociado a Cristo y a su mensaje. Para él, evangelizar no es una tarea meramente externa, sino que le implica totalmente desde dentro. El mensajero debe identificarse con el mensaje, y debe identificarse también con Aquel que le envía.

Llegamos así a un aspecto esencial en el conocimiento y en la experiencia que Pablo tiene del misterio de Cristo: el misterio de la cruz. Configurado con Cristo, vamos a descubrir al Apóstol «crucificado con Cristo» (Gal. 2,19) y «configurado a su muerte» (Fil. 3,10).

 

«Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal. 6,17)

 

Varias veces alude San Pablo en sus cartas a «las marcas de Jesús» que lleva impresas en su cuerpo. Indudablemente no se refiere a estigmas ni a ningún otro tipo de fenómeno extraordinario, sino a las cicatrices debidas a los malos tratos sufridos por Cristo (2 Cor. 4,10; 6,4-5…).

En 2 Cor. 11,24-27 nos da incluso una lista detallada de pruebas por las que había tenido que pasar: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez». Y el libro de los Hechos nos certifica del realismo de todo ello: cárceles, tribunales, latigazos, insidias, amenazas de muerte, motines… El sufrimiento físico ha acompañado a cada paso al apóstol en su existencia.

Más aún, en 2 Cor. 12, 10 habla de «injurias», «persecuciones», «angustias», «sufridas por Cristo». Por tanto, junto a los sufrimientos físicos está ese roce continuo de la humillación, la contradicción, las dificultades y trabas de todo tipo; y ello por parte de los judíos, de las autoridades romanas… o de los mismos «falsos hermanos» (fue sin duda una de las espinas más dolorosas del apóstol la presencia continua de los judaizantes, de los falsos apóstoles, que ponían en tela de juicio su labor e incluso contradecían abiertamente la predicación de Pablo).

Él mismo presenta estos sufrimientos, «soportados por Cristo», como una prueba de la autenticidad de su apostolado (2 Cor. 12,12). Pablo ha sufrido de hecho en su carne por Cristo y por el Evangelio, por sus comunidades y por cada evangelizado. Y eso es señal clara de que nada buscaba para sí. Pues ciertamente el mercenario cuando ve venir al lobo abandona las ovejas y huye, pues en realidad no le importan las ovejas (Jn. 10,12-13); en cambio, el buen pastor -el auténtico apóstol- da la vida por las ovejas (Jn. 10,11).

«Con lágrimas en los ojos» (Fil. 3,18)

 

Sin embargo, como ocurrió con el Maestro, más intensos y continuos que los dolores físicos han sido los dolores interiores, morales o espirituales.

En el texto antes citado, tras la enumeración de los padecimientos físicos, continuaba Pablo: « Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Cor. 11,28-29). Se trata de los sufrimientos que provienen de la caridad: cuando a uno le importan los demás no queda indiferente ante las dificultades y problemas de ellos…

Ya hemos visto cómo Pablo nos confesaba que sentía «una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón» (Rom. 9,2) a causa de sus hermanos israelitas, que en su gran mayoría habían rechazado al Mesías y el Evangelio de la salvación.

Cuando tiene que abandonar Tesalónica a causa de la persecución, debiendo dejar una comunidad joven y sin afianzar, Pablo sufre temiendo que todo quede reducido a la nada (1 Tes. 3,5); sólo cuando vuelve Timoteo trayendo buenas noticias, experimenta el consuelo en medio de sus tribulaciones y se siente volviendo a vivir (1 Tes. 3,7-8).

Particularmente el problema judaizante debió hacer sufrir enormemente al apóstol, pues veía que se deformaba la esencia del Evangelio y se perturbaba gravemente a las comunidades (Gal. 1,6-9). Escribiendo a los filipenses expresará su dolor con estas palabras: «muchos viven, según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo…» (Fil. 3, 18).

«Dolores de parto» (Gal 4,19)

San Pablo ha entendido y ha vivido todos estos padecimientos no sólo como algo que debía soportar coherentemente por fidelidad a su misión, sino como algo valioso y fecundo en sí mismo.

Escribiendo a los gálatas -en plena crisis judaizante- tiene esta exclamación que le sale de lo más hondo del corazón: «¡hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal. 4, 19). Una ráfaga de luz en su interior le ha hecho comprender que las luchas y sufrimientos por el Evangelio y por sus discípulos eran fecundos; dolores, sí, pero dolores de parto. Lo mismo que la mujer sufre hasta dar a luz, pero luego se goza por haberle dado un hijo al mundo (Jn. 16,21), así el apóstol sufre lo indecible, pero el resultado final es impagable: «ver a Cristo formado en vosotros».

Este es el secreto del misterio de la cruz en la vida del apóstol, un misterio de vida y fecundidad en medio del dolor y del aparente fracaso. Por eso escribirá a los de Corinto: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor.4,10).

«Fuerza en la debilidad» (2 Cor. 12,10)

Sin embargo, parece que no siempre lo haya visto así. En un texto muy conocido (2 Cor. 12,7-10) nos habla de una determinada «debilidad», algo muy molesto que llama «aguijón» y califica de «mensajero de Satanás»; por el contexto, parece que se refiere a las ya mencionadas persecuciones y tribulaciones de todo tipo padecidas por Cristo, aunque también pudiera tratarse de una enfermedad. Lo cierto es que Pablo lo ha visto como un obstáculo que le impedía realizar su obra -la obra de la evangelización que Dios mismo le había encomendado-; por eso dice que le pidió insistentemente al Señor que alejase de él aquella dificultad.

Ahora bien, el Señor le hizo ver que lo que él consideraba un obstáculo era por el contrario la ocasión de que se manifestase con toda su eficacia la fuerza de Cristo. Por eso concluye Pablo: «con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo», pues «cuando soy débil entonces soy fuerte».

¿De dónde ha aprendido Pablo esta lección? Sin duda, del misterio de la cruz. Pues en la 1ª Corintios emplea términos semejantes para hablar de él. En efecto, allí Pablo afirmaba que, frente a la sabiduría de los hombres, él predica «a Cristo crucificado», que es «fuerza de Dios», pues «la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Cor. 1,23-25).

En el misterio de la cruz el Apóstol ha contemplado que en la más extrema debilidad e inutilidad humana -un hombre inutilizado en una cruz y destrozado- se realiza el acontecimiento máximamente eficaz: la redención de la humanidad entera. Y a la luz de ese misterio ha comprendido que ese estilo, esa «norma», Dios continúa empleándola: Dios sigue salvando a través de la debilidad humana, continúa obrando con su fuerza infinita en medio de la impotencia y de la inutilidad humanas; más aún, ahí se encarna -por así decirlo- el poder de Dios. El misterio de la cruz se prolonga así en la vida del apóstol con su eficacia infinita y divina.

Ahora entendemos mejor las palabras que dan título a este capítulo. Pablo se alegra de sufrir por los de Colosas. ¿La razón? «Completo lo que en mi carne falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1,24). Notar el «por vosotros» y el «en favor vuestro»: Pablo tiene conciencia de que sus sufrimientos tienen valor redentor; de que Cristo, viviendo en él (Gal. 2,20), prolonga en él y a través de él su sufrimiento redentor. De ese modo, mediante su sufrimiento apostólico -padecido por amor- el enviado de Cristo hace presente en el tiempo y el espacio la cruz de Cristo, la única que salva. En este sentido «completa» en sí mismo el sufrimiento de Cristo.

Lo mismo que en el Maestro, se opera en el discípulo una suerte de sustitución vicaria: «De este modo la muerte actúa en nosotros, más en vosotros la vida» (2 Cor. 4,12). Sufriendo por los hombres, el apóstol lleva en sí «la muerte de Jesús»; «continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús», los apóstoles transmiten a los hombres «la vida de Jesús» (2 Cor. 4,10-11).

Se comprende por qué, ante tantas dificultades, proclama Pablo: «no desfallecemos» (2 Cor.4,16). Más aún, por qué llega gritar desafiante: «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gal. 6,14). Sabe, incluso por experiencia, que la cruz es su fuerza y su salvación; y no desea buscar otro apoyo ni otra seguridad. Y de igual manera que se gloría en la cruz de Cristo en sí misma, se gloría en la cruz de Cristo en cuanto que se hace presente en su vida («me glorío en mis debilidades…en las persecuciones padecidas por Cristo»: 2 Cor.12,9-10).

Desde aquí se iluminan también expresiones paradójicas como la siguiente: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor. 7,4). En el apóstol se hace presente el misterio pascual en su integridad: fuerza en la debilidad, vida en la muerte, gozo en el sufrimiento. La presencia de la cruz en la vida del apóstol es siempre fuente de gozo («me alegro de sufrir por vosotros»), pues es siempre portadora de fecundidad (cf. Jn. 16,21).

No sólo es que sobreabunde el consuelo en medio de las tribulaciones -y en proporción superior a ellas-, sino que tanto las tribulaciones como el consuelo tienen también valor salvífico: «si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos» (2 Cor. 1,6).

«Derramado en libación» (2 Tim. 4,6)

Cuando pocas semanas antes de su muerte Pablo escriba a Timoteo, le dirá: «yo estoy a punto de ser derramado en libación» (2 Tim. 4,6). Se realizaba así de hecho aquello a lo que se había mostrado dispuesto desde mucho antes, como manifestaba escribiendo a los filipenses: «aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros» (Fil. 2,17).

En la cárcel y a la espera de la sentencia, Pablo sabe que esta puede conducirle al martirio. Pues bien, ante esa posibilidad se muestra disponible y manifiesta su intensa alegría. Toda su vida de evangelizador ha sido como un gran sacrificio, pues mediante su predicación ha logrado que los gentiles sean convertidos en ofrenda para Dios (Rom. 15,16); pues bien, Pablo se muestra dispuesto a completar ese sacrificio y a perfeccionar esa ofrenda regándola con su propia sangre. Pablo contempla la muerte martirial como sello de todo su apostolado.

Y un sello ciertamente coherente. Pues Pablo sabía que Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo, al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Cor. 5, 18-21); ahora bien, si a él se le había confiado el ministerio de la reconciliación (v. 18), no podía colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios sino mediante la ofrenda de la propia vida. De hecho, él no existía más que para el Evangelio; lo había entregado todo (tiempo, energías, inteligencia, salud…) sin reservarse nada; ahora -en absoluta coherencia- se disponía a derramar sacrificialmente su sangre para completar la reconciliación de los hombres con Dios y llevar a término la misión que Cristo le había encomendado.

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

 

Especial de San Pablo XIII

Prisionero del Espíritu

José Manuel Alonso Ampuero

9 julio 2008

Sección: Los Apóstoles



 

En las cartas de San Pablo encontramos muy resaltada la acción del Espíritu Santo. Para él, el don del Espíritu es uno de los aspectos más profundos de la novedad traída por Cristo. Pues con la acción interior y transformante del Espíritu se instaura la nueva alianza anunciada por los profetas (Jer. 31,31-34; Ez. 36,25-28): frente a la antigua economía, basada en una ley externa, que fracasó porque el hombre estaba interiormente herido por el pecado, la nueva economía consiste esencialmente en el don del Espíritu que renueva al hombre por dentro y le hace capaz de cumplir la voluntad de Dios. (cf. Rom. 8,1-4).

San Pablo no hace, sin embargo, muchas referencias al Espíritu en relación con la acción apostólica. Pero sí encontramos al menos explicitada la conciencia de ser ministro de esta nueva alianza, que consiste no en la letra, sino en el Espíritu (2 Cor. 3,6). Él comprueba que la misión de cualquiera de los ministros de esta nueva alianza es incomparablemente superior a la de Moisés (2 Cor. 3,7-8): este, en efecto, fue instrumento de Dios para grabar su ley en tablas de piedra, mientras que el apóstol cristiano es colaborador de Dios para que la voluntad de Dios quede inscrita en el corazón de cada hombre mediante la acción de Espíritu (2 Cor. 3,3).

Por eso habla de «ministerio del Espíritu», pues toda la acción del apóstol consiste en ponerse al servicio de la acción de Espíritu para que se produzca en cada hombre esa maravillosa transformación interior que hará de él una «criatura nueva» (2 Cor.5,17).En efecto, mientras la pura letra «mata» -pues enseña lo que hay que cumplir, pero no da la fuerza para cumplirlo-, «el Espíritu vivifica» -al infundir interiormente la vida que renueva al hombre-. Y la misión del apóstol no es otra que estar al servicio de ese continuo pentecostés a favor de cada hombre a quien se anuncia el Evangelio (cf. He. 19,6).

De igual modo, acudiendo a los Hechos de los Apóstoles, vemos a un Pablo que en el cumplimiento de su misión ha procurado secundar dócilmente los impulsos del Espíritu.

En He. 16,6-7, con ocasión de su segundo viaje misionero, leemos estas misteriosas palabras: «atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús». Y a continuación se nos narra la visión que tuvo Pablo en la que un macedonio les pedía ayuda: de ese modo evangelizan Filipos y el Evangelio entra triunfalmente en Europa.

No sabemos exactamente a qué se refieren las expresiones anteriores. Pero lo cierto es que, ya se traten de circunstancias exteriores o de inspiraciones interiores, Pablo ha entendido que ahí había una pauta que marcaba el Espíritu y la ha secundado inmediatamente.

Esto llama profundamente la atención. Pablo tiene un plan («intentaron dirigirse a Bitinia», como antes habían intentado dirigirse a Asia, probablemente a Efeso); sin embargo, no se empeña en él, sino que está abierto a los signos que son portadores de la voz -y por tanto del impulso- del Espíritu.

Consciente de que estaba al servicio de un grandioso y misterioso plan de salvación que le desbordaba, Pablo entendía que había que dejar obrar a Dios. Siendo la obra de salvación de los hombres una obra de Dios, no se llevaría a término por medios o sistemas predeterminados por la mente humana, sino que permanecería siempre como iniciativa de Dios. Dios actuaba libremente en la historia a través de acontecimientos y mediaciones humanas, y su apóstol -como colaborador de Dios- debía estar atento a esa acción de Dios para secundarla inmediatamente. La acción de Dios iba siempre por delante. Sólo cuando «Dios abría una puerta a la Palabra» (Col. 4,3) el apóstol podía entrar. Inútil querer entrar cuando Dios cerraba una puerta o se reservaba otra ocasión para abrirla (cf. Ap. 3,7).

Del mismo modo, vemos que Pablo cuando se dirige a Jerusalén, donde va a ser encarcelado, obra «encadenado por el Espíritu» (He. 20, 22); aunque el mismo Espíritu le asegura que le esperan «cárceles y luchas» (v. 23), no se le ocurre ni por un momento escaparse de esas cadenas del Espíritu, teniendo la certeza de que con ello cumple un plan de Dios.

Y lo mismo que él había iniciado su labor evangelizadora bajo el influjo y con la fuerza del Espíritu (He. 13, 2-4; así la había comenzado el propio Jesús: Lc. 4,14 ss.), en el ocaso de su vida recomendará a su discípulo Timoteo que reavive el carisma que le fue conferido y que le hace instrumento del Espíritu que es «energía, amor y buen juicio» y que le fortalece para dar testimonio de Cristo sin avergonzarse y para soportar los sufrimientos que acarree la predicación del Evangelio (2Tim. 1, 6-8).

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Especial sobre San Pablo XV

No crear obstáculos al Evangelio

José Manuel Alonso Ampuero  

Con ocasión del problema de los idolotitos (1 Cor. 8), Pablo aconseja a los corintios que la caridad hacia los hermanos «débiles» debe sobreponerse a la libertad particular de cada uno, y les propone que deben estar dispuestos a renunciar incluso a los propios derechos cuando está en juego el bien de un hermano.

Para ello no duda en ponerse a sí mismo como modelo (1 Cor. 9), con lo que esta circunstancia de la comunidad de Corinto nos ofrece la oportunidad de conocer un rasgo precioso del alma de Pablo: consagrado por entero al anuncio y difusión del Evangelio, todo lo subordina a este fin supremo; de este modo, renuncia al uso de sus propios derechos «para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo» (1 Cor. 9,12).

Particularmente, Pablo ha renunciado al derecho a «vivir del Evangelio». Desde luego, él conoce las palabras de Jesús acerca de que «el obrero merece su sustento» (Mt. 10,10; cf. 1 Cor. 9,14); sabe que el que se dedica al anuncio del Evangelio debe poder quedar libre de otras ocupaciones y preocupaciones y tiene derecho a recibir el alimento de cada día de aquellos a quienes sirve…

Sin embargo, una constante de su estilo apostólico ha sido el renunciar a este derecho (1 Cor. 9,15). Ha preferido trabajar «día y noche, con fatiga y cansancio, para no ser una carga para ninguno» (2 Tes. 3,8); además del peso de las fatigas apostólicas ha cargado sobre sus hombros la fatiga de ganarse el pan de cada día para sí y para sus compañeros (He. 20,34); trabajando como tejedor de tiendas (He. 18,3), ha preferido «no ser gravoso a nadie» (1 Tes. 2,9).

De este modo ha testimoniado nítidamente su más absoluto desprendimiento (He. 20,33). En un mundo en que no era infrecuente la aparición de predicadores de religiones extranjeras en busca de ganancias materiales (cf. 2 Cor. 2,17), Pablo quiere dejar muy clara la gratuidad del Evangelio. Puesto que la salvación otorgada por Dios en Jesucristo es gratuita (Rom. 3,24), Pablo quiere manifestar esta gratuidad en todo el estilo de su obrar apostólico.

A los corintios les recalcará que esta norma de su actuación la seguirá manteniendo como timbre de gloria (2 Cor. 11,9-11). Y eso no porque no los ame, sino todo lo contrario: porque está convencido de que el peso debe llevarlo el padre y no los hijos y porque no le interesan sus cosas sino ellos mismos, Pablo se muestra dispuesto a gastar lo que haga falta y a desgastarse él mismo en favor de sus amados corintios (2 Cor. 12,14-15).

Y cuando agradezca a los filipenses las ayudas que le han enviado, Pablo se alegrará más por la caridad y la vida cristiana que ello testimonia en sus cristiano que por la ayuda en sí: «no es que yo busque el don, sino que busco que aumenten los intereses en vuestra cuenta» (Fil. 4,17). Y la misma insistencia encontraremos cuando motive a los corintios a socorrer a los hermanos necesitados de Jerusalén (2 Cor. 8,10ss; 9,6ss).

Además con este total desprendimiento, Pablo sirve de modelo de trabajo (2 Tes. 3,9) y de generosidad (He. 20,35) a sus cristianos.

Más aún, con ocasión de la mencionada colecta a favor de los cristianos pobres de Jerusalén, que debió alcanzar una suma considerable, Pablo tiene mucho cuidado en mostrar absoluta transparencia y desinterés; pide que cada comunidad envíe un delegado encargado no sólo de transportar los bienes, sino de supervisar y testimoniar la total limpieza, «pues procuramos el bien no sólo ante el Señor sino también ante los hombres» (2 Cor. 8,20-21). Todo «para no crear obstáculo alguno al Evangelio».

Esta sinceridad de motivos y este desprendimiento no aparece sólo en referencia a los bienes materiales. Pablo subraya en diversos pasajes su total rectitud de intención y su limpieza de miras: no actúa ni por error, ni por astucia, ni por motivos turbios, inconfesables o impuros, ni por adulación para conseguir el aplauso de los hombres, ni por ambición, ni por deseo de alcanzar honores (1 Tes. 2,3-6; 2 Cor. 4,2)…

Sabiendo que su juez es el Señor (1 Cor. 4,4) y que debe ser puesto al descubierto ante el tribunal de Cristo (2 Cor. 5,10), Pablo predica para «agradar no a los hombres, sino a Dios» (1 Tes. 2, 5), pues «si tratara de agradar a los hombres no sería siervo de Cristo» (Gal. 1, 10). Actúa en todo momento «delante de Dios» (2 Cor. 2, 17), estando ante Él al descubierto (2 Cor. 5,11), afanándose por agradarle (2 Cor 5,9). Esta rectitud es la que le recomienda también ante los hombres (2 Cor. 4,2). Y cuando algunos, a pesar de todo, se obstinen en no aceptarle, Pablo apelará a los hechos: «nuestra carta de recomendación sois vosotros» (2 Cor. 3,1-2).

Porque no quiere crear obstáculo alguno al Evangelio, Pablo contrasta su predicación con los Apóstoles de Jerusalén, para evitar correr en vano (Gal. 2,2). Se alegra de que Cristo sea anunciado, y eso aun en el caso de que algunos lleguen a hacerlo por rivalidad (Fil. 1,15-18).

Para no crear obstáculo alguno al Evangelio, Pablo se muestra desprendido incluso de su vida. En un pasaje memorable, mientras está en la cárcel y con posibilidad de ser ejecutado, muestra su deseo de «partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor»; sin embargo, ante la posibilidad de trabajo fecundo a favor del Evangelio prefiere permanecer en este mundo, pues es más necesario para los suyos (Fil. 1,20-26)

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