Pedro Finkler

Orar

(Capítulo 11 de su libro "Buscad al Señor con alegría)

Orar

1.

Necesidad de orar.

2.

Orar es natural.

3.

Aprender a orar.

4.

Saber rezar.

5.

Orar es ser auténtico.

6.

El hombre de oración.

7.

Orar y contemplar.

8.

Orar con satisfacción.

9.

Orar siempre.

 

 

1. Necesidad de orar

"Recurrid a Yavé y a su potencia, buscad su rostro siempre (Sal 105,4).

El cristiano y, sobre todo, el religioso son personas que oran. Hasta tal punto es verdadera esta afirmación que el cristiano y el religioso no son tales si no oran. Para ellos el rezar es como el respirar para la vida orgánica. La persona que no respira no tiene vida. El cristiano y el religioso que no oran no tienen vida espiritual. Tienen vida biológica, como el animal y la planta. Pero espiritualmente están muertos.

El hombre se define como un ser que no puede vivir en equilibrio psicológico si no ama y no es amado. El amar y el ser amado son para su vida psicológica tan indispensables como el respirar para su vida biológica. El hombre es el más perfecto de los seres creados. Participa al mismo tiempo de la vida vegetativa de las plantas (el hombre físico), de los animales (el hombre orgánico), de los seres racionales (el hombre psicológico) y de la vida espiritual de Dios. Es un ser físico-orgánico-psicológico-espiritual. Retirad de él todas las sustancias químicas, y ya no existe. Si le quitaseis todas sus funciones orgánicas, se reduciría a materia inerte. El hombre privado de sus funciones psicológicas es semejante a un animal. Privadlo de sus funciones espirituales, y no pasará de ser un animal racional.

El hombre es plenamente humano en la medida en que manifiesta por lo menos estos cuatro aspectos de su ser ontológico: vida física, vida orgánica, vida psicológica y vida espiritual. La vida espiritual existe y se manifiesta por medio de la oración. En la oración es donde se manifiesta la fe viva y el amor a Dios. Esas son las condiciones de vida del cristiano y del religioso. El religioso o el cristiano que no reza está espiritualmente muerto. Porque la oración es vida, es respiración espiritual, es alimento de la vida del espíritu. Es amar a Dios y ser amado por él; es amar a los hombres y ser amado por ellos.

Sin la respiración y sin la alimentación física no hay vida biológica. Sin la relación interpersonal de amor no hay vida psicológica. Sin la oración no hay vida religiosa o espiritual. Orar es relacionarse amorosamente con Dios que nos ama. Sólo saben hablar bien de Dios aquellos a los que Dios habla. Para oír hablar a Dios es necesario saber escucharlo. Nuestros modos de relacionarnos con Dios y con los demás están recíprocamente condicionados. Las buenas relaciones humanas facilitan la relación con Dios, y viceversa. El que no ama a los hombres no puede amar a Dios. El que ama mucho a Dios no puede menos de amar también a los hombres. Por eso mismo la dificultad de orar tiene muchas veces su causa más profunda en unas malas relaciones interpersonales. Estas constituyen un obstáculo importante para la oración.

La caridad fraterna ayuda extraordinariamente a orar de verdad, con total sinceridad. La persona egoísta, encerrada dentro de si misma, incapaz de dialogar, de aceptar una crítica, de darse, incapaz de amistad, siempre tiene muchas dificultades para abrirse a Cristo en una oración auténtica. El que confía en los demás acoge y acepta ser acogido en una relación de amistad; y de este modo tiene capacidad para establecer una relación vital con el Señor. Es que la oración es ante todo una relación personal con Dios. Por eso nuestra capacidad de orar está en proporción con nuestra capacidad de darnos al Señor.

Donde predomina la mentalidad utilitarista y el eficientismo es difícil que pueda darse una verdadera oración. No existe clima favorable para ella. Acoger gratuitamente a la persona del otro por lo que es, saber escucharlo, estar en unión con él, ofrecerle nuestro tiempo y nuestros talentos son actitudes que facilitan el encuentro gratuito con Dios en la oración. El autosuficiente, aquel que no siente la necesidad del otro, tampoco siente la necesidad de Dios. Sólo el verdaderamente pobre de espíritu puede realizar un encuentro intimo con el Señor. La oración es como el amor: un arte que se está siempre aprendiendo...

 

2. Orar es natural

"Todos los pueblos vendrán a postrarse delante de ti, porque tus juicios se han manifestado" (Ap 15,4).

Orar o estar en relación familiar con Dios es una necesidad natural del hombre. Es una manifestación espontánea de la "ley que el Creador puso en el corazón del hombre". Dios habita en el corazón del hombre. El hombre atento a sí mismo no puede dejar de entrar en contacto con su misterioso huésped. La experiencia de este encuentro con él en lo más íntimo de uno mismo es decisiva. Constituye un marco histórico en la encrucijada de la vida. Después de esa experiencia, todo cambia. Sin ese descubrimiento casi fulminante es difícil aprender a orar a gusto.

El corazón de piedra, insensible al amor, incapaz de ternura, es también impenetrable a este misterio. El que no siente las cosas del amor tiene que suplicar antes muy intensamente al Señor que le humanice el corazón según la promesa que nos ha hecho por boca del profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo y os infundiré un nuevo espíritu; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26).

Los misterios más profundos del arte de orar no están en las lucubraciones filosóficas, psicológicas, teológicas, metafísicas o metodológicas... Están en las cuerdas más finas y sensibles del fondo del corazón. Todos los hombres saben orar, del mismo modo que todos saben amar. Estrictamente hablando, no se aprende a orar; lo mismo que tampoco se aprende a amar, a llorar, a reír. Esa capacidad es innata, como un instinto o como cualquier otra predisposición. Para que se haga realidad basta con descubrirla y empezar a ejercitarla. Pero no se trata de un ejercicio como aquel que se realiza para el aprendizaje de una técnica. Este ejercicio consiste fundamentalmente en la imitación de los gestos de aquel que enseña la técnica. Orar es como amar. El que ama siempre encuentra las palabras y los gestos para expresar sus sentimientos. No los copia de nadie. El amor se define y se perfecciona en la medida en que consigue expresarse adecuadamente.

El descubrimiento de la oración se vive como un nuevo nacimiento. "En verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios... Lo nacido de la carne, carne es, y lo nacido del Espíritu, espíritu. No te extrañes que te diga: 'Os es necesario nacer de nuevo'. El viento sopla donde quiere y se oye su ruido, pero no se sabe de dónde viene ni adónde va; así es todo el que nace del Espíritu" (Jn 3,3.68). El científico, el intelectual, el técnico y el artista nacen de la carne. Son productos de la cultura, del estudio... El hombre de oración, el santo, nacen del Espíritu. Aquí la cultura no aprovecha mucho, sobre todo si no es muy profunda. El Espíritu Santo no forja la inteligencia del científico, sino que actúa sobre el corazón del hombre. Le comunica la sabiduría.

 

3. Aprender a orar

"Mirad que subimos a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas" (Lc 18,31).

Aprender a rezar es realmente reaprender a ser natural, es decir, sencillo y espontáneo con el Padre. Cuando éramos niños, nuestra conversación con nuestro padre o nuestra madre brotaba espontáneamente del corazón. Los sucesivos errores en la educación y la formación hicieron que perdiésemos esa naturalidad en nuestra comunicación con las personas y, por extensión, con Dios, nuestro Padre celestial. Afortunadamente, siempre cabe la posibilidad de volver a la actitud de inocencia primitiva. Es una cuestión de aprendizaje.

Hoy existen muchas iniciativas para descubrir métodos que faciliten este aprendizaje. Una contribución importante para el descubrimiento de este camino es el que nos ofrecen las ciencias humanistas, especialmente la psicología, la antropología, la sociología y las antiquísimas prácticas de la espiritualidad pagana de Oriente. Sin la ayuda de esos conocimientos científicos, la mayor parte de las personas encontrará dificultades para encontrar el camino del redescubrimiento de la comunicación directa, inmediata, simple y espontánea con Dios. Se trata de una conquista lenta, que exige mucho ejercicio.

Hay tres obstáculos principales que superar:

1) La falta de fe sencilla, auténtica, del niño, que cree lo que el padre y la madre le dicen, incluso cuando no puede comprender. Cree por la sencilla razón de que sus padres lo aman y que por eso le dicen siempre la verdad. No pueden engañarlo. Cuando descubrimos que Dios es un padre que nos ama infinitamente, no tenemos ninguna dificultad en aceptar con sencillez toda la revelación bíblica, porque el Padre lo dijo y no puede engañar al hijo. Sin esta actitud de fe sencilla no es posible recorrer un verdadero camino de oración.

2) La dificultad de penetrar en el aspecto misterioso y oscuro de la oración contemplativa: un diálogo mucho más intimo y más profundo con Dios que la conversación más entrañable que podamos tener con una persona muy amiga.

3) La toma de conciencia de que se trata de nuestro propio destino existencial: amar a Dios de todo corazón, al prójimo como a nosotros mismos e imitar a Jesucristo como nuestro hermano mayor. Nuestro destino es vivir eternamente en comunión con el Creador.

La auténtica vida de oración es experimentada por el sujeto como un descanso, como una gran paz, como tranquilidad interna y alegría en Dios. Hoy hay muchos jóvenes que buscan la experiencia de esa paz y de esa alegría interior en las drogas, en la yoga, en la meditación trascendental. Podrían encontrar ese estado de alma que andan buscando con mucha mayor facilidad en la auténtica oración contemplativa cristiana.

El ejemplo de los santos, modelos de hombres de oración, constituye un importante estímulo para no dudar de la posibilidad de aprender a orar. Pero el simple esfuerzo de imitación del modelo no es, generalmente, el mejor método para descubrir la oración. Aquí el proceso no es el mismo que en el descubrimiento científico. Cualquier científico curioso que recorra rigurosamente los mismos pasos de una determinada experiencia piloto llegará infaliblemente al mismo resultado de ésta. En este caso el rigor de la objetividad es la condición de éxito de la experiencia. Pero en cualquier experiencia espiritual participan como variables ciertos elementos absolutamente personales, tan nuevos y tan originales como la individualidad personal del experimentador. No hay dos caminos de santificación absolutamente iguales. Cada santo vive de modo personal su visión del evangelio. "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo hubiera dicho. Voy a prepararos un lugar. Y cuando me fuere y os haya preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; ya sabéis el camino para ir adonde yo voy" (Jn 14,2-4). Jesucristo es, de hecho, el único verdadero camino para el descubrimiento de la oración: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6).

Cuando el Señor nos advirtió que solamente los niños y quienes se parecen a ellos pueden entrar en su reino, señaló esa maravillosa capacidad que tienen los niños para dejarse guiar por el instinto hacia el descubrimiento del mundo y de la vida. Para poder vivir, el niño sigue los impulsos espontáneos de su naturaleza. Así es como descubre lo que es respirar, comer y beber, andar, luchar, etc. Aprende sin conocer la teoría de esos aprendizajes. Pues bien, la oración se aprende de manera semejante. Basta con no reprimir ni sofocar el impulso natural para que se manifieste. Pero para ello es necesario volver a ser un poco como éramos de niños: sencillos, puros, libres, espontáneos, auténticos, expresivos, humildes, verdaderos...

El punto crucial de la conversión que hay que realizar se sitúa precisamente en esto: volver a ser como niños. Con nuestro vicio occidental de conceptuar todas las cosas que existen en nuestro mundo exterior e interior, esto es lo que constituye el mayor de los obstáculos para este retorno a nuestro origen.

Convertirse es reencontrarse consigo mismo en lo más íntimo del propio ser. En ese centro perdido en las profundidades del ser humano es donde puede llevarse a cabo la maravilla de las maravillas: la unión del hombre con su Dios. Esta síntesis significa la unificación de dos seres hechos para existir unidos. Solamente el Espíritu Santo puede realizar esta maravilla. Primero realizó la humanización del Verbo. Y ahora trabaja intensamente en la deificación del hombre que se deja trabajar dócilmente.

La actitud de disponibilidad al Espíritu Santo que nos quiere transformar se manifiesta especialmente en la oración. El esfuerzo por vencer la repugnancia y las dificultades naturales relacionadas con los ejercicios de oración son muchas veces recompensadas generosamente por el Señor. Cuando el sentimiento de verdadera generosidad ocupa el lugar que ocupaba el tedio, el aborrecimiento, tal vez la rebeldía, entonces Dios no deja nunca de recompensar ese gesto.

Santa Teresa nos advierte que no hemos de dejarnos vencer por las dificultades iniciales en el esfuerzo de aprender a rezar: "Por esto y por otras muchas cosas avisé yo en el primer modo de oración... que es gran negación comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo" La misma santa indica también el modo de dar los primeros pasos en el aprendizaje de la oración: "Como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí y hallábame mejor -a mi parecer- de las partes en donde le veía más solo; parecíame a mi que, estando solo y afligido, como persona necesitada me había de admitir a mi. De estas simplicidades tenía muchas... Comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacia no dejar esto como el no dejar de santiguarme para dormir".

Básicamente existen dos modos de comunicar con Dios: orar y contemplar. Los dos favorecen la unión con él. Hay personas que alcanzan un elevado grado de unión con Dios por medio de oraciones devotas hechas con profunda fe y con mucho amor. Otras, sin embargo, sólo consiguen semejante resultado espiritual por medio de la contemplación. Cada uno tiene que descubrir el modo de oración que mejor se adapte a su propia manera de ser. La misma persona puede también sentirse mejor con un modo de orar en un determinado momento y preferir en otro momento otro modo de orar. En vez de hablar de momentos, también podría decirse lo mismo en relación con diferentes días o épocas de la vida.

También la oración de devoción guarda relación con el "corazón". Es que no hay oración que nazca solamente de la cabeza. Con la oración sucede lo mismo que con la relación interpersonal. Las dos pasan por el corazón. Todo lo que nace únicamente de la cabeza es puramente objetivo. No tiene nada que ver con la intimidad del sujeto.

El lugar donde oramos influye en la cualidad de la oración. Hay lugares y circunstancias que ayudan a orar bien, mientras que otros dificultan la oración. Al Señor le gustaba retirarse a lugares desiertos y a los montes para orar. A veces se retiraba en el templo. A nosotros nos aconsejó que nos metiéramos en nuestro aposento, cerráramos puertas y ventanas y orásemos al Padre en secreto. Por todo esto y por otras cosas que sabemos de la psicología del hombre, es cierto que existen lugares y circunstancias más favorables y otros menos propicios para la oración. Entre los primeros podemos citar: una iglesia un tanto sobria y silenciosa, el silencio de una habitación retirada en un rincón de la casa, la naturaleza salvaje, el descampado en una noche estrellada, en una playa desierta...; en fin, un lugar que ayude y que estimule a levantar la mente y el corazón a Dios.

La profunda vida de oración se desarrolla en un determinado clima existencial. Crear ese clima favorable a la vida contemplativa es un problema de ascesis. Transcribo a continuación algunas reglas fundamentales que señala el padre Pablo de la Cruz:

1.-

Vivir interior y exteriormente tranquilo.

2.-

Acoger de buen humor, sin miedo y sin rebeldía, todos los acontecimientos y obligaciones.

3.-

Actuar sin precipitación.

4.-

No hacer al mismo tiempo más de una cosa.

5.-

No preocuparse. Empeñarse por completo en lo que está uno haciendo.

6.-

Durante el trabajo, tomar conciencia de si mismo, de la propia actitud y de los propios sentimientos.

7.-

Eliminar o limitar las ocupaciones u obligaciones secundarias. Tener ocupaciones libres tan sólo para descansar y para gozar la alegría de vivir.

8.-

Conocer bien la naturaleza del hombre, su unidad psicosomática. Educarse y ayudar al espíritu a imponer cierta disciplina al cuerpo.

9.-

Alimentarse adecuadamente. Evitar un régimen alimenticio a base de carnes, bebidas fermentadas y café. La sal es veneno. También el azúcar. Preferir los cereales, las legumbres verdes, las hierbas silvestres, las frutas y productos lácteos. Alimentarse sobre todo de productos lácteos, de frutas de la tierra, de pan tostado, de aceite de oliva, de miel y agua pura es un régimen sumamente favorable a la vida espiritual.

10.-

Ayunar. No se trata únicamente de privarse de alimentos. El ayuno supone también eliminar el pensamiento y el deseo de comer, esto es, el hambre. Comer menos y tomar más agua. Cuanto menos se coma, más agua hay que beber. El agua lava el cuerpo y el alma. El agua también alimenta y ayuda a engañar el hambre. El hombre puede vivir bastante tiempo sin comer con la condición de que beba mucha agua.

 

 

4. Saber rezar

"Alegres en la esperanza, sufridos en las pruebas, constantes en la oración" (Rom 12,12).

El saber rezar no es un conocimiento racional o científico. El botánico estudia la flor y la clasifica científicamente. El biólogo estudia el pájaro de acuerdo con las leyes de la biología. En ambos casos se trata de un conocimiento racional. El niño no conoce racionalmente la rosa, ni el gorrión, ni la mariposa. Admira, habla al animal..., se sumerge en el mundo de las cosas y las conoce intuitivamente. Para él las flores sonríen, lloran, duermen... No razona según las leyes de la ciencia, sino que contempla. Contemplar no es pensar ni reflexionar. Es más bien ver, es comprender, es tener conciencia de algo, es estar con todo el ser con el objeto de la atención y del interés. Rezar es amar...

El raciocinio es importante para el conocimiento científico del mundo y de las cosas. Pero con el corazón también se conoce. Y éste es un conocimiento distinto; más profundo, más intimo. Se puede conocer a Dios de dos maneras: mediante el estudio sistemático de la teología como ciencia o bien conocerlo como el niño conoce, aprecia y ama las flores, los árboles, los pájaros, los torrentes de agua... También el ateo puede apreciar el estudio científico de la teología. Pero conocer mucha teología no es una condición para amar a Dios. La teología ayuda a amar a Dios sólo cuando se la estudia con el corazón.

A los dos primeros discípulos que lo seguían con curiosidad les preguntó Jesús: "¿Qué buscáis?" Ellos respondieron: "Rabí, ¿dónde vives?" Y Jesús: "Venid y lo veréis" (cf Jn 1,38-39). Entonces, buscar al Señor, descubrirlo y conocerlo, saber dónde vive, con quién vive.., es posible mediante una experiencia. La experiencia de búsqueda, de observación, de atención a sus palabras, de encuentro con él... El estudio intelectual no basta para saber lo que es rezar. Este conocimiento es el resultado de una experiencia. Del mismo modo, sólo aquel que cree sabe lo que es la fe. Conocer una verdad sobrenatural es vivirla, experimentarla. Por eso, lo primero que hay que hacer para aprender a rezar es realizar una auténtica experiencia de Dios.

En su primera carta, san Juan cuenta el resultado de esta experiencia: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras propias manos acerca del Verbo de la vida..." (1 Jn 1,1).

El Señor puede manifestarse de muchas maneras a una persona. Pero ordinariamente lo descubrimos en una auténtica experiencia de oración hecha en el desierto, en la soledad: "Pero he aquí que yo la atraeré (a la esposa fiel, es decir, a Israel) y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón... Entonces te desposaré conmigo para siempre..., te desposaré conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yavé" (Os 2,16.21-22).

No sabemos nada del coloquio íntimo de Jesús con los dos primeros discípulos que querían saber dónde vivía. Ninguno de los dos habló de ello. Esta discreción es natural en todos los auténticos contemplativos. No revelan nada de su intimidad con el Señor. Son cosas tan personales como lo que ocurre en los coloquios íntimos de dos personas apasionadamente enamoradas una de la otra. Tienen sus secretos. Uno de ellos, Juan, escribió tan sólo lacónicamente: "Fueron, pues, y vieron dónde vivía, y estuvieron con él aquel día" (Jn 1,39). ¿Pero de qué hablarían entonces entre ellos y con Jesús y Jesús con ellos?...

La oración contemplativa es un acontecimiento de fe. Se basa en una realidad que no es material, ni biológica, ni psicológica, sino mística.

 

 

5. Orar es ser auténtico

"Andad como hijos de la luz, porque el fruto de la luz consiste en la bondad, en la justicia y en la verdad" (Ef 5,8-9).

La oración más perfecta fue la de Jesús. Nadie como él conocía al Padre y lo amaba de todo corazón. Son éstas precisamente dos condiciones que confieren a la oración más valor: conocer al Señor y amarlo. Cuanto mejor lo conoce alguien, más lo ama. Conocer a Cristo es también conocer al Padre. "Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me habéis conocido, Felipe? El que me ha visto ha visto al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?" (Jn 14,9-10). Nadie puede ir al Señor si el Padre no ejerce sobre él su fascinación paternal: "Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae" (Jn 6,44). Orar es reconocer al Señor y unirse a él con lazos de amistad y de amor.

Lo más importante para rezar bien no es saber qué es rezar o cómo hay que rezar. El que es auténtico y sencillo siempre sabe orar y sabe cómo orar. Su oración brota naturalmente, como la manifestación espontánea del niño a su madre. Por eso el niño y todos los que se parecen a él en su sencillez, en su autenticidad, en su confianza, en su espontaneidad, en su humildad..., saben orar muy bien. Así era la oración de los que pedían alguna cosa al Señor:

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"... Señor, dame de esa agua..." (Jn 4,15).

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"Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros..." (Lc 15,18-19).

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"Señor, que pueda ver de nuevo" (Lc 18,41).

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"Señor, si quieres, puedes limpiarme" (Lc 5,12).

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"Señor, el que me amas está enfermo" (Jn 11,3).

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"Señor, no tengo un hombre que, al agitarse el agua, me meta en la piscina y, en lo que yo voy, otro baja antes que yo" (Jn 5,7).

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"Señor, hijo de David, ten compasión de mi; mi hija está atormentada por un demonio" (Mt 15,22).

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"Señor, ¿a quién iremos?" (Jn 6,68).

La persona sencilla, pobre y espontánea se siente siempre bien con el Señor porque él, el Señor, es también así. La oración más profunda y más íntima adquiere una forma parecida a la de una conversación familiar entre amigos o entre dos niños que se conocen. Jesús hablaba así en su conversación con los pobres, los necesitados y los amigos. Que vea el lector si no es verdad:

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"Yo soy el buen pastor" (Jn 10,11).

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"Hombre, tus pecados quedan perdonados" (Lc 5,20).

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"... tu fe te ha salvado" (Mt 9,22).

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"Queda limpio..." (Lc 5,13).

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"No llores" (Lc 7,14).

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"... No peques más" (Jn 8,11).

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"Venid a mi todos..." (Mt 11,28).

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"Me da compasión..." (Mt 15,32).

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"... ¿por qué me pegas?" (Jn 18,23).

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"¿Quieres curarte?" (Jn 5,7).

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"Tengo sed" (Jn 19,28).

El que ama siempre encuentra tiempo para estar con la persona amada. El que no tiene tiempo para orar no ama. Los pensamientos hermosos, los sentimientos delicados o las palabras elocuentes no son de suyo oración. Esta consiste más bien en decir al Señor amado nuestro amor, nuestro sufrimiento, nuestra alegría, nuestras preocupaciones, nuestros temores... El pobre y el niño aman así y... rezan así. Esta actitud de autenticidad fue la del publicano en el templo, la de la samaritana en conversación con Jesús junto al pozo de Jacob, la del hijo pródigo en su reencuentro con el padre, la de Saulo en el camino de Damasco. Este modo de hablar con el Señor supone una gran confianza y un clima de familiaridad. De semejantes encuentros la persona sale más alegre y confiada.

El trato familiar con el Señor es fruto espontáneo del amor. No se aprende con actitudes intencionales asumidas artificialmente. El modo de orar refleja el modo de vivir. La calidad espiritual de una vida condiciona la calidad y la profundidad de la oración. No hay que realizar grandes esfuerzos para orar. Basta con ser conscientes de si mismo, ser como Dios nos creó: auténticos, sencillos, fundamentalmente buenos, afectuosos, amantes del bien, de lo hermoso y de lo verdadero. El Señor está siempre donde está el hombre auténtico, porque éste es como salió de las manos del Creador. El hecho de haber pecado y de ser débil no es ningún impedimento para la presencia del Señor. Basta con reconocer esta limitación y esta pobreza, o sea, basta con ser auténtico. ¿Acaso él no declaró enfáticamente, para que todos lo supieran y no cupiera duda alguna: "... el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10)?

Cualquier persona normal es sensible al amor. Es precisamente la capacidad de amar lo que permite al hombre ser cristiano o religioso. Vivir como materialista o, al contrario, como espiritualista y más aún como cristiano o religioso, es una cuestión de escala de valores. Entre los valores afectivos que sensibilizan de forma especial el corazón del cristiano, y sobre todo de los religiosos, está el amor a Dios y al prójimo, reconocido como hermano en Jesucristo. Responder con una intensidad particular al amor de Cristo a los hombres es orar. La actitud interior más o menos permanente de amorosa unión con el Señor transforma el comportamiento del hombre. Este se va convirtiendo poco a poco en un hombre nuevo, algo semejante al Señor en su modo de pensar, de sentir, de relacionarse y de actuar. Esta limitada identificación con Jesucristo puede manifestarse de diversos modos en la persona, según el modo de ser de su personalidad. En unos aparece más claramente a nivel intelectual; en otros se manifiesta a nivel afectivo; hay quienes se parecen algo a Cristo en su modo de hablar y de actuar apostólicamente.

La auténtica vida de oración afecta inevitablemente al modo de ser de la persona. Una característica inconfundible del que ama mucho al Señor es el celo apostólico: un deseo irresistible de llevar a todos los hombres al conocimiento de Dios, al descubrimiento de la inagotable riqueza de su amor y de su misericordia y a la correspondencia generosa a su llamada.

En Cristo no hay nada complicado. Es persona sencilla, como es sencillo el mismo Dios. Por eso se muestra más claramente en el pobre, en el limitado, en el niño. Es auténtico el que reconoce su realidad, su originalidad.

La gracia actúa más eficazmente en el corazón pobre, limpio de apegos terrenales. El corazón del pobre está abierto a la novedad, acoge la noticia, vive de esperanza. "Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados" (Mt 11,4-5). El pobre ve con más claridad, distingue mejor la verdad porque no está condicionado por compromisos; descubre mejor hasta qué punto el Señor es imprescindible para satisfacer nuestra ansia de vivir, de amar. Y también comprende mejor que Dios nos ama tal como somos.

"Orar es estar con aquel que sabemos que nos ama", dice santa Teresa de Jesús.

La oración es auténtica cuando el que ora asume la actitud del pecador, esto es, del pobre, del limitado. La respuesta del Señor a quien se dirige a él como pobre pecador es siempre una palabra de compasión y de perdón. El corazón arrepentido es siempre objeto de una extrema ternura del Señor, cuyo único anhelo es ver felices a todos sus hijos. Así fue como se mostró a la Magdalena, a la adúltera, a la samaritana, a Pedro, a Zaqueo. Su sorprendente exclamación: "¡ Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré!" (Mt 11, 28), es una manifestación elocuente del cariño paternal del Señor para con todos los que sufren. Esta finura de sentimientos de amor para con el pecador arrepentido aparece también de modo inequívoco en las maravillosas alegorías del fariseo y del publicano (cf Lc 18, 9-11) y del hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32). Sin una sincera actitud de arrepentimiento de las propias infidelidades y flaquezas humanas no hay oración auténtica. El sacramento de la confesión es una práctica que pone a prueba nuestro grado de sinceridad con el Señor. Ir a la confesión es reconocerse públicamente pecador. Es vivir en la realidad. El gesto de absolución del confesor es la señal externa del perdón de Cristo. Es la manifestación inequívoca de su misericordia y de su paternal compasión.

 

 

6. El hombre de oración

"Ellos ya no tendrán más hambre ni sed; no les abatirá más el sol ni ardor alguno" (Ap 7,16).

"Los que en un tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo" (1 Pe 2,10).

Cualquier cristiano consciente y cualquier religioso lúcido y coherente consigo mismo siente la insaciable necesidad de orar. La oración es, de hecho, el instrumento indispensable para la construcción de la propia vida. El cristiano o el religioso que abandonan la oración ya no son lo que dicen que son. Han perdido su identidad. Nadie puede tomar en serio a los que proclaman con la boca y tal vez con símbolos exteriores que son religiosos, pero no rezan. Parecen unos desgraciados travestis.

La oración es para el hombre la puerta abierta hacia todos los bienes, el laboratorio donde se construye la grandeza humana, espiritual y funcional del hombre. La oración es la forja del amor, del amor que engendra amistad y fraternidad; la inevitable respuesta del hombre al Señor que nos amó primero con un cariño inefable. El amor de la persona que se ha forjado en la fragua de la oración es la prueba más elocuente del amor de Dios a los hombres. El amor sencillo, sincero y discreto del hombre de oración estimula la fe de los que se acercan a él. El hombre de oración proclama con el argumento convincente de su estilo de vida que Dios ama a todos los hombres de una forma totalmente gratuita. El ejemplo de vida del hombre de auténtica oración es una nueva palabra de Dios al mundo. El santo es siempre un sermón de campanillas del Señor a los hombres. Es una reafirmación de la verdad y de la vitalidad siempre actual del evangelio. El hombre de oración es como una palabra de la Palabra, la personificación de la parte vital del evangelio. Todo el evangelio es importante, como aquel que lo dictó. Los hombres de oración son otros tantos fragmentos del Cuerpo Místico de Cristo. Dios sigue hablando a los hombres; sus mensajes de amor, siempre actualísimos, son escritos en la vida de sus siervos fieles.

La vida del auténtico hombre de oración es un grito de trueno de alerta al mundo. Proclama con impresionante fuerza profética la necesidad de vivir en la presencia de Dios como condición para desarrollar un nuevo y verdadero humanismo integrador.

La parte del ejemplo que hay que imitar en la vida del santo no son tanto sus gestos y sus obras como sus actitudes. Son éstas las que condicionan sus gestos, sus acciones y su manera de comportarse.

El reencuentro con la oración auténtica y profunda en la Iglesia, sobre todo en el sacerdocio y en la vida religiosa, es hoy tal vez el objetivo número uno del esfuerzo general de renovación. Todos los cristianos, pero sobre todo los sacerdotes y los religiosos, son llamados por Dios para vivir intensamente la dimensión contemplativa propuesta por el evangelio. Del éxito de este esfuerzo depende la renovación apostólica. ~l cristiano que se decide a optar por Cristo, a quemar su vida por él, confunde en una única expresión de fidelidad y de generosidad la experiencia de Dios, el amor a Jesucristo, el amor a la Iglesia y a los hombres.

El hombre de oración siempre es profeta: amigo de Dios, testimonio vivo de su experiencia y de su amor. Cuando habla no se limita a repetir conceptos bíblicos o teológicos. Comunica experiencias. Por eso su profecía es más persuasiva. Quienes la reciben profundizan en el conocimiento de Dios tal como lo revela por su propia vida el hombre de oración: un Dios verdadero, sabio, poderoso y misericordioso; descubren que el Señor los ama por encima de toda medida; es rico, generoso y hasta pródigo en sus dones; es vivo, real e irresistible para quien lo descubre; un tesoro por cuya adquisición el que lo ha descubierto está dispuesto a vender todos sus bienes. La vida del hombre de oración es la historia del Señor escrita en la vida de un hombre.

La fuerza espiritual de transformación del hombre de oración reside en su original experiencia sobrenatural de contemplación de unas realidades que no son de este mundo. Al vivir totalmente su entrega a la acción de Dios, su existencia está sembrada de intervenciones divinas que sorprenden y estimulan a los hombres a seguir su ejemplo.

Un dato interesante que se ha observado en las personas que realizan una auténtica experiencia es que empiezan a sentir gusto en tratar de asuntos espirituales. Hablan gustosamente del Señor, lo mismo que el que se siente enamorado se complace en poder hablar de la persona amada.

La vida de oración es siempre algo estrictamente personal que rebosa del sujeto y contamina a los demás. El hombre de oración vive permanentemente en la presencia de Dios. Nunca se siente totalmente solo. Por eso la vida de oración es el modo de vivir constantemente en oración. La persona puede realmente llegar a adoptar, en su relación personal con el Señor, una actitud interior natural y espontánea, semejante a la del niño en relación con sus padres. Debido a la influencia de ciertos aspectos del mundo exterior perdemos esa maravillosa actitud interior para con los seres queridos y vivimos más o menos dispersos en nuestra superficialidad. Será menester reconstruirla. Volver a nuestros sentimientos primitivos de amor en nuestra relación con Dios. Por eso la mayor parte de las personas que quieren mejorar su nivel de oración creen que deberían reconstruir más o menos laboriosamente su interioridad de amor. No se trata, sin embargo, de construir o de reconstruir nada. La vida de oración no es fruto del esfuerzo humano. Es algo muy natural y espontáneo que ya existe en la intimidad del hombre. Aprender a orar o a orar mejor es únicamente dar aliento a esa llama tan débil y casi apagada, que, en realidad, jamás se extinguirá por completo. Es un germen de vida sobrenatural inactivo que es preciso que se desarrolle, que se abra, que se intensifique.

La vida de oración es esencialmente vida de fe. Algo muy sutil y delicado, como la conciencia de la certeza de que se ama al Señor. El deseo más intimo y más verdadero del que adquiere vida de oración es el de Dios. Un deseo permanente, vivido en actitud de mirada sencilla y sincera dirigida al Señor.

 

 

7. Orar y contemplar

"Y cuando me fuere y os haya preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo, para que, donde yo esté, estéis también vosotros" (Jn 14,3).

El concilio Vaticano II ha despertado la necesidad y el deseo de renovación en todos los sectores de la Iglesia. Está fuera de toda duda que no se trata únicamente de redimensionar las estructuras administrativas o de reglamentar los usos y costumbres, aunque estas reformas sean también importantes. Pero las estructuras tienen únicamente una función organizativa con vistas a facilitar la vida. Esta es lo esencial de la Iglesia, de las personas que viven en asociaciones o en familias.

El gran esfuerzo de renovación que hay que hacer va en el sentido de un audaz crecimiento espiritual de los sacerdotes, de los religiosos y de los cristianos laicos. En la medida en que se desarrolla la dimensión contemplativa de los cristianos, la Iglesia se renueva y crece. Se trata de una cuestión vital para los institutos religiosos, cuyos miembros hacen profesión pública de seguir más radicalmente a Jesucristo. La misión específica de los religiosos consiste en dar al mundo el testimonio de Cristo y el anuncio de la Buena Nueva que él trajo al mundo. Este testimonio es posible y auténtico en la medida en que el religioso viva personalmente el misterio de Cristo. Vivir el misterio de Cristo es imitar a Jesucristo.

Pero imitar a Jesucristo no es hacer una parodia de él. La imitación nace de la admiración. El que admira, ama. Sólo podemos amar a la persona en que descubrimos unos valores que nos seducen. La primera tarea de los que se deciden por la vida religiosa es la de estudiar a Jesucristo. Tanto más fácil es conocer a una persona cuanto más cerca de ella se vive.

Por consiguiente, la tarea de estudiar a Jesucristo para conocerlo mejor lleva consigo la necesidad de aproximarse a él lo más posible. Contemplar es entrar en contacto íntimo con el Señor: verlo con los propios ojos, tocarlo, escuchar su mensaje de salvación de sus mismos labios. La generosa actitud y vida de oración y de contemplación alcanza de modo perfecto el doble objetivo de conocer al Señor y de vivir muy unido a él. Es que no puede haber auténtico testimonio evangélico si no hubiere un auténtico y generoso esfuerzo de crecimiento espiritual. La dimensión contemplativa del religioso se convierte de este modo en un aspecto esencial de su vida. Solamente el que vive la dimensión contemplativa vive de forma realista las verdades históricas del reino de Dios.

En un discurso pronunciado el día 24 de noviembre de 1978 ante un grupo de religiosos, el papa Juan Pablo II expresó esta importante inspiración: "Vuestras casas tienen que ser ante todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo -personal y, sobre todo, comunitario- con aquel que es y debe ser el primero y principal interlocutor en la laboriosa sucesión de vuestros trabajos de cada día. Si sabéis alimentar este clima de intensa y amorosa comunión con Dios, seréis capaces de llevar adelante sin tensiones traumáticas ni peligrosas desbandadas esta renovación de la vida y de la disciplina a que os comprometió el concilio Vaticano.

Contemplativo es aquel que se siente atraído irresistiblemente por el Señor. Esta atracción lo lleva a abrirse a él y a dejarse trabajar por él en una progresiva transformación interior. Este es el resultado natural de la fidelidad con que el hombre responde a la llamada constante del Señor. El dinamismo interno que preside este movimiento transformador o de vida es el amor. El hombre que se deja arrastrar por este dinamismo de amor da a los hombres un testimonio permanente de su comunión con el Señor. La capacidad de testimoniar prácticamente, mediante el ejemplo personal, el amor de Dios a los hombres es la condición de eficacia apostólica. Y es también una condición sin la cual nadie consigue realizar un verdadero progreso en la vida de oración.

Sin una profunda unión con el Señor no hay verdadera fecundidad apostólica. Sólo el lenguaje del amor es comprensible a todos los hombres independientemente de su origen, de su raza o de su cultura. El contemplativo en acción es un apóstol que participa íntimamente de la pasión, de la muerte y de la gloria de Jesucristo. "A todos los miembros de cualquier instituto les conviene, buscando únicamente a Dios sobre todas las cosas, juntar la contemplación, por la que se unen a él con la mente y el corazón, con el amor apostólico, por el que procuren ser asociados a la obra de la redención y a la extensión del reino de Dios".

La fidelidad a las exigencias de la opción fundamental es la piedra de toque para juzgar del grado de autenticidad de una vida religiosa. Para mantener la coherencia íntima, el religioso debe renovar constantemente su actitud interna y su comportamiento exterior. Este no es sino la manifestación de aquélla. Por eso, "la regla suprema de la vida religiosa, su norma última, es la de seguir a Cristo según las enseñanzas del evangelio".

Orar y contemplar son modos distintos de comunicar con Dios. Orar o rezar es buscar comunicar con Dios sobre todo por medio de palabras, de conceptos, de imágenes o de pensamientos. Contemplar es buscar la misma comunicación de otro modo, en el cual se prescinde lo más posible de palabras, de conceptos y de imágenes. La contemplación pura es vivencia de comunicación con Dios sin utilizar ninguna palabra, imagen ni concepto. La mayor parte de las personas que rezan hacen también un poco de contemplación. Las que contemplan frecuentemente hacen también un uso moderado de palabras pronunciadas, murmuradas o solamente pensadas.

Las almas profundamente místicas muchas veces tienen la capacidad de conocer directamente a Dios, de comprenderlo y de intuirlo sin utilizar palabras ni conceptos. Por otro lado, de acuerdo con la experiencia de muchos directores espirituales y de dirigentes de grupos de oración, prácticamente todos pueden aprender este modo de orar. Consiste en la capacidad de captar a Dios directamente por medio de esa facultad que en lenguaje místico se conoce con el nombre de "corazón". Este concepto es muy parecido al de "intuición", al de "visión interior", al de "iluminación interior"..., al de natural tendencia hacia Dios, que atrae poderosamente al hombre hacia si.

Las palabras, los pensamientos, los raciocinios, las imágenes... constituyen otros tantos obstáculos para la comunicación directa e íntima con Dios. Los corazones enamorados se encuentran más íntimamente en el silencio de una simple mirada.

Para la mayor parte de las personas, el primer paso para llegar a este estado de simple mirada dirigida amorosamente al Señor consiste en vaciar o purificar la mente de cualquier pensar, reflexionar, imaginar.., activamente. Crear el vacío de la mente. Consiste en un esfuerzo por no hacer nada, por no pensar en nada, por no imaginarse nada... Observar solamente con fe y con amor ese vacío en donde se encuentra el Señor de modo misterioso y escondido. Se aprende a vivir ese estado pasivo mediante el ejercicio. Se trata de ver al Señor no con el sentido de la vista, sino con los ojos del "corazón". Los ojos del "corazón" pueden ver a Dios únicamente si están ya cerrados para todo lo demás. Cualquier apego o preocupación por otra cosa que no sea el Señor hace perderlo irremisiblemente de vista. Por eso precisamente es por lo que Jesús declaró bienaventurados a los limpios de corazón: sólo éstos pueden ver a Dios.

Hay personas muy simples, sinceras y auténticas que saben contemplar sin pasar por el laborioso proceso de aprendizaje que hemos indicado. Son como ciegos, que, al faltarles la visión, desarrollan espontáneamente una elevada sensibilidad en los otros sentidos, lo cual les permite participar casi tan activamente de la vida como las personas de vista normal. Hay ciegos que "ven" mejor algunos aspectos de la vida que otros cuya visión funciona normalmente. ¿No se dice que hay algunos que tienen ojos y no ven? El contemplativo en acción vive en su "corazón" en una unión amorosa con el Señor, mientras que con su cabeza trabaja con la misma normalidad que cualquier otra persona.

El ejercicio de aprendizaje de la contemplación consiste básicamente en obligar a la mente que piensa y habla activamente a que se calle, mientras uno permanece amorosamente en la presencia del Señor. La continuidad de este ejercicio lleva al descubrimiento del arte de comunicar directamente con el Señor a través del "corazón".

El pensar activo tiene su origen en las sensaciones, en los recuerdos, en las preocupaciones, en las emociones y en los sentimientos más o menos intensos... Para contemplar es necesario purificarse previamente de todo eso. Con la mente se puede pensar, reflexionar, discutir, crear, hablar, rezar... Pero contemplar sólo puede hacerse con el "corazón". Sólo el silencio profundo y total de la mente lleva a la visión contemplativa de Dios.

El cerebro es un motor que siempre funciona. El producto de su actividad se llama genéricamente pensamiento. No es posible no pensar. Cuando digo "no pensar activamente" quiero decir ocupar la mente en algo que no lleva a organizar mentalmente conceptos ni reflexiones lógicas, y menos aún a darles la forma de palabras más o menos expresadas. Esto se consigue fijando la atención activa más tranquilamente en Dios o, mejor aún, en la persona de Jesucristo. El que va hacia la presencia de Dios, que lo atrae amablemente, ve con espontaneidad la imagen del Señor con los ojos del "corazón". No es necesario imaginarse a la persona del Señor ni representársela mentalmente. Basta con buscarlo amorosamente, con desear que él se haga presente de algún modo. El que lo ama vive constantemente en su presencia. Para orar o contemplar basta con fijar atentamente los ojos del "corazón" en su amable persona y esforzarse en permanecer en su presencia. Dos personas que se aman apasionadamente sienten una enorme felicidad con el simple hecho de encontrarse uno en presencia del otro.

Para evitar las distracciones y facilitar la permanencia en el estado de contemplación basta con habituarse a repetir mentalmente con cierta frecuencia una palabra clave que exprese el sentimiento de amor y el deseo de unión. "¡ Señor mío y Dios mío!... ¡Señor, yo te amo!... ¡Señor mío Jesucristo, ten piedad de mí!".., etc. Es conveniente usar siempre la misma expresión. Se puede formar así el hábito de repetirla con frecuencia de día y de noche, incluso fuera de los momentos de oración contemplativa explícita.

La continuidad en este ejercicio conduce a la contemplación pura, en la que el "corazón" vive la amable presencia del Señor en el más absoluto silencio de la mente.

La causa más frecuente de abandono de la vida de oración está en la persistencia fatigosa y monótona de un método de oraciones hechas exclusivamente a nivel de la cabeza. El sujeto acaba cansándose y hastiándose de esas prácticas rutinarias. En la mayoría se necesita una buena dosis de capacidad de resistencia física y psíquica para no sucumbir a la tentación del desaliento. El único medio de huir del problema es aprender a sumergirse en la profundidad de los misterios del "corazón", que busca al Señor sin fatiga mental. Contemplar es tan fácil y tan agradable como amar. Basta con encontrar el camino de este método. El camino no se detiene en fatigosas elaboraciones mentales, sino en suaves explosiones de alegría, de paz, de amor, de entusiasmo, de ternura del "corazón" que encuentra al amado que lo llama.

La contemplación es una experiencia mística que comunica frescor a la mente, alimento al alma y bienestar al cuerpo. Llena de una felicidad tan real y tan satisfactoria, que aquel que la consigue no cambiaría esa riqueza por ninguno de los deleites que pueden proporcionar los sentidos, las emociones y la mente. Lo más curioso es que esta experiencia está al alcance de todos. Todos pueden aprender a comunicarse con Dios a través del "corazón". La mayor parte de las personas tienen necesidad de educar previamente su "corazón" por el ejercicio para que funcione adecuadamente.

La oración hace al hombre. Somos lo que llegamos a ser mediante la oración. "La persona se convierte en aquello que reza; rezar más para amar mejor; la verdadera oración no está hecha de palabras, sino de miradas; cuando estoy con Dios, hago lo más importante, porque rezar es amar".

Contemplar no es hablar con Dios. Tampoco es reflexionar o pensar. El resultado de la contemplación no consiste en unas cosas hechas, realizadas o alcanzadas. La contemplación no pretende un conocimiento mental, un saber. Apunta fundamentalmente hacia el ser de la persona. Esta se transforma y crece con la contemplación. Se trata de un beneficio mucho más importante que las luces y el saber que es posible obtener con otros tipos de oración y con la meditación.

La contemplación transforma a la persona con mucha mayor eficacia que la fuerza de la voluntad. El que tiene el hábito de orar por el método de la contemplación se hace generalmente muy sincero, sencillo, cordial, paciente... Hay vicios que desaparecen sin un gran esfuerzo: fumar demasiado, afición al alcohol, dependencia afectiva... En fin, la persona se transforma en otra distinta.

También la comunidad religiosa y la familia se benefician extraordinariamente por el hecho de que uno de sus miembros tenga el hábito de orar por el método de la contemplación. El cambio que la contemplación produce en la persona contagia a todas las de su entorno. Hay una unión mayor de corazones, hay un clima favorable al diálogo, hay una mayor participación en las actividades del grupo, y los encuentros se realizan en un clima de paz y de amistad. Contemplar es sensibilizar el corazón para el descubrimiento, para la aceptación y para el amor a los demás. Las personas que contemplan juntas en un mismo lugar entran también en una sintonía profunda unas con otras. Y acaban sintiéndose íntimamente unidas, en comunión.

Las personas que buscan juntas una misma cosa sienten un mayor estímulo para el esfuerzo común. La resistencia o el desinterés de uno bloquea el esfuerzo de todos. Las actitudes y las emociones individuales positivas o negativas de una persona en un grupo contagia fácilmente a los demás a través de una especie de comunicación inconsciente.

Contemplar es fijar la atención en el objeto considerado, penetrar en su intimidad, dejarse penetrar por él sin resistirse ante el movimiento de encanto y de admiración que suscita. En la oración contemplativa, el objetivo de la atracción, de la atención interior, del encanto y de la admiración.., es el Señor. El que contempla no piensa activamente, no calcula, no conversa. Se trata de una intensa actividad interna, silenciosa. De una experiencia interior. A veces el sujeto explota en exclamaciones de alegría, de júbilo, de gratitud, de tristeza, de maravilla...

Hay quienes descubren la oración contemplativa simplemente por miedo a perder el tiempo. Hay quienes creen que orar es hacer algo: pensar, reflexionar, pronunciar palabras, leer, cantar, etc. Está claro que todo esto puede ser también oración; todo depende, naturalmente, de la disposición interior del sujeto. Pero contemplar, o sea orar sin decir nada y sin pensar activamente, es seguramente una oración más profunda y más provechosa para el crecimiento de la unión del hombre con Dios que cualquier otra oración: "¡Marta, Marta! Tú te preocupas y te apuras por muchas cosas, y sólo es necesaria una. Maria ha escogido la parte mejor, que no se le quitará" (Lc 10,41-42).

Una de las condiciones personales para aprender a contemplar es tener el coraje de sentarse a los pies del Señor simplemente para mirar..., para escuchar..., para amar y dejarse amar. El contemplativo no hace nada. Deja que el Señor haga con él lo que quiera. Se limita a tomar conciencia de las maravillas que el Señor realiza en él.

Es difícil explicar lo que siente la persona en oración contemplativa. La mirada fija en Dios y en su reino, el secreto movimiento afectivo del corazón y la misteriosa respiración del alma entregada a las cosas del Espíritu son cosas más o menos inexplicables. Se trata de una experiencia que se vive. No hay palabras para describirla adecuadamente. Es tan imposible querer explicar como querer hacer comprender qué es el perfume del jazmín a una persona que nunca lo ha olido. Es un conocimiento que se adquiere solamente por la experiencia personal. La experiencia interior de la unión íntima con Dios es tan simple y tan espiritual, que no puede reducirse a ninguna idea bajo la forma de imagen sensible. Sólo la experiencia..., únicamente la experiencia...

La contemplación es una vivencia absolutamente personal e interior. Puede ir acompañada de gestos exteriores que, sin embargo, no expresan el contenido vivencial de la oración. Este permanece secreto, conocido únicamente por el sujeto. Por eso la oración contemplativa, aunque se haga en grupo, es siempre estrictamente personal, a pesar de que el sujeto siga siendo plenamente consciente del hecho de ser miembro de un grupo, de una comunidad, de la Iglesia.

Podemos forjarnos una vaga idea de cómo es la unión íntima con Dios a través de la descripción que hizo Jesús de su unión con el Padre. El evangelista Juan afirma que "el Hijo unigénito está en el seno del Padre" (Jn 1,18). Jesús declaró también: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30). Y en otro lugar: "Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros..." (Jn 17,21). Otra de sus palabras: "Volveré otra vez y os tomaré conmigo..." (Jn 14,3), es una clara indicación de cómo actúa el Señor en el alma del que se deja amar por él. Contemplar es dejarse amar por el Señor. Es estar enteramente disponible a él con plena conciencia de esa disponibilidad y de ese deseo de querer ser únicamente suyo.

La mentalidad horizontalista que nace de la actitud tendenciosamente social puede ser un sincero esfuerzo de vida espiritual. Sin embargo, es sumamente difícil -por no decir imposible- llegar por ese camino a una verdadera oración contemplativa. Todo indica que el descubrimiento de san Agustín es válido para todos los que buscan un encuentro más profundo y más personal con el Señor. "Tarde te amé, oh Belleza, tarde te amé. Sí; tú estabas en lo más íntimo de mi mismo y yo estaba fuera de mí. Yo te buscaba fuera de mí".

Santa Teresa se extraña de que algunos tengan miedo de entrar decididamente por este camino para progresar en la vida de oración: "No entiendo eso que temen los que temen comenzar oración mental, ni sé de qué han miedo".

Al hablar de la necesidad de orar y de la satisfacción que experimenta el que aprende a orar de veras, la misma santa escribe: "Para estas mercedes tan grandes que me ha hecho a mi (el Señor) es la puerta la oración; cerrada ésta, no sé cómo las hará, porque, aunque quiera entrar a regalarse con un alma y regalarla, no hay por dónde, que la quiere sola y limpia y con ganas de recibirlos. Si le ponemos muchos tropiezos y no ponemos nada en quitarlos, ¿cómo ha de venir a nosotros? ¡Y queremos nos haga Dios grandes mercedes!"

El Señor habla a quienes lo escuchan. Su palabra es misteriosa. Únicamente es perceptible en el silencio del corazón estrechamente unido a él. Los sentidos son puertas abiertas al mundo exterior. El reino de Dios está dentro de nosotros, nos advirtió Jesús. Por consiguiente, las realidades espirituales no pueden ser percibidas por los sentidos exteriores. Sólo los sentidos interiores -la imaginación, la fantasía, la representación, el sentimiento, la impresión...- son suficientemente sensibles para percibir las cosas del espíritu.

Si quieres oír lo que el Señor te dice, cierra tus sentidos exteriores -la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto-, recógete en tu interior más intimo, entra con el Señor que está allí, permanece en su santa presencia y fija tu atención en él. El te hablará si estás suficientemente abierto y atento a sus palabras. Cualquier distracción es un ruido que apaga su voz. Sólo puedes oírla en el silencio más profundo de tu cuerpo y de tu mente.

La contemplación es un tipo de oración muy simple. No tiene nada de difícil y complicado. A muchos les puede parecer difícil precisamente porque no saben ser sencillos. La excesiva intelectualización y racionalización llevan al hombre a calcular sus actitudes y sus comportamientos delante de las realidades con que se enfrenta. Pero sólo la actitud simple y auténtica del niño consigue penetrar en la profundidad de las vivencias simples y naturales. Aprender a orar es reaprender a ser simples y puros como fuimos en tiempos de nuestra infancia. Se trata de un redescubrimiento de aquello que, en nuestros años infantiles, nos era muy familiar. Desgraciadamente, en el mundo tecnológico educar puede significar cambiar la naturaleza espontánea del hombre en unos comportamientos y actitudes artificiales, más útiles para los objetivos pragmáticos de la sociedad de producción y de consumo. Por fortuna, siempre es posible el retorno a un humanismo verdadero. l3asta con querer y adoptar los medios adecuados para ello. Y éstos están actualmente bastante difundidos gracias a las publicaciones de divulgación de la psicología aplicada a las más diversas finalidades. Existen ya buenos estudios de psicología aplicada a la vida de oración.

La Virgen María es un modelo extraordinario de vida contemplativa. Maria es imprescindible en la vida cristiana. Ejerce un papel pedagógico indispensable en la vida del que quiere aprender a orar. Si orar es amar, entonces hemos de comprender cómo nadie amó tanto como María a su divino hijo Jesús. Nadie en el mundo estuvo tan estrechamente unido a él como su madre. Por eso mismo, nadie jamás entró tan profundamente como ella en los misterios del corazón de Dios. Esta es la más importante de sus credenciales para que la consideremos como nuestra maestra en los trabajos de aprendizaje de la oración.

No cabe duda de que una de las actitudes que más agradan al Señor en sus amigos es la de una filial veneración a la Virgen Maria, su augusta madre. El mismo nos la presenta como modelo: "Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: 'Mujer, he ahí a tu hijo'. Luego dijo al discípulo: 'He ahí a tu madre'" (Jn 19, 26-27). Jesús y aquellos a los que él ama tienen la misma madre. Son hermanos. El es siempre el hermano mayor. Por eso mismo, en cualquier dificultad podemos contar con él. En cierto modo, él se responsabiliza de nosotros.

El primer modelo de un hijo es siempre su madre. Procura imitarla espontáneamente. En la medida en que consigue copiar el modelo que está continuamente ante su vista, va creciendo en la vida. Se desarrolla en el sentido de la edad adulta como la madre.

Lo mismo ocurre con el devoto de la Virgen Maria. En la medida en que imita el admirable ejemplo de su vida, se aproxima al ideal, a Jesucristo, su hermano, que a su vez forjó su humanidad siguiendo el prodigioso modelo de esta mujer singular. Es ella, la Virgen, madre de Jesús y madre nuestra, la misteriosa mujer descrita por Juan como "una gran señal que apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza" (Ap 12,1).

La vida de Maria se caracteriza por unas actitudes espirituales que estimulan poderosamente nuestra vida de oración. Maria, la Virgen que escucha, la Virgen en oración, representa en la Iglesia el modelo más perfecto de unión con Jesucristo. Ved, por ejemplo, a Maria al pie de la cruz. ¿Quién contempló jamás la pasión de su divino Hijo con amor, con dolor, con sentimiento de compasión, como ella? Con su ejemplo anima a los cristianos y les indica ese excelente medio de contemplación del misterio de la pasión.

El que vive un amor profundo a Jesucristo no puede menos de amar y de imitar también a su heroica y santa Madre. Una de las manifestaciones más tiernas de ese amor es la celebración de las fiestas marianas. Las invocaciones, las preces y las celebraciones relacionadas con el culto de veneración a la Virgen siempre son muy apreciadas para el que ama al Señor.

La oración pasiva es una actitud semejante a la de Maria, que se dejó esclavizar por el Señor. Santa Teresa lo comprendió muy bien. En la oración más profunda, el alma, "si se hace pedazos a penitencias y oración y todas las demás cosas, si el Señor no lo quiere dar, aprovecha poco. Quiere Dios por su grandeza que entienda esta alma que está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con él y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende". Y continúa la santa con la idea de esclavitud: la oración pasiva "es un recogerse las potencias dentro de si para gozar de aquel contento con más gusto, mas no se pierden ni se duermen; sola la voluntad se ocupa de manera que -sin saber cómo- se cautiva; sólo da consentimiento para que la encarcele Dios, como quien bien sabe ser cautivo de quien ama". Al hablar de la oración de quietud, dice: Cuando tenía cerca de veinte años "comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacia merced de darme oración de quietud y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro ni lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que duraba tan poco esta unión, que no sé si era Avemaría; mas quedaba con unos efectos tan grandes, que, con no haber en este tiempo veinte años, me parecía traía el mundo debajo de los pies".

Tan iluminadora es la descripción de santa Teresa, que no puedo prescindir de presentar al lector algunas otras transcripciones de su maravilloso texto: "Tengo para mi que un alma que llega a este estado que ya ella no habla ni hace cosa por sí, sino que de todo lo que ha de hacer tiene cuidado este soberano Rey. ¡Oh, válgame Dios, qué claro se ve aquí la declaración del verso y cómo se entiende tenía razón y la tendrán todos de pedir alas de paloma! Entiéndese claro es vuelo el que da el espíritu para levantarse de todo lo creado y de si mismo el primero, mas es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido". Al hablar de la oración mental profunda, la santa comenta: "No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama". Y también: "Entiende (el alma) que no quiere sino a su Dios, mas no ama cosa particular de él, sino todo junto le quiere y no sabe lo que quiere; digo no sabe porque no representa nada la imaginación ni, a mi parecer, mucho tiempo de lo que está en sí no obran las potencias; como en la unión y arrobamiento el gozo, aquí la pena las suspende".

Unos frutos personales importantes de la contemplación son los sentimientos de paz, de tranquilidad interior, de disponibilidad, de gozo de poder amar, de felicidad... Para el que contempla, estos sentimientos son como un paladar definitivamente adquirido. Despiertan la tendencia a buscarlos siempre, de experimentarlos de nuevo continuamente. El que ha descubierto la verdadera contemplación no se cansa jamás de contemplar.

 

 

8. Orar con satisfacción

"Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así también, por Cristo, abunda nuestra consolación" (2 Cor 1,5).

"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., que nos consuela en todas nuestras tribulaciones (2 Cor 1,34).

En el capítulo 4 de su carta a los Filipenses, san Pablo habla de la alegría, del gozo y de la paz de aquellos que viven junto al Señor y permanecen íntimamente unidos a él por medio de la oración constante: "Alegraos en el Señor siempre; lo repito: alegraos. Que vuestra benignidad sea notoria a todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna, sino más bien en toda oración y plegaria presentad al Señor vuestras necesidades con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Flp 4,4-7). La paz, la alegría y la satisfacción interior son sentimientos que sólo pueden percibirse en una actitud interior de sencillez. Es que "el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). Y Jesús se alegra de que estas cosas hayan sido dispuestas de esta manera: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a los hombres sabios y hábiles se las has revelado a los sencillos" (Lc 10,21).

Ir a Dios es fácil. No es tan complicado como esos pasos que han de dar los hombres para encontrarse con algún personaje importante. No es necesario ser diplomático, o político, o experto en cualquier tipo de conocimiento. Basta con ser pobre, es decir, tan limitado y tan sencillo como un niño.

Orar no es hacer cosas, pronunciar palabras simbólicamente ricas. Estas no son en la oración más que unos vehículos sensibles, más o menos elocuentes, de los contenidos de la intimidad del corazón. La oración no es algo que se cree o que se invente a partir de palabras, de ideas o de técnicas psicológicas. Como el amor, y también como el odio, la envidia, el orgullo, etc., la oración es algo que nace del corazón que ama. Es un estado del alma.

Hay quien lleva en su pecho un corazón orante sin saberlo. Una fuente riquísima que no puede brotar porque está tapada por una pesada piedra. Espiritualmente, este hombre vive adormecido. Ignora la riqueza de vida que está oculta en él. Le basta con apartar la piedra para que la oración brote espontáneamente a chorros. El hombre de oración es un hombre nuevo, regenerado. Un hombre cuyo adorno no es lo exterior, "sino el interior, que radica en la integridad de un alma dulce y tranquila: he ahí lo que tiene valor ante Dios" (1 Pe 3,4).

En el caso de los educadores y de los formadores no se trata de educar a sus alumnos para la oración por medio de técnicas. Se trata siempre y exclusivamente de un problema de autoformación. Aquí el papel del educador y del formador consiste en crear condiciones favorables, condiciones que estimulen y faciliten la búsqueda para el descubrimiento. La semilla de la oración duerme en lo más íntimo del corazón de todos los hombres. Sólo puede germinar y crecer si se la estimula convenientemente por medio de factores de orden educacional. Los educadores y formadores plantamos, Apolo riega, pero sólo Dios puede hacer crecer.

El que no ora es como el hombre que duerme espiritualmente. Sus funciones orgánicas existen, pero no tiene conciencia de ellas. Es igualmente incapaz de controlar sus movimientos y de ordenarlos con vistas a un comportamiento libre. Aprender a orar es también aprender a despertar y a dar vida a la gracia bautismal, que permanece inactiva por congelación.

En el hombre natural se constata una falta de consistencia. Una discrepancia entre el cuerpo y el espíritu, que repercute en su ser como un desequilibrio y una disonancia existencial. Todos los hombres experimentan un anhelo profundo de unificación y de armonía. Sólo la oración es capaz de sanar esa contradicción interna. Desencadena energías latentes, que son las únicas capaces de restablecer el equilibrio primitivo perdido por el pecado, cuyas nefastas consecuencias todos hemos heredado.

La auténtica experiencia de Dios sigue generalmente el modelo paulino. Antes de conocer y de aceptar la buena nueva, la fe de Saulo, un hombre integro, pero que perseguía ferozmente a los cristianos, se regulaba únicamente por los dictados de la antigua ley mosaica. El acontecimiento estrepitoso en el camino de Damasco puso a aquel hombre en contacto directo con la nueva realidad del evangelio de Jesucristo. La evidencia de aquella realidad lo aplastó. Lo dejó triturado. No pudo ya resistir al ímpetu de la gracia como hasta entonces. Sucumbió a la evidencia de los hechos. Resolvió entregarse en cuerpo y alma a ese Jesucristo que, unos meses antes, él mismo había ayudado a crucificar en uno de los suyos como un pérfido impostor. Entonces se le abrieron los ojos a una verdad deslumbradora: Jesucristo ha resucitado de entre los muertos y es el hijo de Dios vivo entre nosotros.

A partir de este encuentro personal con Jesucristo, Pablo empezó a apasionarse por el nuevo amigo. Luchó con él y por él para la expansión de su reino de salvación sobre la tierra. Se llenó de orgullo por Cristo. Lo siguió con decisión. Y por él arrostró toda clase de dificultades y de peligros, resuelto a no retroceder ni siquiera ante la muerte.

Cualquier persona que en cualquier momento de su vida haya hecho un descubrimiento semejante al de san Pablo sigue generalmente los mismos pasos que él en su crecimiento espiritual. El que ha descubierto experimentalmente a Jesucristo no puede menos de vincular a él toda su vida. La santa humanidad de Jesucristo permite vivir la relación con Dios de un modo más palpable, más activo y más humano. Esto lo facilita todo en la vida espiritual. La experiencia de Dios se hace más viva, más concreta y más humana cuando se vive de este modo. Santa Teresa de Jesús afirma que no hay otro camino más rápido, más verdadero y más eficaz para llegar a la unión íntima con Dios que éste. A partir de la humanidad de Jesucristo, el misterio de Dios se hace más accesible al hombre.

Santa Teresa de Jesús, la maestra de espiritualidad en Occidente, hizo personalmente la experiencia de esta realidad mística. Afirma que es más fácil llegar a Dios a través de la relación personal e íntima con la santa humanidad de Jesucristo. Aconsejaba decididamente seguir este método en la búsqueda de progreso espiritual. La persona de Jesucristo era el punto central de todas sus preocupaciones en su vida de oración, de trabajo y de relaciones interpersonales en la comunidad y fuera de ella. Habla de Jesucristo como una mujer apasionadamente enamorada de su amado. Todo en su vida giraba en torno a Jesucristo. El era también el objeto de sus amores juveniles. Deseaba morir mártir por él. Realizó la maravillosa experiencia del matrimonio místico con Jesucristo, al que se refería apasionadamente como "mi divino esposo". Hasta el fin de su vida vivió intensamente esta realidad mística.

Entre los que poco o nada entienden de vida espiritual hay algunos que consideran el extraño modo de vivir de santa Teresa de Jesús como un conjunto de fenómenos histéricos y mitomaníacos. Fuera del contexto de la fe esos fenómenos no encuentran realmente otra explicación. Pero si la santa se hubiese casado y hubiera vivido esos mismos sentimientos en relación con el hombre amado, sus ignorantes detractores la considerarían probablemente tan sólo como una mujer normalmente apasionada. Y su hipotético marido se sentiría, ciertamente, un verdadero afortunado.

Pero la fe simple y encarnada (no la mitomanía o la paranoia), vivida con mucha generosidad, puede llevar al hombre a esas realidades místicas. La verdadera mística no es sinónimo de histeria, de fanatismo o de mitomanía. Es una actitud y un comportamiento normal y coherente de una persona capaz de creer en una realidad más allá de las cosas materiales y sensibles. La realidad religiosa del cristianismo no ha nacido de una imaginación exaltada o de las piadosas suposiciones de una mentalidad fanática. Tiene el aval de la irrefutable revelación divina y la garantía plena de la historia, junto con el apoyo moral de la experiencia plurisecular de los hombres.

Santa Teresa de Jesús recomienda vivamente que el punto de referencia de nuestra relación con Dios sea la santa humanidad de Jesucristo: "¿Quién nos quita estar con él después de resucitado, pues tan cerca le tenemos en el sacramento adonde ya está glorificado?... Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos"'. Y continúa la santa: "Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes; él lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí".

Imitar a Jesucristo es aprender a decir "¡Abba, Padre!", "Padre, Padre mío", como él. Para poder repetir con toda sinceridad, con autenticidad y espontaneidad estas palabras, es necesario ser un poco como Jesús, sentirse realmente hijo del Padre.

Se trata de todo un proceso de transformación interna. El medio más excelente, tal vez el único realmente eficaz, de estimular y de dinamizar este proceso es la oración. El que quiera progresar tiene necesidad de revisar constantemente su vida para verificar si está o no en ese proceso. Únicamente aquellos que se encuentran realmente envueltos en este proceso de crecimiento pueden rezar con todo su corazón: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos...!" ¡Cuántos hermanos nuestros no conocen al Señor! Entrar en el proceso de transformación del hombre natural en hijo de Dios y hermano de Jesucristo supone una decisión y un trabajo personal de colaboración con la gracia. Sin esa revisión constante corremos el peligro de dejarnos enredar por la presión materialista que hoy se hace sentir por todas partes.

Hay un trabajo personal en el que nadie puede sustituirnos. Nadie puede llevarnos a una mayor y más generosa entrega a Cristo si nosotros mismos no estamos dispuestos a ello. El descubrimiento de la realidad personal, quizá más negativa que positiva, puede despertar un primer movimiento interior dirigido a una progresiva transformación. Ser sinceros con nosotros mismos es una buena señal para el comienzo de este trabajo de una lenta conversión.

Cada persona se representa al Señor como puede. La imagen que aparece en la fantasía coincide generalmente con una de las muchas que hemos visto y que nos impresionaron profundamente en el pasado. Es importante saber que Jesús no está realmente presente del modo como nosotros nos lo representamos mentalmente. Pero lo cierto es que él está de algún modo junto a la persona que se pone en su presencia de acuerdo con lo que él mismo nos explicó. El nos escucha. Para orar basta con que sintamos que él está ahí, a nuestro lado, de la misma manera como el ciego siente la presencia de una persona a la que no puede ver.

Imaginar que Jesús está a nuestro lado es uno de los métodos más prácticos de vivir constantemente en la presencia de Dios. Permite entretenerse familiarmente con él incluso durante nuestras ocupaciones. Santa Teresa de Jesús practicaba este método de oración y lo recomendaba vivamente a todos. Afirma que por este medio se puede llegar rápidamente a una estrecha unión con el Señor.

Ciertos tipos de contemplación pueden presentar dificultades a algunas personas. Hay algunos que encuentran difícil sumergirse en una situación imaginativa porque no comprenden la significación simbólica profunda que esto encierra. Confunden el símbolo con la irrealidad. De ellos dice Tony de Mello, autor de Sadhana, un camino de oración, que esas personas "están tan enamoradas de la verdad de la historia, que pierden la verdad del misterio. La verdad para ellos está únicamente en la historia, no en la mística". Los santos viven sus piadosas imaginaciones y fantasías como verdades místicas. Saben muy bien que ésta es una realidad distinta de las realidades materiales. Vividas con fe, estas piadosas imaginaciones o fantasías se convierten en maravillosas realidades espirituales de las que los contemplativos sacan ricos efectos de crecimiento en el amor al Señor y a la Virgen María.

Todas las contemplaciones imaginativas utilizan ciertos símbolos o se basan en ciertos hechos históricos. Ayudan a descubrirse a si mismo, a Dios y la relación que se puede establecer con él. El sujeto se proyecta en ellas de modo parecido a como se proyecta en los sueños. Los sueños no engañan. Dicen siempre algo verdadero de la realidad interior del soñador. Por eso mismo permiten conocer al verdadero yo. En la profundidad de su ser, la persona es realmente tal como aparece en sus sueños... y en su modo auténtico de contemplar.

A pesar de la sorprendente semejanza de algunos aspectos de la actividad contemplativa con la actividad onírica, es preciso no confundir la una con la otra. Desde el punto de vista epistemológico hay por lo menos una diferencia esencial entre contemplar y soñar. Contemplar es un acto libre con valor de acto intencional y humano. Por consiguiente, confiere a quien lo realiza una responsabilidad personal igual a la de cualquier otro acto humano libre. Por el contrario, el acto de soñar se reduce a una manifestación espontánea determinada por una necesidad instintiva de autodefensa del equilibrio de la personalidad. Contempla el que quiere. El soñar es una función psicobiológica espontánea semejante a las necesidades de descansar, de trabajar, de crear, de comer.

Vivenciar una auténtica fantasía o una contemplación imaginativa significa transformarse en un ser más verdadero. Cambia entonces el modo de relacionarse con Dios y con los demás hombres. De ahí se deduce la gran utilidad que tiene este tipo de oración. Sirve para la expansión del hombre y para darle su verdadera dimensión humana y espiritual.

Santa Teresa de Jesús, la maestra espiritual más docta del Occidente, defendió siempre con denuedo la utilización de la imaginación y de la fantasía en la oración. Vivenciaba en la profundidad más íntima de su ser las escenas piadosas que se imaginaba. Afirma que éste fue siempre el modo más simple y más fácil de sumergirse en los secretos del Señor. Mejor que cualquier otro santo, ella supo huir del pensamiento activo para orar y contemplar en el ámbito del afecto y de la imaginación. Oraba de seguido, imaginándose estar junto al Señor en su agonía del huerto de los Olivos. Procuraba consolarle en esta situación de extrema penuria. Imaginaba y vivenciaba amorosamente otras muchas situaciones, en las que conseguía comunicarse íntimamente con el Señor para su gran provecho espiritual. Para que se dé un aprovechamiento real de crecimiento espiritual en este tipo de oración contemplativa es imprescindible que la vivencia no se limite a una actividad puramente mental. Tiene que ser, sobre todo, una experiencia interior del "corazón".

De la manera con que santa Teresa de Jesús escribe y explica su método de orar se puede deducir que aquella mujer estaba realmente enamorada de Dios. Le doy a esta palabra la fuerza que se le da cuando la utilizamos para decir que fulano o fulana está enamorado o enamorada de éste o de aquél, de esta mujer o de aquélla. "Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada humanidad y traerle siempre consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con él en sus contentos y no olvidarse por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad. Es excelente manera de aprovechar y muy en breve, y quien trabajare a traer consigo esta preciosa compañía y se aprovechare mucho de ella y de veras cobrare amor a este Señor a quien tanto debemos, yo le doy por aprovechado". La santa explicó también que tenía dificultades en representarse imaginariamente cosas no concretas que pudiese ver como si estuviesen allí: "Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre; mas es ansi que jamás le pude representar en mi -por más que leía su hermosura y veía imágenes-, sino como quien está ciego o a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella (porque sabe cierto que está allí, digo que entiende y cree que está allí), mas no la ve. De esta manera me acaecía a mi cuando pensaba en nuestro Señor; a esta causa era tan amiga de imágenes. ¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran holgáranse de ver su retrato, como acá aún da contento ver el de quien se quiere bien".

Esta parece ser una indicación más o menos clara respecto a los momentos de sequedad espiritual que la santa conocía como cualquier otro mortal: "Ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban; ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años".

Al comentar el sufrimiento de la sequedad espiritual, santa Teresa de Jesús escribe: "Si el hortelano se descuida y el Señor por sola su bondad no torna a querer llover, dad por perdida la huerta (i. e. las consolaciones), que así me acaeció a mi algunas veces, que, cierto, yo me espanto y, si no hubiera pasado por mi, no lo pudiera creer. Escribolo para consuelo de almas flacas como la mía, que nunca desesperen ni dejen de confiar en la grandeza de Dios. Aunque después de tan encumbradas como es llegarías el Señor aquí cayan, no desmayen si no se quieren perder del todo, que lágrimas todo lo ganan; un agua trae otra... Yo quisiera aquí tener gran autoridad para que se me creyera esto... Digo que no desmaye nadie de los que han comenzado a tener oración con decir: si torno a ser malo es peor ir adelante con el ejercicio de ella. Yo lo creo si se deja la oración y no se enmienda de el mal; mas, si no la deja, crea que le sacará a puerto de luz".

Creo que es muy interesante para nuestro propósito reproducir a continuación una página de la autobiografía de la santa, en donde nos habla de su sufrimiento interior debido a la aridez espiritual: "Para mujercitas como yo, flacas y con poca fortaleza, me parece a mi conviene, como Dios ahora lo hace, llevarme con regalos, por que pueda sufrir algunos trabajos que ha querido Su Majestad tenga; mas para siervos de Dios, hombres de tomo, de letras, de entendimiento, que veo hacer tanto caso de que Dios no los da devoción (sensible), que me hace disgusto oírlo, no digo yo que no la tomen -si Dios se la da- y la tengan en mucho, porque entonces verá Su Majestad que conviene; mas que cuando no la tuvieren, que no se fatiguen y que entiendan que no es menester -pues Su Majestad no la da- y anden señores de si mismos; crean que es falta, yo lo he probado y visto; crean que es imperfección y. no andar con libertad de espíritu, sino flacos para acometer.

Esto no lo digo tanto por los que comienzan (aunque pongo tanto en ello, porque les importa mucho comenzar con esta libertad y determinación), sino por otros; que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de acabar. Y creo es gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que andarán afligidos pareciéndoles no hacen nada; en dejando de obrar el entendimiento no lo pueden sufrir, y por ventura entonces engorda la voluntad y toma fuerza, y no lo entienden ellos. Hemos de pensar que no mira el Señor en estas cosas, que aunque a nosotros nos parecen faltas no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural mejor que nosotros mismos y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en él y amarle. Esta determinación es la que quiere; estotro afligimiento que nos damos no sirve demás de inquietar el alma y, si había de estar inhábil para aprovechar una hora, que lo esté cuatro... Y ansi es bien, ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento ni siempre atormentar el alma a lo que no puede".

¿Y las distracciones en la oración? Oiga el lector lo que santa Teresa de Jesús dice sobre ello: "Harta mala ventura es de un alma que ama a Dios ver que vive en esta miseria y que no puede lo que quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo... Ansi que tomo a avisar -y aunque lo diga muchas veces no va nada- que importa mucho que de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija. Si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz y verá cómo se la ayuda también a llevar el Señor y con el contento que anda y el provecho que saca de todo...".

En contra de lo que a veces se oye decir respecto a las consolaciones en la oración, santa Teresa de Jesús cree que son un cosa buena y útil para una buena oración. Habla de orar con satisfacción. "Era tan grande el deleite y suavidad que sentía, y muchas veces sin poderlo excusar, puesto que veía en mí por otra parte una grandísima seguridad que era Dios, en especial cuando estaba en la oración, y veía que quedaba de allí muy mejorada y con más fortaleza".

En otra página de su admirable autobiografía la santa continúa: "Bien entendía yo -a mi parecer- le amaba (a Su Majestad), mas no entendía en qué está el amar de veras a Dios como lo había de entender... No me parece acababa yo de disponerme a quererle servir, cuando Su Majestad me comenzaba a tornar a regalar. No parece sino que lo que otros procuran con gran trabajo adquirir granjeaba el Señor conmigo que yo lo quisiese recibir, que era ya en estos postreros años darme gustos y regalos. Suplicar yo me los diese ni ternura ni devoción, jamás a ello me atreví; sólo le pedía me diese gracia para que no le ofendiese y perdonase mis grandes pecados; como los veía tan grandes, aun desear regalos ni gusto, nunca de advertencia osaba... Sólo una vez en mi vida me acuerdo pedirle gustos estando con mucha sequedad, y como advertí lo que hacia, quedé tan confusa que la misma fatiga de yerme tan poco humilde me dio lo que había atrevido a pedir. Bien sabia yo era licito pedirla, mas parecíame a mi que lo que es a los que están dispuestos con haber procurado lo que es verdadera devoción con todas sus fuerzas, que no es ofender a Dios y estar dispuestos y determinados para todo bien".

Que vea el lector amigo cómo la misma santa, maestra en la vida de oración, vivió la llamada oración de quietud: "Esta quietud y recogimiento del alma es cosa que se siente mucho en la satisfacción y paz que en ella se pone con grandísimo contento y sosiego de las potencias y muy suave deleite... (Es oración que se hace) no con ruido de palabras, sino con sentimiento de desear que nos oiga. Es oración que comprende mucho y se alcanza más que por mucho relatar el entendimiento. Despierte en si la voluntad algunas razones que de la misma razón se representarán de verte tan mejorada para avivar este amor y haga algunos actos amorosos de qué hará por quien tanto debe, sin -como he dicho- admitir ruido del entendimiento a que busque grandes cosas. Más hacen aquí al caso unas pajitas puestas con humildad (y menos serán que pajas si las ponemos nosotros) y más le ayudarán a encender, que no mucha leña junta de razones muy doctas -a nuestro parecer- que en un credo la ahogarán... Porque por la voluntad de Dios todos llegan aquí y podrá ser se les vaya el tiempo en aplicar escrituras; y aunque no les dejarán de aprovechar mucho las letras antes y después (de la oración), aquí en estos ratos de oración poca necesidad hay de ellas -a mi parecer- si no es para entibiar la voluntad; porque el entendimiento está entonces de verse cerca de la luz, con grandísima claridad, que aun yo, con ser la que soy, parezco otra".

 

 

9. Orar siempre

"Estad siempre alegres, orad sin cesar" (1 Te: 5, 16).

Esta recomendación de Cristo, repetida luego por san Pablo, no puede, ciertamente, interpretarse como un consejo para que estemos continuamente rezando oraciones. En primer lugar, orar o rezar no consiste fundamentalmente en hacer algo. Es más bien un modo característico de ser del cristiano que ama de verdad al Señor. Es ser algo así como el que está apasionadamente enamorado. Estar enamorado es ser y sentirse muy diferente de cuando no se estaba enamorado o se ha dejado de estar.

El estado de oración supone también la experiencia de una esperanza alegre. Estar enamorado no es todavía el gozo de estar casado. Este es el último estado que se presiente en el enamoramiento. La alegría de la esperanza de poder realizar el anhelo más íntimo de unión con otro ser nace en la adolescencia, crece en el enamoramiento, se incrementa en el noviazgo y se consuma en el matrimonio. En el desarrollo de la vida espiritual, las cosas ocurren de una manera semejante. Hay primero una etapa de adolescencia espiritual: es el momento en que se descubre al Señor como un valor capaz de satisfacer el deseo profundo de darse a alguien. La etapa siguiente es aquella en que se escucha la llamada concreta del Señor; se trata de una etapa parecida al enamoramiento; la persona procura multiplicar los encuentros con el otro: vocación para la vida de oración. Cuanto más se profundiza en el espíritu de oración, tanto más unida al Señor se siente la persona. Se va intensificando el deseo de una unión más estrecha y el vago presentimiento de que esa unión se va realizando progresivamente. Algo así como un compromiso de matrimonio. Este es un estado de una seguridad tan grande de estar ya el alma tan unida al Señor, que el simple pensamiento de un rompimiento eventual le asusta y le hace sufrir horriblemente. Al mismo tiempo crece de un modo extraordinario la alegre esperanza de poder algún día gozar cara a cara de la presencia de aquel con quien se vive ya místicamente una unión inseparable. La experiencia de esta permanente alegría al ver aproximarse un gran acontecimiento largo tiempo soñado y percibido como irreversible es un estado de la persona. En el caso presente es el estado de oración. "Tomar conciencia de este gozo no es apoderarse totalmente de él. Es rozarlo levemente con la punta de los dedos. Pero lo poco que se consigue percibir tiene ya cierto sabor a infinito y hace presumir un todo situado más allá".

Así pues, ser contemplativo es disfrutar de la constante alegría interior de ser del Señor, de estar siempre con él, de estar en sus manos, de ir siempre acompañado por él. Es un sentimiento permanente de paz y de seguridad semejante al del niño que se sabe amado por su madre, que sabe que podrá contar siempre con ella. Esta atmósfera de alegría, de paz, de tranquilidad y de seguridad es la señal de la presencia del Señor. La oración es una actitud delante de Dios, la cual nos transforma interiormente en un alma orientada hacia él.

El estado contemplativo es el resultado de una gracia muy simple: la de la fidelidad a los importantes deberes de la vida cristiana. El que se preocupa de cumplir los deseos del Señor demuestra que lo ama de veras. El Señor está siempre presente en la vida de esa persona amiga. Su vida se transforma realmente en vida de oración. Un gran amor al Señor produce el sentimiento de su constante presencia. Cuanto más profundo, intenso y auténtico sea ese sentimiento, tanto más profunda será la oración.

Orar es amar. Amar es abrirse a alguien, acogerlos permanecer interiormente con él; es estar vinculado a él vitalmente; es comunión en el pleno sentido de la palabra; es tener conciencia de no estar uno solo... Un misterio sublime que satisface los anhelos más íntimos del ser humano. Una humilde, simple y silenciosa presencia junto al Señor que nos seduce.