Fernando Manresa, sj.

 

LA ORACIÓN

CON EL SENTIMIENTO

DE UNA PRESENCIA

 

 

 

Sumario

Liminar

El encuentro

Conducidos por el Espíritu

El Discernimiento

Libertad en la Esperanza

 

 

LIMINAR

 

"...el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5, 5).

"...el viento sopla donde quiere, y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3, 8).

"...pero el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26).

"...todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu" (II Cor 3, 18).

"...Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo... El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 22-23.26).

"...Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. No extingais el Espíritu; no desprecieis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno" (I Tes 5, 16-21).

Orar es ir aprendiendo a llegar hasta el corazón del mundo para reconocer en él la presencia del Señor y dejarse llevar por su apasionado amor por quienes viven en él. Este progresivo aprendizaje brota de un "encuentro" o "situación de revelación". En ella la "aparición" de la presencia del Espíritu y del poder de su amor va generando en nosotros un movimiento de transformación ("cultivado" por la oración de contemplación) y un movimiento de comunión ("cultivado" por la oración de discernimiento).

Por la oración de contemplación vamos aprendiendo a abrir en nuestro corazón espacios para una"nueva libertad", modelados conforme a la vida y persona de Jesús, y por la oración de discernimiento vamos aprendiendo de qué modo, en qué lugar y hasta qué punto situarnos en el mundo, para ir convirtiéndonos cada vez más en fermento de reconciliación entre los hombres. Dejándonos llevar por este doble movimiento, vamos siendo progresivamente "enraizados" en el Señor y vamos siendo progresivamente "desplazados" hacia los demás, aprendiendo, a través de "mociones" y "signos" de la presencia y del amor apasionado del Señor dentro de nosotros y en el mundo, a "reflejar como en un espejo la gloria del Señor". Por las mociones, superando las resistencias que ofrecemos, vamos aprendiendo a interpretar los signos; y por éstos, yendo más allá de la mera constatación de "hechos", vamos aprendiendo a dejarnos llevar por el amor del Señor, que a través de los signos se nos hace presente.

El punto de llegada de todo este aprendizaje orante es el ejercicio esperanzado de "vivir en el mundo la presencia del Espíritu desde su apasionado amor por quienes viven en él". Dicho de otro modo: vivir como "contemplativos en la acción".

Al orar, evocamos e invocamos. Evocando, recordamos agradecidamente aquellos signos de la presencia del Señor –invisible pero actuante– que nos acompaña envolviéndonos, tanto en la soledad como en la solidaridad. E invocando, anticipamos esperanzadamente aquella presencia del Señor que va viniendo a nuestra vida tanto en la espera como en la entrega.

El recordar "nos hace", deshaciéndonos unas veces y rehaciéndonos otras; y el anticipar "nos ofrece", entregándonos unas veces y reservándonos otras. De este modo, orar es la forma de alargar hacia atrás y prolongar hacia adelante todo nuestro ser. De tal manera que, alargándolo y prolongándolo, poco a poco se nos va convirtiendo todo él en gratitud y ofrenda.

 

EL ENCUENTRO

 

"Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta..." (Apoc 3, 20).

 

Inicio de un aprendizaje

Nuestra historia en el mundo es una historia ambigua, toda ella hecha de "tentaciones" (tropiezos, infidelidades, vacilaciones, oscuridades...) y de "apariciones" (oportunidades, desafíos, logros, cambios...). Tal ambigüedad solamente se aclara –y nunca del todo– a partir de un "encuentro" con Aquel que con su presencia –desde atrás y hacia adelante– nos envuelve, nos atrae y nos orienta a lo largo de nuestro camino. Este "encuentro" –que no acontece en el vacío, sino siempre en medio de la vida y en el contexto histórico– no tiene por qué suceder tan sólo una vez en la vida y es difícilmente olvidable.

Tal "encuentro" puede ocurrir imprevistamente, sin haberlo podido prevenir ni calcular, sin señal alguna que lo haya podido anticipar: cuando así acontece, irrumpiendo transformadoramente en nosotros, pone de manifiesto su "iniciativa", su carácter gratuito. Pero puede también acontecer –con más frecuencia– en forma de "largo proceso", un proceso tan largo que pocas veces, mientras vamos haciendo nuestra historia, tenemos conciencia de que llega a un término concreto. En cualquier caso el "encuentro" no es más que el inicio de un aprendizaje a vivir, sentir, decidir "de otra manera" y, así, a ir pasando del reconocimiento de aquella Presencia, que nos ha salido al encuentro con inesperada intensidad, a la entrega confiada a Aquel de quien su presencia no es más que "su espalda". Este "encuentro" nos conduce, no hacia un lugar que está más allá de nuestra historia, sino hacia aquellos lugares de la historia en los que Aquel que nos ha salido al paso "brilla por su ausencia". Si nos dejamos llevar por la fuerza de este encuentro vamos poco a poco pasando de ser "con" los otros a ser "para" los otros, vamos aprendiendo (aprender es siempre "irse transformando") a reconocer y acoger la Presencia de Aquel que siempre está viniendo en los rostros humillados de los que en su vida "El que está viniendo" brilla por su ausencia (oración de contemplación) y vamos aprendiendo a encaminar nuestra vida hacia adelante en confrontación, en reciprocidad y en diálogo con su Presencia, dejándonos llevar por su apasionado amor por quienes viven en el mundo (oración de discernimiento).

¿Qué acontece por dentro en tal encuentro?

No es fácil –y tal vez no sea posible– describir lo que realmente acontece "por dentro" en tal encuentro o situación de revelación. De todos modos podemos aproximarnos como a la "fuente" de la que brota la oración.

Una "brecha" en nuestra vida

Toda situación de revelación nos afecta integralmente: nos sentimos concernidos por ella, no sólo interiormente, sino también en nuestras relaciones sociales, con las cosas, en nuestra orientación en la vida. Si prestamos cierta atención, poco a poco nos vamos percatando de que tal situación de revelación "ha abierto una brecha en nuestra vida": sentimos cómo va llegando el paso del Espíritu del Señor hasta aquellos rincones de nosotros mismos a los que apenas tenemos acceso y en los que nos jugamos el sentido de la vida. En medio del curso ordinario de nuestra vida ha sucedido algo que nos convida a cambiarla. Generalmente vivimos la vida ordinaria con una conciencia que nos va diciendo cómo la vivimos, por qué la vivimos así, con quiénes la vivimos, etc. La "brecha" abierta por la situación de revelación nos invita a cambiar las respuestas que ordinariamente damos a tales preguntas y, así, dejándonos llevar por la confianza que inicialmente nos ha suscitado, somos orientados y atraídos a encaminar nuestros futuros pasos en la vida por senderos que no sólo nos hacen a nosotros más humanos, sino que ayudan a que los otros recorran también los suyos más humanamente. Se abre un "antes" y un "después".

Nuestra primera reacción: la perplejidad

Nuestra primera reacción ante tal situación suele ser la perplejidad, toda ella hecha de sentimientos contrapuestos: por un lado, sentimos cierto vértigo ante las nuevas posibilidades o caminos que se nos abren porque no sabemos adónde nos conducirán; por otro lado, sentimos confianza puesto que no dejamos de sentir cierta atracción por seguir alguno de ellos; sentimos también impotencia a la vez que fuerza (que no acabamos de saber de dónde viene). En una palabra: sentimos acrecentados los límites de nuestra finitud y sentimos que somos "llamados" a superarlos. Vivimos, a la vez, la aspiración a cambiar y un conocimiento mayor de nuestra indigencia. Sentimos por dentro que "seguir" lo que se nos abre es locura para la razón y escándalo para la imaginación. Nos sentimos inquietos. Sentimos que dejarnos llevar por lo que nos ha "aparecido" no es una posibilidad que esté en nuestras manos. La situación de revelación ni nos preserva, por tanto, de nuestra finitud ni nos encierra en ella, sino que nos ofrece una propuesta del Señor para vivir nuestra propia situación: limitada pero abierta.

La situación de revelación puede, por tanto, generar en nosotros o bien una disposición de desconcierto (de soledad, de temor, de oscuridad, etc.) o bien una disposición de confianza (de luz, de acción de gracias, etc.). Por un lado, nos sentimos "sacados" –al menos por un instante– de la ambigüedad propia de nuestra vida ordinaria, nos sentimos como preservados de ella, como si estuviéramos dotados para superarla, como "recreados". Y por otro lado, nos damos cuenta de que la situación de revelación vivida contiene tránsitos (vamos pasando del temor a la gratitud, de la inseguridad a la firmeza, de la soledad a la compañía, de la preocupación a la paz; y ello en ambos sentidos) y contiene también simultaneidades (entre estas disposiciones, en sí mismas opuestas entre sí).

Una oferta en nuestra vida: hay "algo más que..."

La situación de revelación provoca en nosotros también el hecho de que nos sentimos como "amenazados": lo que había sido vivido hasta entonces como claro, seguro, como lo único posible, ya no nos aparece así. Nos damos cuenta de que somos invitados a vivir nuestra vida de forma más desinteresada, más desapropiada, como respuesta a una invitación, como la tarea que deriva de un don recibido y acogido, como algo recibido que entregar. Quien vive tal situación de revelación percibe que su vida ordinaria –cuyo curso sigue adelante con todos sus afanes y contradicciones– tendrá "más" sentido, si se deja llevar por la invitación entrevista; percibe que su conciencia ordinaria, que seguirá enfrontándose a los problemas de la vida, va siendo profundizada y ampliada: "hay algo más que acoger", "hay algo más que hacer", "hay algo más que comunicar", "hay algo más por lo que luchar". Brevemente: nuestra conciencia ordinaria se encuentra "envuelta en el misterio de Aquel que, aun oculto, se ha manifestado algo más". No podemos nombrarlo, pero ya no podemos prescindir de Él. No sabemos quién es, pero sentimos su presencia. No sabemos hacia dónde encaminaremos nuestros pasos, pero presentimos que –vayamos donde vayamos– "no nos faltará".

Vivir a dos niveles

Si nos dejamos llevar un poco más allá, pronto caemos en la cuenta de que la situación de revelación nos orienta hacia Alguien que no se confunde con las realidades de la vida que llevamos entre manos. En el fondo aprendemos o volvemos a aprender que este Alguien, cuya presencia hemos vivido intensificada en la situación de revelación, es Alguien personal, diferente de cualquier otra realidad de la vida, que nos envuelve integralmente transformándonos, sin el cual ya no podemos vivir y al cual no podemos nombrar. Lo que –llegados a tal persuasión– se nos impone, no es tanto el desconcierto en que tal vez hayamos quedado sumidos, sino la presencia de Aquel que nos ha visitado.

Como consecuencia de todo ello, quien ha vivido la situación de revelación se encuentra ante dos niveles distintos de realidad. Por un lado, la realidad de su vida ordinaria y común, y por otro la presencia de Aquel que, sin competir con la vida ordinaria ni confundirse con ella, nos llama. Esta aparente "dualidad" es vivida en un claroscuro difícil de negar: vamos sintiendo que una certeza, una firmeza, poco a poco nos va enraizando en aquella Presencia y por otro lado vamos sintiendo también que una insuperable oscuridad nos envuelve.

Los "surcos" del Espíritu

¿Cómo podríamos resumir "los surcos" que deja el paso del Espíritu del Señor cuando –repentina o progresivamente, mansa o combatidamente–, nos sale al encuentro en una "situación de revelación"?

La misión

En la situación de revelación se nos ha hecho presente con sorpresiva intensidad el Espíritu del Señor. Pronto nos damos cuenta de que tal "aparición" es el fundamento o punto de partida de una tarea o "misión". Y de que ésta es el desarrollo histórico de aquélla: la "aparición" ha abierto nuestra vida. De este modo nuestra vida se puede ir convirtiendo en el "paso" del Espíritu, a través de nosotros, hacia los otros. Este "paso" es aquel que nos va convirtiendo poco a poco de ser "con" los otros a ser "para" los otros. Paso duro, difícil y largo que es un proceso de "progresiva comunión". Proceso que tiene lugar efectivamente por el trabajo –todo él hecho de "invitaciones" y "gemidos"– del Espíritu en nosotros. De este modo el don, particularmente recibido, se va transformando en tarea progresivamente comunicada. Un pasado nuestro –tal vez vivido resignada, apáticamente– se va convirtiendo en un futuro todo él orientado hacia la reconciliación ("la paz"): lo lejano se hace vecino. Vamos siendo introducidos poco a poco –bajo la guía del Espíritu– en el espacio diseñado por la cruz de Jesucristo, en un espacio sin fronteras; un espacio que se va abriendo sobre la marcha: el espacio de la "misión". Aquel espacio en el que somos invitados una y otra vez a "abandonarlo todo" y, así, ir construyendo "la paz".

Ir penetrando en la densidad de la vida

Lo que hemos llamado "aparición" no tiene nada de extraño; no acontece de forma inmediata ni en forma mágica. No se trata de la manifestación de "Alguien" que se esconde tras las cosas de la vida y del mundo, ni es tampoco producto de nuestra imaginación piadosa. El camino para captar la presencia del Señor más bien consiste en ir penetrando en la densidad de lo sensible y de lo histórico para que, por contraste y en confrontación con ello, "aparezca" –brillante por su presencia o gimiente por su ausencia– el Espíritu de Aquel que sólo es alcanzable en la medida en que transfigura las cosas con las que tratamos y los acontecimientos que vivimos.

Y ello de tal manera que las cosas que tratamos y los acontecimientos que vivimos pierden, por una parte, su carácter absoluto; pero, por otra, se revisten de un carácter "sacramental". He aquí la razón por la cual, por ejemplo, el "Cántico Espiritual" o el "Cántico de las criaturas" testifican no sólo los "ojos nuevos" de quienes así han "visto" al mundo, sino también la verdad última de las cosas del mundo y de los acontecimientos de la historia, desvelada en una situación de revelación. Ésta, en una palabra, despierta en nosotros una nueva capacidad de "sintonía" con el mundo y la historia, en virtud de la cual somos preservados de la evasión y de la ilusión.

 

Un doble movimiento

El itinerario humano a que da lugar la experiencia vivida en una situación de revelación podría describirse como un doble movimiento. Por un lado, un movimiento de "consagración": poco a poco vamos siendo transformados desde nuestras raíces. No sólo en nuestra interioridad, sino también exteriormente. No sólo en nuestras relaciones con Dios, sino también en nuestras relaciones sociales; no sólo en nuestro espíritu, sino también en nuestro cuerpo. El "derramamiento del Espíritu" en nosotros va polarizándonos más y más en torno a los "gemidos del Espíritu" en toda la creación. De este modo nuestra persona va siendo acrecentada en su ser por el despojo ("consagración"). Por otro lado, un movimiento de "comunión": poco a poco vamos siendo remitidos a aquellos lugares en donde –por contraste– el Espíritu vive "gimiendo", prisionero y atenazado. Los "ojos nuevos", desde los cuales miramos las cosas del mundo y los acontecimientos de la historia, son los que reconocen en ellos a tales "gemidos". De esta forma nuestra historia personal va siendo acrecentada por la donación y el servicio ("comunión").

Fuente de la que brota la oración

Tal "encuentro" se convierte en un silencioso rumor que alienta en el corazón y que acompaña nuestra vida "con el sentimiento de una Presencia". Nos abre los "ojos nuevos" ante los cuales la realidad se nos manifiesta en su ocultada verdad: la vemos más honradamente, actuamos en ella con más misericordia, nos situamos ante ella con más fidelidad. Descubrimos –dicho brevemente– que, desde dentro y desde más allá de nosotros, somos "sostenidos" por la invisible pero actuante presencia de Aquel que, desposeyéndonos, acrecienta nuestro ser; que, revelándosenos, ilumina nuestro pensar; que, ofreciéndosenos, libera nuestro decidir y que, ocultándosenos, dilata nuestra capacidad de amar en forma de esperanza. A este silencioso rumor, que acompaña nuestra vida a lo largo y ancho de nuestros días, lo podríamos llamar "oración fundamental" (el suelo nutricio del que se alimenta cualquier forma de oración explícita que podamos practicar). Esta "oración fundamental" nos sitúa en medio de los hombres, a medio camino entre la dominación de que somos objeto por parte de nuestros sentidos y el esplendor deslumbrante de la verdad. Nos sitúa –aunque de "forma nueva"– en la ambigüedad de la vida.

>Es posible que el lector se haya ido haciendo una serie de preguntas: ¿no será que todo lo descrito es más bien fruto de la oración y no tanto algo ya anticipado en la situación de revelación?; ¿no puede ocurrir que la oración explícita resulte redundante?; ¿no se puede sacar de todo ello la conclusión de que la oración es algo ya superfluo o exclusivo de personas especialmente "llamadas" a ella?

No es posible, o sólo es posible artificialmente, "separar" la "oración fundamental" y la práctica viva de la oración explícita. Ya hemos acentuado de diversas maneras el carácter "germinal" de todo lo expresado. Todo lo descrito se da en la situación de revelación "anticipadamente", y por ello, si queremos vivirlo realmente, lo ponemos en juego a la hora de orar. Y entre "oración fundamental" y "práctica de la oración" existe una relación recíproca: la primera "llama" a la segunda y ésta "fortalece" a la primera. La primera sin la segunda va poco a poco debilitándose; y la segunda sin la primera va poco a poco ritualizándose. La "continuidad viva" de la primera no sólo vive en la "discontinuidad" cronológica de la segunda, sino sobretodo en la "discontinuidad" desordenada e imprevisible de sucesos, contingencias, estados de ánimo, trabajos y relaciones...

En fin, todo ello nos habla del hecho de que "orar honradamente" es algo que supera nuestras fuerzas y nuestras disposiciones ordinarias. De que "orar honradamente" es obra del Espíritu en nosotros y de que lo que a nosotros nos toca es vivir "vigilantes" a la espera de su paso o venida.

 

 

CONDUCIDOS POR EL ESPÍRITU

 

"Fui donde el Ángel y le dije que me diera el librito. Y me dice: Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel" (Apoc 10, 9).

A lo largo de nuestra vida vamos siendo conducidos por el Espíritu del Señor "a trancas y barrancas". Nos va trabajando, "anhelando y gimiendo" por dentro y desde fuera de nosotros. Nos va liberando de las resistencias que le ofrecemos y va abriendo en nosotros espacios para una "nueva libertad". De tal manera que vamos aprendiendo poco a poco a participar en la vida y en el trabajo de Dios en el mundo "estando con Él".

Para aprender a dejarnos llevar por el Espíritu es preciso "pararse" de vez en cuando. Es decir, orar contemplativamente. Al hacerlo –en el silencio y en el recogimiento– no sólo vamos "escuchando su voz", sino sobre todo reconociendo "su forma de conducirnos", la pedagogía del Espíritu del Señor para con nosotros.

Jesús, la pedagogía del Espíritu

La historia de Jesús es la que nos pone de manifiesto la pedagogía de Dios para con nosotros. Por eso es indispensable la contemplación de la vida e historia de Jesús. Dejándonos modelar por la vida e historia de Jesús –bajo la inspiración actual de su Espíritu– , se va introduciendo poco a poco en nuestro ser y en nuestro obrar un nuevo "sentido" ("sensus"), una nueva mentalidad que vive de una "nueva" libertad.

Nos encontramos siempre ofreciendo resistencias, miedo, instinto de poder, conciencia de autonomía, etc. Lo cual tiene como efecto la impermeabilización del corazón, la retención de nuestra libertad en una vaga, oscura y oscilante indeterminación, el bloqueo ante dificultades externas que nos salen al paso en la vida, una creciente miopía frente al "hilo conductor" que unifica y da sentido a nuestra vida en medio de la pluralidad y variedad de circunstancias que nos desparraman, etc.

Ante ello, la contemplación de la vida e historia de Jesús y el dejarse transformar por su Espíritu que trabaja y vive actualmente en el mundo llaman al ejercicio del discernimiento. Para que este discernimiento –siempre necesario– no se convierta en un simple ejercicio "puntual" de reflexión prudencial es preciso contar con un "horizonte". Tal "horizonte" –que no siempre habita en nosotros con suficiente fuerza y claridad– es la vida e historia de Jesús, actualizadas ahora por la fuerza de su Espíritu. Ir poco a poco dejando que tal "horizonte" se vaya formando en nosotros, ir poco a poco "sintiéndolo y gustándolo" como nuestro, ir "sintiendo y gustando" que no sólo es un pasado sino que actúa en el presente, ir poco a poco "sintiendo y gustando" que, transformándonos, da sentido a nuestra vida, todo esto es el fruto de la oración contemplativa.

Algunos puntos acerca de la oración contemplativa

A continuación vamos a desarrollar algunos puntos, que nos parecen más importantes, acerca de la oración contemplativa.

Mirada centrada en Jesús

La oración contemplativa centra su mirada en Jesús y su historia con y para nosotros, ya que toda ella es la pedagogía del Espíritu que va enseñándonos –¡ahora!– a polarizar toda nuestra vida en torno al Padre y a vivir para los demás (Reino).

Esta "atención" contemplativa es doble: por una parte la mirada se fija atentamente en la historia de Jesús; y por otra, el corazón se va abriendo al misterio que dicha historia, a la que tenemos acceso a través de las narraciones testimoniales del Nuevo Testamento, encierra y que en ella se nos revela y se nos esconde, y en el que al mismo tiempo poco a poco vamos siendo introducidos por la fuerza del Espíritu, el mismo que condujo aquella historia. En la medida en la que vamos contemplando la historia de Jesús, vamos abriendo el corazón al misterio, vamos aprendiendo a dejarnos transformar por él. Porque la historia de Jesús es en sí misma la revelación de los caminos de Dios hacia nosotros y la revelación de nuestros caminos hacia Él.

Ir penetrando el misterio

Nos encontramos, y no como simples espectadores, ante Jesús, el Cristo, la "misteriosa figura histórica" de la nueva libertad. La narración evangélica es el lugar en el que la historia se convierte en misterio y la contemplación de la historia narrada es la acción por la que vamos penetrando el misterio, si nos dejamos llevar por la fuerza del Espíritu que lo actualiza y nos lo abre. Así es como podemos ir "escuchando su voz" y "abriendo los ojos" para acoger un "sentido" –siempre inagotable– que nos es ofrecido por el Espíritu que, a través de la historia narrada y contemplada, nos va transformando. Descubrir en la vida e historia de Jesús nuestro camino, un "cauce" en el que poder ir enraizando y orientando nuestra vida y nuestra historia, es la obra del Espíritu en la oración contemplativa.

Una doble dimensión

Hay, pues, en la oración contemplativa una doble dimensión: por un lado, confrontamos nuestra vida y nuestra historia con las de Jesús (acción); y por otro lado, esperamos que el Espíritu, descubriendo el misterio que en la historia de Jesús se encierra y se nos revela, convierta tal confrontación en nuestra transformación (pasión). Nada se impone, nada ocurre automáticamente. Es cuestión de "tacto", de "escucha", de "ver interiormente", de "sentir y gustar".

De este modo, suavemente, somos invitados a recorrer los caminos de nuestra vida desde el horizonte de la vida e historia de Jesús. Somos invitados a ello por las "mociones" del Espíritu, el cual va dando relieve y actualidad a la vida e historia de Jesús, tanto en la historia y vida de los hombres como en la historia y vida de cada uno de nosotros. De este modo vamos poco a poco sintiendo –si no ofrecemos resistencias– cómo se va acrecentando nuestra libertad. La aventura más libre y liberadora que podemos vivir se inscribe, no sólo "en referencia a" Jesús, sino en "el interior mismo" de su camino. Poco a poco vamos pasando de "vivir ante Dios" a "vivir con Dios", de vivir "con" los hombres a vivir "para" ellos.

Peregrinar hacia el corazón del mundo

La contemplación de la vida e historia de Jesús se va convirtiendo poco a poco en una "peregrinación" hacia el corazón del mundo, hacia aquellos lugares en los que se nos revela Dios "para" el mundo y el mundo "para" Dios. Esta peregrinación va discurriendo por sucesivas etapas, cada una de las cuales no es otra cosa que "una" actualización parcial o una anticipación de la totalidad del misterio.

De etapa en etapa, el "peregrino" (quien contempla) va siendo "desplazado" en la medida en la que se deja convertir en "compañero" de Aquel que –habiendo peregrinado históricamente por los caminos de Palestina en el pasado– sigue peregrinando como "Espíritu" por los camino del mundo en la actualidad. Haciéndose "compañero", quien contempla la vida e historia de Jesús va aprendiendo a dejar nacer en él una nueva forma de vivir, va aprendiendo a "pasar" de una forma de vivir centrada en sí mismo a otra forma de vivir centrada en aquella libertad que el Espíritu ha ido haciendo nacer en él. Y todo ello se va produciendo, en quien contempla la vida e historia de Jesús, si va "consintiendo" –como El– atravesar sucesivas y distintas formas de muerte.

Ahora, puede "verificar" (hasta cierto punto) la verdad de su peregrinación contemplativa, puesto que ésta no era, por decirlo de alguna manera, un fin en sí misma, sino el aprendizaje para vivir la vida no tan sólo "con" los hombres sino "para" ellos. Puede "verificar" (hasta cierto punto) si su libertad sigue siendo ante todo una "libertad de..." (presiones, condicionamientos, etc.) o una "libertad para..." (la reconciliación, el servicio, la paz, etc.).

El misterio que se va desvelando en la historia de Jesús

La oración contemplativa peregrina por el itinerario de Jesús, tal como ha quedado narrado en el Nuevo Testamento. Puede ocurrir que, ante la variedad y pluralidad, ante la discontinuidad narrativa de los momentos o etapas de la historia de Jesús, se pierda de vista el núcleo que da unidad, el "misterio" que la hace hablar, que la convierte en "palabra para nosotros". Cuando tal cosa ocurre, la contemplación carece de fuerza, nuestra sensibilidad queda tan solo periféricamente afectada, Jesús se convierte en un mero "modelo" de humanidad y, como consecuencia, debemos recurrir a nuestra "fuerza de voluntad" si pretendemos que la contemplación sea eficaz (?). Pero si "los ojos de nuestra fe" atisban en la historia de Jesús aquel "misterio" hacia donde se dirige la mirada contemplativa, la historia de Jesús va "despertando" en la nuestra, va formando la nuestra, va ofreciendo a la nuestra –deshaciéndola y rehaciéndola– el deseo de vivir nuestra autonomía como gratitud y de convertir nuestro instinto de poder en entrega servicial.

¿Qué es lo que va poco a poco desvelándose a esta mirada y va introduciéndonos –transformándonos– en el "misterio" que anima a tal historia?

La intimidad filial

Jesús es la fidelidad, la misericordia y la justicia de Dios. Como tal su vida es toda ella "ofrenda", "gratitud" y "alabanza" a Dios. O dicho con otras palabras: su vida revela a Dios como "Padre". Este núcleo es el que explica los rasgos propios de la vida de Jesús y que, en consecuencia, va modelando la de aquel que contempla la vida de Jesús. Es la "intimidad filial" de Jesús con su Padre la fuente de la que Jesús vive y de la que dimana su existencia y en virtud de cuyo poder realiza su misión. De ahí nacen no sólo su palabra y su poder de hacer milagros, sino también y sobre todo la plenitud condensada de aquella palabra suya que, luego, se va derramando gota a gota en los evangelios. Contemplado a Jesús en el corazón de su existencia, va adquiriendo unidad la contemplación de los distintos hechos que no son más que la exteriorización de aquélla. Partiendo, por tanto, de dicha unidad (exteriorizada tanto en los gozosos encuentros de Jesús con pobres, enfermos y pecadores como en la oscuridad de la cruz) el Espíritu nos va acercando la historia de Jesús como la realización de la voluntad amorosa del Padre para con nosotros. Y nosotros vamos "gustándola" sorbo a sorbo.

Si Jesús no hubiera vivido una intimidad tan profunda con su Padre, jamás hubiese podido llegar tan lejos en su comunidad con nosotros. Por coincidir con la voluntad amorosa del Padre, pudo convertir en "eucaristía" toda su existencia. Pues en ella coinciden la absoluta "acción de gracias" del hombre a Dios con la absoluta "entrega" del hombre a Dios. Esta global e íntima relación con el Padre se convierte en "don" para nosotros. Al consentir que el Padre haga de Él un don para nosotros, Jesús nos recibe del Padre como hermanos en nuestro ser más íntimo.

Vivir "con Dios para los hombres"

Este es el núcleo "revelante" del sentido de la historia de Jesús. La historia y la vida de Jesús nos enseñan en qué consiste vivir "con Dios para los hombres": vivir entregándose desde la gratitud. Una forma de vida que sin duda puede, en las actuales circunstancias, ser oscurecida por nuestra comprensión del mundo, pero que no puede ser legítimamente superada.

Jesús es el "hombre para los demás" en la medida en que lo exige su misión. Por ello, lo es con todas sus consecuencias: "se sienta a la mesa con publicanos y pecadores" (Mt 9, 11). Esta misión procede del Padre. Es más: Él mismo es tal misión. Él mismo es esta palabra que el Padre nos dirige. Y para serlo se "ha vaciado y humillado" (Fil 2, 7 ss). De tal forma que en Él está presente y se hace transparente Dios mismo. El origen de la comunicación de Dios a nosotros –abierta en Jesús– descansa en la intimidad que vivió con el Padre. Esto es lo que se refleja, por ejemplo, ya a sus doce años cuando, por obediencia al Padre, no se tomó el trabajo de prevenir de antemano a su familia; o cuando no recibía a su madre y a sus parientes que iban a visitarle; o cuando en la cruz, "abandonado del Padre", introduce a uno de sus discípulos en su esfera para que participe de ella de modo amargo y definitivo.

En el corazón del mundo

La meta de la misión de Jesús es introducirse, con todo el amor del Padre, en el corazón del mundo, lleno de desamor. Jesús actúa introduciendo en nuestro "todo social" (vida matrimonial, vida familiar, amigos, sistema religioso, sistema social, etc...) aquel amor que Él vive. Surge así una situación de confrontación, un frente a frente: el corazón de Dios frente al corazón del mundo. La misión de Jesús vive del carácter absoluto del amor del Padre, que expresará culminantemente en obediencia solitaria en la cruz. Es ahí, en la cruz, donde este amor –solitariamente vivido y que abre una brecha en el corazón endurecido del mundo– se convierte en la fuerza que posibilita vivir simpre "dialogando y compartiendo el perdón".

Brevemente: para dar a todos amor, Jesús renuncia en la cruz a todo amor. Sin abandono de todo, no es posible una donación de todo. "Por amor al amor del Padre", Jesús está dispuesto a morir.

Reflejar la gloria del Señor

Ser cristianos significa que en toda situación humana podemos y debemos "reflejar la gloria del Señor" (II Cor 3, 18). Recibimos el resplandor de este amor dejándonos impregnar de él en la oración contemplativa. Así, vamos poco a poco aprendiendo y volviendo a aprender:

Prioridad de la palabra

La prioridad absoluta de la palabra que precede a toda reacción personal nuestra. Vamos aprendiendo a recibir. Vamos aprendiendo a "escuchar". Tal audición o recepción presuponen disponibilidad: aquella actitud que no cree saberlo todo de antemano, que no escucha desde prejuicios. Toda acción cristiana debe fluir de una contemplación antecedente. En el origen de cada función específica de la vida cristiana deberá situarse una actitud de "indiferencia" ante Dios. Oír, contemplar, estar indiferentes constituyen la disposición fundamental de aquella oración que sólo lo será auténticamente cuando descanse o intente descansar en la respuesta incondicional y afirmativa a la voluntad de Dios. Allí donde se dé esta respuesta –aunque inconfesada y ocultamente– allí se da también una oración fundamental.

Enviados en misión

Nuestra participación en la forma de vida y en la misión de Jesús es posible allí donde estemos dispuestos a recibir y vivir nuestra existencia como misión. No se trata de disponer nuestra misión actuando por nuestra cuenta en pretendida "mayoría de edad", sino de dejar que nuestra misión nos sea determinada por Él. La respuesta afirmativa representa aprender a "morir con Él". Pero ser enviados por su Espíritu significa "resucitar con Él". Una misión además depende, en cada fase, del que envía y por ello puede ser estructurada de un modo siempre nuevo y distinto: por eso el acto de disponibilidad inmediata ("creer" – "oír" – "guardar" – "callar" – "responder") jamás puede convertirse en algo pasado y olvidado: "¡orad siempre...!" (I Tes 5, 17).

Hacer saltar los límites de nuestra disponibilidad y de nuestra socialidad puede producir la impresión de fariseísmo y de petulancia, a no ser que vaya íntimamente ligado a la humildad de la pura fe, la cual confiere credibilidad ante los demás. "Esto no es obra mía, no es amor mío. Es el amor de Dios que se me acerca en Jesús y que, mal que bien, intento transmitir dejándome llevar por su Espíritu". De este modo se hace visible la insalvable distancia que media entre Aquel que justifica y cualquiera de nosotros que sigue viviendo en la viscosa ambigüedad de su vida y de su corazón. Todo el quiera vivir cristianamente tiene que haber muerto con Cristo. Por eso los enviados de Dios vienen siempre del desierto. Del desierto de los pueblos, al que Dios conduce a los suyos a litigar con ellos cara a cara y a hacerlos pasar uno a uno bajo su cayado.

Conclusión

Éste es el núcleo que da unidad a la diversidad histórica de la vida de Jesús. Esto es lo que la oración contemplativa va poco a poco "sorbiendo". Esto es lo que –orando– vamos poco a poco aprendiendo. Esto es lo que, aprendiéndolo, nos va poco a poco transformando. Esto es lo que contemplado una y otra vez, nos va poco a poco introduciendo en el corazón del mundo. Esto es lo que nos va enseñando a creer, conforme a una etimología medieval según la cual "creer" significa "dar el corazón" (credere = cor-dare); lo que nos va enseñando a remitirnos incondicionalmente a las manos del Señor, a aceptar ser poseídos por Él en la escucha obediente y en la docilidad de corazón. Creer no es –como suele acontecer– pretender signos, sino ofrecerlos; es confesar el amor de Dios que sigue viviendo pascualmente entre nosotros por su Espíritu, a pesar de la falta de evidencias; es aceptar crucificar las propias esperanzas en la cruz de Jesús el Cristo y no a Jesús el Cristo en la cruz de nuestras propias esperanzas.

EL DISCERNIMIENTO

 

"...Y no os acomodeis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podais distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12, 2).

 

La contemplación de la historia de Jesús suscita en nosotros –puesto que toda ella es obra de la plenitud del Espíritu que en Él habitaba– mociones, impulsos, deseos...., creando poco a poco en nosotros orientaciones, aperturas, disposiciones que, en su conjunto, son la base no sólo de un ejercicio práctico de nuestra libertad, sino de una "nueva forma" de entenderla y vivirla.

Por eso, la oración contemplativa nos ofrece la posibilidad real de un discernimiento "conforme al Espíritu de Jesús", que, a través de la historia y persona de Jesús, ha ido creando en nosotros espacios de una "nueva libertad". La oración de discernimiento es el proceso por el cual vamos "encarnando" personal y socialmente lo que el Espíritu nos ha ido sugiriendo. De tal manera que, con tal proceso, vamos dando "cuerpo histórico" a la inspiración del Espíritu.

El discernimiento vive de la contemplación, del impulso iluminador y transformador en ella acogido. La oración de discernimiento es aquel proceso, en el que "sentimos" el "paso del Espíritu del Señor" envuelto en ambigüedad y por el cual la "aparición" (lo que ha dejado marcado en nuestro corazón la vivencia de la "situación de revelación" o "encuentro" y la oración contemplativa) se convierte en "misión". Esta conversión –de la aparición en misión– no es algo que tenga lugar sin dejarse afectar por los hechos históricos, por las distintas situaciones en las que sucesivamente vamos encontrándonos. No es algo que pueda ser calculado.

A la hora de la verdad, la oración de discernimiento es el "puente" entre la oración contemplativa y nuestra efectiva vida cristiana. El "puente" por el cual vamos pasando poco a poco de vivir "con" los demás a vivir "para" los demás.

A partir de nuestra ambigüedad

La ambigüedad propia de nuestra vida (que solamente se aclara a partir del "encuentro"), la aparente dualidad de quien se encuentra ante dos niveles distintos de realidad (la realidad de la vida ordinaria y común y la presencia de Aquel que nos llama), la complejidad de situaciones y sentimientos es lo que –partiendo de la situación de revelación vivida– da pie y nos conduce –buscando "más luz" en medio de la oscuridad y poniendo en juego la certidumbre global que nos ha nacido– al "discernimiento". Si mediante él, "deliberando" el sentido, el momento y la verdad de nuestra reacción, poco a poco llegamos a una decisión que despeje tal ambivalencia, entonces acogemos confiadamente la presencia solicitante del Espíritu del Señor, de Aquel que, en medio del espesor de la vida, nos "ha salido al encuentro", "ha llamado a la puerta", "ha dejado escuchar su voz".

Entonces, cuando nuestra respuesta es positiva, va renaciendo en nosotros la "fe viva", aquella que es inseparable de la esperanza y del amor. Reconocemos que "algo nos ha sucedido" y, de este modo, vamos más allá de lo que calculadoramente programamos, vamos más allá de lo que racionalmente pensamos, vamos más allá de lo que esforzadamente podemos. En una palabra: ¡nos abandonamos, nos entregamos, confiamos! Es así como va naciendo en nosotros germinalmente una transformación. Esto es lo que inicialmente entrevemos, esto es lo que contemplativa y discernidamente va poco a poco adquiriendo forma y concreción.

Todo esto no sucede en un instante. Se trata de todo un "proceso" que en la situación de revelación tan sólo se ha anunciado o anticipado: nos ha sido ofrecido. Por ello, quien se deja llevar por tal proceso se siente invitado a "hacerse cargo" de todo lo que ya desde sus inicios le ha sido entregado. Se siente invitado a cargar con su vida (tal como es y tal como será), pero de una forma diferente: en lugar de cargar con ella desde la preocupación y desde el temor, se siente invitado a cargar con ella desde la sobreabundancia, desde el gozo y desde la gratitud. Este proceso –así sentido y vivido– se va poco a poco desarrollando en la medida en la que vamos asumiendo con honestidad las cosas de la vida tal como vienen, sin escamotear sus dificultades, sin defendernos ante ellas, sin proyectar en ellas nuestros deseos. Nos sentimos invitados más bien a situarnos allá donde la vida supera la debilidad de los hombres. Nos sentimos invitados a desenmascarar todo aquello que dificulta o impide que los otros puedan vivir la "nueva libertad" que –al menos por un instante– nos ha abierto a nosotros el corazón. En la medida en que procedemos así, va tomando cuerpo, forma concreta, –según las circunstancias y posibilidades reales– aquella invitación recibida. Y va enraizándose más y más en cada uno aquella transformación que inicialmente –como una semilla y como una promesa– se ha operado en nosotros.

Este movimiento –de comunión y de transformación– tiene dos direcciones: por un lado, se trata de ir asumiendo honradamente la vida tal como viene, se trata de ir "encarnando en ella más y más" la invitación recibida. Y por otro lado, se trata de ir dejándose transformar –no sin renuncias, no sin contradicciones, no sin oscuridades– por las oposiciones que la vida, tal como viene, provoca en quien se deja llevar por la fuerza encarnatoria de la invitación recibida.

Este doble movimiento no acaba nunca: no es un movimiento cerrado sobre sí mismo, sino un proceso abierto más y más en la medida en que más y más nos dejamos llevar por él. La vida entera no acaba de realizar nunca del todo lo recibido en aquella situación de revelación como anuncio y promesa, no logra nunca realizar la verdad –¡nuestra verdad!– que en aquella situación nos ha "aparecido". Es más: la vida nos mostrará una y otra vez que siempre hay una distancia insuperable entre "nuestra verdad" y "nuestra realidad". Nuestra verdad: aquella que en la situación de revelación se nos había entregado, se nos había anunciado, se nos había ofrecido... y habíamos entrevisto. Nuestra realidad: la que en diferentes momentos de la vida comprobamos una y otra vez que somos.

Hemos sido interpelados y germinalmente transformados; en la vida constatamos que no acabamos nunca de responder adecuadamente a tal interpelación y que no acabamos nunca de dejarnos transformar del todo.

Condiciones de posibilidad

La oración de discernimiento tiene un punto de partida, sin el cual difícilmente tiene lugar un discernimiento verdaderamente evangélico. Difícilmente tiene algo que discernir quien "ha perdido el mundo", quien no vive en relación "real" con él, quien no se deja afectar por sus inquietudes, sus presiones, sus impulsos desestabilizadores, sus luchas, etc.

Difícilmente tiene algo que discernir quien no ha caído en la cuenta de que instintivamente tiende a defenderse de la realidad tal como es; quien tiende a ocultársela o por ignorancia o por miedo o por autosuficiencia. O más sutilmente: quien confunde lo que sucede en su interior con lo que urge desde fuera de él. Quizás tal situación –interesadamente tranquila– no sería otra cosa que no haber tomado nota, desde la experiencia vivida, de que vive permanentemente tentado.

Difícilmente tiene algo que discernir honradamente quien ignora el lugar desde el cual emprende el proceso de discernimiento. Porque dicho lugar –personal y social– no sólo condiciona desde el comienzo la verdad de todo el proceso, sino que también puede tener la capacidad de manipularlo o desfigurarlo, ya que no desde cualquier lugar personal y social podemos vivir "para" los demás.

Difícilmente tiene algo que discernir quien se deja llevar por la sensación de la propia impotencia o se deja mellar por la conciencia de la insuperable desproporción que existe entre lo que el mundo es y lo que debiera ser; quien, llevado por tal conciencia, sobrevive en la desesperanza o en el desencanto.

Difícilmente tiene algo que discernir quien no tenga disponibilidad para lo nuevo, para el cambio, para ir dejándose hacer, para el riesgo, para el desenmascaramiento (tanto de cada uno como de la realidad que le envuelve); quien no tenga aquella "entereza" por la cual somos capaces de ir verificando dicha disponibilidad; aquella "entereza" por la que vamos poco a poco pasando de una "buena conciencia suficientemente tranquila" a una "buena conciencia objetiva". Paso que no es nada fácil, puesto que no se puede dar sin despojo.

Difícilmente tiene algo que discernir quien no está dispuesto a remover todos aquellos obstáculos –internos y externos– que entorpecen el ejercicio de aquella "nueva libertad" que se ha ido formando poco a poco en la oración contemplativa; y quien no está dispuesto a promover la realización práctica –"tanto cuanto es posible"– de la inspiración que nos viene de la realidad histórica, vivida e interpretada por aquellos "ojos nuevos" que la oración contemplativa ha ido formando en nosotros.

El tiempo del Espíritu

Vivimos en el "tiempo del Espíritu". El Espíritu es el que, en la ausencia de Jesús, nos invita a seguir discerniendo en nuestra historia. En el tiempo del Espíritu solamente contamos para discernir con un "cauce". No contamos con leyes exteriores a nosotros. Somos nosotros, ahora, quienes debemos seguir haciendo la historia, llevados por el Espíritu que no hace más que "recordarnos" aquel cauce y "enseñarnos" a caminar por él.

Todos sabemos que, de resultas de la muerte y resurrección de Jesús, se ha introducido en el mundo un "poder transformador" (le llamamos "Espíritu") que va trabajando la historia secretamente por dentro, a pesar de la falta de evidencias sensibles. El "Misterio Pascual" –punto de partida de la introducción en nuestra historia de aquel "poder transformador"– tiene un carácter tendencial: este su carácter tendencial es el que hace que aquel poder transformador siga actuando como un "fermento" en el corazón del mundo y de la historia.

Nuestro camino de discernimiento no es otro que "dejarnos llevar" –sin resistencias– por este carácter tendencial de la muerte y resurrección de Jesús, actualizadas por el Espíritu que trabaja el corazón de los hombres y del mundo, configurándolos pascualmente. En este sentido, el proceso de discernimiento es "la confesión vivida" (el reconocimiento) y "la participación práctica" en tal proceso transformador. Conforme a ello, hay en nuestra vida una "pasividad" fundamental, un dejarse hacer, una obediencia básica, una humildad radical. Y en la medida en la que es reconocida, aceptada y confesada por nosotros, tal "pasividad" fundamental se traduce en actividad, en tarea de discernimiento. Esta "pasividad" fundamental es vivida en la oración contemplativa. Y su traducción como tarea es lo que constituye la oración de discernimiento.

El proceso de transformación –iniciado y sostenido por aquel poder transformador que actúa en el mundo y en nuestro corazón, a pesar de la falta de evidencias– ha sido desencadenado por el Espíritu entregado a nosotros por la muerte de Jesús. Este Espíritu "ha sido derramado en nuestros corazones" (Rom 5, 5) y "gime en toda criatura" (Rom 8, 20). Vive "gimiendo" no sólo en toda criatura oprimida, sino también en nosotros, que sentimos interiormente no sólo el deseo de liberarlo allá donde gime, sino también su "clamor impotente" en nosotros, que hace que miremos, descubramos, interpretemos, acompañemos e intentemos liberar al Espíritu que gime en todos aquellos cuya vida y cuyo rostro no son otra cosa que "signos" de que en ellos el Espíritu está gimiendo y, así, está llamándonos. El "gemido" del Espíritu en nosotros es una llamada a liberar al Espíritu que gime en los otros.

No siempre solemos entender así el proceso de discernimiento. En unos casos solemos entenderlo como un "trabajo puramente interior", por el cual vamos sacando obstáculos de todo tipo a nuestra disponibilidad personal, sin referencia alguna a las situaciones en las que se encuentran aquellos en los que el Espíritu vive gimiendo. En otros casos lo solemos entender como una mera "lectura de los signos de los tiempos", sin referencia alguna a las disposiciones personales que convierten aquella mera lectura en una transformación personal. En ambos casos –en los que solemos frecuentemente encontrarnos– no estaría mal preguntarnos por qué nuestros discernimientos acaban siendo o una mera "puesta en común" o una mera "reflexión interiorista".

Algunos rasgos de la oración de discernimiento

Algunos rasgos más concretos pueden ayudarnos a clarificar la oración de discernimiento tal como la hemos propuesto.

El combate interior

Nunca nos encontramos en situación neutral. La experiencia nos dice que en nosotros se libra un combate en el que nuestra libertad se encuentra o bien atraída por el bien (inspirada por el "buen espíritu") o bien seducida por la inclinación al mal (sugerida por el "mal espíritu"). Este combate es el origen de la oscuridad en la que solemos vivir, de la oscilante vacilación en la que suele moverse nuestra libertad, de la opacidad de nuestra mirada a la hora de reconocer en los otros la presencia gimiente del Espíritu. En una palabra: ¡no somos transparentes! Hay en nosotros una opacidad fundamental resultado de este combate: "ni podemos, ni sabemos, ni queremos....". Confesar o reconocer tal situación es el primer paso para entrar en un proceso de discernimiento como sujetos en los que también está actuando el proceso transformador del Espíritu.

Ir hacia dónde no esperábamos

A medida en que vamos viviendo, nos vamos dando cuenta de que en nuestro espíritu y en nuestro cuerpo se va dibujando una "ley fundamental" cada vez más interiorizada: el permanente paso –nunca acabado y siempre reiniciado una y otra vez– que nace en una inspiración sentida, que pasa por su reconocimiento y que conduce a una creciente compenetración entre aquella inspiración y nuestra respuesta. Es decir, poco a poco nos vamos "familiarizando" –en la medida en que vamos efectivamente respondiendo– con la acción del Espíritu en nosotros. Este paso, sin embargo, y a pesar de tal creciente familiarización, es vivido por nosotros en medio de vacilación y, así, nos va conduciendo "hacia donde no esperábamos ir".

La experiencia de la progresiva "familiaridad" con la acción del Espíritu suele ir acompañada por la progresiva inclinación a una creciente concreción. Una concreción que sea "signo" de un efectivo itinerario en la vida entre pobreza y riqueza, honor y humillación, entre éxito y fracaso, etc. Esta inclinación nos plantea la necesidad de decidir y tomar una posición. De tal manera que el pasado o el presente no dejen en nosotros cicatrices incurables que hagan disminuir nuestra disponibilidad hacia el futuro. Tal necesidad nos viene sugerida por la esperanza: de este modo el discernimiento no es únicamente determinado por un pasado que superar o por un presente que concretar, sino sobre todo por un futuro al que ofrecerse generosa y lúcidamente.

 

 

Deseo de más

Este impulso de "encarnación" nace de un deseo de "más". De más verdad en la vida, de más solidaridad en nuestras relaciones. Un deseo que no acaba y que no renuncia a crecer. Un deseo que vive de la disponibilidad para recibir, siempre más agradecida y transparentemente, el Espíritu que sigue siendo derramado en nuestros corazones. Un deseo que vive de la disponibilidad para percibir, siempre con mayor fidelidad y compenetración, al Espíritu que gime en los otros. Un deseo, en fin, de mayor lucidez y mayor comunión que no anulan el riesgo, sino más bien lo acrecientan.

Afinar la mirada

La vida nos ha ido enseñando a darnos cuenta de la presencia del Espíritu vertida en nuestros corazones a través de situaciones concretas, de intuiciones, de palabras inesperadas, de rostros concretos o desconocidos, etc. Pero pocas veces somos conscientes de la presencia del Espíritu en nuestros corazones como si se tratara de un "estado permanente". Para poder captar al Espíritu derramado y gimiente en nuestro corazón y en el de los demás es preciso "afinar la mirada" al mundo, despreocupándonos de nosotros. Y hacerlo de tal manera que, mediante una "convergencia de indicios", percibamos la "con-sonancia" entre el don del Espíritu en nuestro corazón y el gemido del Espíritu en el de los otros, entre el gemido del Espíritu en nuestro corazón y el don del Espíritu en el de los demás. No es fácil percibir tal "con-sonancia" porque, en la mayoría de los casos, solemos estar "ocupados o distraídos". Esta "dispersión" es la que una y otra vez hemos de ir superando con el fin de poder hablar de la "verdad" de nuestro proceso de discernimiento.

Caminar "hacia adentro" y "hacia los demás"

La vida en el Espíritu es, pues, movimiento. Y el discernimiento es el proceso en el que tal movimiento nos introduce. No es solamente movimiento externo (cambios de cualquier tipo), sino también y sobre todo movimiento "hacia adentro". Movimiento que poco a poco nos va descentrando y desenraizando respecto de la situación en la que solemos encontrarnos habitualmente y nos va recentrando y enraizando en torno a la tarea de comunión o reconciliación nunca consumada del todo con y entre todos los hombres. Este camino "hacia adentro" es un éxodo, a través del cual no sólo descubrimos quiénes somos, sino "quiénes somos llamados a ser"; no sólo descubrimos quiénes son los otros, sino "quiénes han sido llamados a ser". No es difícil interpretar tal itinerancia "hacia adentro y hacia los demás" como la forma práctica por la que participamos actualmente en el trabajo del Espíritu, trabajo que –en medio de grandes diferencias, separaciones, distancias y contradicciones– va creando una todavía mayor comunión entre los hombres.

Criterios de un sano discernimiento

Estos criterios sólo podrán referirse a las condiciones formales del proceso mismo de discernimiento. Las decisiones u opciones determinadas que surjan de ese proceso no pueden ser validadas por criterios que se basen en su adecuación a determinados valores cristianos objetivos, sino que en última instancia sólo podrán ser consideradas como válidas por referencia a la actitud de fondo en la que hemos entrado en el proceso de discernimiento del que ellas son su fruto. Y ¿cuál es la actitud de fondo específicamente cristiana que garantiza que el proceso de discernimiento es sano, que está guiado por el "buen espíritu"? Esta actitud es la de la "indiferencia": no querer más riqueza que pobreza, vida larga que corta, salud que enfermedad, etc. Es decir la actitud de quien no espera realmente la plenitud sino más allá de la muerte y, por eso, es verdaderamente libre para buscar la justicia por encima de toda ideología y de todo interés particular no generalizable. Es, por tanto, una actitud anclada en una conciencia cristiana que ha ido dejándose transformar y purificar progresivamente.

La idea de un proceso de discernimiento cristiano, entendido y practicado como algo que consiste en ir quitando obstáculos subjetivos para llegar al conocimiento de una verdad objetiva (la voluntad de Dios) que está ya hecha allá fuera de nosotros, no responde a un discernimiento sano. El discernimiento cristiano es un proceso en el que esa verdad o esa voluntad de Dios se va conociendo en la misma medida en que se va haciendo y supone la confesión o el reconocimiento críticamente explicitado de que no tenemos ningún criterio externo seguro (en el sentido estricto y concreto de la palabra) que nos garantice nuestra fidelidad al Espíritu. Supone la aceptación consciente de la oscuridad de la fe y de la opacidad y ambigüedad de nuestra vida.

La oración de discernimiento puede, en fin, ayudarnos a comprender más lúcidamente toda nuestra vida cristiana como un largo caminar a través de un discernimiento sin fin, en el que el "buen espíritu" es aquel que nos previene continuamente de caer en la mayor tentación puesta por el "mal espíritu", la tentación de querer llegar en algún momento a poseer dominadoramente al "buen espíritu" y de creernos libres en algún momento del influjo del "mal espíritu" La esperanza cristiana está en el polo opuesto al pecado de intentar idolizar a Dios para poder manejarlo a nuestro antojo y sentirnos seguros. Comprender que el discernimiento de la verdad no es para nosotros, cristianos, sino la verdad de nuestro discernimiento, de la misma manera que el encuentro con Dios en nuestra vida no es otra cosa que su búsqueda incansable.

LIBERTAD EN LA ESPERANZA

 

"..llevamos este tesoro en vasos de barro, para que aparezca que la extraordinaria grandeza del Poder es Dios y que no viene de nosotros... Llevamos siempre en nuestros cuerpos... el morir de Jesús, a fin de que... la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (II Cor 7, 10).

 

El proceso de discernimiento vive de la esperanza. Una esperanza que poco a poco va transformando nuestra libertad, a imagen y semejanza de aquella "fuente" de libertad que es don y perdón incansables (el Padre), que se nos ha manifestado en la aventura humana de Jesús (el Hijo) y que anima e inspira nuestro "recuerdo" y nuestra decisión (el Espíritu). Tal esperanza, sello que ha dejado en nosotros el Señor que nos llama, es una esperanza que encuentra sus raíces en la muerte y resurrección de Jesús, de tal modo que esta raíz se ha convertido para nosotros en la "fuente" de un sentido nuevo para la vida.

¿Qué le pasa a nuestra libertad cuando se deja llevar por la fuerza del Misterio Pascual?, ¿qué le pasa cuando dejamos que el Espíritu vaya "configurándonos en la esperanza"?, ¿qué idea podemos hacernos de nuestra libertad de resultas de ir acumulando lentamente en la memoria viva las experiencias vividas en nuestro camino pascual?, ¿en qué consiste esta "nueva libertad en la esperanza" desde la cual vivimos "desde el Espíritu y para los otros"?, ¿cuál es la libertad que pone en juego quien vive como "contemplativo en la acción"?

La resurrección de Jesús no es un suceso que clausura, que cierra o acaba. Es un suceso que abre, pone al descubierto, alarga. Porque refuerza la promesa de Dios al confirmarla.

Universalización de la esperanza

Lo que esperábamos se ha realizado en Jesús y, al realizarse en Jesús, confirma la promesa de Dios. Tal confirmación no hace que la promesa de Dios deje de serlo ya. Nuestra esperanza aumenta porque ha sido confirmada y no queda anulada, sino que se ve acrecentada. Porque la resurrección de Jesús es el signo de que la promesa ahora es "para todos", incluso para aquellos que no tan sólo no viven de la esperanza en la promesa, sino que no saben nada de ella.

La resurrección de Jesús es por tanto la fuente de la universalización de la Promesa del Reino. Nuestra esperanza, al universalizarse, se profundiza en la medida en la que consentimos vivirla solidariamente con todos los hombres. Si nos tomamos en serio todo esto, no podemos dejar de reconocer que el sentido total de la resurrección de Jesús se encuentra en el futuro: la resurrección de todos nosotros "de entre los muertos" –todavía no acontecida– es el sentido de la resurrección de Jesús –ya acontecida–. El "ya" (ya acontecida) de la resurrección de Jesús agudiza –en lugar de debilitar– el "todavía no" de nuestra futura resurrección, de reconciliación de todos con todos, superando al enemigo último que nos separa a cada uno de sí mismo y a todos entre todos: la muerte.

Por eso podemos afirmar que la resurrección de Jesús, anticipación de la resurrección de todos, es un "potencial inagotable de esperanza" que nos incita a vivir contra toda desesperanza, ofreciéndonos un sentido "todavía en suspenso mientras no llegue lo que bíblicamente llamamos "nueva creación", el Reino de Dios. El mismo ejercicio de la esperanza contra toda desesperanza es lo que nos da a conocer qué significa la resurrección de Jesús, es lo que nos da a conocer qué significa aquella vida en la que no tendrá lugar alguno la muerte.

Si este es el marco de "nuestra vida en esperanza", no es extraño que nos preguntemos: ¿cómo ejercer nuestra libertad en régimen de esperanza?, ¿cómo incide la esperanza, que anida en el corazón de resultas de la oración contemplativa, en nuestras relaciones libres con las cosas, con los demás, en la vida? Es razonable que nos hagamos tales preguntas porque parece que, situada en régimen de esperanza, nuestra libertad no puede contentarse ni con el simple gozo de lo que ya posee ni con el mero sueño de lo que se le escapa. Envuelta por la muerte –y sus mil formas anticipadas en la historia y en la sociedad y por el envejecimiento que va produciendo en nuestro mundo, en nuestro corazón y en nuestro anhelo– parece como si nuestro camino pascual no pudiera reducirse ni a repetir ni a crear. Parece como si –entre los dos extremos– no acabásemos de entender del todo en qué consiste una vida que no sea ni repetición ni creación, una vida que sea la huella que va dejando en las obras una imaginación que vive de un inaudito recuerdo y de una confirmada esperanza.

¿Qué significa, pues, libertad en régimen de esperanza? La libertad en régimen de esperanza no es otra cosa que lo que, ejercitándola, da sentido a la vida de los demás. Pues libertad en régimen de esperanza es aquella que se deja hacer desde aquel futuro que atrae a todos, incluso desde más allá de la muerte.

La pasión por lo posible

La libertad en régimen de esperanza vive de una opción a favor o en contra de la vida. Vive de una alternativa radical. "Te pongo delante bendición y maldición: elige la vida, y viviréis tú y tu descendencia..." (Dt 30, 19-20).

Si intentamos expresar lo que estas palabras bíblicas dan a entender junto con otras del Nuevo Testamento que hablan en el mismo sentido, podríamos decir que una libertad auténticamente marcada por la esperanza es aquella que vive de la "pasión por lo posible". Aquella libertad que no sólo vive de lo que cree que está a su alcance ni sólo de aquello que puede soñar, sino de lo futuro. Aquella libertad que retiene el sello de lo futuro que la promesa de Dios, realizada en Jesucristo, ha inscrito en ella.

De dicha "pasión por lo posible" brota una actitud ética que no vive de la separación entre lo que pasa y lo que permanece, ni del distanciamiento respecto de lo que no pasa, ni del consentimiento sin reservas al orden establecido, ni de la creencia de que el tiempo actual es el único tiempo de salvación (o lo contrario). Tales formas de conciencia ética rechazan vivir en régimen de esperanza porque, juntamente con el temor que toda esperanza despierta en nosotros (si se cumplirá o no), rechazan, también, la conmoción que procede de la esperanza, siempre envuelta en dilatadas esperas o inminentes realizaciones. De no vivir la conciencia ética que se alimenta de la esperanza, vivimos "sin esperanza y sin temor": actitud frecuente –por lo menos en la esfera pública de nuestra vida– cuando nuestra libertad vive en régimen de racionalidad. Acabamos así, sin esperanza, en la "sabiduría del mero presente", aquella sabiduría que pretende ser realista, que pretende "atenerse a los hechos", que nos va invadiendo en la medida en la que nos va enseñando a "sospechar de todo", a desmitificarlo todo, a desilusionarnos de todo.

No se trata, por tanto, de vivir de criterios que emanan de la pura constatación de lo que ya poseemos ni de los que brotan de la acomodación a la realidad que se nos impone. No se trata de vivir ni de la necesidad ni de la arbitrariedad, sino de "lo posible". Porque la esperanza no vive ni de la una ni de la otra, sino de la solidaridad siempre posible aunque siempre difícil. En este sentido la esperanza vive de la imaginación, que nos permite captar el "poder de lo posible" y que supera las cadenas de la racionalidad y las telarañas de la arbitrariedad; la que nos adiestra a disponer todo nuestro ser hacia aquello que es "nuevo". Por ejemplo: ¿somos libres para imaginar que es posible la solidaridad allá donde hasta ahora ha dominado la enemistad?, ¿somos libres para imaginar un futuro en el que debamos renunciar a algo importante para dejarnos llevar por la "misteriosa imagen de la nueva libertad" que hemos ido poco a poco interiorizando en la oración de contemplación?, ¿somos libres para imaginar una justicia que, aun a costa de nosotros mismos, produzca una sociedad diferente?, ¿encuentra nuestra libertad en tales imágenes un mero sueño o bien encuentra en ellas la expresión de un deseo que la moviliza de verdad?

No podemos ocultar que, a pesar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor, nuestra libertad no ha quedado todavía suficientemente transformada como para imaginar, cada vez con menos violencia y con más naturalidad, lo que es "posible", aunque duro y difícil. Sin tal imaginación, difícilmente nuestra acción en la vida y en el mundo realizará –por el camino del discernimiento– lo que la oración contemplativa haya dejado en nosotros. O dicho en dirección contraria: sin tal imaginación difícilmente los "ojos nuevos", que se han ido formando a lo largo de nuestra contemplación, descubrirán en la vida y en el mundo aquellos lugares y aquellas oportunidades que dan pie para entrever en ellas "lo posible".

Conciencia de misión

La libertad, evangélicamente entendida, vive de la obediencia, de la escucha atenta. En régimen de esperanza, la libertad se realiza en la obediencia a la promesa esperada, no viviendo del cumplimiento de ninguna ley, sino de la resurrección de Jesús. Es decir, lo que nos hace justos ya no es cumplir tal o cual ley, sino la fe viva en el Señor muerto y resucitado. Se trata de una conciencia que ya no vive del deber, sino de la esperanza, de una esperanza ejercida, de la misión. Esta conciencia de misión vive de la realización de la esperanza en la promesa. Nos movilizamos porque nos dejamos llevar por el poder del Espíritu que ha sellado nuestros corazones con la esperanza en la realización de la promesa de Dios. Puesto que dicha conciencia procede no del presente sino de la realización futura de la promesa, nos abre hacia su futura realización.

Mientras la conciencia del deber brota de la diferencia entre lo que somos y lo que deberíamos ser y, así, nos va progresivamente individualizando e incluso separando a unos de otros, la conciencia de la misión vive de la distancia entre cada uno de nosotros y todos los demás y de la distancia que existe entre los otros y el futuro común a todos: la justicia, la paz, la libertad; en una palabra, la reconciliación entre todos.

Ahora bien, la conciencia de misión no puede vivir sin descifrar signos anticipadores del Reino de la paz. Se alimenta y se va concretando a medida que vamos captando –por un rastreo permanente– los indicios que ya ahora nos hablan del futuro posible, gracias a la muerte y resurrección de Jesús. Rastreo posible: porque es posible encontrar tales signos, por más que aparentemente parezca lo contrario. No es fácil, no es tan fácil como creemos, pero es posible, porque –como decíamos páginas atrás– vivimos bajo el poder tendencial de la resurrección de Jesús. Porque en el fondo de toda la creación y de nosotros mismos hay huella de aquel acontecimiento, y esta huella no es otra que una tendencia, un dinamismo por los que esperamos que la muerte –y todas sus fragmentarias anticipaciones– no tenga la última palabra ni en nuestra vida ni en la del mundo.

Todo esto tiene enormes repercusiones prácticas tanto en el plano comunitario, como en el político, como en el cósmico. Una libertad en la esperanza es una libertad abierta a lo nuevo, no tan egocéntrica como la nuestra: más atenta a la justicia social, a los problemas de la comunidad humana, a las cuestiones que el uso de los bienes del mundo nos plantea a todos. Es una libertad "para" la reconciliación.

Por ejemplo: ¿entendemos de hecho la libertad más como la capacidad de crear comunión que como la capacidad de elegir individualmente lo que más nos conviene?, ¿nos damos cuenta de que el uso libre, individualmente decidido, de las cosas que están a nuestra disposición puede repercutir en detrimento de la ecología del mundo y de la justicia entre lo hombres?, ¿es que tal vez no hemos hecho la experiencia de que nuestras decisiones libres tienen muchas veces efectos negativos en los demás?, ¿hemos sido capaces de dejar que nuestras decisiones libres estén determinadas por la desesperanza de los otros?, ¿acaso no hemos cerrado nuestro mundo al de los otros en muchas ocasiones para poder ejercitar nuestra libertad de tal manera que no se nos hiciesen presentes los efectos negativos que sobre los otros pudieran tener? Brevemente: una cosa es ejercer la libertad en régimen de total autonomía y otra es ejercitarla en aquel régimen de esperanza que no puede desvincularse de los otros.

La oración contemplativa nos ha ido impregnando poco a poco del "recuerdo" que en los primeros cristianos dejó Aquel que vivió inigualablemente "en régimen de esperanza". La oración de discernimiento no es otra cosa que un ejercicio práctico de esperanzas, suscitando signos efectivos de esperanza.

A pesar de la muerte

La libertad en régimen de esperanza es, pues, libertad "a pesar de la muerte" y de todas sus anticipaciones en la vida y es, además, libertad que vive del "mucho más". Las dos expresiones no son más que el anverso y reverso de la misma realidad: ambas son libertad en régimen de esperanza.

¿Qué significa libertad "a pesar de"? Es aquella que vive afrontando un horizonte que no puede superar. Hay una separación insalvable entre la esperanza y la muerte, la misma que media entre Jesús de Nazaret, que a lo largo de su vida camina hacia la muerte, y el Cristo resucitado que, con la presencia de su Espíritu, va transformando nuestro caminar en el mundo, vigorizando nuestra esperanza e inspirando nuestras decisiones libres. Es verdad que entre Jesús de Nazaret y el Señor resucitado hay una identidad pero también es verdad que entre el mundo que vivimos y el Reino de Dios hay una cierta continuidad. En un caso la identidad es captada por los "ojos de la fe" y en el otro caso aquella "cierta continuidad" solamente es captable por la esperanza. Captamos el significado de la cruz de Jesús y de la dureza de su seguimiento desde su resurrección, captamos lo que será el Reino de Dios desde los signos que de él se hacen presentes, reconocidos en medio de la ambigüedad de la vida y del mundo.

Nuestra esperanza cristiana lleva el signo de la discontinuidad entre todo lo que conduce a la muerte y todo lo que niega a la muerte. Es una esperanza que es la viva contradicción de todo aquello que vive entre nosotros bajo el signo de la muerte, por eso contradice la realidad actual, aunque no la juzgue negativamente. El Reino de Dios –lo que esperamos– vive ya en nosotros pero velado, envuelto en signos de muerte: egoísmo, incuria, miedo, debilidad, impotencia, injusticia, ambigüedad, enfermedad, desgracia, marginación... Realidades que son –como decíamos antes– anticipaciones históricas, personales y sociales, de lo que es la muerte definitiva y total. Si la relación entre cruz y resurrección de Jesús pertenece al orden de lo inesperado, de lo paradójico (y no al orden de la lógica de nuestros deseos, de las proyecciones de nuestros anhelos), la libertad en régimen de esperanza es algo radical: libertad de "descifrar" los signos de resurrección que se esconden en nuestra vida y en la de lo demás bajo la apariencia de muerte. Es la libertad de "poner", de ofrecer los signos que abren la vida de los demás y la nuestra a la realidad del Reino. Es una libertad que se enfrenta con lo que la desmiente, con las muertes "metafóricas" que inundan la vida de aquellos que no viven ni pueden vivir en régimen de esperanza.

Vivir de un exceso de vida

Todo lo que vamos diciendo puede parecer, por lo menos a algunos, excesivamente dramático. El desafío de la muerte, vivido cristianamente, tiene sin embargo una contrapartida: un impulso de vida, la presencia de un crecimiento. Ya lo decía S. Pablo: la libertad en régimen de esperanza no vive de la "equivalencia" (te doy tanto – me das tanto; he sufrido tanto – me merezco tanto; lucho tanto – he de conseguir tanto), sino que vive de la sobreabundancia (Rom 5, 12-30). Hay, pues, "algo sobrante"; hay "un exceso". Lo cual da pie tanto a lo que nuestra razón llama locura de la cruz como a lo que nuestra esperanza llama sabiduría de la resurrección. Que dé pie a una cosa o a la otra depende de nuestra libertad, depende en definitiva de si nos hemos dejado penetrar (oración contemplativa) por aquella "misteriosa figura de la nueva libertad" (Jesús) y de si vamos discernidamente actuando conforme a ella.

Cuando, viviendo en régimen de esperanza, nos dejamos inspirar por este "exceso", vivimos aquella forma de vida cuya razón de ser radica en "dar gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido"; vivimos aquella forma de vida que, al no esperar nada a cambio, se hace capaz de esperar algo que la inunde y la sobrepase gratuitamente; vivimos aquella forma de vida cuya motivación no es el propio crecimiento, sino el de los demás; vivimos aquella forma de vida que, por desarrollarse en el régimen de esperanza nacido de la resurrección de Jesús, es una historia "crucificada". Conviene que tal forma de vida se refleje en la victoria cotidiana sobre el trabajo, sobre el ocio, en la vida personal, en la vida social, etc. Ser libre en régimen de esperanza significa ir aprendiendo a "encontrarse y sentirse en casa" en tal forma de vida, ir aprendiendo a vivir de la sobreabundancia recibida, liberando día a día con más naturalidad la sobreabundancia vivida. El hecho de que nuestra libertad en régimen de esperanza sea una libertad "a pesar de" nos mantiene alerta ante las muertes "metafóricas". En la medida en la que afrontamos crucificadamente estas muertes desde nuestra libertad en régimen de esperanza, en la misma medida vamos experimentando la otra cara de la misma libertad: aquel gozoso "mucho más" que proviene de la aspiración interminable del Espíritu que alienta a toda la creación, aun cuando se exprese en "gemidos".

Todo esto es lo que ponemos en juego (sin haberlo merecido) cuando vivimos nuestra vida pascualmente, cuando ponemos aquellos signos que desvelen la esperanza soterrada en el corazón de los hombres, cuando nos dejamos llevar en la vida, mediante el discernimiento, por la "nueva libertad" que en nosotros se ha ido formando de resultas de haber sido transformados –en la oración contemplativa– por la "misteriosa figura histórica", Jesús, reveladora de la Absoluta Libertad.

— La oración tiene su lugar en los comienzos de nuestra acción: como acción de gracias por lo que estamos dispuestos a hacer.

— La oración tiene su lugar en el centro de nuestra acción: como invocación para hacer lo que el Señor espera que hagamos.

— La oración tiene su lugar en los límites de nuestras posibilidades, como súplica dirigida a las posibilidades de Dios.

— La oración tiene su lugar al término de nuestra acción: como búsqueda de bendición ante la imposibilidad de disponer del éxito o de las consecuencias de nuestra acción.

— La oración tiene su lugar en la experiencia de fracaso, como búsqueda de perdón y de aquella fuerza que proviene de la acción misericordiosa de Dios.

— La oración tiene su lugar en la experiencia de éxito, como gratitud que impide la autosuficiencia y hace posible el gozo sin temor.

"Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros" (I Tes 5, 16-18).

 

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