Víctor Manuel
Fernández

Notas de espiritualidad misionera


El artículo recoge algunas bellas sugerencias de la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris Missio, que valen especialmente para la predicación fuera de los ámbitos eclesiales, en los medios de comunicación, o para los misioneros de manzana de nuestras parroquias, que tienen que hacer un anuncio discreto en hogares hostiles.

 

Algunas motivaciones de la Redemptoris Missio pueden ayudar a desarrollar una emotividad favorable en orden a vivir con gusto estos desafíos.

Convicción gozosa de responder a una espera

Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, se responde, de alguna manera, a las necesidades más hondas de los corazones humanos. Porque Dios, que se ha revelado en el Evangelio, conoce mejor que nadie lo que el ser humano necesita escuchar, pues el corazón humano ha sido creado para acoger la amistad que Dios le ofrece, en la cual puede hallar su plena liberación:

"El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza" (Redemptoris missio 45).

Es interesante advertir que el entusiasmo por predicar a Jesucristo se fundamenta en esta convicción. El predicador puede presentar su anuncio con gozo porque sabe que no está hablando de algo inútil sino que está anunciando, precisamente, lo que no puede engañar, manipular ni desilusionar, porque es una respuesta que cae en lo profundo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo de un modo estable. La verdad que no se desgasta ni pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde, más allá de las circunstancias, el ser humano necesita el amor de Jesucristo que libera y que promueve. Esta convicción gozosa aleja el espíritu de desaliento, los sentimientos de inferioridad, el temor, la melancolía y la dejadez.

Certeza de la fe

La predicación en ambientes hostiles o indiferentes suele brindar escasos frutos y pocas caricias para el ego. Por eso requiere la capacidad de dejar en las manos de Dios los resultados, que muchas veces son misteriosos e invisibles. La ausencia de éxitos visibles no implica esterilidad. Si el Espíritu ha querido tomarnos como instrumentos de su acción, siempre es posible que nuestra actividad sea fecunda, porque el protagonista –y el primer interesado en el bien de los demás– es él. Cuando decimos lo que creemos que Dios quiere comunicar, podemos confiar en la acción secreta del Espíritu aunque no podamos medirla ni controlarla. Por lo tanto, tampoco esperamos glorias visibles. Actuamos con "la confianza que brota de la fe, o sea de la certeza de que no somos nosotros los protagonistas de la misión, sino Jesucristo y su Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores" (Redemptoris missio 36).

Disposición a dejarse renovar

La otra cara de la convicción será la capacidad de reconocer las riquezas del mundo al cual nos dirigimos: un mundo en el que el Espíritu no está ausente. Esto hace que, recogiendo los valores de los destinatarios, el mismo predicador sea "alentado a una continua renovación" que enriquece a la Iglesia universal (ver Redemptoris missio 52). Es decir que por la mediación del predicador, que es capaz de abrirse a una renovación permanente, la misma Iglesia universal se renueva. Por consiguiente podemos afirmar lo contrario: el autoritarismo y la autosuficiencia del predicador impiden a la Iglesia universal adquirir nuevas riquezas. También en este caso estamos hablando de una honda actitud espiritual, sin la cual la predicación se convierte en pretensiones de dominio y en profesionalismo estático carente de "espíritu". Antes de predicar, el misionero realizará un sano ejercicio de contemplación en el diálogo, escuchando a los demás para percibir lo que el Espíritu realiza en ellos.

Con toda la riqueza del amor fraterno

Aquí es donde la Redemptoris Missio pone el acento más fuerte, precisamente para referirse al "espíritu" de la acción misionera:

"El amor es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse. Es el espíritu que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno" (Redemptoris missio 60).

La predicación debería ser siempre expresión de cercano amor fraterno, evitando todo lo que pueda lastimar, ofender o humillar al auditorio. La trama de toda verdadera predicación está hecha de "atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente". Porque ante todo se debe anunciar a todo ser humano "que es amado por Dios y que él mismo puede amar" (Redemptoris missio 89).

Amando una Iglesia sin fronteras

La predicación a personas que no nos sienten parte de sus vidas y que nos miran como extraños, requiere una apertura del corazón que nos permita salir de nuestro pequeño mundo. En definitiva, estamos hablando de la capacidad de desarrollar un amor universal, propio de una Iglesia "católica", abierta a todos.

En este sentido, todo misionero, aún el que realiza su tarea dentro del territorio de la propia parroquia, está llamado a un "éxodo" permanente, a una nueva partida cotidiana. Porque no ha sido llamado para la serena profundización de la fe dentro de las estructuras eclesiales, sino fuera de ellas.

Aquel que busca sinceramente predicar el Evangelio, no se preocupa solamente por conquistar algunos amigos agradables, sino que "lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos", y así "es signo del amor de Dios al mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia" (Redemptoris missio 89). De manera tal que no debe ser un héroe aislado y encerrado en su mundo de relaciones amables y cercanas, sino que será parte de una Iglesia que no tiene confines a la cual ama como Cristo la ama. El anuncio del Evangelio sólo es posible, si se lo quiere realizar con celo y ardor, cuando también se mira a la Iglesia con los ojos de Cristo y se la ama como la ama su Esposo, "hasta dar la vida" por ella. El predicador necesita hacer de cada grupo humano una "esposa" para entregar a Cristo (2Cor 11, 2).