Editorial

Ni maestros ni testigos: una cierta crisis de autoridad

Eulogio López
HISPANIDAD 5-Junio-2001

Hace casi cuarenta años, uno de los padres conciliares (del Vaticano II) advertía que el mundo actual no acepta maestros, sólo testigos. Pero aquella actualidad ya es pretérita. Cabe la posibilidad de que las nuevas generaciones, que aún no habían nacido cuando se pronunciaban esas palabras, continúen sin aceptar maestros, pero ahora, a cambio, tampoco aceptan testigos.

Los periódicos llenan a sus páginas de adolescentes y jóvenes que sacuden mamporros a sus profesores, o simplemente que les toman por el pito del sereno, mientras algún que otro infante siente, de vez en cuando, la necesidad de aporrear a sus progenitores, gente talludita que representa un incordio a su libre esparcimiento. Del abuelo mejor no hablar: al asilo con él.

La milicia, sede natural de la disciplina, que no necesariamente de la autoridad, anda en crisis, y se trueca el amor a la patria en  contrato laboral, inmigrantes incluidos. Jueces y policías se han convertido en administradores de la ley, no necesariamente en defensores del débil frente al fuerte. En toda Europa hay miedo a ser atracado, pero no menos miedo a que se juzgue al atracador, por lo que pudiera pasar en el futuro. Y en toda Europa, al igual que en Iberoamérica, las empresas con más futuro son las de seguridad privada.

Cada vez son más las empresas que elaboran códigos de conducta interna, que no son más que un baluarte de la Dirección frente a los asalariados. En otras palabras, se parte de la idea de que el subordinado no está dispuesto a aceptar la autoridad de su superior, por lo que conviene chantajearle con todo un aparato normativo interno, que siempre guarda la misma coletilla: y si no, te despido, pero, ojo, por lo legal. Es decir, como no está usted dispuesto a aceptar la autoridad de quien, presuntamente al menos, sabe más que usted, se la impongo. Es la raíz de toda dictadura, o mejor, de toda falta de convivencia: convertir el principio libremente asumido en norma coercitivamente impuesta.

¿Y de qué nos extrañamos? ¿Acaso no se ha construido el mundo moderno sobre el cimiento de que no hay principios absolutos y de que todo principio es discutible y depende de la opinión de cada cual, sea santo o demonio, sabio o ignorante? Pues nuestros jóvenes actúan con exquisita coherencia. Lo que otorgaba autoridad al maestro no era su cargo, sino la aceptación de los principios que exponía, empezando por el principio de que el alumno sabe menos que el maestro y debe someter su juicio a su “superior criterio”. Si no existe criterio superior, sino cargos superiores, entonces la rebeldía se convierte en virtud, la virtud del David que derrota a Goliat ante el entusiasmo de las masas.

Todo tipo de maestros llevan décadas hablando de que nadie puede sentirse en posesión de la verdad, que la verdad no existe y que lo mismo vale una verdad que otra. Pues bien, en buena lógica, los alumnos, de cualquier tipo, han decidido que si su verdad vale tanto como la de sus maestros, ¿por qué deberían obedecerles? ¿Solo porque son sus superiores?

No estamos ante una crisis jurídica, ni tan siquiera ante una crisis moral: estamos ante una crisis metafísica: hemos negado la certeza