María discípula de Jesús

por Juan Manuel Martin Moreno sj

MARÍA DISCÍPULA DE JESÚS: LA FEMINIDAD DE DIOS En realidad más que una conferencia voy a dar dos, por el precio de una. Cuando me invitaron a hablar sobre María de Nazaret en la Biblia, me vino un gran deseo de hablar de María como discípula de Jesús en Lucas. Es mi advocación preferida.

 

Pero luego me di cuenta de que sería necesario corregir antes una de las desviaciones populares en la devoción a María, que es la de ponerla en el mismo nivel de Dios, repartiendo entre los dos los papeles de padre y madre a los que estamos acostumbrados en el tipo de familia tradicional. Reservamos así lo masculino para Dios y lo femenino para María. Por eso, antes de la segunda parte de esta conferencia sobre María discípula de Jesús, quiero hacer preceder una primera parte que corrija este defecto de enfoque al situar a María en un lugar no adecuado con relación a Dios y con relación a nosotros.

 

Una de las intuiciones más validas del feminismo como signo de los tiempos es la llamada a recuperar la dimensión femenina de Dios. En Dios se funda la polaridad de ambos sexos, él y ella, padre y madre, esposo y esposa. La identificación exclusiva de Dios con la dimensión masculina ha producido un Dios mutilado, un muñón de Dios. El remedio para esta horrible mutilación lo han encontrado los católicos en la Virgen María como una encarnación de ese elemento femenino que echábamos de menos en Dios. En el famoso fresco del Juicio universal de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, Cristo aparece en un gesto amenazante en el momento en el que aparta de sí a los “cabritos” a su izquierda, los condenados. María aparece junto a él volviendo sus ojos hacia otra parte con profunda tristeza, como no queriendo mirar aquel espectáculo. Qué distinta imagen de la que el evangelio nos da de Jesús llorando sobre Jerusalén. Esta vez no es María, sino Jesús mismo, quien con profunda tristeza vuelve sus ojos humedecidos para no ver esa desgracia que los hombres se traen sobre sí mismos.

 

En nuestra cultura decimos que los hombres no lloran, pero el evangelio nos habla de un Jesús que sí poseía ese registro femenino de las lágrimas. Junto a un Padre que nos hacía temblar de miedo, la piedad cristiana popular ha encontrado en María un toque delicado de delicadeza y ternura como contrapeso. Esa misma piedad ha repartido entre ambos los dos roles a los que estamos acostumbrados desde niños, porque necesitamos a la vez un padre y una madre con sus características y matices respectivos. Pero el peligro de esta piedad popular bien intencionada es convertir a María en el complemento de Dios, o lo que es peor, en el contrapeso de Dios. En lugar de ser María un reflejo del elemento femenino que existe ya en Dios, la convertimos en sustitutivo de Dios para calmar en ella nuestro deseo de ternura. Pero desgraciadamente nos detenemos ahí, y María ya no es un icono, una señal que indica el camino. Y al detenernos en el camino, no llegamos a encontrar esa ternura en su fuente inagotable que está sólo en Dios. En esta piedad popular María se muestra como la representante de la misericordia que le deja a Dios el trabajo sucio del juicio y la condenación. En lugar de ser un reflejo de Dios se convierte en una pantalla que oculta y reemplaza al verdadero Dios. De ninguna manera podemos aceptar este reparto de roles entre Dios y María. Tenemos que afirmar de entrada que toda la ternura y delicadeza femenina que encontramos en María y en su maternidad no son sino un pálido reflejo de la plenitud de ternura y feminidad y compasión de Dios. No son sino una pequeña chispa que brota de una gran hoguera.

 

 María puede ayudarnos a atisbar un poco la ternura de Dios, pero sólo con tal que la consideremos sólo reflejo, y no alternativa. Flaco servicio le prestaría María a Dios si la convirtiésemos en una alternativa más atractiva y más merecedora de nuestra confianza.