María creyente
Es modelo de todas las virtudes cristianas

Por el padre José Antonio Ubillús, CM*

LIMA, Lunes 21 mayo 2012 (ZENIT.org).- Durante el mes de mayo, dedicado a María, los católicos estamos invitados a pensar y a meditar en quien encarna como nadie los valores cristianos y el seguimiento de Jesús: su madre María. Y lo debemos hacer ojeando su rastro en el evangelio. Escasas se nos hacen ciertamente las referencias explícitas a María en el Nuevo Testamento.

Por contraposición quizá, su figura ha sido sobredimensionada en la piedad popular, especialmente a partir de la Edad Media. Entre uno y otro extremo, el Concilio Vaticano II ha querido centrar la significación de la Virgen en el conjunto de nuestra fe y ha colocado así su presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia: “Uno solo es nuestro mediador, sostienen los Padres conciliares, según las palabras del Apóstol: Porque uno es Dios, y uno también el Mediador entre Dios y los hombres Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1 Tim. 2, 5-6).

Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de este, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta “ (LG 60; cf. Ibid. 52, 53, 55, 62).

“El Concilio, afirma Benedicto XVI, quería decirnos esto: María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre nuestra alma…En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en “almas eclesiales” –así lo expresaban los Padres- para poder presentarnos también nosotros, según la palabra de San Pablo, “inmaculados” delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4)” (Homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante la solemne concelebración eucarística en la Basílica de San Pedro – Jueves 8 de diciembre de 2005 – 40 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II).

Aparece entonces la figura de María ante nosotros no ya basada en milagros o apariciones, no exaltada hasta la frontera del mito por un amor desmedido. No aislada del conjunto de la humanidad de la que forma parte, sino como la mujer recia y materna del Evangelio, indisolublemente unida a Cristo, llena de su Espíritu, miembro de la comunidad eclesial, modelo de las mejores virtudes cristianas. Aparece, en suma, ante nosotros María como la Virgen que cree, que ora, que ofrece y que ama.

Aspectos estos que propongo meditar con el fin de que podamos acercarnos a Cristo acompañados por su Madre:

Es la Virgen de la Anunciación, la Virgen del sí claro, personal, responsable, comprometido, la Virgen que personifica al “resto de Israel” del Antiguo Testamento, y que hace posible desde su confianza el dinamismo de la nueva creación en Cristo.

La Virgen que cree es la Virgen oyente, abierta a Dios, la Virgen que acoge a Cristo antes con su fe, como el Verbo y la Palabra de Dios, que con su propio cuerpo. “Porque ha creído” recibe la alabanza de su prima Isabel. Porque cree, “guarda todas las cosas en su corazón”; porque cree sigue a Jesús dentro del grupo de los discípulos (Mt. 12, 46); y porque cree, el mismo Jesús la proclama dichosa (Lc. 11, 28).

Desde esa contemplación de la Virgen que cree y que escucha, también la Iglesia valora cada vez más la escucha de la Palabra de Dios y aprende a ser discípula tratando de leer el mensaje de Dios tanto en la oración y la liturgia como en la creación y en la vida. Quiere ser la Iglesia como María, una comunidad de fe, que cree y oye. Podemos, por eso, meditar y aprender en maría a creer en Dios y a escucharlo cada día. Revivamos por ello esos momentos en que ella creyó (Nazaret, el Templo…).

Son diversos momentos de un retrato evangélico en el que María responde a la iniciativa de Dios con su oración personal y comunitaria: Oración de alabanza en el Magnificat, oración de súplica en Caná, oración contemplativa en el Templo de Jerusalén y oración comunitaria en la espera del Espíritu.

Es la Virgen de la Presentación y del Calvario, la Virgen que ofrece su vida con la de Cristo para la salvación de todos los hombres. Es la Virgen de todo el Evangelio, llena de un Espíritu, que es espíritu de amor, María está tanto abierta al plan salvador de Dios como cercana a los hombres.

Es la mujer que, después de la angustia de la muerte de su Hijo y después de la alegría de verlo resucitado, no se retira para rumiar sola los acontecimientos, sino que se abre a la comunidad, se une a la Iglesia en oración y la acompaña, como acompañaba antes a su Hijo Jesús.

Es, en definitiva, María la mujer de la caridad, la mujer que ama. Y así ha sabido sentirla siempre el pueblo cristiano cuando ha acudido confiado a ella en busca de consuelo, apoyo y esperanza.

Que esta contemplación de María, la primera del grupo de los creyentes, nos afiance en la fe, nos adentre en la oración, nos anime a la ofrenda y nos empuje al amor.


*Congregación de la Misión - Vicentinos