Los diez mandamientos
Autor: P. Antonio Rivero LC
Capítulo 11: Noveno: No desearás la mujer o el varón que no te pertenece
“No desearás a la mujer o al varón que no te pertenece”
También podría ser formulado así: “No consentirás pensamientos ni deseos
impuros”. Y no tanto: “No tendrás pensamientos ni deseos impuros”, pues tenerlos
es en cierto modo inevitable. El consentirlos es otro cantar.
También se ha formulado en los catecismos así: “No desearás la mujer de tu
prójimo”, teniendo como referente el Éxodo 20, 17 y el Evangelio de san Mateo 5,
28.
Si el sexto mandamiento protegía la pureza exterior del cuerpo, templo del
Espíritu Santo; este noveno mandamiento nos invita a vivir la pureza interior
del corazón, de donde salen todas las cosas buenas o malas, nos dirá Cristo: “De
dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios,
fornicaciones, robos, falsos testimonios e injurias: Esto es lo que hace impuro
al hombre” (Mateo 15,19).
Este mandamiento nos ayuda a liberar el corazón de esos deseos impuros, que
tanto manchan el alma. Trata de salvaguardar la virtud de la castidad en su
propia raíz, en el corazón de la persona humana. ¿Qué sería la virtud de la
castidad puramente externa o superficial si no incluyese su espíritu, es decir,
la opción moral por ella, los deseos y actitudes íntimas tuyas?
No olvides: el Decálogo es el programa de la plena realización y liberación de
la persona humana, fuente de la verdadera libertad: la de los hijos de Dios.
Una leyenda oriental me ayudará a explicarte este noveno mandamiento.
En un día de lluvia, dos monjes encontraron una muchacha muy hermosa con largos
vestidos y zapatos de seda junto a un camino fangoso. Uno de ellos, por caridad,
la tomó en brazos para llevarla al otro lado del camino, para que no se
manchase. El otro monje no dijo nada hasta la noche, cuando no pudo reprimir por
más tiempo su reproche: “Los monjes no debemos acercarnos a las mujeres, ni
tocarlas, y menos si son jóvenes y hermosas, porque es peligroso”. Pero el que
había hecho con sencillez este acto de caridad respondió: “hermano, a esa chica
yo la dejé allí, hace ya muchas horas. ¿Es que tú la estás llevando todavía
contigo en tu corazón y en tu deseo?”.
¿Entendiste? La pureza comienza primero en tu corazón. Si tu corazón es limpio,
todo tu cuerpo será limpio y tu mente y tu imaginación y tu fantasía. Todo se
define en tu conciencia, en tu corazón. Y es esto lo que Dios escruta con ojos
penetrantes, sí, pero también comprensivos y paternales. Dice en el Apocalipsis:
“Yo soy el que sondea los riñones y los corazones, y el que os dará a cada uno
según vuestras obras” (Ap 2, 23).
La importancia en el orden moral es la verdadera pureza del corazón, no la mera
observancia exterior, que puede ser una simulación. A Dios le agradan las manos
inocentes y el corazón puro, como dice el Salmo 23.
El ejemplo de David en la Biblia es bien significativo al respeto. ¿Te acuerdas?
Todo comenzó con un deseo consentido de la mujer de su prójimo, al verla bañarse
en la piscina; esto le llevó, tras el adulterio del corazón, a su consumación
carnal y el crimen planificado del esposo de esa mujer con la que adulteró en su
corazón y en cuerpo . ¡Es bien interesante esta historia del rey David!
Por eso Jesús nos dejó esta bienaventuranza: “Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mateo 5,8). Ver a Dios es el deseo
profundo de todos nosotros. Espero que también el tuyo.
Por tanto, este noveno mandamiento contempla la pureza de corazón en relación a
la virtud de la castidad, previniéndote acerca de pensamientos, delectaciones y
deseos impuros conscientes, deliberados y consentidos con la voluntad.
No debes asustarte cuando te vengan los malos pensamientos. El peligro está en
el consentimiento. Una cosa es la concupiscencia o la inclinación al mal deseo y
otra cosa es el pecado, o consentimiento de ese deseo con la voluntad. En esos
momentos, piensa en otras cosas nobles y bellas, y esos malos pensamientos se
irán poco a poco. A veces son molestos, es verdad, como los mosquitos. Pero, ten
paciencia. No los consientas. Lucha. Invoca a la Virgen María. Reza un avemaría
con fervor.
Si dejas meter el pensamiento impuro, tarde o temprano derrumbará tu pureza. Te
cuento una anécdota.
He aquí la historia del árbol caído: era corpulento, gigantesco, y se levantaba
en la pradera, al borde del paseo, apuntando al cielo con sus ramas, fuertes y
lozanas. ¡Cuántos descansaban a su sombra, fatigados del camino, y se recreaban
con la frescura de su follaje!
Un día apareció derribado. ¿Lo derribó el hacha del leñador? No, lo mató un
gusano. ¡Grande tuvo que ser! No, era un pequeño gusano que lo fue carcomiendo
por dentro poco a poco.
¡Cuidado con el pensamiento impuro! ¡Es gusano destructor de tu pureza!
Sabes que el budismo sitúa la perfección en la extinción del deseo, a base de
meditación trascendental, yoga, ejercicios de relajación. Incluso existen
píldoras de la paz que crean una especie de humor químico que controla
sensaciones, estados de ánimo y deseos... hasta llegar a esa impasibilidad del
ánimo.
Nada de esto tiene que ver con este noveno mandamiento.
Veremos en este mandamiento los siguientes apartados:
I. Sentido y alcance del noveno mandamiento.
II. Pureza del corazón.
III. El sentido del pudor.
I. SENTIDO Y ALCANCE DEL NOVENO MANDAMIENTO
¿Sabes la historia de la gotita de agua?
Era una vez una gota de agua que sintió de pronto el llamado de la mar y hacia
el mar se fue apresurada y transparente. Por el cauce del riachuelo corría
cantarina. Todo lo alegraba con su presencia: las riberas florecían a su paso,
los bosques reverdecían, las avecillas cantaban. Y hacia el mar corría feliz y
transparente.
Pero un día se cansó de caminar por el cauce estrecho del arroyo. Al saltar
sobre la presa de un molino, divisó horizontes de tierra y en tierra quiso
convertirse. Aprovechando el desagüe de una acequia se salió del arroyo y se
estacionó.
Inesperadamente se sintió prisionera de la tierra, convertida en un charco
sucio, maloliente, tibio: repugnantes animalillos crecieron en su seno y el sol
dejó de reflejarse en él.
Pasó una tarde un peregrino, se detuvo ante el charco y, sentencioso, exclamó:
“¡Pobre agua, estabas llamada a ser mar y te quedaste en charco!”.
Le dio pena, se inclina hacia ella, la tomó en el cuenco de su mano y
volviéndola al riachuelo le dijo: “Recupera tu vocación de mar”.
La historia de la gotita de agua puede ser la historia de un hombre cualquiera,
tú o yo. Dios nos creó formados de alma y cuerpo, con inteligencia, voluntad y
libertad. Nos creó a imagen suya y nos llamó para llegar a ser mar, para llegar
a obtener la felicidad eterna junto a Él.
Sin embargo, con frecuencia nos puede pasar lo que a la gotita de agua y dejamos
de usar la inteligencia para actuar. Nos dejamos llevar por alguna imagen
atractiva que vemos fuera del camino, nos dejamos llevar por lo que nos dictan
los sentidos y los sentimientos, los cuales muchas veces distorsionan la
realidad, y terminamos saliéndonos del río para convertirnos en charcos. Cuando
esto sucede, sobreviene el fenómeno llamado concupiscencia, en el cual el cuerpo
y sus sensaciones se convierten en rectores sobre la inteligencia y sobre el
alma.
Con la concupiscencia de la carne, el hombre se “animaliza”, pierde el
equilibrio planeado por Dios y la visión sobrenatural de su vida. El hombre
olvida que es un ser llamado a la felicidad eterna, al mar, y empieza a buscar
la felicidad en los placeres y sensaciones del cuerpo, quedando atrapado en
ellas, convertido en charco maloliente.
Con el noveno mandamiento, Dios nos pone en guardia contra los peligros del
camino que nos pueden atraer y dejarnos convertidos en charcos.
Dios sabía desde el principio, el gran poder que ejercen las sensaciones sobre
el hombre y por eso nos da este mandamiento, no porque las sensaciones sean
malas, sino porque si no ponemos en ellas nuestra inteligencia, es posible echar
a perder los grandes planes que Él tiene para cada uno de nosotros.
Las sensaciones también se manifiestan en los animales, pero sólo el hombre es
capaz de canalizarlas y aprovecharlas para el bien, de acuerdo con lo que su
inteligencia le dicta.
Dios te está invitando a la pureza en el amor y en el deseo. El mismo Cristo
insistió siempre en esto. Por eso nos puso como ejemplo a los niños, por su
inocencia y pureza. Él mismo vivió esta pureza, pues de su corazón sólo brotaban
los milagros, la bondad, la comprensión, la compasión y la misericordia. “De la
abundancia del corazón habla la boca” –nos dijo Jesús. Era el reflejo de lo que
Él vivía.
Nadie le pudo echar en cara a Jesús ningún pecado de impureza. Su porte, sus
ademanes, sus posturas, sus palabras, sus silencios, sus miradas…todo desbordaba
en pureza. Su mente y su deseo estaban polarizados por la voluntad de su Padre.
Su corazón era un manantial de agua cristalina suave y refrescante, donde venían
a abrevar su sed todos los pecadores.
Puro equivale a limpio, diáfano. Es una cualidad que evoca sencillez y está
relacionada con el amor a la verdad, con la libertad interior, con el compromiso
de vivir según los dictados de tu conciencia iluminada por la Palabra de Dios en
todas las circunstancias.
Y esto supone una opción por un amor limpio y una higiene de la imaginación, de
los pensamientos y deseos.
Aquí habría que volver a retocar el tema de la sexualidad, como te expliqué en
el sexto mandamiento. Una cosa es la sexualidad y otra cosa es la genitalidad.
Una cosa es la sexualidad y otra cosa es el instinto.
El instinto está determinado inexorablemente y de una manera ciega a ser
satisfecho cuando se dan las condiciones que lo incentivan. Pero la sexualidad
humana es un don de Dios para realizar, en la libertad y el respeto, una faceta
del amor humano: el don mutuo y la procreación, dentro del matrimonio.
Dime, ¿qué amor y libertad y respeto hay cuando un hombre desea a una mujer,
cuando la codicia? ¡Ni que esa mujer fuera una cosa para la satisfacción del
hombre!
Este noveno mandamiento requiere mucho el autodominio educativo mediante el
pudor en las miradas, curiosidades innecesarias, lecturas, espectáculos,
ambientes, conversaciones, etc... que generan inevitablemente los deseos impuros
en el corazón.
Por eso te dice Dios en la Biblia: “Ninguno, cuando se vea tentado, diga: Es
Dios quien me tienta; porque Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie;
sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia que le arrastra y le
seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el
pecado, una vez consumado, engendra la muerte” (Santiago 1, 13-15).
La fuente de la tentación se encuentra en el propio hombre, en ti y en mí; en
nuestro mal deseo que nos seduce conduciéndonos fuera del camino, como al pez o
al animal, a los que se los atrae por el cebo para que muerdan el anzuelo o
salgan de la madriguera. O como le pasó a esa gotita de agua, que estaba llamada
a ser mar, y se quedó en charca.
La intención y el deseo definen al hombre moralmente, tanto o más que las mismas
obras externas. Hay que buscar a toda costa que el amor sea cada vez más limpio,
y por tanto, que el corazón sea puro.
Tú no debes conducirte en tu vida por el sólo deseo del placer, creyendo que en
la satisfacción de ese deseo está la felicidad.
Para explicarte esto me ayudará el famoso filósofo griego Aristóteles, en su
maravillosa obra “Ética a Nicómaco”. Ahí nos dice el filósofo que el placer no
puede ser el bien supremo del hombre, pues también se observa que el placer
esclaviza a muchos hombres. De ahí concluye Aristóteles que el placer no es malo
ni bueno en sí mismo, y que es malo cuando “hace al hombre brutal o vicioso”.
Después comenta de pasada que “este peligro es mayor en la juventud, porque el
crecimiento pone en ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la
tortura de los deseos violentos”.
Si las acciones humanas –sigue diciendo Aristóteles- pueden ser nobles,
vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurrirá con los placeres correspondientes.
Es decir, hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso
origen. El hombre íntegro se complace y desea las acciones virtuosas y siente
desagrado por las viciosas.
Además, muchas de las cosas por las que merece la pena luchar, no son
placenteras. Por tanto, ni el placer se identifica con el bien, ni todo placer
se debe apetecer.
Algunos autores grecolatinos nos invitan a esta filosofía del placer.
El poeta latino Horacio resumió en dos palabras el programa de vida que busca el
placer por encima de todo: “carpe diem”, es decir, aprovecha el día, exprime el
instante que tienes, no lo dejes pasar.
Un personaje de la obra platónica “Gorgias”, llamado Calicles propone el ideal
hedonista: “El que quiera vivir bien debe dejar que sus deseos alcancen la mayor
intensidad, y no reprimirlos, sino poner todo su valor e inteligencia en
satisfacerlos y saciarlos por grandes que sean”. ¿Se habrá inspirado nuestro
Freud en esta filosofía de Calicles?
No es que Platón invite al placer. Él expuso una opinión de ese tiempo, pues el
mismo Platón nos invita al equilibrio entre la razón y el placer. Y lo explica
con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado. El hombre es un
auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el
deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro
y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio.
Y de hecho así contesta Platón por boca de Sócrates a la propuesta hedonista de
Calicles: “¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos, si se quiere ser
auténtico, más bien permitir su mayor intensidad y darles satisfacción a
cualquier precio, y que en eso consiste la virtud? Entonces, dime: si una
persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá
feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y bastará con que se rasque sólo la
cabeza, o también otras partes? Yo, al contrario, pienso que el que quiera ser
feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del
desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del Estado en
facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner
freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos.
Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otros hombres ni a
un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad”.
Todo esto para decirte que tus deseos no tienen que ir orientados a la
satisfacción de los placeres corporales, sino a alimentarse de lo noble que te
ayude a ser más hombre, y sobre todo, a que llegues a ser mar, imagen de Dios y
no charco, como la gotita de agua.
Esto es lo que te deseo. Sé puro en tus pensamientos, en tus deseos y en tu
corazón. Sólo así vivirás esta hermosa virtud: la pureza de corazón.
II. LA PUREZA DE CORAZÓN Y DE INTENCIÓN
Para vivir este noveno mandamiento hay que purificar el corazón y la intención,
ese mundo interior en el que tú vives a solas y Dios te ve.
Purifica el corazón. Este nuestro mundo, por muchas partes, está saturado de
erotismo. Si no te cuidas, te mancharás. ¡Purifica el corazón! Sólo así vivirás
la verdadera libertad, la alegría sincera, la serenidad interior, el amor en su
dimensión de entrega. ¡Purifica el corazón del egoísmo y deseos impuros, que
tanto te esclavizan y te hacen perder la paz! ¡Purifica el corazón para ser
dueño de ti mismo, y puedas amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como
Dios lo ama! Y sobre todo, ¡purifica tu corazón para que puedas ver a Dios en la
eternidad!
Purifica tu intención. Revisa cuál es tu intención al ponerte esa blusa ajustada
o esa “minifalda” para ir a bailar con tu novio. Revisa cuál es tu intención
cuando invitas a la fiesta a esa niña “fácil”, cuando llevas a tu novia al
rincón más oscuro de la discoteca, cuando citas a tu novio en tu casa sabiendo
que van a estar completamente solos, cuando pides una bebida que tal vez te va a
emborrachar, cuando te compras ese bikini diminuto, cuando te acercas a los
puestos de periódicos y recorres con la mirada todas las revistas que se
exhiben, cuando vas al cine, cuando ves la televisión, cuando navegas por
Internet…
Si descubres en tus intenciones algo de deseos impuros…¡cuidado! ¡Puedes
convertirte en charco! Tú estás llamado a ser mar, ¿te acuerdas del ejemplo de
la gotita de agua!
En una cultura con fuerte acento narcisista , la sexualidad se distancia de toda
educación de las pasiones, del autodominio personal, de las normas morales y aun
de la responsabilidad social. Hoy te quieren hacer creer que la virtud de la
pureza es para gente tonta, ñoña, mojigata e ingenua.
No les creas. Yo te demostraré que esta virtud requiere mucho esfuerzo, dominio
y amor; que es una virtud de héroes y de valientes; y que es una virtud que tú
puedes conseguir, con la ayuda de Dios y de la Virgen. Y es una virtud que te
dará mucha paz y serenidad de alma.
¿Qué es la pureza de corazón?
Más que definir conceptos, quiero decirte quién es una persona pura. Es aquella
que ve la vida y todo lo relacionado con la vida y la sexualidad con los ojos y
con el corazón de Dios. Una persona pura es capaz de vivir la sexualidad,
mediante la virtud de la castidad, en el esplendor de la verdad.
Y el catecismo de la Iglesia católica te dice lo siguiente: “La castidad
significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en
la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual…” (número 2337).
La pureza es el lenguaje del amor. La pureza y la castidad sin amor son como un
discurso vacío de significado. La persona pura es la que es capaz de amar como
sabe amar un hombre y una mujer. Si la sexualidad es para el amor, la condición
para saber amar es la castidad. La pureza o castidad impregna de racionalidad
las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana ordenándolos a su fin.
Esto implica la armonía entre sentidos e inteligencia, entre voluntad y corazón,
equilibrio de la personalidad unificada, fruto del dominio de sí.
Para ti, ¿qué es la pureza? ¿Reduces la pureza a sólo no ver, no tocar, no
fantasear? ¡Qué pobre es tu concepción de la pureza! La pureza es la condición
para amar a Dios como Él se merece y a los demás, como Dios los ama. Por eso,
pureza y amor van juntos. Y ambas virtudes provocan la alegría profunda. No
conozco a una persona que trata y lucha por ser pura y no sea alegre y feliz. La
pureza produce alegría y contagia alegría. El hombre puro, la mujer pura
irradian alegría.
Yo también diría que la pureza agranda la capacidad de amar del corazón humano.
Dime cómo es tu pureza interior y te diré cuán grande tienes tu corazón.
La impureza, por el contrario, provoca insensibilidad en el corazón, egoísmo y,
con frecuencia, violencia y crueldad.
San Gregorio Magno, que fue obispo y Papa a finales del siglo VI e inicios del
siglo VII, señala, entre otros efectos de la lujuria: “la ceguera de espíritu,
la inconsideración, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento
a este mundo, el disgusto hacia la vida futura” . La impureza incapacita para
amar y crea el clima propicio para que se den en la persona todos los vicios y
deslealtades.
No pienses que vas a adquirir la pureza de una vez para siempre. ¡No! La pureza
exige una conquista diaria. Puede haber momentos en tu vida que te costará más,
sobre todo en tu adolescencia y juventud.
Para conquistarla, además de poner los medios humanos necesarios en cada caso
(quitar y huir de la ocasión, guardar y recoger los sentidos, especialmente, la
vista; evitar la ociosidad, la moderación en la comida y bebida, cuidar los
detalles de pudor y de modestia en el vestir, evitar las conversaciones sobre
cosas impuras, desechar la lectura de libros, revistas o diarios inconvenientes,
no acudir a espectáculos que desdicen de un cristiano y de un ser humano, etc.),
has de recurrir a los medios sobrenaturales, sin los cuales no sería posible ser
puro: la oración, la confesión, la Eucaristía con comunión, la devoción filial a
la Santísima Virgen María y a san José.
La pureza comienza siempre en el corazón; no lo olvides. Si tienes el corazón
limpio, es fácil que seas puro en tu cuerpo. Este noveno mandamiento te pide la
pureza del corazón, que es condición indispensable para cumplir el sexto
mandamiento, que te exige la pureza exterior de tu cuerpo, como ya te expliqué.
Por eso, lo que veas en tu corazón que desagrada a Dios, quítalo. ¿Quieres ver a
Dios? Ya sabes: sólo los puros de corazón verán a Dios, dijo Jesucristo. Dios se
deja contemplar por los que tienen el corazón purificado.
La pureza es la energía espiritual que libera el amor del egoísmo y de la
agresividad. En la medida en que se debilita la pureza en el hombre, su amor se
hace progresivamente egoísta; esto es, se convierte en satisfacción de un deseo
de placer y no donación de sí mismo. La castidad es la afirmación gozosa de
quien sabe vivir el don de sí, libre de toda esclavitud egoísta.
La castidad vuelve armónica la personalidad, la hace madurar y la llena de paz
interior. Esta pureza de mente, de deseo, de corazón y de cuerpo ayuda a
desarrollar el verdadero respeto de ti mismo y al mismo tiempo te hace capaz de
respetar a los otros, porque hace ver en ellos personas a quienes venerar, en
cuanto creadas a imagen de Dios y por la gracia hijos de Dios, recreadas por
Cristo. ¿Qué te parece?
Te invito, pues a vivir esta pureza en tu corazón y en tus deseos e intenciones,
en tu imaginación y en tus recuerdos. Sobre todo, pon riendas a tu imaginación
para que no se desboque ante cualquier estímulo que recibas de tus sentidos. La
imaginación, fuera de control de la inteligencia, puede hacerte ver como
atractiva la vida de un charco.
¡Educa los deseos inferiores mediante el deseo superior del verdadero amor! Sólo
por un deseo preferente se superan otros deseos inferiores.
Por eso el sentido último de este noveno mandamiento apunta a la pureza en el
deseo de amar.
¿Cómo debe ser tu deseo?
· Humilde, confiado en Dios y en su gracia.
· Constante y progresivo, apegado en la promesa de Dios y en su ayuda.
· Sincero en el esfuerzo que busca y pone en práctica los medios eficaces que ya
te había enunciado en el sexto mandamiento y que te recuerdo ahora: oración,
confesión, comunión frecuente, devoción a María, deporte equilibrado,
contemplación de la naturaleza, huida de las tentaciones, cuidado en lo que ves
por televisión o en revistas.
· Preferente, porque si prevalece otro deseo, podría debilitarse el deseo del
bien.
· Puro, es decir, busca siempre la voluntad de Dios y la donación al otro
desinteresada.
En la propia conciencia y, por consiguiente, ante Dios, tú eres ya lo que
deliberadamente deseas. De ahí la importancia de una verdadera higiene en
pensamientos, imaginaciones, complacencias y deseos de la concupiscencia y, por
tanto, el autodominio educativo mediante el pudor y las circunstancias externas:
miradas, curiosidades innecesarias, lecturas, espectáculos, ambientes,
conversaciones, etc., que generan inevitablemente los procesos interiores,
desencadenándolos con una fuerza creciente que, por eso, parece incontrolable.
Dominar la concupiscencia desordenada por el pecado original es una exigencia
interior del ser humano, si quiere conservar la salud del espíritu y hasta su
armonía y maduración personal, comparable a la necesidad de evitar los factores
nocivos para el organismo corporal.
Dime una cosa: ¿comerías cualquier cosa que encuentras en basureros o en
charcas, donde el agua está estancada y llena de parásitos? ¡No! Entonces, ¿por
qué quieres revolver en tu imaginación esas basuras impuras que te presenta
algún tipo de películas o de revistas, que tú sabes que te hacen mal para tu
corazón?
Te aconsejo que leas los capítulos quinto y sexto del Evangelio de san Mateo.
Son capítulos que aclaran todo esto que te estoy diciendo sobre la importancia
insustituible de la interioridad del hombre en sus decisiones morales. Ahí Jesús
te dirá que el centro de todos los males, pero también de curación y de vida,
radica en el interior, en tu interior, en la intención y el deseo. “Donde está
tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mateo 6, 21).
¡Domina tus sentidos! Cuando una persona tiene el hábito de dejarse arrastrar
por los ojos, no puede evitar que su cerebro tenga una carga de erotismo
excesiva. Lo que decimos de los ojos, se puede aplicar al oído, al tacto, etc.
Cuando algo provoca un disparo de la excitación, es necesario evitarlo, porque
si no, será inevitable caer bajo el dominio descontrolado del instinto animal.
¡Domina la imaginación y los deseos! Del mismo modo que el consumo excesivo y
continuo de alcohol termina por provocar un hábito fisiológico que lleva al
alcoholismo, el consumo de lo erótico provoca una dependencia inevitable, y una
sobreexcitación habitual, al mismo tiempo que reduce la capacidad de
contemplación estética de la sexualidad.
El abad de un monasterio, cuenta monseñor Tihamer Toth en su libro “El joven de
carácter”, preguntó una noche a uno de los monjes:
- “¿Qué has hecho hoy, hermano?”.
- “Oh, padre abad –contestó el fraile-, tenía tanto que hacer hoy, y también los
otros días, que mis propias fuerzas no me habrían bastado, de no ayudarme la
gracia de Dios. Tengo que domar cada día dos halcones, debo aprisionar dos
ciervos, es preciso que amanse dos gavilanes, he de vencer un gusano, tengo
necesidad de domesticar un oso y de cuidar a un enfermo”.
- “Pero, ¿qué me cuentas? –dijo con risa el abad-. No hay modo de hacer esto en
todo el monasterio”.
- “No obstante, es así” –contestó el monje-. “Los dos halcones son mis dos ojos,
que he de vigilar continuamente para que no miren cosas malas. Los dos ciervos
son mis dos piernas: he de guardarlas para que no corran al pecado. Los dos
gavilanes son mis dos manos: he de obligarlas a que trabajen y hagan obras
buenas. El gusano es mi lengua: he de refrenarla para que no charle cosas vanas
y pecaminosas. El oso es mi corazón: he de luchar continuamente contra el amor
que se tiene a sí mismo y contra su vanidad. Y el enfermo es todo mi cuerpo, que
he de cuidar para que no lo avasalle la concupiscencia”.
¡Domina y doma, encauza y orienta tus instintos desordenados! Para eso Dios te
ha dado la inteligencia y la voluntad.
Como el paladar estragado por el picante, el gusto sexual estragado por lo
erótico, necesita de niveles cada vez mayores de excitación. Se hace incapaz de
gustar los sabores delicados, y empieza a buscar sensaciones cada vez más
artificiosas y violentas, hasta terminar en alguna de las muchas desviaciones
posibles, y en el aburrimiento más completo. ¡Atento, no te conviertas en
charco!
Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento desorganizado de la
imaginación y de los deseos sexuales, del mismo modo que, si un motor tiene
demasiada gasolina dentro, no funciona bien, se ahoga. Si una cantidad excesiva
de alcohol tiene como consecuencia inevitable la borrachera, también el sexo
tiene un tipo de borrachera particular, cuando se excede.
La intención y el deseo definen al hombre moralmente, tanto o más que las mismas
obras externas. Debes buscar a toda costa que el amor sea cada vez más limpio y,
por tanto, que el corazón sea puro.
Y una última cosa, amigo. No olvides que una cosa es sentir y otra consentir. Si
eres una persona normal, es natural que reacciones ante los estímulos que te
presenta el mundo. Es normal que tus ojos se sientan atraídos hacia las imágenes
o fotografías que se exhiben en los puestos de revistas.
Es normal que sientas un cierto cosquilleo en el estómago cuando ves en los
anuncios clasificados del periódico los servicios que se ofrecen en teléfonos.
Es normal que te tiemble la voz y se pongan rojas las orejas cuando pasa frente
a ti la niña o el niño que te gusta.
Es normal que tu cuerpo reaccione cuando ves una escena de amor en el cine,
cuando tu novia te toma de la mano o te da un abrazo de bienvenida.
Todos estos sentimientos y sensaciones no son malos de ninguna manera. Son
prueba de que eres normal. Si no sintieras nada, tal vez tendrían que
preocuparte.
La gotita de agua, de la que te hablé, vio desde el molino lo que era la tierra
y se sintió atraída por ella. Pero ahí no estuvo lo malo. El problema surgió
cuando la gotita consintió en esa atracción y se quiso convertir en tierra,
saliéndose del río para terminar convertida en charco.
Con el noveno mandamiento Dios nos dice que no debemos consentir con esa
atracción, pues nos puede dejar atrapados haciéndonos perder de vista nuestro
fin sobrenatural.
Te puede venir un torbellino de pensamientos e imaginaciones feas e impuras. No
las consientas con la voluntad. Basta que tu voluntad se oponga y se distancie
de esos sentimientos, pensamientos e imaginaciones, que a veces no se pueden
evitar. Y esa voluntad llevará a alejarte, en lo posible, del motivo o las
ocasiones que lo producen.
Frenar esos disparos de la imaginación y del deseo, es el único medio de ir
educando esas potencias, para que sirvan adecuadamente a la capacidad de amar
que tenemos. Sólo esa educación conseguirá integrar los diversos niveles de
nuestra sexualidad, y hacer que el cuerpo y la mente sean buenos instrumentos y
nos sirvan para expresar con espontaneidad y facilidad nuestro amor. Sólo de
esta manera conseguiremos aprender a amar con el cuerpo.
Y si te has convertido en charco, como le pasó a la gotita de agua, por haber
permitido la entrada a tu corazón de miles de pensamientos y deseos impuros,
¿qué debes hacer? La única solución que te queda es gritar, gritar muy fuerte
para que el peregrino que pasa por el camino te vea, te tome entre sus manos y
te devuelva tu vocación de mar y no de charco.
Ese peregrino es Jesucristo. Él sabe que estás llamado a ser grande; no quiere
que te quedes estancado por tener un corazón lleno de impurezas; conoce tu
debilidad y por eso te ha dejado unos sacramentos que te devolverán al río y te
ayudarán a mantenerte dentro de su cauce hasta que llegues a tu meta.
Acude a Él en la oración sin ningún temor. Él es hombre como tú y conoce todos
los peligros que se te pueden presentar en el camino. Pídele su ayuda con la
seguridad de que la recibirás, tal como lo hizo san Agustín, quien escribió:
“Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía
en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede
ser continente si Tú no se lo das. Y cierto que lo dieras, si con interior
gemido llamase a tus oídos y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado” (En su
libro “Confesiones” libro 6, 11, 20).
III. EL SENTIDO DEL PUDOR
No sé si aquí es el momento de hablarte del pudor. Podía haberte hablado de él
también en el sexto mandamiento. Pero como ambos mandamientos están tan unidos,
quiero ahora dedicarte unos renglones a esta defensa de la pureza, que es el
pudor. Pues tu falta de pudor provocará en quien te ve malos deseos y malos
pensamientos. Por eso quiero tratarlo aquí en el noveno mandamiento que te manda
“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”.
¿Qué es el pudor?
El pudor consiste en defender la dignidad de nuestro cuerpo, evitando que
aparezca como un simple objeto de deseo sexual de los demás.
La educación del pudor viene a ser el contrapeso de una actitud puramente
naturalista frente al hecho de la sexualidad.
Frente al exhibicionismo sexual, que tan intencionadamente se propaga y con
tanta insistencia lo practica y lo acepta la gente, es útil recordar que son tan
necesarios hoy como siempre el pudor y la modestia.
Giambattista Torelló sintetiza con acierto las ideas de Max Scheler sobre el
pudor en las siguientes palabras: “Max Scheler, en su excelente opúsculo sobre
el pudor, enseñaba que la unidad de la existencia humana, que el amor
fundamental, está protegido por nuestra misma naturaleza. Este sentimiento
vital, tan fácilmente ridiculizado, se distingue radicalmente del miedo, de la
vergüenza, de la ignorancia y de la coquetería que lo caricaturiza. El pudor es
el área de seguridad del individuo y de sus valores específicos, delimita el
ámbito del amor, al no permitir que se desencadene la sexualidad cuando la
unidad interna del amor no haya nacido aún. El pudor no sólo da forma humana a
la sexualidad, sino que favorece además su armónico desarrollo. Las caricias de
los amantes, la exquisita sensibilidad de los verdaderos señores nada tienen que
ver con la brutalidad y la grosería de los primitivos e ignorantes. La finura
del verdadero pudor mana de altos pensamientos y fuertes pasiones, no de mentes
cerradas, embotadas por prejuicios contra todo lo que sea carnal”.
El pudor podría también definirse como la cualidad exclusivamente propia del
hombre que actúa en defensa de la dignidad de la persona humana y del auténtico
amor. El pudor sirve para frenar comportamientos y actitudes que oscurecerían la
dignidad del ser. Es un medio necesario y eficaz a la hora de demostrar el
señorío sobre los instintos y vale para integrar la vida afectivo-sexual en el
marco armonioso de la persona.
No debes olvidar que el pudor es un instinto natural, que protege
espontáneamente la propia intimidad.
Gracias al pudor, aprenderás a respetar tu propio cuerpo como don de Dios,
miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo; aprenderás a resistir el mal que
te rodea, a tener una mirada y una imaginación limpias y a vivir en el encuentro
afectivo con los demás un amor verdaderamente humano, sin excluir los elementos
espirituales.
Te invito al pudor. Tienes que tener especial pudor en tu vestir. Determinados
tipos de escotes o minifaldas, trajes ceñidos, etc., no pueden dejar de llamar
la atención sobre los aspectos provocativamente sexuales del cuerpo femenino.
Y no es simple cuestión de más o menos tela. Es mucho más importante el
significado de “disponibilidad sexual” que está asociado a un modo de vestir.
Puede suceder que, con más tela, haya menos pudor. Unos pantalones pueden ser
más cortos que una minifalda, pero aunque la minifalda enseñe menos, destaca más
lo sexual, porque provoca la percepción asociada de una mayor disponibilidad.
Ése es también el caso de ciertas tribus sin cultura ni técnica, que habitan en
zonas húmedas y calurosas. Las circunstancias ambientales y su falta de técnica
hacen imposible un vestido adecuado, por lo que van casi desnudos. El pudor se
suele expresar disimulando lo estrictamente sexual, mediante un simple ceñidor.
Esa desnudez no tiene ningún significado de disponibilidad sexual, y así lo
sienten todos.
Es más, en esas mismas tribus, cuando una mujer quiere llamar la atención del
hombre, lo que hace es precisamente cubrirse el pecho. Las leyes de la
percepción hacen que eso llame más la atención, puesto que nunca iba cubierta. Y
lo que no se ve, pero se imagina, es más provocativo que lo se ve normalmente,
porque las circunstancias hacen que ese modo elemental de vestir sea el único
posible, y por tanto, que sea púdico. En esas circunstancias, la percepción del
conjunto de la sociedad está habituada a expresar el pudor y el impudor siempre
de la misma manera.
Una percepción de este estilo sería imposible en un lugar como el nuestro, en el
que el clima exige cubrirse. El simple hecho de ir vestido, altera totalmente la
percepción de la intimidad corporal. Si estamos acostumbrados a vernos vestidos,
la desnudez tiene un significado radicalmente distinto, destaca una
disponibilidad sexual que no se presenta en la percepción de quienes por
necesidad van habitualmente desnudos.
He aquí una ley natural que ninguna voluntad puede alterar, ni siquiera por el
afán de una pretendida naturalidad. Lo natural para el hombre y la mujer depende
de su formación cultural, pues esa formación altera unos modos naturales de
percepción, difícilmente alterables. El fenómeno contemporáneo de la pérdida del
pudor y del nudismo es algo totalmente distinto de la desnudez habitual y
constante e inevitable de esas tribus, de las que hemos hablado.
Una vez que las condiciones ambientales, técnicas, culturales, establecen unas
leyes propias del pudor, se define espontáneamente la frontera entre lo púdico y
lo impúdico. Y se establece el límite natural de la intimidad personal.
Cuando una persona no cuida su propia intimidad corporal, eso significa que no
tiene una dignidad personal que salvar. La prostitución destruye lo más íntimo
de las personas, por eso provoca tanta lástima o tanta repugnancia. Quien
entrega el cuerpo sin entregar el alma, se prostituye. Quien entrega la
intimidad corporal sin entregar la intimidad personal, se prostituye, se ofrece
a sí mismo como objeto de deseo, anula su propio carácter y dignidad de persona.
Por eso, la desnudez, la apertura de la intimidad corporal, ha de ir siempre
ligada a la entrega mutua y total de la propia persona, que se realiza en el
matrimonio. La desnudez es signo de disponibilidad, de abandono y entrega plena,
por eso exige que haya una entrega mutua y para siempre.
Si no, habría prostitución, por parte de uno o de otro. Si la desnudez no es
expresión de una entrega personal, entonces es que esa persona se está
presentando ante los demás como simple objeto disponible, con su inevitable
valor sexual en primer plano de utilidad.
Vamos ya aterrizando y concluyendo este mandamiento. Si vives éste, será más
fácil el sexto, que a veces tanto te cuesta. No pierdas nunca de vista que estás
llamado a alcanzar grandes ideales. Estás llamado a ser mar y no charco.
Dios creó a los demás seres humanos y a la naturaleza buscando el bien; míralos
siempre con ojos limpios, que vean más allá de lo material. Busca siempre lo más
alto, lo mejor para ti y para los demás, comportándote de acuerdo a tu dignidad
de cristiano, siendo un ejemplo de pureza y grandeza de alma.
Termino con una pregunta, ya ves. ¿Se puede ser puro?
Es difícil, pero se puede. Con la gracia de Dios que te ofrece en la oración y
en la confesión. Con la vigilancia de tus sentidos: “Vigilad y orad, para no
caer en tentación”, te dijo Jesucristo en el Evangelio. También acude humilde a
la Virgen María y a San José.
Selecciona cuidadosamente tus amigos y los lugares a los que asistes con ellos.
Aléjate de las situaciones peligrosas. Evita ponerte en peligro asistiendo a
espectáculos o lugares sospechosos. Procura tener entretenimientos sanos, en
lugares y a horas adecuadas. Selecciona cuidadosamente todo lo que entra por tus
sentidos: lo que ves, lo que oyes, lo que pruebas. Vístete de una manera digna
de un hijo de Dios. Cuida tu cuerpo con pudor y no permitas que por tu culpa,
otros tengan pensamientos y deseos impuros. No todas las modas son adecuadas
para ti, pues muchas no respetan tu dignidad. ¡No te dejes engañar!
¡Cuánta paz proporciona la pureza! No la sacrifiques por nada.
Resumen del Catecismo de la Iglesia católica
2528 Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en
su corazón” (Mateo 5, 28).
2529 El noveno mandamiento pone en guardia contra el desorden o concupiscencia
de la carne.
2530 La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del
corazón y por la práctica de la templanza.
2531 La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la
capacidad de ver según Dios todas las cosas.
2532 La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la
castidad y la pureza de intención y de mirada.
2533 La pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y
discreción. El pudor preserva la intimidad de la persona.
Preguntas para la reflexión personal o en grupo
1. ¿Cuál es la diferencia entre el sexto y el noveno mandamiento?
2. ¿Qué es la pureza interior, la pureza del corazón?
3. ¿Sabes distinguir entre sentir y consentir? ¿Dónde está el pecado: en el
sentir o en el consentir? ¿Por qué?
4. ¿Qué medios tienes a tu disposición para adquirir y aumentar en la pureza
interior de tu corazón?
5. ¿Te acuerdas de algunos textos evangélicos donde Cristo nos da ejemplo de
pureza de corazón y donde recomienda dicha pureza?
6. ¿Qué es antes: la pureza o la verdad?
7. Si tuvieras una familia con hijos, ¿qué harías para inculcar en tus hijos la
guarda de la pureza del corazón, el pudor?
8. ¿Qué hay que hacer cuando te viene el huracán de los malos pensamientos?
9. ¿Puedes mirar las obras de arte, donde hay desnudos? ¿Cuál es la relación
entre ética y estética?
10. Dime cinco cualidades o características de una persona que trata de vivir su
pureza.
LECTURA: Extraída del libro “Creados para amar” (1), de Daniel-Ange, editorial
Edicep, pág. 69 y 70
La impureza, ¿engranaje, esclavitud?
“Cualesquiera que sean sus diferentes expresiones, la impureza se convierte en
un atentado a tu libertad: ¡se convierte tan rápidamente en obligación! (un poco
como el hachís o la marihuana: tobogán para la heroína). Se mete el dedo y todo
el cuerpo va detrás. Y eso no atañe sólo a tu cuerpo, sino a tu voluntad, que se
halla anestesiada. Al comienzo, se controla, al final escapa a todo control.
Igual que esos patinazos controlados que se convierten en pasos conducentes al
abismo. Y poco a poco viene la dependencia. El deseo ya no es deseo, se ha
convertido en necesidad.
El engranaje: ¡qué esclavitud! Como todo pecado, la impureza se presenta a ti
como un amigo: “aquí estoy para servirte, para darte felicidad”. Si le abres la
puerta de vez en cuando, se convierte en un invitado ocasional. Pero poco a poco
se instala en tu casa. Imposible desalojarlo. Se siente como Pedro por su casa.
Te impone sus caprichos. Te conviene obedecer si no quieres represalias. ¡Es el
dueño en tu hogar, si no es el déspota!
Cuántos me confiesan hallarse completamente sometidos a la dependencia de sus
deseos sexuales, incapaces de resistir, de dominarse y de elegir: no son ya
libres para detenerse. A pesar de hacer prodigios de buena voluntad y de
voluntad simplemente. ¡Qué deterioro de una juventud! La impureza no es el
pecado más grave, pero en cierto sentido es el más perturbador, pues nos ataca
en es punto neurálgico en el que se anudan las relaciones entre el alma, el
corazón y el cuerpo: en lo más íntimo de nosotros mismos. Ahí peco contra mí
mismo.
Además, confiésalo. La impureza, ¿no te deja acaso un gusto amargo –incluso un
disgusto- algo así como las “resacas” después de la droga? Te sientes humillado,
nada orgulloso, decepcionado de ti mismo por haber caído más bajo. Decepcionado
porque a cada caída prometes no recomenzar y secretamente sabes que vas a
reincidir. Decepcionado por un adversario que te ha engañado, que te ha atraído
con el señuelo de algo estupendo. ¡Y cómo te ha engañado!
Te lanzas, te consumes; te arrojas y te hundes. Breve embriaguez y la tristeza
después”.
OTRA LECTURA: Extraída del libro “Dios y el mundo” de Joseph Ratzinger, una
conversación con Peter Seewald, al explicar el noveno mandamiento de la Ley de
Dios.
Pregunta de Peter Seewald: El noveno y el décimo mandamiento: “No desearás la
mujer de tu prójimo, “No codiciarás los bienes ajenos”.
Respuesta del cardenal: Estos dos mandamientos están interrelacionados,
desbordan con creces lo externo, lo fáctico, pues afectan a los pensamientos
íntimos. Nos dicen que el pecado no comienza en el instante en que consumo el
adulterio o arrebato injustamente la propiedad al otro, sino que el pecado nace
de la intención. Por eso no basta simplemente con detenerse, por así decirlo,
ante el último obstáculo, porque esto ya es imposible si no he preservado en mí
el respeto íntimo a la persona del otro, a su matrimonio o a su propiedad.
Es decir, el pecado no comienza en las acciones externas y palpables, sino que
se inicia en su suelo nutricio, en el rechazo íntimo a los bienes del otro y a
él mismo. Una existencia humana que no purifica los pensamientos, tampoco puede
en consecuencia ser acorde con los hechos. Por eso aquí se apela directamente al
corazón del ser humano. Porque el corazón es el auténtico lugar primigenio desde
el que se despliegan los hechos de una persona. Sólo por este motivo debe
permanecer, por así decirlo, claro y limpio.