Los diez mandamientos

Autor: P. Antonio Rivero LC

Capítulo 7: Quinto: No matarás



Un gran escritor español José María Gironella, cuenta que allá en diciembre de 1936, iniciada ya la guerra civil española, en un momento en que temían que su vida peligrara en Gerona, decidió pasarse a Francia, y su padre lo acompañó hasta la frontera. Al pasarla, los gendarmes franceses le registraron y, en sus bolsillos, encontraron un papel que, sin que él lo advirtiera, había introducido su padre momentos antes de cruzar dicha frontera. Era una brevísima carta que decía: “No mates a nadie, hijo. Tu padre, Joaquín”.

La carta era realmente conmovedora, sobre todo en aquel momento. Porque lo lógico hubiera sido que en esa circunstancia un padre hubiera aconsejado a su hijo: “Ten cuidado, no te maten”. Pero aquel padre sabía algo muy importante: que es mucho más mortal matar que morir. El que mata a otro ser humano, queda mucho más muerto, mucho más podrido que el que es asesinado.

Por esta razón Dios, cuando los hombres nacemos, desliza en los bolsillos de nuestra conciencia otra carta que dice: “No mates a nadie, hijo. Tu Padre Dios”.

El precepto moral del “no matarás” tiene un sentido negativo inmediato: indica el límite, que nunca puede ser transgredido por nadie, dado el carácter inviolable del derecho a la vida, bien primero de toda persona. Pero tiene también un sentido positivo implícito: expresa la actitud de verdadero respeto a la vida, ayudando a promoverla y haciendo que progrese por el camino de aquel amor que la acoge y debe acompañarla.

Jesucristo vino a destruir la muerte y a traer vida y a traerla en abundancia, nos dice san Juan en su evangelio en el capítulo 10. Y la vida que nos trajo Jesús es la vida eterna. Y Él lucha y luchará para que nadie nos arrebate esta vida eterna. Y esta vida eterna traída por Jesús abarca salvar nuestro cuerpo y nuestra alma, es decir, nuestra persona.

¿Quién eres tú para quitar la vida a alguien que está llamado a la vida eterna con Dios?

El escritor americano Louis Begley ha denominado al siglo XX como “réquiem satánico”. Es un infierno de asesinatos y homicidios, de masacres y crímenes violentos, un compendio de atrocidades. En el siglo XX se ha matado a más hombres que nunca. A este siglo le corresponden el holocausto y la bomba atómica. ¿Qué hacer? ¿Dónde ha quedado la vida y la salvación traída por Cristo hace más de veinte siglos?

I. ¡QUÉ MARAVILLOSO ES EL DON DE LA VIDA!

¿Dónde está el valor de la vida humana?

En que eres imagen y semejanza de Dios. Al ser creado, recibiste una chispa divina, que nadie puede darnos sino Dios. Y por tanto, nadie puede quitarnos la vida, sino sólo Dios, que es el Dueño de nuestra vida. Por eso, el que levanta la mano contra la vida humana ataca la propiedad de Dios.

Además nuestra vida humana y terrena es grande en vistas a nuestra vida eterna en el cielo. La vida humana es condición de la vida eterna, a donde estás llamado por Dios para gozar de Él eternamente. Por eso es tan valiosa a los ojos de Dios tu vida terrena, y por esto es también de un precio inestimable para ti que eres cristiano, porque es el tiempo de atesorar méritos para la vida eterna, que te ganó Cristo con su sangre, muerte y resurrección. San Jerónimo dijo en cierta ocasión que esta vida es un estadio para los mortales: aquí competimos para ser coronados en otro lugar .

Si has entendido esto que te he dicho, entonces comprenderás que la vida humana es una chispa que salta de Dios. Nadie tiene derecho a extinguirla. La vida humana aquí en la tierra es la posibilidad que Dios nos concede de alcanzar la vida eterna en el cielo. Nadie tiene derecho de despojarnos de ella.


Es Dios quien da la vida. Sólo Él puede quitarla .

Tu vida es bien noble. No puedes reducir la vida a lo que decía el filósofo ateo francés Jean Paul Sartre en su obra “La Náusea”: “Comer, dormir; dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como aquellos árboles, como una botella de agua, como el andén rojo del tranvía”.

La vida nace en el seno del amor: un hombre y una mujer que se aman colaboran con Dios para dar a un hombre el mayor regalo: la vida, el paso de la nada al ser. ¡Qué noble ha de ser la vida humana si Dios nos da este don, en colaboración con tus papás!

Dios te ha dado la vida para poder entrar en comunión contigo. Por eso con la vida te ha dado una inteligencia para que le puedas conocer, y una voluntad para que le puedas elegir y amar. ¿Cómo vas a quitar la vida a un hombre, cuando está llamado a encontrarse con Dios y entablar con Él un diálogo en la fe y en el amor, a través de la oración y los sacramentos, aquí en la tierra; y después en la otra vida, mediante la visión cara a cara con Dios? No tienes ningún derecho a privar a un hombre de lo más noble que hay: conocer y amar a Dios aquí en la tierra, y gozar de Él después en la eternidad.

No compartimos de ninguna manera la visión de la vida que cuenta Papini, escritor italiano de inicios del siglo XX, al narrar esto.

Mi amigo Giuliotti me invitó a dar una vuelta, para conocer la población. Me hizo admirar una plaza triangular. En uno de los ángulos se erguía solitario un monumento en bronce: el navegante Juan de Verazzano. De cada lado del triángulo arrancaba un camino.


Juan me propuso:

- Tomemos este camino.
- Tomemos este camino -dije yo.

El camino era de subida y estaba cubierto de graba entre álamos y viñedos. Recorrimos unos doscientos metros. Allí el camino terminaba al pie de un edificio largo y de color claro.

- ¿Qué es esto? -pregunté.

El amigo me explicó:

- Es el hospital.
- Entonces volvamos atrás.
- Volvamos atrás.

Llegamos de nuevo a la plaza triangular. Tomamos el segundo camino. Subía más empinado que el anterior, zigzagueando entre altas vallas y bardas caídas. Pronto llegamos delante de un zaguán y de un alto muro que encerraban un terreno blanco de lápidas, y negro de cruces. Inmediatamente entendí qué cosa era aquello.

- Volvamos al pueblo -dije.
- Volvamos.

Finalmente tomamos el tercer camino que también era de subida. Llegamos frente a una casona blanca, vieja y cerrada. Todas sus ventanas tenían rejas negras.

- Y esto, ¿qué es? -pregunté.
- La cárcel .
- Regresemos pronto.
- Regresemos.

Concluye Papini: esta población nos da una fiel imagen de la vida humana en el planeta Tierra. Los seres humanos desembocan en la enfermedad, o en la cárcel, y, en todo caso, en la muerte (De una carta de J. Papini).

Yo no estoy de acuerdo con Papini en este pensamiento, pues nuestra vida desemboca en la eternidad de Dios.

Te habrás dado cuenta cómo cada hombre aprecia su propia vida y la defiende al máximo; incluso los que se quejan de su vida están defendiéndola en el fondo, pues piden mejores condiciones para vivir, protestan porque quisieran vivir de otra manera.

Me viene a la mente la fábula de Esopo sobre el leñador que estaba ya harto de ir a buscar leña todos los días al bosque. Y un día, al regresar cargadas sus espaldas de leña se paró, dejó la leña en el suelo, maldijo su suerte e invocó a la muerte para que viniera y se lo llevara, pues ya no quería vivir más.

Y, ¿qué crees que pasó? Pues que se presentó la muerte con una guadaña y le dijo: - ¿Me llamabas, amigo? Y el viejo le respondió: - Sí, te llamaba para que me ayudes a cargar de nuevo este haz de leña, pues estaba cansado.

Y termina el fabulista: “Todo hombre es amante de la vida, aun en los momentos más desgraciados”.


Todos queremos vivir.

El problema nace a la hora de considerar la vida de los demás frente a los propios intereses. Así, por ejemplo, se prefiere recurrir al aborto antes que a la promoción de un recto uso de la sexualidad; se prefiere recurrir a la eutanasia antes que a un interés eficaz por los ancianos y los marginados; se prefiere recurrir a grandes campañas contra la natalidad en el tercer mundo antes que a planes eficaces de desarrollo y colaboración económica; se prefiere el uso de la guerra y el terrorismo al diálogo y la confrontación democrática, y en general, la vida humana viene supeditada a otros intereses que tienen mucho menos valor.

Ante todo esto, tú debes proclamar y defender la dignidad de la vida humana. La dignidad del hombre es un valor absoluto, y la vida humana, un valor en sí misma que siempre ha de ser defendida, protegida y potenciada, independientemente de lo que diga la mayoría o los medios de comunicación o tu propia sensibilidad.

Por eso, no debes medir el valor del hombre desde un punto de vista industrial o comercial, como se hace hoy día. Así la persona humana es cotizada por su eficacia, y se considera al hombre más por el tener que por el ser. Ahí tienes la concepción materialista de la vida: vales por lo que produces y tienes, y no por lo que eres. Nunca debes aceptar esta concepción del hombre.

Fíjate a dónde te llevaría esta postura: porque eres minusválido, no sirves….se te puede matar; porque tuviste un accidente y quedaste hemipléjico, no sirves…se te puede matar; naciste con una deficiencia mental o corporal, no sirves…se te puede descartar ya desde el seno de tu madre; ya estás anciano y sufres mucho, no sirves…se te puede aplicar la eutanasia.

Debes alzar la voz fuerte contra esta injusticia y estos crímenes. El mandamiento de Dios es bien claro: “No matarás”.

Alza la voz como lo hizo el Papa Juan Pablo II en Denver el día 14 de agosto de 1993 a los jóvenes: “Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen; al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los Caínes que asesinan a los Abeles; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible”.

Voy concluyendo esta parte. La vida humana es un don, es algo precioso que te es dado, que recibes gratuitamente de Dios a través de tus padres. En el camino de la vida adquieres la conciencia de ser una persona y también un sujeto individualizado e irrepetible. Desde el punto de vista cristiano, estás hecho a imagen y semejanza de Dios; tu vida procede del Ser Supremo y, por la creación, eres verdaderamente su hijo. Esta filiación es elevada sobrenaturalmente por el sacramento del bautismo, que te asocia a Jesucristo con una nueva creación y un nuevo amor.

De aquí procede la sacralidad de la vida humana, de tu vida humana. Este valor persiste durante toda tu existencia desde el inicio de la concepción en el seno de la madre, hasta su término natural en el momento de la muerte. Dios es el señor y el dueño de la vida de cualquier hombre y mujer.


II. HAY DIVERSAS MANERAS DE MATAR

Matar es mucho más fácil de lo que piensas.

Desgraciadamente la historia de la humanidad, desde Caín, es la historia de la violencia. Desde el principio del mundo tenemos datos históricos de más de dos mil guerras. Prácticamente no hay año en la historia en que no estalle alguna.

Entre 1945 y 1975, sólo en treinta años, se produjeron en el mundo 119 guerras, en las que intervinieron 19 países, y eso recién terminada la gran guerra mundial, que se presentó como la última guerra.

La última todavía suena en nuestros oídos: la guerra en Irak por parte de Estados Unidos, abril del año 2003.

En este momento, ¿cuántas guerras hay declaradas y cuántos conflictos bélicos? Y decimos estar en paz.

Después, está la guerra del terrorismo que en muchos países es una herida permanente abierta: palestinos e israelíes, norte y sur, católicos y protestantes...

Y está la feroz guerra del aborto, en la que hoy están muriendo más de 50 millones de no nacidos cada año; es la guerra probablemente más sangrienta que haya inventado la humanidad. El aborto es la manipulación de un feto en el seno materno con el propósito de destruirlo.

Generalmente, en la mayoría de los casos de aborto se procede asesinando al feto dentro del seno de la madre, antes de extraerlo. Está comprobado ya científica y médicamente que ese feto es un ser humano, una persona: desde el momento de la concepción tiene un código genético propio y está llamado a realizarse como ser humano y a gozar eternamente de Dios. Además, tiene un alma espiritual creada amorosa, individual y personalmente por Dios. ¡Es un hijo de Dios!

Te voy a contar una anécdota escalofriante para que comprendas el valor de la vida.

Las mujeres han sufrido de forma muy especial la violencia en la antigua Yugoslavia. Las violaciones y los malos tratos han sido utilizados como arma de guerra, especialmente por parte de las tropas serbias. Según los informes elaborados por las Naciones Unidas, miles de mujeres han sido víctimas de esta violencia.

Lucía, joven religiosa, es decir, monja, sufrió como otras miles de mujeres la barbarie de la violación. Reproducimos la carta que escribió a su Superiora General.

«Soy Lucía Vetruse, una de las novicias que han sido violadas por las milicias serbias. Le escribo sobre lo que me ha acaecido a mí y a mis hermanas Tatiana y Sendria. Permítame que no le dé detalles. ¿Qué es, madre, mi sufrimiento y la ofensa sufrida en comparación con la de Aquel al que había prometido mil veces darle mi vida?

Dije despacio: "Hágase tu voluntad, ahora, sobre todo ahora, ya que no tengo más apoyo que la certeza de que tú, Señor, estás a mi lado". Le escribo, madre, no para recibir consuelo, sino para que me ayude a dar gracias a DIOS POR HABERME ASOCIADO A MILLARES DE COMPATRIOTAS MÍAS OFENDIDAS EN EL HONOR. Y A ACEPTAR LA MATERNIDAD NO DESEADA...

Mi humillación se suma a la de las demás y sólo puedo ofrecerla por la expiación de los pecados cometidos por los anónimos violadores y por la paz entre las dos etnias opuestas, aceptando el deshonor, sufrido y entregándolo a la piedad de Dios...No se asombre que le pida compartir conmigo una "gracia" que pudiera parecer absurda. He llorado en estos meses todas mis lágrimas por mis dos hermanos asesinados por los mismos agresores que van aterrorizando nuestras ciudades. Pensé que ya no podría sufrir muchas cosas más, que el dolor pudiera tener tantas dimensiones.

A las puertas de nuestro convento, hay cada día centenares de criaturas famélicas tiritando de frío, con la desesperación en los ojos. La otra semana una joven de dieciocho años me había dicho: "Usted es afortunada porque ha escogido un sitio donde la milicia no puede entrar”. Y añadió: "No sabe lo que es el deshonor".

Lo pensé despacio y vi que se trataba del dolor ingente y casi sentí vergüenza de estar excluida de su huida. Ahora soy una de ellas, una de tantas mujeres anónimas de mi pueblo con el cuerpo destrozado y el alma saqueada. El Señor me ha admitido al misterio de su vergüenza, es más, a esta hermana le ha concedido el privilegio de comprender la fuerza diabólica del mal.

Sé que, de hoy en adelante, las palabras de valor y consuelo que trataré de sacar de mi pobre corazón serán creídas, porque mi historia y la suya, y mi resignación, sostenida por la fe, podrá servir, si no de ejemplo, al menos de confrontación con sus reacciones morales y afectivas. Basta una señal, una pequeña palabra, una ayuda fraternal, para movilizar la esperanza de un ejército de criaturas desconocidas.

Dios me ha escogido -Él me perdone esta presunción- para guiar a las personas humilladas de mi gente hacia un alba de redención y de libertad. No podrán tener dudas sobre la sinceridad de mis deseos, porque yo también vengo, como ellas, de la frontera de la abyección... Todo ha pasado, madre, pero ahora comienza todo en su llamada telefónica, después de decirme palabras de consuelo que le agradeceré toda mi vida, me hizo una pregunta: "¿Qué harás de la vida que te ha sido impuesta en tu vientre?".

Sentí que su voz temblaba al hacerme esa pregunta que no podía ser respondida de inmediato, no porque no haya reflexionado sobre la elección que tenía que hacer, sino porque usted no quería turbar con proyectos mis decisiones.

Lo he decidido ya: si soy madre, el niño será mío. Lo podría confiar a otras personas, pero él tiene el derecho, a mi amor de madre, aunque no haya sido deseado ni querido. No se puede arrancar una planta de sus raíces. El grano que ha caído en una tierra tiene necesidad de crecer allí donde el misterioso, aunque inicuo sembrador lo haya echado.

Realizaré mi vida religiosa de otro modo. No pido nada a mi congregación, que me lo ha dado ya todo. Estoy agradecida a la fraternidad de mis hermanas y a sus atenciones, sobre todo por no haberme molestado con peticiones indiscretas. Mi hijo, me iré con mi hijo. No sé a dónde, pero Dios, que ha roto de improviso mi mayor alegría, me indicará el camino para cumplir su voluntad. Seré pobre, retornaré el viejo delantal y me pondré los zuecos que usan las mujeres en los días de trabajo e iré con mi madre a recoger resina de los pinos de nuestros grandes bosques... Haré lo imposible por romper la cadena de odio que destruye nuestro país... Al hijo que espero le enseñaré solamente a amar. Mi hijo, nacido de la violencia, será testigo, de que la única grandeza que honra a la persona es la del perdón» (Diario Ya, julio de 1995).

En este caso de vida está resumido todo el valor del quinto mandamiento de la ley de Dios.

Pero sigamos.

Otras formas de crímenes sobre niños todavía no nacidos que se pueden incluir aquí son las muertes de embriones humanos producidas por experimentos realizados dentro o fuera del seno materno. A esto se le ha llamado la terrible matanza de los experimentos genéticos, de la fecundación in vitro, de los embriones congelados, de los experimentos de la clonación, etc... donde descartan y mueren cantidad de seres humanos.

¿Todas las técnicas de manejo de los genes son inmorales?

No todas las técnicas de manejo de los genes (son éstos, fragmentos del ácido desoxirribonucleico o ADN), en los que están inscritos los caracteres específicos de cada ser animal o vegetal …no todas estas técnicas, digo, son malas:

· Algunas, como la “mejora genética”, han logrado aumentar el rendimiento productivo, la resistencia ante enfermedades, la calidad en animales y plantas; lo que palia grandes necesidades de la humanidad.

· Otras como la llamada “ingeniería genética molecular”, por la que genes humanos, animales o vegetales (fragmentos de ADN), trasferidos a determinados cultivos bacterianos para reaplicación, han logrado para la humanidad la producción de medicinas (insulinas artificiales, interferón, vacunas, etc.), así como alimentos fundamentales en la agricultura y la ganadería. Por otra parte, se está elaborando ya el llamado “mapa del genoma humano”, por medio del cual se podrán en su día intercambiar genes enfermos del ser humano por otros sanos.

¿Dónde está, pues, la técnica inaceptable en lo moral?

Es la que resulta de la llamada “manipulación genética humana”, tanto en células germinales, o que pueden dar origen a la vida (posible origen futuro de la partenogénesis o androgénesis), como en la hibridación celular interespecífica (ovocito de un póngido –chimpancé, gorila y orangután- fecundado con esperma humano), entre otras técnicas.

En otro orden de cosas, dentro del problema que te estoy tratando, la moral católica enuncia juicios muy severos acerca de las técnicas de eugenesia positiva (mejora de los genes): inseminación artificial, homóloga o heteróloga (del marido o no), fecundación in vitro y la clonación o proceso, mediante el cual se podría producir un gemelo genético –como una fotocopia repetible a voluntad- a partir de un solo progenitor . De esto te hablaré más adelante.

Está también la violencia nuestra de cada día. Es verdad, “no robamos, ni matamos físicamente”, pero sí matamos cuando criticamos, cuando nos enfadamos con gran violencia. Esta violencia está en el corazón. La agresividad se ha ido adueñando de nuestra vida cotidiana. Somos violentos en nuestro lenguaje. Somos violentos en nuestra manera de entender la vida. Así se oye decir: “aquí o pisas o te pisan... el que da primero da dos veces... bastos son triunfos”.

Somos violentos en nuestro estilo de humor. Aquí la sonrisa se sustituye con frecuencia por la sal gorda, el sarcasmo, la sonrisa hiriente, el vinagre. Tenemos un arte especial para reírnos de nuestro prójimo y olvidamos que dejar a alguien en ridículo es siempre un arma inmoral. Somos agresivos hasta en el modo de perdonar. ¿Cuántas veces oímos decir: “Perdono, pero no olvido” que con frecuencia no es sino un arte de alargar y prolongar la herida?

Otra de las formas más dramáticas con la que puede violarse hoy este mandamiento es precisamente el del uso y abuso de las drogas. Ya sabes que el mal de la droga, aunque sea “blanda” está en que produce efectos irreparables en el cerebro, además de otros problemas psicológicos que varían según el efecto de la droga.

La razón de fondo para consumir drogas es siempre profundamente egoísta, pues se busca con ellas conseguir sensaciones especiales, placer, huida de la realidad, etc. Esto no justifica el mal que producen. Las drogas llegan a dominar fácilmente al hombre adueñándose de su ser y de su querer, le arruinan completamente su vida. Se apoderan absolutamente de la voluntad por las fuertes sensaciones de placer (cocaína), de relajación (morfina), de fuerza y energía (heroína), de liberación mental (L.S.D.) que produce, y finalmente se posesiona de todo el metabolismo, del sistema nervioso y de los centros vitales.

No obstante lo dicho, es lícito utilizar las drogas con fines medicinales curativos o anestésicos.

También, exponemos nuestra vida y la de los demás con el mal uso del volante, y el exceso de la velocidad. ¡Qué locura! Hay que respetar las señales de tráfico y ser prudente en la carretera, especialmente cuando otras vidas dependen de ti.

Como puedes ver, se puede matar de mil maneras. Se puede matar de disparos, pero también de hambre o de soledad. Se puede declarar una guerra o declarar y tolerar un paro, una calumnia.

No olvidemos las palabras que dijo Dios a Caín: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Ahora, pues serás maldito sobre la tierra que abrió su boca para recibir, de mano tuya, la sangre de tu hermano” (Génesis 4, 10).

Caín parece haberse extendido sobre toda la tierra. Parece que la tierra se ha convertido en un lago de sangre y violencia.

A diario, las páginas de los periódicos, los informativos de la televisión, nos sirven nuestra ración de muerte. Cruzan por nuestras pantallas los tanques de la destrucción. El hombre de la metralleta y los disparos, parece haberse convertido en huésped permanente de nuestra sobremesa. Ahora no hace falta ir a la guerra, porque es la guerra la que nos persigue a nosotros y ha entrado en nuestras casas y en nuestros colegios.

Ya nos hemos acostumbrado. El día en que los telediarios no nos ofrecieran nuestra ración de muertos, tendríamos la impresión de haber llegado a otro planeta.

Y hemos dejado los crímenes por atracos diarios en bancos o en farmacias.

Un nuevo paso más damos en este campo con el tema del suicidio. Es quitarse deliberadamente la vida directamente procurada, ya sea por medio de una acción o a través de una omisión voluntaria.

La mayoría de los suicidios de época pasadas estaban motivados, más que por un odio a la vida o deseo de la muerte, por el impulso de encontrar una “solución” rápida a un problema ético que no había sido enfocado –por culpa propia o ajena- de una manera justa.

El suicidio suele darse especialmente en personas que sufren fuertes estados de depresión y generalmente sin grandes ni sólidas convicciones religiosas, ya que la religión nos enseña a no perder la esperanza y encontrar sentido hasta en las realidades más duras de aceptar.
Siempre es ilícito, porque se destruye un don que pertenece a Dios. Ninguna vida humana es inútil o poco importante. El suicidio se opone de forma clara al instinto de conservación, es decir, a un legítimo amor propio que está en la naturaleza humana y que le mueve a permanecer en el ser, para su bien y para el bien de los demás. Hasta tal punto es esto cierto que la mayoría de los suicidios son achacables a condiciones patológicas, aunque también en muchos casos, originados por una previa ausencia de sensibilidad moral, de interés real y positivo por el trabajo y por los demás hombres.

El suicidio de personas que tienen familias (padres, maridos o mujer, hijos) es también un acto de injusticia respecto a esos parientes.

¿Se condenará quien se haya suicidado? Dejemos en manos de Dios el desenlace de este hijo suyo, que tal vez no supo lo que hizo .

¡Dios mío! Y hemos omitido la anticoncepción y la esterilización, los medios contraceptivos, abortivos…donde se impide la vida o se mata la fuente de la vida o incluso la vida misma, en el caso de los medios abortivos . El mal moral en todo esto está en que el hombre y la mujer se colocan por encima del vínculo estructural y muy profundo existente entre el amor y la fecundidad. Aunque también esto es materia del sexto mandamiento, quiero adelantártelo ya de una vez, ¿qué te parece?

Poniéndose en el lugar del Creador, se afirman a sí mismos como los señores que quieren dominar a su gusto, disociando voluntariamente las dos significaciones de la sexualidad: unión mutua y procreación . Y al mismo tiempo que manipulan la sexualidad humana y se colocan como árbitro y señores del designio divino, los esposos cesan, por la contracepción, de aceptarse y donarse mutuamente uno al otro según la verdad de su ser a la vez físico y espiritual. La mujer acoge al marido pero con el rechazo a su gesto inseminador; el hombre recibe a la mujer, pero con la activa negación de su ritmo fisiológico y psicológico propio. Conjuntamente, el hombre y la mujer se acogen uno al otro en la exclusión de una apertura, simplemente posible, a la vida del hijo.

Veo en tus ojos una pregunta: “¿Es lo mismo esto que los métodos naturales?”.

De ninguna manera. La actitud espiritual de los esposos en este caso es distinta. Aquí también en los métodos naturales, ciertamente, los esposos buscan evitar un nacimiento, pero lo hacen por un procedimiento cuyo alcance moral es totalmente diverso. Eligen simplemente unirse cuando, independientemente de su voluntad, el vínculo entre el amor y la fecundidad está como en suspenso y es inoperante, pero siempre abiertos a la vida, si viniera.

Al hacer esto, no se erigen en señores de ese vínculo estructural, sino que se comportan más bien como sus servidores o ministros diligentes, como custodios responsables del vínculo, inscrito en el ser y querido por Dios, entre el don mutuo de las personas y su apertura a la vida.

Simultáneamente, por el recurso de los métodos naturales, el hombre y la mujer se acogen recíprocamente y se entregan el uno al otro en el respeto de su ser íntegro, a la vez espiritual y carnal. La mujer recibe al hombre en la acogida de su sexualidad concreta; el hombre recibe a la mujer en la aceptación de su ritmo específico y de los tiempos que le son propios. Conjuntamente el hombre y la mujer se reciben el uno al otro evitando, ciertamente, suscitar una nueva vida, pero sin inscribir ese rechazo en la estructura misma del acto conyugal que realizan, y de nuevo, te repito, siempre abiertos a la vida nueva, si viniera.

Lo que es moralmente negativo es instalar voluntariamente el “no a la vida” en la estructura misma de la sexualidad masculina o femenina (anticoncepción, contracepción, preservativo, etc…) y no el tener, por razones válidas, relaciones físicas que serán de hecho infecundas. Por los métodos naturales, los esposos adoptan una manera de vivir verdaderamente personal y humana el conjunto de su sexualidad en su doble aspecto de amor y de fecundidad; mientras que, por la contracepción, se contentan con controlar y dominar las consecuencias biológicas de sus actos sexuales.

Es inmoral la fecundación “in vitro” porque hay separación del aspecto unitivo y procreativo en al acto sexual. Además, en esta fecundación deben ser fecundados muchos óvulos hasta lograr que uno de ellos se desarrolle suficientemente “in vitro” para poder ser implantado en el endometrio (útero) femenino. Consecuentemente, son desechados o congelados, o incluso utilizados en investigaciones, el resto de ovocitos fecundados; todo lo cual constituye algo intrínsecamente inmoral .

Te pongo aquí también una cita del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que acaba de ser publicado el 2 de abril de 2004 por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, relacionado con varios mandamientos, al menos con el quinto y el sexto:

“Es necesario reafirmar que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas de reproducción –como la donación de esperma o de óvulos; la maternidad sustitutiva; la fecundación artificial heteróloga –en las que se recurre al útero o a los gametos de personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas dañan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde el punto de vista biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas que separan el acto unitivo del procreativo mediante técnicas de laboratorio, como la inseminación y la fecundación artificial homóloga, de forma que el hijo aparece más como el resultado de una acto técnico, que como fruto natural del acto humano de donación plena y total de los esposos. Evitar el recurso a las diversas formas de la llamada procreación asistida, la cual sustituye el acto conyugal, significa respetar –tanto en los mismos padres como en los hijos que pretenden generar- la dignidad integral de la persona humana. Son lícitos, en cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden a lograr sus efectos” (número 235).

Y, ¿qué decir de la eutanasia, encubierta, abierta o legalizada, activa y pasiva?

Todavía nos aterra el caso de Estados Unidos de Terri Schiavo, esa mujer con daños cerebrales a la que se le quitaron, por indicación de alguno de sus familiares, lo tubos que le proporcionaban alimento y agua. Y así la mataron.

Nadie es dueño de la vida. Sólo Dios decide el momento de la muerte de la persona humana. El Papa Juan Pablo II dijo fuertemente en su encíclica “Evangelium vitae”: “Confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana” (n. 65).

No debes confundir eutanasia, que consiste en producir la muerte de alguien quitándole los medios ordinarios que le mantenían en vida, y la analgesia.

La eutanasia nunca se justifica. El hombre es solamente administrador la vida dada por Dios. Hoy se quiere justificar la eutanasia basándose en que “ya no hay vida real” en ancianos o enfermos que han perdido las facultades mentales o la capacidad de movimiento. Pero esto es entender la vida sólo en términos materialistas. La vida vale por sí misma, no por su rendimiento económico, intelectual, social. Y sólo Dios decide el fin de esa vida.

Por el contrario, la analgesia, absolutamente lícita y ética, se da en moribundos o personas que ante una enfermedad grave piden que se les administre algún tratamiento que, aunque no cure, disminuya los dolores. En el caso extremo en que este tratamiento se administra a una persona cuya muerte es inminente con el fin de que pierda la conciencia y no sufra el proceso último de la enfermedad, también es lícito, siempre y cuando se le haya hecho saber al enfermo y se la haya dado oportunidad de confesarse antes. Así, por ejemplo, en algunos tipos de cáncer donde la fase final es muy dura, puede aplicarse este tipo de analgesia.

Aquí surge una pregunta que está en tus labios: ¿está obligado el hombre siempre a conservar la vida?

La respuesta es clara: está obligado a emplear todos los medios proporcionados y ordinarios (médicos y quirúrgicos, con esperanza de curación y sin excesivo gasto o dolor) para conservarla. No hay obligación, pues, de usar ni los extraordinarios, ni de prolongar una vida sin esperanza, alargando el momento de la muerte natural (distanasia).

Otra cosa distinta es la eutanasia que es la interferencia activa o pasiva para provocar la muerte. La eutanasia se diferencia moralmente de la omisión de medios extraordinarios, de los que acabo de hablarte. Nada se opone a la ayuda prestada para una muerte natural sin dolor, aun cuando con ella se acorte la vida, con tal de que no se pretenda directamente esto último, y de que los sedantes administrados no incapaciten al enfermo terminal para prepararse a recibir la muerte de manos de Dios .

Todo esto nos lleva a dos cosas más a este respecto. Una afecta al individuo como cristiano, y la otra al médico en su obligación deontológica.

Primero, el cristiano tiene la obligación moral de proteger su propia salud, evitando cuanto le lleva a una muerte pronta, como el alcohol excesivo o el empleo de drogas.

La segunda cuestión afecta a la deontología médica, en la que decir la verdad al enfermo, informar sobre los riesgos de una operación y pedir el consentimiento al mismo, la posible esterilización de alguien, la utilización de trasplantes de órganos vitales –de aquí surge la obligación de poseer certeza absoluta de la muerte del donante- o la experimentación tienen sus específicas obligaciones morales, graves en muchísimos casos, pero que deben ser examinadas en la moral específica de la profesión médica . También la Congregación para la Doctrina de la fe publicó en 1987 una “Instrucción sobre el respeto a la vida naciente y la dignidad de la procreación”, que te recomiendo que leas. Aquí se da un juicio bien concreto sobre estas cuestiones:

 

  • Acerca del diagnóstico prenatal, será aceptable si respeta la vida del embrión y se orienta hacia su custodia o curación.
     

  • Acerca de las posibles intervenciones terapéuticas sobre el embrión, serán lícitas en las mismas condiciones que lo anterior.
     

  • La particular gravedad de esta investigación sobre embriones obtenidos por fecundación “in vitro” y que, ulteriormente, van a ser destruidos…atenta a la dignidad de la persona humana.
     

  • Y todo lo que afecta a la manipulación de embriones en orden a la reproducción humana (congelación, hibridación interespecífica, donación, partenogénesis, intentos de selección de sexos, etc.)…todo lo cual constituye una ofensa a la dignidad del ser humano, así como a su integridad e identidad.

    Y en la consideración de los atentados contra el quinto mandamiento, hemos dejado en el tintero el maltrato y la destrucción de animales y bosques y océanos y ríos, donde se mata toda flora y fauna. ¡Cuántos males padecemos en la atmósfera por estas locuras de algunos! Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, pero la naturaleza nunca perdona. Nos cobra la factura.

    Puede decirse que el quinto mandamiento es el más típico, el más representativo de nuestro tiempo. De ti y de mí depende que hagamos una campaña de aprecio, de defensa y promoción de la vida.

    Cristo vino a este mundo para darnos vida y dárnosla en abundancia. Es más, Él se definió como Camino, Verdad y Vida. Quien sigue a Cristo, apuesta por la vida, defiende la vida, transmite la vida.


    III. CASOS ESPECIALES EN ESTE QUINTO MANDAMIENTO

    No puedo terminar este mandamiento sin antes hablarte de algunos casos especiales que contempla el Catecismo de la Iglesia católica: homicidio en legítima defensa, la pena de muerte y la guerra. Sígueme, por favor, pues son temas muy delicados.


    Primero, homicidio en legítima defensa.

    El deber de defender la vida o la integridad física, ya sea la propia o la de personas sobre las que se tienen responsabilidades, puede llevar en situaciones límite a enfrentarse contra aquellos que la ponen en peligro.

    Estos casos extremos muy especiales en que no se cuenta con el auxilio de las fuerzas públicas de policía o con otro tipo de ayudas, nos llevan a plantearnos el problema: ¿puede un hombre quitarle la vida a otro para defenderse en caso de agresión?

    La respuesta es: el hombre siempre tiene el deber de defenderse y, si en alguna ocasión la única defensa posible es quitarle la vida al agresor, puede hacerlo. Desde luego no es un caso ideal y no deja de ser un hecho muy lamentable y desgraciado, pero conviene considerarlo, pues de él podemos sacar algunas enseñanzas.

    Este caso se aplica sólo cuando se trata de una agresión violenta y siempre la actitud del que se defiende es la de proteger el más grande don de Dios, la vida. No entran aquí, por tanto, las venganzas o la justicia practicada fuera de los tribunales públicos.

    Dice san Tomás de Aquino y recoge la cita el Catecismo de la Iglesia católica: “La acción de defenderse…puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor…Nadie impide que un solo acto tenga dos efectos, de los que uno sólo es querido (defender mi vida), sin embargo el otro está más allá de la intención (el matarle)”.

    Es el llamado principio de doble efecto . Se trata de una acción que produce dos efectos, uno bueno buscado y otro malo no querido.

    Para que sea lícita, moralmente hablando, la legítima defensa, se deben cumplir las siguientes condiciones:

     

  • Que los medios que se usan para defenderse sean los absolutamente necesarios. Por esta norma, no es lícito quitar la vida en defensa propia cuando se está en condiciones de neutralizar al agresor sin necesidad de matarlo.
     

  • Matar en defensa propia es lícito pero no siempre obligatorio. Es decir, el agredido puede renunciar a defenderse cuando sólo corre peligro su vida. Lo puede hacer, por ejemplo, para dar al agresor la oportunidad de convertirse y salvarse.


    Segundo, la pena de muerte.

    Este tema es muy controvertido. Los que abogan por ella –yo no soy de esta opinión, por supuesto- dan estos argumentos:

     

  • Así como existe, reconocida en todas las legislaciones, la legítima defensa (que puede llevar a la muerte del agresor injusto), la pena de muerte es la legítima defensa de toda la sociedad ante los casos de criminales especialmente peligrosos, crueles e incorregibles;
     

  • la pena de muerte tiene una especial fuerza intimidadora, que impide la comisión de los delitos más graves;
     

  • la pena de muerte tiene un alto grado de ejemplaridad;
     

  • la pena de muerte es el justo castigo retributivo: la muerte –asesinato- perpetrado con premeditación, alevosía, sin ningún factor atenuante, se merece lo mismo: la muerte;
     

  • sin pena de muerte, los criminales incorregibles seguirían cometiendo crímenes, pues en las circunstancias actuales –gracias a indultos, amnistías, redención de penas, etc.- la reclusión perpetua se da en muy pocos casos.

    La postura de la Iglesia es tender a suprimirla, pero aún se le reconoce cierta justificación en casos extremos. El fundamento de la pena de muerte es el de la autodefensa de la sociedad a través de sus instancias legítimas en casos extremos.

    Sería el último recurso aplicable como único medio para salvar la sociedad. Sin embargo, en condiciones normales, actualmente, parece que el Estado puede disponer de otros medios para defenderse: prisiones, mayor eficacia policial, organismos de control y defensa, etc.

    Yo prefiero apoyar lo que dice el Catecismo de la Iglesia católica: “Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” (n. 2267).

    Hay unos argumentos en contra de la pena de muerte que te comparto, que me parecen los más acordes al espíritu de Cristo en el Evangelio:

     

  • La pena de muerte es una forma de crueldad y supone convertir al Estado en verdugo;
     

  • la pena de muerte impide corregir los errores judiciales, que no son tan infrecuentes como a veces se piensa;
     

  • la pena de muerte no tiene valor alguno de ejemplaridad; de hecho, en los países en los que ha sido abolida la pena de muerte no se ha notado ningún aumento en aquellos delitos antes castigados con esa pena;
     

  • la pena de muerte impide cualquier posibilidad de regeneración del delincuente;
     

  • el hecho de que la pena de muerte haya existido en todos los pueblos y en todas las épocas no es argumento, porque también existió la esclavitud y hoy se considera que se ha realizado un gran progreso moral con su abolición;
     

  • la supresión de la pena de muerte ha de traer consigo el perfeccionamiento de las instituciones penitenciarias, tanto para la corrección del condenado, como para la aplicación –si el caso lo requiere- de la totalidad de la pena.

    Al cardenal Ratzinger le hizo esta pregunta Peter Seewald :

    Pregunta: La Iglesia, el Papa, se oponen siempre con mucha vehemencia a cualquier medida “que de una u otra forma promueva el aborto, la esterilización y también la anticoncepción”. Esos hechos lesionan la dignidad del hombre como imagen de Dios y socavan el fundamento de la sociedad. De lo que se trata, básicamente, es de la protección de la vida. Pero, en ese caso, ¿por qué insiste tanto la Iglesia en defender la pena de muerte “sin excluirla”, como un “derecho del Estado”, como dice el Catecismo?

    Respuesta del cardenal: Cuando la pena de muerte es legal, lo que se hace es castigar a un sujeto que ha cometido un delito comprobado de extrema gravedad, y que, además, pueda ser un peligro para la paz social; es decir, se castiga a un culpable. En un aborto, en cambio, se aplica la pena de muerte a una persona absolutamente inocente. Son dos cosas totalmente diferentes que no admiten comparación.

    Lo que ocurre es que muchos ven al niño no nacido como un injusto agresor que “va a disminuir mi espacio vital”, “se entrometerá en mi vida”, y al que, por tanto, hay que castigar como a un injusto agresor. Pero ese es el punto de vista de los que no ven al niño como una creación de Dios, no lo ven creado a imagen de Dios y con derecho a la vida; todavía no ha nacido y ya lo ven como a un enemigo o a un inoportuno sobre el que se puede disponer. Pienso que esto sucede porque no se es consciente de que un hijo concebido ya es un ser, ya es un individuo…Si olvidamos este principio, que el hombre en cuanto hombre está bajo la protección de Dios, y no a merced de nuestro arbitrio, si olvidamos esto, estamos olvidando el verdadero fundamento de los derechos humanos.


    Y en tercer lugar, la guerra.

    Hay que buscar siempre la paz. Todos estamos obligados a empeñarnos en evitar las guerras.

    Sin embargo, dice el Catecismo de la Iglesia católica, recogiendo la cita de la constitución del Concilio Vaticano II “Gaudium et Spes” 79: “Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa”.


    Pero estas son las condiciones:

     

  • Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
     

  • Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables e ineficaces.
     

  • Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
     

  • Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

    La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común. Ni siquiera la carrera de armamentos asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio.

    El concilio Vaticano II dice lo siguiente respecto a la guerra: “El horror y la crueldad de la guerra aumentan inmensamente con el incremento de las armas científicas”, lo cual “obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva” (Gaudium et Spes 80). Sin negar a todo país el derecho “para defenderse con justicia”, no puede aceptarse como moralmente lícito el uso de toda serie de armas, especialmente las llamadas ABQ (atómicas, biológicas y químicas), que constituyen “un crimen contra Dios y la humanidad” (Gaudium et Spes 80) por ser indiscriminadas y afectar a los no combatientes. Su misma fabricación y almacenamiento parecen ilícitos (Catecismo de la Iglesia católica 2312-1316).

    No sé si te he cansado, pero era necesario explicarte todas estas cosas. Lo importante es que tú seas un hombre de paz, que valores la vida, que optes por la vida, que la defiendas siempre.

    Voy aterrizando ya.

    ¡Valora el don de la vida! El Papa Juan Pablo II te regaló una encíclica maravillosa: “El Evangelio de la vida”, la undécima, el 25 de marzo de 1995, festividad de la Anunciación, el día en que el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, se encarna en el seno de la Virgen, y comienza la hermosa y apasionante aventura de ser hombre, uno como nosotros. Si Cristo quiso compartir nuestra vida humana, haciéndose Él mismo hombre, ¿sabes por qué fue? Para poderte compartir después su vida divina. ¡Qué intercambio tan maravilloso!

    En esta encíclica, Juan Pablo II enumera todas las amenazas contemporáneas a la dignidad de la vida humana, que resume en una frase: “la cultura de la muerte”. Prosigue con una meditación bíblica sobre la vida como don divino, un análisis de la relación entre la ley moral y la ley civil, y termina implicando a cada sector de la Iglesia en el compromiso de la lucha por una civilización al servicio de la vida.

    El lenguaje utilizado por el Papa es implacable y serio. Empeña toda su autoridad como Papa.

    A las democracias que niegan el derecho inalienable a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural las califica de “estados tiranos” que envenenan la “cultura de derecho”.

    “El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna institución humana puede aspirar a legitimar”.

    Y pide oponernos a esas leyes a través de una objeción convincente de conciencia. No es lícito apoyar estas leyes.

    Y en esta encíclica nos invita a varias cosas:

     

  • 1° Anunciar el Evangelio de la vida en la catequesis, predicación, actividades educativas y médicas. Anunciarlo sin temer la hostilidad, impopularidad o la crítica.

     

  • 2° Celebrar el Evangelio de la vida con la oración, con los gestos y símbolos de las tradiciones y costumbres culturales y populares.

     

  • 3° Servir al Evangelio de la vida, mediante la caridad y una paciente y valiente obra educativa. Todos están llamados a esto: personal sanitario, familias, grupos, asociaciones, Iglesia, gobernantes y Estado: ¡al servicio de la vida! Y no, ¡en contra de la vida!

    Por tanto, todo hombre está llamado a ser guardián de su hermano, nos confía la vida del otro hombre como un tesoro.

    María aceptó la Vida –con mayúscula- en nombre de todos y para bien de todos. María ante las fuerzas del mal, nos muestra a su Hijo, que ha vencido a la muerte. Cristo, es el fruto bendito de su seno.

    Termino con este hecho sobre el famoso 11 de septiembre de 2001, la destrucción de las torres gemelas.

    En contraste con las muchas perversidades y chistes que nos mandamos para reírnos un rato, esto es un poco diferente. Este chiste de hoy no se supone que es un chiste, no se supone que es chistoso, se supone que te va a poner a pensar.

    En la entrevista que le hicieron a la hija de Billy Graham en el Early Show, Jane Clayson le preguntó: "¿Cómo pudo Dios permitir que sucediera esto?" (se refería a los ataques del 11 de septiembre).

    Anne Graham dio una respuesta sumamente profunda y llena de sabiduría.

    Dijo: "Al igual que nosotros, creo que Dios está profundamente triste por este suceso, pero durante años hemos estado diciéndole a Dios que se salga de nuestras escuelas, que se salga de nuestro gobierno y que se salga de nuestras vidas. Y siendo el caballero que Él es, creo que se ha retirado tranquilamente. ¿Cómo podemos esperar que Dios nos dé su bendición y su protección cuando le hemos exigido que nos deje estar solos?".

    A la luz de ciertos sucesos recientes... ataques de terroristas, balaceras en las escuelas, etc., creo que todo comenzó cuando Madeleine Murray O´Hare (fue asesinada, hace poco que se descubrió su cuerpo) se quejó de que no quería que se rezara en nuestras escuelas, y dijimos que estaba bien.

    Luego alguien dijo que mejor no se leyera la Biblia en las escuelas... La Biblia dice no matarás, no robarás, amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y dijimos que estaba bien.

    Luego el Dr. Benjamin Spock dijo que no debíamos castigar a nuestros hijos cuando se portan mal porque sus pequeñas personalidades se truncarían y podríamos lastimar su autoestima (el hijo del Dr. Spock se suicidó). Dijimos que los expertos saben lo que están diciendo. Y dijimos que estaba bien.

    Luego alguien dijo que los maestros y directores de los colegios no deberían imponer la disciplina a nuestros hijos cuando se portan mal. Los administradores de las escuelas dijeron que más valía que ningún miembro de la facultad de las escuelas tocara a ningún estudiante que se porte mal porque no queremos publicidad negativa y por supuesto no queremos que nos vayan a demandar. Y dijimos que estaba bien.

    Luego alguien dijo: dejemos que nuestras hijas aborten si quieren, y ni siquiera tienen que decirle a sus padres. Y dijimos que estaba bien.

    Luego uno de los consejeros del consejo de administración de las escuelas dijo: ya que los muchachos siempre van a ser muchachos y de todos modos lo van a hacer, démosle a nuestros hijos todos los condones que quieran para que puedan divertirse al máximo, y no tenemos que decirle a sus padres que se los dimos en la escuela. Y dijimos que estaba bien.

    Luego algunos de nuestros principales funcionarios públicos dijeron que no importa lo que hacemos en privado mientras cumplamos con nuestro trabajo. Estuvimos de acuerdo con ellos y dijimos que “no me importa lo que nadie, incluyendo el Presidente, haga en su vida privada mientras yo tenga un trabajo y la economía esté bien”.

    Luego alguien dijo: vamos a imprimir revistas con fotografías de mujeres desnudas y decir que esto es una apreciación sana y realista de la belleza del cuerpo femenino. Y dijimos que estaba bien.

    Y luego alguien más llevó más allá esa apreciación y publicó fotografías de niños desnudos, llevándola aún más allá cuando las colocó en Internet. Y dijimos que estaba bien, tienen derecho a su libertad de expresión.

    Luego la industria de las diversiones dijo: hagamos shows por televisión y películas que promuevan lo profano, la violencia y el sexo ilícito. Grabemos música que estimule las violaciones, las drogas, los suicidios y los temas satánicos. Y dijimos, “no es más que diversión, no tiene efectos negativos, de todos modos nadie lo toma en serio, así que adelante”.

    Ahora nos preguntamos por qué nuestros niños no tienen conciencia, por qué no saben distinguir entre el bien y el mal, y por qué no les preocupa matar a desconocidos, a sus compañeros de escuela, o a ellos mismos.

    Probablemente, si lo pensamos bien y despacio, encontraremos la respuesta. Creo que tiene mucho que ver con aquella frase: "LO QUE SEMBRAMOS ES LO QUE RECOGEMOS".

    Es curioso cómo la gente simplemente manda a Dios a la basura y luego se pregunta por qué el mundo está en proceso de destrucción. Es curioso ver cómo creemos lo que dicen los periódicos, pero cuestionamos lo que dice la Biblia.

    Es curioso cómo se mandan “chistes groseros y subidos de tono” por la red y cunden como reguero de pólvora, pero cuando empiezas a mandar mensajes del Señor, la gente lo piensa dos veces antes de compartirlos.

    Es curioso cómo hay artículos lujuriosos, crudos, vulgares y obscenos que circulan libremente por el ciberespacio, pero la discusión de Dios en público se suprime en las escuelas, los espacios de trabajo y a veces hasta en el hogar.

    Es curioso ver cómo, cuando envíes este mensaje, no se lo mandarás a mucha gente que está en tu lista de direcciones porque no estás seguro de sus creencias, o lo que pensarán de ti por enviárselos.

    Es curioso ver como nos preocupa más lo que piensan los demás de nosotros que lo que Dios piensa de nosotros.

    ¿Qué te ha parecido?

    Este texto, como habrás podido notar, remata el quinto mandamiento y nos invita a explicar el sexto, que es muy interesante.


    Resumen del Catecismo de la Iglesia católica

    2318 Dios tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre’ (Job 12, 10).
    2319 Toda vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte, es sagrada, pues la persona humana ha sido amada por sí misma a imagen y semejanza del Dios vivo y santo.
    2320 Causar la muerte a un ser humano es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador.
    2321 La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común.
    2322 Desde su concepción, el niño tiene el derecho a la vida. El aborto directo, es decir, buscado como un fin o como un medio, es una práctica infame (consulta el concilio Vaticano II, constitución Gaudium et Spes, 27, 3), gravemente contraria a la ley moral. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana.
    2323 Porque ha de ser tratado como una persona desde su concepción, el embrión debe ser defendido en su integridad, atendido y cuidado médicamente como cualquier otro ser humano.
    2324 La eutanasia voluntaria, cualesquiera que sean sus formas y sus motivos, constituye un homicidio. Es gravemente contraria a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador.
    2325 El suicidio es gravemente contrario a la justicia, a la esperanza y a la caridad. Está prohibido por el quinto mandamiento.
    2326 El escándalo constituye una falta grave cuando por acción u omisión se induce deliberadamente a otro a pecar.
    2327 A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, debemos hacer todo lo que es razonablemente posible para evitarla. La Iglesia implora así: ‘del hambre, de la peste y de la guerra, líbranos Señor’.
    2328 La Iglesia y la razón humana afirman la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. Las prácticas deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales son crímenes.
    2329 ‘La carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable’ (Gaudium et Spes 81, 3).
    2330 ‘Bienaventurados los que construyen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios’ (Mateo 5, 9).


    Para la reflexión personal o en grupo

    1. ¿En qué sentido decimos que Dios es el único dueño de la vida?
    2. ¿El aborto es crimen abominable? ¿Dónde está la maldad del aborto?
    3. ¿Es lícito experimentar con embriones o fetos humanos para el bien de la ciencia, ayudando así a descubrir nuevos medicamentos?
    4. ¿Por qué están mal moralmente los anticonceptivos y contraceptivos?
    5. ¿Qué significa lo que el Papa Juan Pablo II ha dicho: “Nos rodea la cultura de la muerte”?
    6. ¿Dónde está el mal en el consumo de las drogas o bebidas alcohólicas en exceso?
    7. ¿Qué piensas de la eutanasia?
    8. ¿Cómo podemos crear una mentalidad pro-vida?
    9. ¿Qué motivos tiene alguien que se suicida?
    10. ¿Qué piensas tú de la guerra y de la carrera de armamentos?


    ANEXO:

    Te regalo el capítulo primero de la famosa encíclica del Papa Juan Pablo II "Evangelium Vitae" del 25 de mayo de 1995, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana.
    Capítulo I: La sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo.
    Actuales amenazas contra la vida humana
    «Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8): raíz de la violencia contra la vida.

    7. «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).

    El evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: «Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8).

    Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.

    Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.

    «Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".

    Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.

    El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".

    Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir, que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".

    El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén» (Gn 4, 2-16).

    8. Caín se «irritó en gran manera» y su rostro se «abatió» porque el Señor «miró propicio a Abel y su oblación» (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal.

    Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: «Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar» (Gn 4, 7).

    Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica, «la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes» (10).

    El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco «espiritual» que agrupa a los hombres en una única gran familia (11), donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco «de carne y sangre», por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.

    En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que «era homicida desde el principio» (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: «Pues éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano» (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

    Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9). «No sé». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?»: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad -es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños- y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

    9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de «pecados que claman venganza ante la presencia de Dios» y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario (12). Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, «la sangre es la vida» (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

    Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra del «jardín de Edén» (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser «país de Nod» (Gn 4, 16), lugar de «miseria», de soledad y de lejanía de Dios. Caín será «vagabundo errante por la tierra» (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.

    Pero Dios, siempre misericordioso, incluso cuando castiga, «puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara» (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: «Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte» (13).

    «¿Qué has hecho?» (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida

    10. El Señor dice a Caín: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.

    La pregunta del Señor «¿Qué has hecho?», que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo, para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.

    Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.

    ¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar en su totalidad la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!

    11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de «delito» y a asumir paradójicamente el de «derecho», hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, «santuario de la vida».

    ¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan, además, situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable y las violencias sufridas, especialmente contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.

    Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de «eclipse», aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.

    12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad subjetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser considerado un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de «conjura contra la vida», que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá, llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.

    13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.

    Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa, además, a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la «mentalidad anticonceptiva» -bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal- son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino «no matarás».

    A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de un mismo árbol. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción e incluso al aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad, que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo que es preciso evitar a toda costa; y el aborto, en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.

    Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y «vacunas» que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.

    14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables puesto que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal (14), estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Éste afecta no tanto a la fecundación, cuanto al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte, por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados «embriones supernumerarios» son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple «material biológico», del que se puede disponer libremente.

    Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad -equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la «terapéutica»- que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.

    Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre.

    15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado más oportuno.

    En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, que lamentablemente convergen en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio, a veces ya inestable, de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo -no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social-, corre el riesgo de sentirse abatido por su propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible, aunque equivocada, piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa.

    Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.

    Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Ésta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Éstas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.

    16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Éste presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales -serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos-, mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.

    La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de «explosión demográfica».

    El antiguo faraón, considerando una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Éstos consideran también una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista.

    17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario.

    Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada mundial de la juventud: «Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible» (15). Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
    «¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad
    18. El panorama descrito no sólo debe considerarse atendiendo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: «¿Qué has hecho?» (Gn 4, 10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.

    Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como auténticos derechos.

    De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los «derechos humanos» -como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados- incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.

    Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.

    Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Ésta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de «con-vivientes» a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si, además, se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los países pobres o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría, quizá, revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?

    19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?
    Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser «indisponible»? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estas premisas, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos.

    Es, por tanto, la fuerza lo que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que la «fuerza de la razón» sustituye a las «razones de la fuerza».

    A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Aunque es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma mal entendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los «más fuertes» contra los débiles destinados a sucumbir.

    Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor «¿Dónde está tu hermano Abel?»: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es «guarda de su hermano», porque Dios confía el hombre al hombre. Y también con vistas a este encargo Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad.

    Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.

    20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien es preciso defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.

    Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega basándose en un voto parlamentario o en la voluntad de una parte -aunque sea mayoritaria- de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el «derecho» deja de ser tal, porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común», donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública, que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero, en realidad, estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: «¿Cómo es posible hablar aún de la dignidad de cada persona humana cuando se permite que se mate la más débil y la más inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza entre las personas la más injusta de las discriminaciones, declarando que algunas personas son dignas de ser defendidas, mientras a otras se les niega esta dignidad?» (16). Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.

    Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34).
    «He de esconderme de tu presencia» (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre

    21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas.

    Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.

    Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir, que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que «esconderse de su presencia». Si Caín confiesa que su culpa es «demasiado grande», es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Ésta es la experiencia de David, que después de «haber pecado contra el Señor», reprendido por el profeta Natán (cf. 2 S 11-12), exclama: «Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51/50, 5-6).

    22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (17). El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

    Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «existir». Se preocupa sólo del «hacer» y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Éstas, de experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar».

    Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es «mater», quede reducida a «material» disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta «libertad sin ley» lleva a algunos a la postura opuesta de una «ley sin libertad», como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una «divinización» suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.

    En realidad, viviendo «como si Dios no existiera», el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
    23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: «Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene» (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada «calidad de vida» se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas -relacionales, espirituales y religiosas- de la existencia.

    En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es «censurado», rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.

    También en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el «enemigo» que hay que evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo «a toda costa», y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.

    En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal -el del respeto, la gratuidad y el servicio- se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «es», sino por lo que «tiene, hace o produce». Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.

    24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios (18). Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la «conciencia moral» de la sociedad. Ésta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la «cultura de la muerte», llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas «estructuras de pecado» contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, también a causa del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la carta a los Romanos. Está formada «de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de él, «se ofuscaron en sus razonamientos», de modo que «su insensato corazón se entenebreció» (1, 21); «jactándose de sabios se volvieron estúpidos» (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y «no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen» (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama «al mal bien y al bien mal» (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.

    Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor, que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
    «Os habéis acercado a la sangre de la aspersión» (cf. Hb 12, 22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso

    25. «Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10). No sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la carta a los Hebreos: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una nueva alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (12, 22.24).

    Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la antigua alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: su sangre es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador de la nueva alianza, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), «habla mejor que la de Abel»; en efecto, expresa y exige una «justicia» más profunda, pero sobre todo implora misericordia (19), se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.

    La sangre de Cristo, a la vez que revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: «Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1 P 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)!» (20).

    Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).

    Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá. «No habrá ya muerte», exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando «se cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?"» (1 Co 15, 54-55).

    26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la «cultura de la muerte». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.

    Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!

    Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como «el don más excelente del matrimonio» (21). No faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.

    La medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintas instituciones y organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?

    27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza, pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.

    ¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado, que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús «buen samaritano» (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: muchos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios, ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo la «civilización del amor y de la vida», sin la cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, «que ve en lo secreto» (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.

    Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero «no violentos», para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de «legítima defensa» social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen, de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.

    También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo -entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones- sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.

    28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida». Estamos no sólo «ante» este conflicto, sino necesariamente «en medio» de él: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida.

    También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas tú y tu descendencia» (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la ley del Señor: «Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días» (30, 16.19-20).

    La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres «para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo, «que habla mejor que la de Abel» (Hb 12, 24).

    Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al evangelio de la vida.


    Notas

    (10) N. 2259.
    (11) Cf. S. Ambrosio, De Noe, 26, 94-96: CSEL 32, 480-481.
    (12) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867 y 2268.
    (13) De Cain et Abel, II, 10,38: CSEL 32, 408.
    (14) Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación: AAS 80 (1988), 70-102.
    (15) Discurso sobre la Vigilia de oración en la VIII Jornada Mundial de la Juventud (14 agosto 1993), II,3: AAS 86 (1994), 419.
    (16) Discurso a los participantes en el convenio de estudio sobre "El derecho a la vida y Europa" (18 diciembre 1987): Insegnamenti X,3 (1987), 1446-1447).
    (17) Gaudium et spes, 36.
    (18) Cf. ibid, 16.
    (19) Cf. S. Gregorio Magno, Moralia in Job, 13,23: CCL 143 A, 683.
    (20) Redemptor hominis, 274.
    (21) Gaudium et spes, 50.