La Madre: Ríndete ante ella

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas

Es la cargadora de todas las espinas de la casa.  Es la cultivadora de todas las rosas de los hijos.  Es la perdonadora de todas las fallas de la familia.  Es la sostenedora de todos los dolores del camino.  Es la alondra que desde el alero de su ventana va ayudando a vivir, impulsando a caminar y enseñando a sufrir. 

La madre canta en tu alero, sueña en tu almohada, llora en tus ojos ¡y ama en tu corazón! 

La madre navega en tus olas, muere en tu playa y se esconde en tu cielo. 

La madre no aprendió a amarte, ¡te amaba desde antes de nacer! 

Por eso el hijo y la madre tienen la misma savia, son de la misma pulpa, se abonan en la misma tierra y se filtran con la misma luz. 

Las madres no sufren con dureza, sino con compasión; no culpan con rencor, las faltas se le derriten dentro y las cubren con singular delicadeza; no perdonan a los hijos cuando se lo piden, los perdonan desde su nacimiento.  Y como nacen de ella, les conocen el corazón y el carácter. 

El árbol conoce su fruto; el cielo, sus estrellas, y la madre, a sus hijos. 

La madre talla escalón por escalón, tratando que los hijos no se le resbalen.  Y edifica piedra sobre piedra, tratando que los hijos no se le derrumben. 

El hijo es como el complemento de la madre:  si alguno faltara, algo quedaría trunco. 

Cada madre nos recuerda a la Virgen, porque también ella acepta el deber más vasto y más grande de la vida, sin poner condiciones ni medir sacrificios.  También ella dice:  “iUn hijo!  Hágase en mí según tu palabra.  Aquí está la esclava de este amor.” 

Y se ata gustosa a esa promesa que va a durar toda la vida.  Una promesa dura, llena de deberes, de sorpresas, de incertidumbres y de lágrimas, pero de la que nunca querrá desistir y de la que nunca querrá separarse, entregándole todo lo que sabe, todo lo que puede, todo lo que siente y todo lo que vive. 

El hijo es un generador de sentimientos fuertes.  La madre es fiera para defenderlo, algodón para curarlo, sabia para comprenderlo, iluminada para aconsejarlo, maga para intuirlo y estrella para velar por él. 

La semilla de amor se siembra dentro de ellos, por eso el nudo que los ata es cuestión de raíces.  Por eso, cuando un hijo levanta la frente, distinguimos la semilla que lo ha ido empujando por debajo.  Y si escarbamos en la tierra que lo vio nacer, muchas veces ese bulbo viene de lejos. 

Hay retoños que no se conciben sin un buen árbol, rosas que no nacen sin un buen calor, figuras que no se tallan sin un buen molde, ¡y conquistas que no se consiguen sin una buena madre! 

La madre es la que trabaja con el hijo en ese taller secreto donde se pule la paz.  Y lo enseña a caminar, a sufrir, a pensar y a tener fe. 

Es la que recibió de Dios un regalo que ella tendrá que regalar después; la que trabaja para lo que disfrutarán otros; la que nunca obtiene ventaja, ni pasa cuenta, ni escatima el amor. 

Y aunque el hijo crezca y se vaya a volar solo, y quiera vivir su propia vida, y ame a otra mujer, lo que siente por sus madre no lo siente por nadie.  Lo que lee en sus ojos no lo contiene ningún libro.  Lo que reflejan sus palabras no lo domina ningún idioma.  Lo que irradia su corazón no lo adivina ningún sabio. 

Esa cosa dulce, tibia, misteriosa, no hay quien la desentrañe, ni quien la descifre, ni quien se la iguale. 

El amor de la madre es inigualable, inalcanzable, insustituible.  Ese puente interno donde se abrazan tiene una luz que todo lo llena y una emoción que sólo ellos conocen. 

Recuerden que entre el cielo y la tierra está la madre.  Y entre la madre de Dios, siempre está el hijo. 

Acérquense a la madre, enciéndanle la vida, perfúmenle el amor, levántenle un pedestal ¡y ríndanse ante ella!