La madre es importante promotora de la fe

• Arnold Omar Jiménez Ramírez, semanario.com.mx
 

 

“La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el ‘misterio de la mujer’ y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las ‘maravillas de Dios’ que en la historia de la Humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la Tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?, Mullieris Dignitatem (De la dignidad de la mujer), n. 31.

Hay una religiosidad profunda, llena de sensibilidades casi intangibles, de rezos callados que ungen corazones y calles, de humildad y sacrificios cotidianos, de renuncias casi imposibles, de paciencia. Es esa poesía de la religión de la que escribe el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, que ve en lo pequeño la misteriosa presencia del Dios de los pobres y sencillos: La religiosidad de las mamás. A ellas, Semanario dedica esta edición como homenaje al amor desinteresado y a la entrega cotidiana en la formación de los hijos.
 

Jesús y las mujeres

En nuestro medio, las mujeres son las principales forjadoras de la fe. Desde tiempos evangélicos, vemos como Jesús se rodeaba de piadosas mujeres para poder desempeñar su misión. Sabemos que no había ninguna mujer que fuera apóstol, (cfr. Mt 10, 2-4). No obstante, algunos de los discípulos más cercanos a Jesús eran mujeres. En Lucas 8, 2-3, se menciona a María Magdalena, Juana, Susana, y «otras muchas» que contribuyeron a proveer ayuda económica a Jesús y a los Apóstoles, mientras iban predicando. Más tarde, cuando los Apóstoles, temerosos y cobardes, se retiraron del lugar de la Crucifixión, algunas mujeres fieles, y llorando, se quedaron a acompañar a Jesús hasta su muerte en la Cruz, (cfr. Mt 27, 55-56).

De ésta y otras referencias, contenidas en los Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús no consideraba a las mujeres como seres inferiores a los hombres, en lo que concierne al discipulado. Por el contrario, refleja la necesidad de la virtud femenina en la evangelización, y esto fue claramente enseñado en la Iglesia primitiva, y debe, por supuesto, reflejarse en la Iglesia de hoy.
 

La mujer, formadora de la conciencia religiosa
 

En la formación religiosa actual, el papel de la mujer depende en mucho de ella misma, en particular de las que son madres. Por ejemplo, la Sra. Luisa Miramontes Ocampo, pasó más de quince años de su vida sin confesarse, sin acercarse «para nada a Dios, ni a los sacerdotes, ni a nada que tuviera que ver con la Iglesia». No hubo un motivo en concreto, sólo «le parecía –como le dijo un maestro en la Preparatoria–, que los curas querían manipular la sociedad y las conciencias». Desde luego, esta situación le causó serios problemas con su mamá: «Ella me invitaba a acercarme a Dios, pero no le hacía caso; un día me dijo: ‘Espero que nunca tengas un problema que no puedas resolver, porque, entonces, vas a invocar a Dios’».

La cuestión dio un giro de 180 grados cuando Miramontes Ocampo se convirtió en madre: «Desde luego, me casé por la Iglesia, pero fue más por tradición que por convicción. Entonces, fue la enfermedad de mi primer hijo la que cambió en definitiva las cosas». Un terrible cáncer comenzó a deteriorar la vida de su pequeño: «Es la cosa más dolorosa que una madre puede afrontar: Ver que el hijo de tus entrañas se va consumiendo poco a poco, y que los médicos sólo digan: ‘No podemos hacer nada’».

Así, lo que su madre le había dicho, se hizo realidad, pues invocó a Dios para que la auxiliara en esa necesidad tan grande: «Lo más grande fue que Dios me ‘contestó’ al instante: Un sacerdote, que casualmente andaba de visita en el hospital, habló conmigo y me hizo ver que Dios no quería que mi hijo sufriera, pero sí quería hablarme a mí, cuestionarme, preguntarme dónde había estado todos estos años; por qué me había olvidado de Él». Fue de esta manera que Luisa decidió reencontrarse con Dios. Junto con su marido, se confesó y comulgó, y su hijo comenzó a recuperarse. Aun cuando las secuelas del terrible mal pueden verse en su hijo, está consciente de la enorme responsabilidad que tiene, como madre, de acercarlo a Dios: «Entiendo lo que me decía mi mamá, y entiendo que las mamás tenemos la enorme responsabilidad de educar a nuestros hijos en la fe, de acercarlos a Dios, pero no sólo llevándolos a Misa y al catecismo, sino dárselos a conocer con nuestro testimonio, con nuestro amor hacia ellos».

Extramuros
 

«Niñito Jesús, mi encanto y mi anhelo, hazme niño bueno, y llévame al Cielo». Somos muchos los católicos que seguramente recordamos con agrado este rezo, que, sin duda, lo aprendimos en casa, en familia, cuando nuestra mamá nos decía que era hora de dormir y había que agradecer a Dios por un día más de vida: «En efecto, son las madres las que inculcan los valores religiosos en los hogares, a ejemplo de María Virgen, en el hogar de Nazareth», dice Juan Pablo II, y añade: «Y son ellas mismas las que con su ejemplo, impulsan el compromiso apostólico en los hijos, participando en las actividades pastorales de sus comunidades y siendo, muchas veces, el más importante apoyo en la vida pastoral». México, y en particular, nuestra diócesis, constituyen un claro ejemplo de lo que nos dice Karol Wojtyla: «En muchas de nuestras parroquias, los grupos parroquiales y las labores de caridad trabajan gracias al apoyo de las madres de familia que, sin dejar de atender sus labores, ofrecen su valioso tiempo, saliendo más allá de los muros de sus casas, en favor de sus hermanos, recibiendo muchas veces críticas francamente destructivas».

Al pie del Sagrario

La Sra. María del Refugio Ruiz lleva poco más de ocho años de su vida dedicando, al menos dos horas diarias de su día, a orar frente a Jesús-Eucaristía. Su andar pausado y su cuerpo un poco encorvado y sus rodillas «lastimadas desde que lavaba durante horas en un arroyo, a orillas del pueblo, la ropa de toda la familia». Aun cuando las responsabilidades no han disminuido en su familia, ni le sobra tiempo «porque el quehacer no se acaba», «Cuquita» es miembro activa del grupo de las Marías de los Sagrarios, cuya finalidad es estar al pie del Santísimo Sacramento, «para que nunca esté solo y pidiendo por los que no piden, por los que nunca se acuerdan que Dios está ahí». Son muchos los motivos por los que «Cuquita» quiere estar al pie de su Señor: «Después de educar a siete hijos que ya están casados, ahora pido por ellos, por sus hijos y por sus trabajos, que Dios me los cuide y les vaya bien. Un día, mi hijo, viajando por carretera estuvo a punto de sufrir un accidente; de ese hecho, me dijo que lo primero que pensó en aquellos instantes, fue que yo pedía por él y sus hermanos ante el Santísimo Sacramento para que les fuera bien. Gracias a Dios se libró de un golpe que pudo haber sido mortal. Pero María del Refugio Ruiz no sólo pide por los suyos, si no que, ante todo, está la oración deprecatoria, es decir, la de pedir por las ofensas cometidas a Dios y de las que muchos no se arrepienten, ni piden perdón.
 

El sacrificio de cada mujer, reflejo eucarístico
 

«Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace ‘Sonrisa de Dios’ para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida. Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia».

Estas palabras del Papa Juan Pablo II, dedicadas a la mujer, que hablan del sufrimiento, de la entrega y del dolor, son el marco referencial para meditar sobre la maternidad y la Eucaristía: Desde el momento del parto, la vida de la madre es una entrega continua y generosa, es el sacrificio cotidiano: Levantarse temprano para llevar al niño a la escuela, preparar la comida; en muchos casos, acudir al trabajo; lavar la ropa, planchar, el quehacer de la casa, y, en numerosos casos, salir a hacer los pagos pendientes: Agua, luz, teléfono, el mandado, haciendo hasta lo imposible para que los medios económicos alcancen para cubrir todas esas necesidades. En fin, la vida maternal es una entrega total por amor y desde el amor.
 

Esta entrega es una prolongación de la Santa Misa, ya que «en la Eucaristía, celebramos y conmemoramos el Sacrificio supremo de amor, de entrega total sin miramientos: El de Jesús, el Hijo que fue entregado por su Padre, que «tanto nos amó», para nuestro rescate. De aquí que las mamás, cada mamá en particular, deba ser venerada con respeto y admiración, pues su entrega es prolongación del más grande de los dones en la vida del hombre: El pan y el vino, convertidos en Cuerpo y Sangre de Jesús.
 

Ellas descubrieron, en la crisis, una oportunidad

Jesús Carlos Chavira Cárdenas

No pocas mamás viven una situación crítica, y encontrar una solución «parece estar en chino». Sin embargo, el símbolo que en esta escritura oriental refiere la palabra «crisis», la describe como «cambio» y «oportunidad». Así lo han descubierto, entendido y vivido, madres que sufren a raíz de la adicción de un hijo o a consecuencia de un conflicto matrimonial que ha devenido en el divorcio –por mencionar sólo dos casos–, gracias al binomio inseparable de fe y conversión.

La fe ilumina el análisis y reflexión personal, conduciéndolo a una toma de decisiones que propicien un cambio positivo y esperanzador. Esta es la conclusión a la que diversas madres de familia han llegado, luego de una difícil situación en crisis. Semanario presenta sus testimonios, con el ánimo de ayudar a otras mamás en condiciones similares.

“Sé que mi hijo va a cambiar”

Además de su maternidad, ellas comparten la misma angustia y misión. La adicción que padece uno de sus hijos, las ha unido en oración junto con otras madres que atraviesan por la misma situación. Para ellas, el ejemplo e intercesión de Santa Mónica por su hijo San Agustín, les permite confiar en que «un hijo de tantas lágrimas, no puede perderse».

Tere descubrió la adicción de su hijo, al verlo en una esquina; Vicky, al encontrarle una bolsa de estupefaciente en su pantalón. La tristeza y decepción que ambas experimentaron, afirman no deseárselas a nadie.

Problemas familiares

Tere atribuye la raíz del problema a los conflictos en el interior de su familia: «Mi esposo tomaba mucho cuando ellos eran niños. Yo hable con él, pero es muy frío; parece no interesarle sus hijos. No me ayuda a corregir, a educar. Él dice que sólo van a aprender a golpes. Pero con violencia no voy a llegar a nada». Y añade: «Ojalá que los padres de familia aprendiéramos a arreglar nuestros problemas conyugales, nunca enfrente de los hijos. No comprendemos que los afectamos, sin querer».

Malas compañías

Vicky, por su parte, ha vivido una situación distinta: «Siempre procuramos darles buenos ejemplos. No tuvimos problemas matrimoniales, pero él, desde niño, comenzó a juntarse con amigos de más edad. Y cayó por la influencia. Una noche anduvimos buscándolo por toda la colonia y no lo encontrábamos. El deseo de rescatarlo era más grande que el mismo cansancio. Hasta que al llegar a una esquina nos topamos de frente con él y con su banda. Llevaban palos y piedras. Iban a pelear contra otra banda. Cuando me vio, me dijo: ‘Espéreme, madre, voy a hacer un paro’. Aunque se enojó, mi esposo lo detuvo».

Unas, oasis de esperanza; otras, de prevención
 

Para ambas mamás, encontrar apoyo en el templo, a través de la oración y el acompañamiento, lo consideran como un oasis de esperanza, máxime que otras madres, a pesar de no vivir el mismo problema, se han unido en solidaridad con ellas, como es el caso de Griselda: «Ninguno de mis hijos tiene problemas de adicción, pero acompañar a otras mamás me ayuda para aprender en cabeza ajena; cómo ayudarlos, y cómo prevenirlos de que caigan en una adicción», dice.

Para estas madres de familia, la unión en la oración hace la fuerza. Por ello, algunas lamentan no contar con el apoyo de sus maridos, pues mientras unos dicen no creer, otros prefieren hacerlo solos, y a su manera. No obstante, Griselda asegura ser testigo de cómo, «con ayuda de Dios y la oración perseverante de las mamás ante el Santísimo, jóvenes que andaban en adicción, ahora se dedican a ayudar a otros que tienen el mismo problema».

Una mamá afirma
“El divorcio no debería existir”

Jesús Carlos Chavira Cárdenas
 

«Cuando me divorcié, sentí que se me acababa la vida. Pero tenía dos hijos que sacar adelante. Si no hubiera sido porque mis hijos estaban ahí, hubiera perdido la razón. Han pasado 20 años de aquel momento difícil en la vida de Rosa Elia.

Tenía 29 años de edad, seis años de matrimonio civil, un hijo de la misma edad y una recién nacida. Desamor, inmadurez, infidelidad, carencia de objetivos comunes, falta de comunicación «y, sobre todo, la falta de Jesús en el hogar, la falta de oración, tanto en pareja como personal», fueron, según su reflexión, las principales causas de su rompimiento.

«A pesar de que siempre he contado con ayuda económica del padre de mis hijos, es muy duro estar sola. Cuidarlos, educarlos, trabajar, levantarse temprano… Esa fue mi crisis, mi búsqueda», dice.
 

Y confiesa: «Yo me acerqué a Dios con el interés de que él regresara conmigo, pero no fue así. Sin embargo, me fortaleció, me dio la luz para educar a mis hijos, y para seguirlo». Con el tiempo ha aprendido que el amor es dejar en libertad; «tal vez Dios quería conceder mi deseo, pero como Él es amor, sabe respetar la libertad de él».
 

“Con esfuerzo”
 

A través de casetes, libros, oración, Eucaristía y el acompañamiento de alguien que describe como «una alma generosa», comenzó a luchar para transformar su crisis en una oportunidad de crecimiento y de fe, porque «Dios siempre está con nosotras; es nuestro ‘Esposo’ y ‘Amigo’. Gracias a Él no me ha faltado nada».

Secretariado, trabajo social, asistencia médica y nutriología, han sido las labores desempeñadas para formar a sus hijos, hoy convertidos, uno, en un ingeniero electricista y la otra, en una futura mercadóloga.

Actualmente ya es una joven abuela, por parte de su hijo. Por ello, ahora que sus hijos han crecido, «mi meta es rescatarme a mí misma, sentirme íntegra y bien conmigo misma, porque durante 20 años mi centro fueron ellos».
 

No obstante, un sabor agridulce reina en su corazón. Mientras al contemplar a sus hijos siente la satisfacción del deber cumplido como madre, cada 10 de mayo no deja de sentirse incompleta, «pues no fui mamá sola; me falta mi pareja».

Ante esta realidad, exclama: «El divorcio no debería existir, porque rompe lazos, y una institución donde se forma el ser humano, donde se aprende a amar».

Más de mil 700 mamás divorciadas,
son atendidas por la Iglesia

Más de mil 700 mamás solas o divorciadas, han sido atendidas en los últimos siete años, tan sólo por la Parroquia de Nuestra Señora del Sagrario, en Guadalajara. En 52 encuentros denominados: «Esperanza», dirigidos a personas divorciadas o matrimonios en crisis, los participantes han descubierto que la misericordia divina no los excluye, informó el Sr. Cura Macario Torres: «Yo les he dicho: ‘Vengo en nombre de la Iglesia y mío propio a pedirles perdón. Porque no los hemos atendido como merecen o los hemos juzgado’», comentó el párroco.

Lamentó que, además de su problemática personal, las personas en crisis arrastren otras «situaciones negativas que nosotros los humanos propiciamos al lanzar la piedra, sin saber que también nos puede rebotar».

Explicó que el momento más intenso del encuentro, desarrolla un proceso para ayudar a sanar heridas a través del perdón a sí mismos y a los demás. Consideró que ante cualquier problemática, la actitud del hijo pródigo de la parábola evangélica, es una luz en el camino, pues anima a la reflexión, decisión y humildad.
 

Calificó el divorcio como una lacra de la sociedad, y lamentó el fracaso que sufren aquéllos que se casaron con una ilusión, y que, en la mayoría de los casos, repercute en la salud emocional y espiritual de los hijos. Por eso, «como dijo el Papa Juan Pablo II, los pastores de almas tenemos la obligación de tenderles la mano» no sólo para sanar heridas, sino para prevenir.
 

Falta de preparación en el noviazgo, nulo control de la sexualidad, y falta de educación, formación y ejemplo de padres a hijos, constituyen las principales causas de divorcio, mencionó el sacerdote.

Una abuela feliz
La energía de mis nietos me da vida

Xóchitl Zepeda León

 

Para muchas abuelas, el hecho de tener que asumir la responsabilidad, por diversas causas, de cuidar a sus nietos, representa la continuidad eterna de su labor de salvaguarda de la familia, y que debido a las circunstancias y factores físicos propios de la edad, esta tarea suele convertirse en un verdadero sacrificio.

Sin embargo, para otras, como es el caso de la Sra. Guadalupe Chávez, el recibir diariamente, por la mañana, a su nieto Paquito, de tres años de edad, preparar sus alimentos, cuidarlo, jugar con él, y ya por la noche, devolverlo sano y salvo a los brazos de sus padres, constituye la fuerza diaria de su vida, no sólo porque adora al pequeño, sino porque esta labor la ve como una oportunidad que Dios le da de «seguir siendo útil y ayudar a sus hijos», aunque, reconoce, en muchas ocasiones las fuerzas y el ánimo para llevar a cabo esta labor parecieran acabarse: «Yo crié sola a mis cuatro hijos, nadie me ayudó. Mi madre no tenía tiempo, y de mi suegra no recibí apoyo de ningún tipo; por eso sé perfectamente lo difícil que es trabajar y cuidar a los hijos, por esa razón ayudo en lo que puedo a mis nueras».

El amor como ayuda incondicional
 

Sin embargo, el pasar tanto tiempo al lado de sus nietos también conlleva la responsabilidad de que éstos crezcan bajo su ejemplo, aspecto que en ocasiones desagrada a los padres, ya que «mis nietos están creciendo a mi modo», señaló doña Guadalupe. «Yo los educo o más bien los ‘mal educo’», replicó en respuesta a aquel adagio popular que versa: «Los padres educan, y los abuelos consienten».

«Yo ya eduqué a mis hijos, bien o mal, ya están formados. Ahora con mis nietos vivo la etapa en la cual los disfruto, bromeo con ellos, les satisfago sus caprichos, y sobre todo recibo la energía que me trasmiten cuando los abrazo y beso».
 

«Además, con ellos y para ellos tengo ya todo el tiempo del mundo, y les enseño aquello que, difícilmente y debido al trabajo de mis hijos y nueras, pueden transmitirles, como, en ocasiones, llevarlos a Misa, a que reciban preparación para la Primera Comunión, a comerse un helado, a jugar al parque, e, incluso, estoy con ellos, a conveniente distancia, mientras se divierten con sus amigos o vecinos; de una u otra forma, siempre estoy al pendiente de ellos», contó doña Guadalupe con la emoción de quien realiza una labor no impuesta, sino llevada a cabo con gusto.

«Soy feliz porque si bien no disfruté ni viví por completo la infancia de mis hijos, debido al trabajo y la responsabilidad de sacarlos adelante, con mis nietos lo estoy haciendo y disfruto a la par de sus triunfos y fracasos».

De esta situación están conscientes sus hijos, ya que en múltiples ocasiones y debido a las enfermedades que aquejan a doña Guadalupe, éstos le han propuesto a la abuela que ya no los cuide, que se dedique solamente a ella misma; pero meditar esta propuesta la deprime, la asusta el sólo hecho de pensarlo: «Yo cuido a mis nietos porque los quiero mucho, y nos necesitamos. Pero también porque es una manera de apoyar a mis hijos; ellos me necesitan y también requieren la tranquilidad que significa para ellos saber que sus niños están en buenas manos, las de una abuela consentidora que los ama. Además, es una ayuda recíproca: Yo les cuido a sus hijos y sus hijos me cuidan a mí, transmitiéndome su vitalidad y alegría de vivir», concluyó doña Guadalupe.

Más que una obligación
 

Pero no sólo Paquito recibe los cuidados de esta peculiar abuela, sino también Alejandra y Víctor Hugo, de 9 y 13 años, respectivamente. A ellos, al igual que al primero, les son prodigados apapachos, llamadas de atención y enseñanzas de parte de doña Guadalupe desde sus primeros días de vida: «Para mí, mis nietos representan una oportunidad y una invitación a no abandonarme a mis achaques; a olvidar mis dolencias, tanto del alma, como físicas. Ellos me mantienen viva; pero también representan una enorme responsabilidad, ya que hay que cuidarlos más y mejor de lo que lo hicimos con los propios hijos, y eso, a veces, sí preocupa y presiona».

Para esta mujer, sus nietos constituyen el sostén y la razón de su vida, aunque en ocasiones «quisiera contar con tiempo para mí», explicó; mas estos momentos de egoísmo, como ella misma los califica, son pocos y se ven iluminados por las sonrisas y los gestos de agradecimiento de sus tres pequeños nietos, quienes la ven más que como abuela, como una segunda mamá.
 

Doña Berta vive sin recuerdos, ni añoranzas

Xóchitl Zepeda León
 

«Mi nombre es Berta, no recuerdo cuántos años tengo, pero puedo decirte que soy muy feliz, aunque a veces extraño mi casa, a mi esposo que murió hace mucho tiempo y a mi hijo Héctor, a quien hace muchos años no veo, no sé nada de él». Así comenzó la conversación con esta mujer que aparenta no menos de 70 años. El primer intento de acercarme a ella fue difícil, fracasé, pues es un poco desconfiada; sin embargo, y después de varios intentos, acepta platicar, no sin antes sentarse en su lugar favorito, según ella misma lo relata, en una de las bancas de la Plaza Tapatía, justo frente al «buen hombre» que vende fruta picada y que a veces, después de muchos ruegos, suele regalarle una bolsita de fruta.

Doña Berta no es cien por ciento consciente de la realidad, pues padece de sus facultades mentales. A ratos no puede hilar una conversación por el mismo tenor; mezcla varios temas.

En un primer momento se rehusa a hablar de aquello que parece trastocar las fibras de su corazón y sus sentimientos: «Su familia, ¿dónde está?». Ante esta pregunta su mirada se pierde en el azul del cielo por unos minutos; después, como queriendo olvidar el cuestionamiento y alzando intempestivamente la voz, comienza a relatar que su vida era difícil y que a veces la gente, y sobre todo los niños, le manifiestan temor, debido, seguramente, a que tiene «facha» de vieja regañona; «pero no lo soy tanto», dijo.

El suceso que cambió su vida

Doña Berta no sabe con certeza desde cuándo deambula por las calles; así, viéndola, parece no tener la menor intención de recordar el motivo que la orilló a hacerlo: «Tengo muchos años yendo de aquí para allá, soy libre. A veces me siento sola, pero lo olvido pronto».

Después de mucho insistir y ante la intención de doña Berta de querer huir de la plática, recobra por instantes la cordura y asume su realidad, como si fingir demencia la ayudara a vivir y a sostenerse cada día: «No me gusta hablar de esto, me pone triste. Yo abandoné mi casa porque cuando falleció mi esposo, no encontré en mi familia, ni en mi hijo, el apoyo que me hiciera sentir menos dolor. Él (su esposo) me acompañaba, vivimos casi 40 años juntos, y cuando él murió, yo me fui con él», relató mientras contenía las lágrimas que asomaban por sus ojos, y en tono de reclamo, dijo: «¡Ya ves!, por eso no me gusta hablar de esto».

Pero, ¿cómo es que una madre no encuentra en el ser que trajo al mundo consuelo, fortaleza y cariño?; ella misma responde a este cuestionamiento: «Cuando mi esposo ‘se fue’, a mi hijo Héctor sólo le importó saber qué bienes había dejado su padre. No éramos ricos, pero sí teníamos una casa y unos terrenos fuera de la ciudad. Pasó el tiempo, y después me enteré que ya los había vendido y que quería también vender mi casa. Entonces, hablé con él y le pregunté que dónde íbamos a vivir, y me dijo que él se iba a ir lejos y que yo ya tenía un lugar en una casa para ancianos», confiesa. Mas doña Berta, al tiempo que pronuncia estas palabras, sus ojos no resisten más y las lágrimas ruedan por sus descarnadas mejillas.

«Un día me visitó un señor, que se presentó como dueño de mi casa, diciéndome que tenía que salirme de ahí. Al hablar con mi hijo nuevamente, me dijo que tenía que hacer lo que él decía y me llevó al asilo. No me gustó ese lugar, siempre nos decían qué hacer; no tenía libertad, y eso me hacía sentir muy mal. Además, mi hijo me visitó durante un tiempo, después, ya no regresó; no he sabido ya nada de él. Decidí abandonar el asilo, me escapé; desde entonces vivo con una amiga, también anciana como yo».
 

Para doña Berta, recordar es sinónimo de dolor. Ante esto, y como ella misma deja entrever, es preferible vivir al día, sin recuerdos ni añoranzas: «A mi hijo lo recuerdo poco, porque no me gusta ponerme triste. Pero siempre le pido a Dios por él, para que donde esté, lo cuide».