Madre enséñame a orar contigo y como Tú lo
hacías
Padre Mariano de Blas L.C
Tercer Misterio Glorioso. La venida del Espíritu Santo
Como la gallina a sus pollitos estabas con aquellos apóstoles asustados,
infundiéndoles la fortaleza y el valor de una Madre. Les enseñaste a rezar, como
Jesús les había enseñado, pues Tú eras una maestra insigne. Única. Bajo tu
ejemplo ellos aprendieron a gustar la oración, a hacerlo de manera semejante a
como Tú lo hacías. “Nosotros nos dedicaremos a la oración y a la predicación”
diría más adelante Pedro a la comunidad de forma contundente.
Orar con María: Cuanto hubiera disfrutado estando allí, viéndola orar,
asimilando por contagio la oración de la criatura más santa y humilde:
contemplar su rostro, sus ojos cerrados o semicerrados o mirando hacia lo alto;
escuchar su corazón cantando con su bellísima voz, imitar su forma de
arrodillarse, de cerrar sus manos. Orar con Ella, junto a Ella, ¡qué gran
privilegio!
Me imagino a los apóstoles, al verla orar tan extáticamente, suplicándole:
“Enséñanos a orar contigo y como tú lo haces”. Oh Madre, yo también te digo:
“Enséñame a orar contigo y como Tú lo hacías”. A los cristianos que se aburren
en la oración o en la Misa, alcánzales el amor de los enamorados para que
disfruten la alegría de orar.
Tú obtuviste la gracia del Espíritu Santo a los apóstoles. Pedro te necesitaba
más que nadie. Después de las negaciones se había roto; estaba herido y
necesitaba los cuidados de una Madre para con su hijo enfermo. Pedro necesitaba
de una Madre como Juan Pablo II. También él llevaba, si no en su escudo, sí en
su corazón, el “Totus tuus” del actual Vicario de tu Hijo.
Juan era el más parecido. Él de alguna manera compensaba y llenaba el hueco
dejado por Jesús. “Ahí tienes a tu Madre”. Este encargo, hecho a todos, él se lo
tomó infinitamente en serio.
Tomás: Yo sé que convertiste a aquel hombre duro para creer en un hijo de fe,
por la forma tan bella como Tú le enseñaste a creer.
María Magdalena: Ya había comenzado su conversión, pero ella como mujer que era,
y apasionada, copió mejor que los hombres tu hoguera de amor. Aquella que se
había acostado en los basureros tenía ante sí un ejemplo de mujer pura, santa y
toda amor. María Magdalena te copió con todas las fuerzas de su ser. Tu
presencia la purificó totalmente y le hizo amar locamente la pureza y abominar
del pecado.
Debes repetir el milagro de Pentecostés en la Iglesia y en cada uno de nosotros,
en mí. Aunque no sea vea la llama de fuego, que me abrase todo; aunque no haya
terremoto externo, que vibre por dentro y me vuelva loco de amor por Él y por
Ti. Te lo pido encarecidamente. No te pido mas, pero no te pido menos.
Pusiste de rodillas a la Iglesia primitiva y así, de rodillas, recibió la fuerza
del Espíritu Santo. Hoy debes también enseñar a rezar a los sacerdotes y
religiosos, a los fieles, para salir del atolladero.
Salieron a predicar como leones. Pedro era un león, sentía dentro la fuerza de
un león, ávido de presas. Echó las redes de su palabra en nombre de Cristo, y
tres mil hombres quedaron atrapados. Los primeros cristianos entraron a la
Iglesia por contagio de amor, de aquel amor que ardía en el corazón de los
apóstoles. Así comenzó con buen pie la religión del amor, amando y haciendo
amar, hasta el punto de arrancar a sus mismos enemigos la mejor alabanza que se
pueda decir jamás de los cristianos: “Mirad cómo se aman”. Aprendieron muy bien
la lección de Jesús.
Hoy... en muchos casos, ya no es así. La religión del amor se ha convertido para
muchos en la religión del aburrimiento. Porque no aman, porque se han olvidado
del amor que Cristo les ha demostrado. Tienes que hacernos como hiciste a los
primeros, para seguir convenciendo a los hombres fríos de hoy. La religión del
amor se contagia por calor, no por gélidas ideas.