LOS SILENCIOS Y EL RECOGIMIENTO EN LA EUCARISTÍA

 

Su Santidad Benedicto XVI tiene unas palabras sobre el silencio que hay que guardar en ciertos momentos de la celebración de la Eucaristía para que nos sea verdaderamente provechosa. Dice así:

 

-"El silencio forma parte de la liturgia. Al Dios que habla, le respondemos cantando y orando, pero el misterio más grande, que va más allá de cualquier palabra, nos invita también al silencio. Debe ser, naturalmente, más que una ausencia de palabras y acciones, un silencio lleno de contenido.

 

De la liturgia esperamos precisamente esto, que nos ofrezca el silencio positivo en el que nos encontremos a nosotros mismos. El silencio que no es una simple pausa en la que vienen a nosotros mil pensamientos y deseos, sino ese recogimiento que nos da la paz interior, que nos permite tomar aliento, que descubre lo que es verdaderamente importante.

 

Por esto mismo, no se puede «hacer» silencio, sin más, disponerlo como si fuera otra acción cualquiera. No es casual el hecho de que hoy se busquen por doquier ejercicios de introspección, una espiritualidad de vaciamiento: con ello se pone de relieve una necesidad interior del hombre que, al parecer, en la forma actual de nuestra liturgia, no se ha terminado de hace respetar en sus derechos.

 

Para que el silencio sea fecundo no puede convertirse en una mera pausa en la liturgia, sino que tiene que ser, realmente, una parte constitutiva de su acontecer. ¿Cómo lograrlo?

 

En los últimos tiempos se ha intentado introducir en la liturgia dos breves momentos de silencio que deben encontrar una respuesta: por una parte, se propone una breve pausa para la reflexión después de la homilía y, por otra, después de recibir la santa Comunión, como tiempo para un posible recogimiento interior.

 

La pausa de silencio después de la homilía ha resultado poco satisfactoria; causa una sensación de artificiosidad y, en el fondo, lo único que se espera es que el celebrante prosiga con la Misa.

 

Más útil e interiormente justificado es el silencio después de la Comunión: es, de hecho, el momento para un diálogo íntimo con el Señor, que se nos ha dado para entrar en el proceso de comunicación sin el cual la comunión exterior se convierte en un puro rito y se convierte en algo estéril.

 

Aquí nos encontramos, con frecuencia, con obstáculos que pueden comprometer este instante, precioso de por sí: la distribución de la Comunión continúa con la confusión provocada por el ir y venir, puesto que, a veces, dura demasiado en relación con el resto de la acción litúrgica; el sacerdote siente, entonces, la necesidad de continuar más rápido con la liturgia para que no se produzca un espacio vacío de espera e inquietud.

 

En la medida de lo posible, habría que aprovechar, sin duda alguna, este silencio tras la Comunión, y dar a los fieles unos instantes para la oración interior.

 

La misma estructura de la liturgia prevé otros momentos de silencio. En primer lugar, está el silencio que hay inmediatamente después de la Consagración, durante la elevación de las especies consagradas.

 

Este silencio nos invita a dirigir la mirada a Cristo, a mirarlo desde dentro, en una contemplación que es, a la vez, agradecimiento, adoración y petición para nuestra transformación interior.

 

«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor, Jesús». Quien participe en la Eucaristía, orando con fe, tiene que sentirse profundamente conmovido en el instante en el que el Señor desciende y transforma el pan y el vino, de tal manera que se convierten en su cuerpo y en su sangre.

 

Ante este acontecimiento, no cabe otra reacción posible que la de caer de rodillas y saludarlo. La consagración es el momento de la actuación de Dios en el mundo, por nosotros; levanta nuestra mirada y nuestro corazón.

 

Por un instante el mundo enmudece, todo guarda silencio, y en ese silencio tiene lugar el contacto con el Eterno; en lo que es un latido del corazón, salimos del tiempo para entrar en la presencia de Dios con nosotros."