LOS LAICOS ¿LOS TOMAMOS EN SERIO?

 Franklin Ibáñez

CVX-Magis – Perú

 

 

Creo que los laicos debemos comenzar por tomarnos en serio a nosotros mismos como Dios lo hace.  Escribo enamorado de la vocación que el Señor me regaló y que, por el hecho de ser un don de Dios, merece ser puesto al servicio del Reino.  Quiero ser crítico pero especialmente agradecido de la Iglesia que tanto amo, aunque a veces no comprendo.  La Iglesia refleja lo que sus miembros somos y queremos ser.  Sueño con una verdadera Iglesia de comunión que sea testimonio fiel del amor de Dios por la humanidad entera.

 

Esa tarea no podrá alcanzarse si las relaciones dentro de la Iglesia son asimétricas, con los criterios del mundo y no con los de Dios.  Por eso, es importante revalorar el laicado, especialmente en estos tiempos en que la mayoría de identidades está en crisis y busca afirmarse de cualquier forma.  Escribo también para animar a otros laicos y laicas a que discernamos juntos qué es aquello que Dios espera de nosotros.

 

Voy a dividir el artículo en dos partes.  La primera se ocupa de reflexionar qué significó y puede significar la palabra laico y el modo de vida que connota.  En la segunda parte realizo una invitación para que la Iglesia entera, incluidos nosotros mismos, nos tome más en serio.

 

 

A. ¿Quiénes somos los laicos?

 

Confieso que no he encontrado muchos escritos de laicos hablando sobre su ser laical, sobre lo que significa ser laico.  Hasta ahora, la mayoría de veces, esperamos que la jerarquía nos diga lo que somos y lo que debemos hacer.  Actualmente las identidades en la Iglesia atraviesan muchas dificultades.  Entonces, al poner en tela de juicio lo que es un laico, estamos también poniendo en tela de juicio el resto de roles en la Iglesia. 

 

Normalmente entendemos por laico al fiel cristiano bautizado, no sacerdote ni religioso, que tiene familia o no y vive como un ciudadano normal ocupado en la política, la economía, la cultura, etc.   En pocas palabras, hombres y mujeres de familia y ciudadanos.  Esta definición es demasiado sencilla y será problematizada más adelante.  Ahora examinemos el ser de los laicos según la Biblia, la historia de la Iglesia y el momento actual. 

 

v      En la Biblia

 

Quiero empezar con una clave que nos dejó José Luis Caravias: aunque no me crean, si me hubieran pedido escribir sobre las raíces bíblicas de la identidad religiosa, me hubiera sido más difícil que escribir sobre las raíces bíblicas de la identidad laical. ¿Por qué?  Está claro  ¿No es obvio que la mayoría de personajes en la historia de la salvación, en la revelación, han sido laicos como se muestra en la Biblia?[1]  Esta clave de lectura bíblica puede ser muy fuerte y generar rechazos automáticos; pero si la tomamos en serio, puede aportarnos muchas luces sobre las identidades en la Iglesia.  Espero que esta parte demuestre que Dios siempre toma en serio a los laicos.

 

Los patriarcas fueron laicos en todo el sentido de la palabra.  La historia de Israel, el pueblo elegido para la salvación, comenzó con la invitación de Dios a un matrimonio: Abraham y Sara, una pareja, una familia, una comunidad[2]!  Dios se revela a una familia y usando el lenguaje familiar.  Su primera promesa a la humanidad es aquello que toda familia desea: descendencia y trabajo.  En el AT, el símbolo de la bendición son los hijos.  Por eso, Dios les promete gran descendencia, pese a lo avanzado de su edad.  En esta primera Alianza, la pareja  tiene también una parte que cumplir: debe confiar en Dios.  No basta adoptar un hijo (Gen 15) ni obtenerlo por medio de la esclava (Gen 16).  Estos medios eran legales en ese contexto cultural; sin embargo, la promesa de Dios se cumplirá en ellos y Dios no requiere que le den ese tipo de ayudas sino sólo que confíen en él.  El amor se revela en la descendencia prometida.  Lo mismo se les promete a Isaac y luego a Jacob, Israel.

 

Siglos más tarde, un personaje tan importante como Moisés está mucho más cerca de la definición actual de laico que de sacerdote.  Moisés era pastor de su suegro cuando Dios lo llamó.  Lo mismo su sucesor Josué.  Ambos libertadores de Israel eran hombres de familia ocupados a los asuntos de su tiempo.  Luego viene el periodo de los jueces, instrumentos de la justicia de Dios y no jueces en tribunales como pensaríamos nosotros.  Débora, Gedeón, Jefte y Sansón (los jueces más célebres) no tenían las características de los sacerdotes de aquel tiempo ni de la actualidad.  Resaltemos el caso de Débora: casada, profeta y juez (Jue 4 y 5)[3].  Cuando todos los varones se habían rendido, es ella la que inspira valor y confianza al pueblo entero.  Por eso se dijo que la victoria correspondió a mano de mujer (Jue 4,8-9).

 

Luego viene la época de los profetas.  Como se ve en el AT,  a pesar de que Israel tiene sus reyes y sus sacerdotes, son los profetas los que hablan por Dios y transmiten su mensaje al pueblo.  Ellos marcan un hito en la concepción religiosa de Israel.  Ellos no hablan tanto de cultos y rituales en que Israel no fallaba (y en los que a veces nosotros nos concentramos más) sino de una práctica de vida que es el verdadero culto que agrada a Dios.  No se trata de ofrecer palomas, ayunar, purificarse como de ser solidario con el pobre, atender a la viuda y al huérfano.  Los textos son abundantes.  En Amos Dios quiere la justicia (5,24) y defiende a los oprimidos (8,4-6).  Lo mismo en Isaías (1,23) pero resaltando además la denuncia de la religiosidad vacía (1,11-15; 29,13).  Jer 7: el templo y los sacrificios no sirven si las obras no agradan al Señor.

 

Cabe resaltar la pugna que se establece entre los sacerdotes y los profetas.  Los textos más anticlericales, si entendemos lo clerical como lo referido al culto y a la profesionalidad de la religión, son de los profetas.  Denuncian el vacío del culto y el sacerdocio con expresiones muy duras.   Los sacerdotes aparecen en sus textos como vigilantes celosos de la ley, moralistas, hombres de los ritos.  Muchas veces se aprovechan de su situación para vivir cómodamente (Miq 3,11); muchas veces se mercantilizaba su función y se olvidaban de la santidad en la solidaridad con los pobres (Sof 3,4 Ez 22,26).  Los pecados sociales no son denunciados por ellos (Jer 5,20-31).  Malaquías tiene palabras durísimas para los sacerdotes (Mal 2).  Muchas de las críticas también van a los profetas y jefes, pero está claro que el grupo crítico y autocrítico era el de los profetas.  No son hombres ungidos ni de la tribu sacerdotal (levita), sino más cercanos a lo que hoy conocemos como laicos[4].

 

Otros personajes del AT son los sabios, presentes en los libros sapienciales.  Todos ellos son laicos.  Citemos algunos ejemplos.  Ruth es una mujer moabita (pagana por no ser judía) que, tras haber enviudado joven de un israelita, se vuelve a casar con un descendiente de David y será pariente de Jesús.  Judith es la mujer que, ante la cobardía de los hombres, se resiste al enemigo.  En el Cantar de los cantares no encontramos personajes históricos pero sí páginas bellísimas que dignifican la unión del hombre y la mujer como modelo de la alianza de Dios y su pueblo.

 

Ya en el NT, el mismo Jesús, como había sucedido con los profetas, está en constante enfrentamiento con los sacerdotes de su tiempo.  Su desacuerdo no es sólo con las personas que ejercen el sacerdocio, sino con el sacerdocio mismo como institución[5].  Hay muchas tensiones y cabe resaltar el papel que jugaron lo sacerdotes para juzgar a Jesús y sentenciarlo.  Definitivamente él no era sacerdote en los términos de ellos.  Los evangelios y las cartas de Pablo tienen mucho cuidado en no llamar sacerdote a Jesús.  Sólo la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis lo hacen, pero para marcar el fin de un sacerdocio tradicional y el inicio del nuevo sacerdocio que acompaña a todos los que deciden seguir a Jesús.

 

Finalmente, en el NT los primeros cristianos son José y María: un matrimonio, una familia, una primera comunidad.  Son ellos los primeros que acogen el mensaje y colaboran con él.  Luego nos encontramos con los discípulos.  Probablemente la mayoría de ellos eran casados como Pedro.  Eran hombres de familia que, dedicados a su cotidiano, reciben el mensaje y deciden seguir a Jesús.  Cuando los invitó Jesús a dejar casa y familia por el Reino, no puede entenderse ello como una exigencia de celibato.  Se trata de ampliar el horizonte de familia, es decir, los cristianos son una nueva familia: quienes reconocen como Padre al Dios de Jesús y, por tanto, se consideran más hermanos entre ellos.

 

v      En la historia de la Iglesia

 

En las primeras comunidades hubo personas célibes que jugaron un rol clave como Pablo.  Pero no podemos olvidarnos del importante papel de los matrimonios en la predicación del evangelio.  Los matrimonios llevan el evangelio a muchas partes como lo demuestran los casos de Pedro y su esposa (1 Cor 9,5), Aquila y Prisca (Rom 16,3-5), Andrónico y Junia (Rom 16,7)[6].  Ellos eran tan apóstoles como Pablo y él mismo lo reconoce y agradece.  Además existen muchas mujeres misioneras (Fil 4,2 Rom 16,12) profetizas y predicadoras (1 Cor 12,11).

 

El rol de los matrimonios es clave además porque prestan sus casas (hogares) para la celebración de la Eucaristía.  Así el ágape, celebración eucarística, tenía un sentido eminentemente sagrado sin dejar de ser un acto hogareño, íntimo y fraterno como lo es el banquete familiar.  Las primeras comunidades eran el primer ambiente donde se practicaba la solidaridad desde el modelo de familia: se compartía bienes, se buscaba trabajo a los desempleados, etc.  Además muchos prestaban sus casas para alojar a cristianos (mensajeros, predicadores o simples viajeros)[7].  Se fue tejiendo una red solidaria gracias a los laicos asentados en sus hogares estables y sus tareas cotidianas.

 

En las primeras comunidades, la dignidad y responsabilidad, en cuanto seguidores de Jesucristo, era común.  El llamado a ser santo y colaborar en la misión era común a todo creyente.  Esa era la más profunda comunión y relación entre ellos: creer que Jesús era Hijo de Dios y que anunciaba un nuevo orden para la humanidad.  Jesús había formado una comunidad para que fuera extendiéndose y convirtiéndose en signo de esperanza siendo sociedad de contraste[8] porque no los mantendría unidos el poder ni la organización, sino la fe, esperanza y caridad.

 

Sin embargo, los primeros seguidores comprendieron rápidamente la necesidad de organizarse y dividir funciones para el mejor anuncio de Jesús y sus sueños para el hombre.  La organización aparece como una necesidad para la misión, no como un bien ni un fin independiente.  El único fin es la unidad del género humano en Cristo[9].  Toda la Iglesia se consideraba ministerial aunque los ministerios (servicios) estuviesen repartidos.  Se trata de poner los servicios, dones, en beneficio de la misión y la comunidad, como bellamente lo recuerda reiteradas veces Pablo (1 Cor 12).

 

En el Nuevo testamento no existe la palabra laico, ni un término equivalente a lo que hoy entendemos por laico.  Pronto también apareció otro problema ¿cómo distinguir entre ministros y no ministros?  Para cuestiones prácticas de la vida de esta naciente Iglesia, era necesario precisar más los roles sin que eso llevara a una distinción de dignidades.   Se tenía que distinguir las funciones, no las dignidades ni los grados dentro de los cristianos.  Por ello, se comenzó a emplear el término laico[10]

 

En la cultura grecorromana laós (de allí laico y laicado) significa el pueblo, la plebe, y trae una carga un tanto despectiva: persona no cultivada, ruda, analfabeta, primitiva.  <<El laico es, por consiguiente, un profano, el que no pertenece al círculo de los levitas, el que no está consagrado a Dios>>[11].  <<No tiene ningún cargo. No es autoridad, alcalde, concejal, policía, oficial, juez y no tiene ninguna otra función. Nosotros diríamos: “es base”, “es pueblo”>>[12].  Se importó el término en la Iglesia primitiva pero liberándolo de connotaciones negativas puesto todos eran comunidad, ekklesia.

 

Sin embargo, la degradación del laicado se dio con la degradación del mundo, lo secular, siglos más tarde con la llegada del medioevo y la Iglesia de cristiandad.  Como sabemos en el siglo IV el cristianismo se convirtió en la religión oficial de Roma.  Este hecho supuso un control de la Iglesia en cuanto organización e incluso doctrina, por parte del Estado, especialmente del emperador Constantino.  Eso generó tensiones y enfrenamientos que con el tiempo fueron separando a la Iglesia del mundo político, social y cultural.  Algunos quisieron mantener la fidelidad al evangelio fugándose del mundo, escapando a su control y su pobreza moral.  En este momento, son los monjes quienes representan un modo de vida alternativo y santo frente a una sociedad corrupta y decadente[13].  Este distanciamiento del mundo tenía sentido, mas el problema llegó con algunas interpretaciones.

 

Este periodo de la Iglesia está marcado por un fuerte dualismo proveniente del mundo grecolatino con el que había entrado en diálogo el cristianismo. Al adoptar las categorías del pensamiento clásico, la cultura cristiana medieval reconoce dualismos como alma-cuerpo, inmortal-mortal, sagrado-profano, eterno-temporal, contemplación-acción, celibato-matrimonio, Dios-mundo, Iglesia-mundo, etc.  El problema es que los segundos términos son vistos como menos perfectos o negativos.  Los monjes y el clero fueron instalándose del primer lado y los laicos, ocupados de los asuntos del mundo, del otro por lo que empezaron a verse como menos cristianos o “cristianos de segunda”.

 

Ésta fue la interpretación que prevaleció durante muchos siglos.  Basta recordar todas las imágenes del cuerpo como algo negativo, como cárcel del alma, como fuente de pecado; o la sociedad como lugar de tentaciones y con valores contrarios a los designios de Dios y la misión de su Iglesia; etc.  El laico, como ser corporal que vive en condiciones normales en la sociedad, heredó esa condición negativa.  Para recuperar la dignidad del laico, debemos recuperar la dignidad del cuerpo, de los asuntos sociales, etc.  Durante la modernidad hubo tímidos intentos porque la jerarquía de la Iglesia miraba al mundo por encima del hombro, y el laico seguía en el extremo bajo.  Éste fue el gran cambio que se dio en el siglo XX....

 

v      En la actualidad

 

Son muchas las novedades y giros que el Concilio Vaticano II introduce en la vida de la Iglesia.  Se dice que el gran logro fue el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno y la revalorización de éste, además de recuperar su autonomía.   Iglesia y mundo moderno no deberían verse enfrentados necesariamente, sino en cuanto a temas puntuales que se oponen claramente a los designios de Dios para la humanidad.  La revalorización de los asuntos temporales incluye también la del laicado.

 

Por otra parte, a partir del rescate de la noción bíblica de pueblo de Dios, es posible pensar la Iglesia como un pueblo de sacerdotes en Cristo donde la dignidad es común a todos los bautizados, ya que es una misma filiación y un mismo Espíritu el que los une. (LG 10).  La definición de la Iglesia como pueblo de Dios destaca ante todo esa comun-unidad de sus miembros, por encima de las diferencias en organización que todo grupo humano tiene.  La Iglesia de Comunión, como concepto teológico y realidad eclesial, prevalece sobre la organización y las jerarquías de roles[14].

 

En este contexto tenemos los primeros intentos de definición actual del laicado[15].  Podemos reconocer un gran avance y connotaciones más positivas.   Vaticano II ha sido realmente un signo de Dios en el camino recorrido!!!... Sin embargo, este artículo se ocupa más de los pasos lentos, los retrocesos y estancamientos en la vida de la Iglesia... especialmente me ocupo de los pasos que faltan dar.  Por eso, expongo las definiciones críticamente porque todavía hay mucho camino por recorrer.

 

Ha surgido un debate importante sobre la definición del laicado.  ¿Se trata de una definición de lo que es (definición positiva) o de lo que no es (definición negativa)?  Gracias a la filosofía, sabemos que las definiciones incluyen ambos aspectos: expresan lo que algo es distinguiéndolo de lo que no es.  Ambos aspectos son necesarios siempre y cuando expliquen con claridad la definición.  Tenemos además dos formas de definir que van estrechamente juntas: en cuanto al género, conjunto, o clase a que pertenecen, y en cuanto a la función que cumplen.

 

Así, aplicando el párrafo anterior, leemos en LG 31,1:  <<Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso reconocido por la Iglesia>>.   Entonces ¿cuál es el género o conjunto al que pertenece? Laico es todo fiel cristiano (conjunto de los bautizados) no ordenado, no es clérigo (grupo del que se diferencia).  El énfasis en lo que no es, en el grupo al que no pertenece, ha hecho sentir y pensar a los laicos nuevamente que su identidad es “de segunda” ya que depende de precisar quiénes son los ordenados.  Aquí el orden ministerial aparece como un plus, algo más, que elevaría de categoría a quienes lo reciben y dejaría en la plebe a los que no[16].  Ése es el problema de esta primera definición negativa del laicado.

 

En el párrafo siguiente LG 31,2 leemos: <<...A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es

decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social...>>.  Aquí se trata de una definición positiva porque se destaca lo que sí les corresponde, la tarea y función que les es propia: ordenar y santificar el mundo, iluminar las cosas temporales de modo que progresen según Dios.  El espíritu del concilio quiere valorar a los laicos a partir de esta importante e insustituible misión que les encomienda.

 

El decreto Apostolicam Actuositatem (1965) desarrolla en su riqueza el contenido de la misión de los laicos.  Aquí se habla de familia, política, medios de comunicación, cultura, profesiones, ciencia, pastoral, etc.  La misión es muy amplia, por lo que implica una gran responsabilidad.  No obstante, el problema es el lenguaje empleado que hace excesivo énfasis en el “orden temporal”.   Pareciera que implícitamente hay dos órdenes: uno temporal y profano para los laicos, y el otro sagrado para los ministros ordenados.   Este límite se observa en la definición clásica del LG 31: a ellos les corresponde la santificación del mundo en el que están insertos, las realidades temporales, asuntos seculares, asuntos temporales.

 

En ChL 9, el papa insiste: esta definición es positiva y supera definiciones precedentes que eran sobre todo negativas.   Claramente esta definición junto con todas las tareas que se explicitan más adelante, sobre todo en Apostolicam Actuositatem, tiene aspectos muy positivos especialmente en cuanto roles concretos.   De hecho, luego del concilio han florecido los movimientos laicales, se han creado nuevas instancias de participación para los laicos y el lenguaje cambia respecto de ellos.  No obstante, si leemos atentamente todos los documentos del Concilio notaremos que el uso del lenguaje todavía demuestra mayor honor y respeto a las autoridades eclesiásticas.  Tenemos que admitir que, en todos los grupos humanos, ensalzar a unos significa valorarlos más que a otros.  En nuestro caso concreto, podríamos decir que, por ejemplo, se llena muchas veces de elogios a las autoridades a costa de presentar a los fieles como los simples laicos.

 

El laicado ha recuperado valor, sin embargo, esta definición tiene límites y si connota o  no calificativos negativos dependerá de cómo valoremos el mundo y la tarea de evangelizarlo ya que el laico vive en él y se ocupa de él.   Como señala bien Remi Parent[17], todavía no hemos podido superar el dualismo sagrado-profano, y el problema de la definición anterior es que todavía identifica a los sacerdotes como hombres de Iglesia que se ocupan de lo sagrado mientras que el laico es el hombre del mundo que se ocuparía de lo profano.  El sacerdote estaría más cerca de Dios y el laico, como muchas veces se dice, es mundano.  Todavía los dualismos clérigo-laico, Iglesia-mundo, etc, son muy fuertes.

 

El laico aparece como el enviado al mundo desde la Iglesia.  Pero ¿no está la Iglesia inserta en el mundo?  ¿no está la Iglesia también constantemente necesitada de conversión?  ¿no es el mundo el lugar donde debemos escrutar los signos de Dios?  ¿En definitiva, no es Dios el creador del mundo y del hombre para que en una armónica relación le alaben, sirvan y reverencien[18]?  Al laico le toca evangelizar diversas realidades del mundo, entre otras: la familia, el amor, la educación, el trabajo profesional, el sufrimiento. ChL (23) ¿Si eso es lo propio de los laicos, qué harían tantos clérigos y religiosos en dichas tareas?  ¿Ellos también no aman y sufren como los laicos?  Identificar al laico sólo con lo del mundo puede llevar a una pérdida de identidad eclesial o, en el peor de los casos, a tener dos vidas separadas: la del ciudadano y la del laico.  

 

Al enviar a los laicos al mundo, la Iglesia, sus asuntos, organización, doctrina y magisterio quedarían reservados sólo para unos pocos profesionales al respecto: los clérigos.  Como sucede muchas veces, el laico tendría que ir a cambiar un mundo con directrices, criterios, normas, etc, que han sido dados por otros que no pertenecen al mundo pero que sí poseen el derecho de decirle al mundo y a los laicos cómo deben ser.... Se produce entonces una paradoja que nos recuerda el caso del rey que se creía amo del universo y que enviaba al Principito como su embajador a lugares que el mismo rey no conocía y sobre los que no tenía ningún control[19].  Por eso, el laico no puede perder nunca su identidad eclesial...

 

B. Una invitación a tomarnos en serio

 

La posición del laico en la Iglesia

 

Uno que se preparaba para el bautismo de adultos preguntó a un sacerdote católico cuál era la posición del laico en la iglesia. La posición del laico en nuestra iglesia -respondió el sacerdote - es doble: ponerse de rodillas ante el altar, es la primera; sentarse frente al púlpito, es la segunda. El cardenal Gasquet añade: “Olvidó una tercera: meter la mano en la monedera”[20]

 

Muchas veces decimos “la Iglesia dice... piensa... hace, etc” identificando la Iglesia con unos pocos, con sus autoridades.  Muchas veces pagamos caro el exceso de abdicar de nuestra condición de miembros responsables de la Iglesia.   El crédito o descrédito de opiniones y acciones personales no puede generalizarse a toda la Iglesia sobre todo cuando la gran mayoría, laicas y laicos, no participamos en ellos.  Los laicos somos también la Iglesia y del testimonio que demos depende enormemente que el mundo crea...  Por eso realizo una invitación a repensar la participación del laicado en la Iglesia.   La invitación es en el fondo la misma, pero la separo según las tareas que cada uno puede asumir en tres grupos: la jerarquía, los religiosos y los laicos.

 

v      A la jerarquía

 

La tarea de la jerarquía no es fácil ni siempre bien comprendida.  Muchos obispos y sacerdotes han demostrado que es posible vivir sirviendo desde la autoridad.  Sin embargo, entiendo que es necesario se crítico para tratar de mejorar juntos.  Esta primera invitación podría ser suscrita por los religiosos, quienes en la estructura jerárquica están considerados iguales que los laicos.

 

Que no dialogue consigo misma.  Podemos preguntarnos cuáles son los niveles de participación, tanto de los laicos como de los religiosos, en la estructura y organización de la Iglesia.  El Concilio alentó la formación de instancias como consejos en los cuales los fieles puedan presentar su opinión y parecer en los asuntos de la Iglesia según el nivel (parroquia o diócesis u obra de que se trate)[21].  De hecho, vemos como un signo positivo la implementación de consejos de laicos.  Sin embargo, constatamos que muchas veces el rol “consultivo” es estrecho.  Consulta no significa corresponsabilidad.  De todos modos, queda en manos de la jerarquía el decidir.  Muchas veces se actúa y se decide como si no hubiera habido verdadero diálogo.  Incluso constatamos que a veces las instancias de diálogo se convierten en “tapa huecos” de la organización o excelentes excusas para santificar pareceres personales.  ¿Es sólo consultiva la opinión del laico? ¿qué nos garantiza que la autoridad no haya dialogado sólo consigo misma?

 

Habría que recuperar la práctica de la “recepción” del pueblo de Dios[22].  Entendemos por recepción la participación activa de la Iglesia en aceptar determinaciones que el mismo cuerpo eclesial no se ha dado.   Durante el primer milenio, por recepción se aceptaron los concilios, el canon bíblico, prácticas litúrgicas, canonización de santos.   Lo contrario es la “contestación”:  el rechazo eclesial a algo que no ha sido bien mandado o bien expresado.

 

Que no monopolice los poderes en la Iglesia.  En las sociedades democráticas, se suele hablar de tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial.  Es cierto que la democracia no es una forma de gobierno perfecta ni tiene que imponerse en ámbitos que no son de su competencia, como lo es la Iglesia.  Sin embargo, dado que la democracia nos ha enseñado mucho sobre lo sano de la repartición de poderes y roles, creo que la comparación puede arrojar luces.  Así, aunque no lo justifiquen los documentos de la Iglesia, en la práctica los tres poderes son detentados completamente por la jerarquía:

 

a)     el poder ejecutivo corresponde a la curia romana encabezada por el papa, luego vienen los obispos en sus diversas jurisdicciones, y los párrocos.  El nombramiento de autoridades y la definición de tareas es responsabilidad final del clero.  ¿No corresponde también una palabra más fuerte a los fieles sobre las autoridades más idóneas para el gobierno eclesial? ¿Y una vez nombradas las autoridades, el laico es sólo un ejecutor ciego y obediente en la tarea del Reino, o puede también ayudar a escrutar los signos de los tiempos y colaborar en la planificación y organización apostólica de la Iglesia?.  Citemos un ejemplo <<Hasta  el siglo XIII, la elección episcopal se realizaba por toda la comunidad local.  Los testimonios son abundantísimos y revelan lo habitual de dicha práctica>>[23].

b)      el poder legislativo corresponde a las Congregaciones alrededor de la curia[24] y a quienes promulgaron el derechos canónico, y en parte a quienes aprueban los documentos conciliares (obispos) ¿no tienen también los laicos palabras competentes sobre los diversos asuntos de los que se ocupa el derecho canónico como de las observaciones en los asuntos doctrinales, especialmente cuando todo ello tiene que ver con los asuntos del mundo? Por ejemplo, ¿cuánto participan los laicos en los asuntos sobre el matrimonio y la sexualidad? ¿se obtiene la perspectiva correcta sobre el matrimonio desde el celibato?

c)     el poder judicial, la administración de las sanciones y la resolución de diversos conflictos y dificultades que aparecen en la vida también corresponde a la jerarquía a través de los tribunales eclesiásticos.  Es cierto que pueden ser asistidos por laicos (como abogados civiles) pero los fallos corresponden al clero.  ¿Qué colocó al clero del lado que permite juzgar las acciones de los fieles mientras que a ellos sólo les queda aceptar su veredicto?  Por ejemplo, todos los temas referentes a la nulidad o separación del matrimonio aparecen como temas especialmente polémicos en los tribunales.  La nulidad y/o separación no concedida en algunos casos obedece más a una cerrazón y un apego estricto a ciertos conceptos que en efecto al bienestar de las personas implicadas, como también a lo engorroso del trámite.

 

Qué confíen más en el laicado.  No me refiero sólo a la trasmisión de responsabilidades, o concesión de ministerios como se suele decir.  La palabra concesión, encargo, envío, remite a que  siempre hay alguien que tiene el poder de conceder, encargar y enviar.  Y muchas veces hemos entendido esto como una tarea tácita de la jerarquía[25].  La experiencia de laicos en comunidades demuestra que es posible, rico y un don de Dios el envío comunitario dentro del propio estilo laical[26].   Todavía tenemos que precisar más el tipo de autoridad que compete al laicado y su autonomía.

 

Por otra parte, se dice que una de las principales misiones de la jerarquía es examinar los carismas y discernir cuáles son o no propios del Espíritu[27].  Definitivamente es una tarea delicada y, tal vez, demasiada responsabilidad.  ¿Por qué no confiar más en el propio discernimiento del laicado?  ¿por qué no tratarnos más como adultos: personas maduras y autónomas?   El lenguaje de las ovejas y pastores es muy tierno pero a veces ingenuamente podemos caer en paternalismo, heteronomía (dependencia de otro), y pasamos de ser ovejas a ser ovejitas tiernas que dicen “Amen” a todo y pierden toda perspectiva crítica y originalidad.  ¿Dónde quedó la doctrina de la conciencia como lugar privilegiado donde el Creador se comunica con su criatura y que, por tanto, tiene no sólo la posibilidad sino el deber de la responsabilidad última sobre sus acciones?  La Iglesia discierne también por medio del laico[28].

 

Repensar qué nos constituye como Iglesia.  Está claro que la Iglesia tiene una misión: ser sacramento de salvación.  La Iglesia será la Iglesia de Jesús si es fiel a la misión encomendada: la unidad de la humanidad, la comunión con Dios[29].  Eso es lo más importante, lo que nos constituye Iglesia por encima de la organización.  Esta tarea encuentra su núcleo en la  celebración de la eucaristía como anticipo real, como fuente y cima de toda la vida cristiana (LG 11, SC 9-13).  Si es el acto central de nuestras vidas, cabe preguntarse qué papel cumplen los laicos en ella.  Recordemos que “la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”.  ¿Los laicos son sujetos activos para que la eucaristía se realice?

 

La constitución sobre la Liturgia, Sacrosantum Concilum (1963), introdujo enormes cambios en la celebración.  Por fin la mayoría de laicos podía entender lo que se dice en la misa ya que se permitía que se celebre en el idioma de la Iglesia local.  Además, se intentó promover una participación activa de los fieles para que no sean sólo extraños y mudos espectadores.  Pero la participación activa consiste en aclamar, responder, orar, cantar y en algunas acciones o gestos y posturas corporales (SC 30 y 48).  Esto es un paso importante, por ejemplo el hecho de que las peticiones de los fieles sean incorporadas.  No obstante, está claro que toda la autoridad sobre la liturgia pertenece a la jerarquía (SC 22).   Puede un sacerdote solo celebrar la eucaristía pero mil laicos o religiosas no.  Entonces no dejamos de ser espectadores.  La eucaristía es central en nuestra vida, mas nuestra participación en ella sigue restringida como ante un espectáculo en el que también aclamamos, cantamos y movemos el cuerpo.  ¿Podemos ser más actores?

 

v      A los religiosos

 

Admiro la entrega de muchos religiosos.  Su estilo, su gratuidad y compromiso me cuestionan siempre.  Dado que el próximo número de Cuadernos de Espiritualidad (107) estará dedicado al tema de la vida religiosa con un pedido expreso de parte de los laicos a ellos, sólo quiero indicar dos ideas que serán desarrolladas en el próximo número.

 

No contraponer modos de vida.  El religioso se ha distinguido tradicionalmente del laico por vivir con mayor radicalidad el evangelio, por estar más disponible a cualquier tipo de misión en cualquier parte del mundo, por tener un amor más multiplicador.  ¿Realmente es así, al menos en la mayoría de casos?   Rotundamente creo que es dañino para ambos contraponer los modos de vida y hacerlos competir en dignidad o radicalidad de seguimiento.  Afirmemos categóricamente: el seguimiento cristiano coherente es tan difícil para un laico como par un religioso si es que es llevado hasta sus últimas consecuencias.  Ninguno está exento de la pasión y, afortunadamente, tampoco de la resurrección.

 

Tal vez habría que cambiar el lenguaje o la concepción tradicional de los consejos evangélicos.  Así, los votos de castidad, pobreza y obediencia tienen su contraparte en la vida laical.  Podemos hablar también de fidelidad, austeridad y disponibilidad desde las condiciones propias de un matrimonio.  Hay muchos laicos que viven estos tres valores; y desgraciadamente también hay muchos religiosos que no viven los suyos.  Los estados y estilos religioso y laical no pueden compararse en radicalidad porque son distintos y complementarios.  No podemos caer en esa tentación de compararnos.

 

Por ejemplo, considero inconcebible que se pueda revalorar el matrimonio y ofrecerlo como verdadero camino de santidad mientras hay textos como: <<La virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor [como el matrimonio????] aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo.  Por eso la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio...>>[30].  Poco antes el texto había afirmado la igual dignidad de virginidad y matrimonio.  ¿qué podemos pensar?

 

Sentirnos compañeros en la misión.  Los tiempos actuales de globalización de la economía, cultura, etc., requieren nuevas estrategias apostólicas y, sobre todo, volver a la experiencia fundante del cristianismo: ser una comunidad unida por la fe al servicio de la humanidad.  Esta idea puede traducirse en diversas expresiones.  Los miembros de la Iglesia, más allá de las diferencias jurídicas y de roles, debemos considerarnos comunidad en misión, pueblo de Dios, templos del Espíritu, etc.  Todas estas frases definen algo de lo que la Iglesia es y está llamada a ser.  Si la Iglesia es sacramento de la salvación (LG 1), señal para que el mundo crea, entonces las relaciones de sus miembros deben ser también sacramentales. 

 

Debemos vivir entre nosotros, laicas, laicos, religiosos, religiosas y clérigos relaciones basadas en la caridad de modo que podamos algún día recuperar el atractivo y fascinación que ejercieron las primeras comunidades.  No solamente debemos sentirnos y actuar como compañeros en la misión para dar más fruto; sino que al vivir como amigos en el Señor[31] seremos testimonio verídico del amor de Dios.   En las diversas plataformas dentro de la Iglesia (parroquias, colegios, obras diversas, etc.) como fuera de ella (espacios públicos) los cristianos estamos llamados a vivir la fraternidad de quienes se consideran hijos de un mismo Padre. 

 

A la vez esto puede ser una estrategia importante para la evangelización.  A propósito de nuevas experiencias de colaboración y corresponsabilidad en la misión, se habla de crear redes, de vínculos especiales, incluso sea ha creado un término: el nuevo sujeto apostólico[32].   Por ejemplo, la experiencia de la Red Apostólica Ignaciana en el Perú está demostrando que podemos dar más y mejor fruto si pescamos juntos.  Las relaciones de horizontalidad y especialmente de cariño que vivimos allí son un signo visible de la presencia de Dios con nosotros.   Debemos repotenciar todos los espacios eclesiales y favorecer el encuentro de carismas y espiritualidades.

 

v      A los laicos

 

La invitación especial es al laicado en general, hombres y mujeres, jóvenes y adultos de cualquier espiritualidad.  Nadie puede tomar en serio a quien no se toma en serio a sí mismo.  Por tanto, requerimos de una conversión hacia nuestra propia vocación laical.  Tenemos una gran tarea y una gran deuda para con nosotros mismos.  ¿Qué me pediría a mí mismo y a los demás laicos?

 

·         No encerrarnos en lo eclesial ni dedicarnos sólo a lo del mundo.  Debemos ganar en participación dentro de la Iglesia, pero no podemos olvidar que la Iglesia no tiene como fin a ella misma, sino la evangelización del mundo.  Nuestra presencia activa en ambos espacios consolidará nuestra identidad.  ¡Desde la Iglesia y el mundo a la Iglesia y al mundo... como laicos y ciudadanos!

 

·         No separar fe y vida.  El laico de hoy vive en una permanente tensión.  Por un lado, no puede abdicar de su ser iglesia, de su condición eclesial, de su sacerdocio cristiano.  Por otro lado, no puede abdicar de su ser ciudadano, ser agente político, económico y social en la esfera más pública como tampoco puede abdicar de su ser pareja, padre o madre, hijo, en la esfera más privada.  Siendo siempre íntegros y auténticos, daremos un mejor testimonio.

 

·         No ser clericalistas. Tenemos que eliminar la concepción de que el laico es mejor laico cuanto más se parece a un clérigo.  Tal vez, los más grandes clericalistas de nuestra época somos los propios laicos.  Quitémonos la pereza de pensar y discernir por nosotros mismos y sirvamos así a la misión de la Iglesia.

 

·         Mayor creatividad e intrepidez.  Precisamos audacia para poder salir del letargo, no por un afán reivindicativo, sino por fidelidad a quien tanto nos ama y al sueño que tiene para la humanidad.  Hay que innovar en fidelidad a la Iglesia y dejar que el Espíritu se trasparente a través de nosotros.  Confiemos en que Dios actúa a través de nosotros.

 

·         Tomarnos más en serio la formación.  Todo lo anterior requiere tomarnos más en serio la formación.  No podemos ser sólo excelentes profesionales si la mayoría de veces descuidamos nuestra formación integral para concentrarnos en una especialidad según el mercado, y especialmente descuidamos la formación teológica.  Si queremos mayor participación en la Iglesia, tratemos de que nuestra palabra sea significativa.  El primer medio de evangelización deben ser nuestras acciones, pero debemos estar preparados para hablar de Dios en los lenguajes que Dios requiera.

 

·         Profundizar nuestro ser laical.  El laicado es una vocación, una tara por asumir, un estilo de vida por construir cada vez más cristianamente según lo que Dios pida en nuestros contextos sociales y personales.   Por tanto, estamos llamados a descubrir constantemente la riqueza de esta vocación y ponerla al servicio del Reino.

 

·         Vivir radicalmente nuestro sacerdocio.  No podemos olvidar que el laico es ungido sacerdote con Cristo al ser bautizado en su Espíritu.  Tiene la misión de ofrendar su vida y su quehaceres para gloria de Dios.  Compartimos también el oficio profético (incluyendo el anuncio y la denuncia) y el linaje real de Cristo.

 

·         Recibir nuestra vocación como un don de Dios.  Finalmente, no podemos ser laicos por negligencia: porque no pude ser religioso ni porque me case demasiado joven o algo así.  El ser laico o laica es una vocación cristiana, debemos asumirla agradecidamente como un regalo de Dios, como algo que Dios nos ofrece para nuestra felicidad, como un camino de santidad, un tesoro, una gracia.

 

Quiero y valoro mucho la diversidad de estilos laicales y estoy muy agradecido de laicos y laicas tan diversos que me han enseñado demasiado.  Son un don y enriquecen la Iglesia.  Sin embargo, escribí especialmente esta parte pensando en rostros muy concretos de los miembros de las CVXs a las que me toca servir estos años.  Espero que la Comunidad Mundial de Vida Cristiana siga aportando cada vez más a profundizar la identidad laical[33].