LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO Y EL CAMINO HACIA LA
SANTIDAD
Javier Sesé
(
Artículo publicado en
“Scripta Theologica” 30
(1998/2), 531-557)
1. Un camino de santidad conducido por el Espíritu Santo
La tradición teológica y espiritual cristiana ha resaltado desde muy antiguo el
papel de los siete dones del Espíritu Santo en la santificación del alma. Como
es sabido, aunque la expresión “dones del Espíritu Santo” se puede entender de
forma general, es decir, referida a todo tipo de dádivas divinas, habitualmente
tiene un sentido mucho más específico; recordémoslo con palabras del Catecismo
de la Iglesia Católica, que recogen sintéticamente la doctrina tradicional:
“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu
Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir
los impulsos del Espíritu Santo”[1].
“Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo,
fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo,
Hijo de David (cf Is 11, 1-3). Completan y llevan a su perfección las virtudes
de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a
las inspiraciones divinas”[2].
No es nuestra intención ahora abordar la cuestión teológica de la naturaleza de
estos dones, su relación con las virtudes, su número septenario, etc.[3] Este
artículo quiere enmarcarse en un contexto más teológico-espiritual que
dogmático, más práctico que especulativo. Teniendo en cuenta la abundante
doctrina de los santos y maestros espirituales sobre el papel de los dones en la
santificación del alma, queremos fijarnos sobre todo en una visión clásica de la
vida espiritual cristiana: su presentación como un camino, itinerario o
ascensión.
En ese camino hacia la santidad, la iniciativa y la actividad principal es
divina: la acción del Espíritu Santo en el alma, contando con la libre
cooperación humana. La actitud cristiana de docilidad a esa conducción interior
divina resulta así decisiva en el proceso de la propia santificación. Como
acabamos de leer en el Catecismo, Dios infunde en nuestras almas los siete dones
precisamente con el objeto de facilitar esa docilidad a sus inspiraciones y
mociones; y en este punto es justamente donde completan y perfeccionan a las
virtudes. La santidad del alma crecerá así en la medida de una mayor docilidad a
la acción del Espíritu Santo, y por tanto, en la medida de un mayor arraigo y
desarrollo de esas “disposiciones permanentes” que son los dones.
Por otra parte, la enumeración clásica de los siete dones del Espíritu Santo,
tomada de Isaías 11, 1-3, ha sido vista por la tradición teológica y espiritual
como una cierta gradación de la actuación del “Espíritu septiforme” en el
cristiano[4]: el espíritu de sabiduría sería la culminación de un proceso
iniciado desde el temor de Dios. Es el itinerario que presenta, entre otros, San
Agustín:
“Cuando el profeta Isaías recuerda aquellos siete famosos dones espirituales,
comienza por la sabiduría para llegar al temor de Dios, como descendiendo desde
lo más alto hasta nosotros, para enseñarnos a subir. Parte del punto adonde
nosotros debemos llegar, y llega al punto donde nosotros comenzamos. Dice, en
efecto: ‘descansará sobre El el Espíritu de Dios, Espíritu de sabiduría y de
inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de
piedad, Espíritu de temor de Dios” (Is 11, 2-3). A la manera, pues, que el Verbo
encarnado, no aminorándose, sino enseñándonos, desciende desde la sabiduría
hasta el temor; así debemos nosotros elevarnos desde el temor a la sabiduría, no
llenándonos de soberbia, sino progresando, ya que ‘el temor es el inicio de la
sabiduría’ (Prov 1, 7) (…)
Por esta razón se coloca en el primer lugar la sabiduría, que es la verdadera
luz del alma, y en el segundo el entendimiento. Como si a los que le preguntan:
¿de dónde hay que partir para llegar a la sabiduría?, les respondiera: del
entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al
consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para
llegar a la ciencia? De la piedad. ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego
desde el temor a la sabiduría, porque ‘el temor de Dios es el inicio de la
sabiduría’ (Prov 1, 7)”[5].
Este papel gradual de la acción divina a través de los siete dones es el que
queremos presentar aquí. La frase de los Proverbios citada dos veces en ese
texto de San Agustín, combinada con la enumeración “desdendente” de Isaías, es
precisamente la fuente principal de casi todos los autores que defienden esta
visión progresiva de la acción del Espíritu divino en el alma, por la sucesiva
intervención de los siete dones.
No obstante, conviene aclarar desde el principio que se trata de un “modelo”
teológico-espiritual que no conviene extralimitar. En efecto, esta visión puede
servir de orientación para comprender el proceso de santificación del alma, y
también de ayuda práctica en la vida ascética; pero no pretendemos afirmar que
exista una estricta periodización de la vida espiritual en siete etapas bien
delimitadas, según los dones, como tampoco pretenden eso otros modelos clásicos
como el de las tres vías, o el de las moradas teresianas, por poner sólo dos
ejemplos bien conocidos, entre muchos otros, abundantes en la literatura
espiritual.
La acción del Espíritu divino es riquísima y variadísima en la vida de millones
de cristianos de todas las épocas, y no está predeterminada por esquemas y
periodizaciones rígidas; aunque también es cierto que esa actividad divina sigue
una lógica que nos permite, aunque sin rigideces, poder presentar unos rasgos
generales y comunes de la vida cristiana lo más universales posibles.
En particular, los siete dones desempeñan un papel importante desde el principio
hasta el final del camino de santidad; como lo juegan las virtudes, los
sacramentos, la oración, etc. Hay algo de cada uno de ellos en cada etapa, e
incluso en cada acto de la vida cristiana. Pero también nos parece que existe
una mayor necesidad y predominio del temor de Dios en los primeros pasos de ese
itinerario, mientras la sabiduría se suele enseñorear de la vida contemplativa y
de intenso amor a Dios de las almas más santas; por hablar sólo de los dos
extremos de la cadena.
Sea como sea, nos parece que una reflexión sobre cada uno de los aspectos de
esta septiforme intervención divina en el cristiano, puede ser de gran utilidad
para una mayor comprensión teológica de la persona y la actuación del Espíritu
Santo, y para una mejora interior personal de cada uno en la docilidad a sus
impulsos e inspiraciones.
2. El temor de Dios y la lucha contra el pecado
Santidad significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de
mancha. Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de
Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de
todo cristiano, con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo
ha alcanzado la impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos
hablan con más atrevimiento de una profunda, continua y transformante
identificación con Dios en las cumbres de la santidad, están convencidos de
poder perder en cualquier momento esa situación privilegiada -que además ven
siempre como don inmerecido- y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy
alejados que en esos momentos se vean de él[6].
No obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente
contra el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas,
claramente dominadas y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros
pasos de aquellos que se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar
marcados por una gran necesidad de conversión, de purificación interior, que
aleje de forma determinante el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible
de la inclinación al mal, para poder dirigir de verdad su inteligencia, su
voluntad y sus sentidos a Dios como objetivo principal, y cuanto antes fin
único, incluso, de su existencia.
Los libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos,
recomendaciones, propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el
pecado y sus adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”, … Pero
entre ellos hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada
particularmente como Espíritu de temor de Dios.
Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los pecados, y sólo El puede ayudar
eficazmente al alma a alejarse del peligro del pecado. El miedo al mismo pecado
y a sus consecuencias (el castigo que merece, el daño causado a la propia alma y
a los demás) puede ayudar, pero tiende a quedarse muy corto; más aún, si ese
miedo se entiende como temor a Dios, a su justicia vindicativa, puede ser
incluso contraproducente, al falsear la auténtica imagen de un Dios que, ante
todo, es Padre, Amor y Misericordia: atributos sin los que no se puede entender
la verdadera Justicia divina.
El don de temor de Dios se nos presenta desde otra perspectiva, que en el fondo
es precisamente la perspectiva del Amor. Como tantos escritores cristianos han
subrayado desde la antigüedad, se trata, en efecto, de un temor filial, no
servil: por eso subrayamos que es temor de Dios.
Sí se puede hablar de una cierta componente servil de ese temor, en cuanto
refuerza precisamente el miedo al propio pecado y a los peligros de dejarse
dominar por el demonio, o lo carnal. De ahí, en particular, que Santo Tomás de
Aquino relacione este aspecto del don de temor con la virtud de la templanza[7].
Pero, sobre todo, este don divino nos hace comprender la maldad del pecado como
ofensa a Dios, como pérdida del amor de Dios, como infidelidad del hijo con su
Padre. Es el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno, en el pecador que se
arrepiente; o el temor de poder ofenderle y así alejarse de su maravilloso amor,
o perderlo para siempre incluso, en el que desea huir lo más lejos posible del
pecado.
El hijo pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de
sus consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento
la amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un
verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e
iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no
soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y
levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y,
compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15,
18-20).
De forma sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las
claves del verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa
Teresa del Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera tratar de hacerle
compender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que
confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos
hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos
se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el
sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se
arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo
quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo
pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese
padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya
sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más
de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su
hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el primer hijo,
querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su padre podrá
amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”[8].
Este aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro
juicio, el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a
Santo Tomás, con la virtud de la esperanza[9]. La esperanza es deseo y
confianza, y ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y
misericordiosa de Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que
es Espíritu de Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su
poderoso atractivo enciende nuestro deseo.
Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también una
particular relación con la virtud de la humildad[10]; lo cual además resulta
coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En
efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el
don de temor afianza ese fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar
el conocido texto teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en
verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y
ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”[11]. Esta doble verdad
queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la
distancia abismal que separa a la criatura del Creador.
Así lo enseña otro de los grandes maestros de la humildad, San Benito: “El
primer grado de humildad consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor
de Dios, huya echarlo jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios
tiene mandado, considere de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por
sus pecados a los que menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada
para los que le temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios,
de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad
propia, procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios
le está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad
ve en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada
instante. Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre
tiene presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros
corazones y todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los
pensamientos de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis
pensamientos’ (Ps 138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps
75, 11)”[12].
Al mismo tiempo, el don de temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos
separa de Dios, confiados sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es
la verdadera humildad cristiana: la que, convencida de su nada se lanza
audazmente en brazos del que lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús,
en una oración que parece particularmente dirigida por la humildad y el temor de
Dios:
“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí caída en un pecado,
cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis!
¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria!
Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar
alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace
devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que
cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer
que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa;
el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que
Dios en ellos puso; el alabaros porque dejastes tal medicina y ungüento para
nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan. Espántanse
de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de misericordia tan
grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no
se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”[13].
Por todo lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de
Dios en determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del
sacramento de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la
mortificación voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del
alma, etc. En cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo
particularmente este don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que
Dios frecuentemente les fortalece en momentos determinados de su vida. Son
tiempos de “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18).
Así se explica también que el mismo Jesucristo, a pesar de la total ausencia de
pecado en su vida, dispusiera de este don y lo utilizara; particularmente frente
a las tentaciones del diablo en el desierto, y más claramente aún en la agonía
del huerto y en el momento cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres,
aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42);
y el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al
“Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores
ejemplos de la fuerza y hondura que puede alcanzar el don de temor de Dios en un
alma santa, reforzando la confianza y el abandono en Dios.
Tampoco María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y
humildad que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor
de su Hijo, no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz, no se explican
sin una fuerte y clara intervención del don de temor de Dios.
3. Piedad y vida de oración
Conforme el alma va alejándose del pecado y sus peligros, crece también su
cercanía e intimidad con Dios; o mejor: es un progresivo enamoramiento del Señor
el que la purifica y afianza en sus disposiciones. Debe empezar así una
auténtica vida de oración, de trato personal con Dios.
La oración, por lo menos la oración vocal, aparece en la vida cristiana ya desde
los primeros balbuceos conscientes del niño bautizado, o desde los primeros
pasos del adulto hacia la conversión; pero es a raíz de una mayor determinación
en el seguimiento de Jesucristo, cuando el cristiano empieza a descubrir la
riqueza de la oración litúrgica, de las fórmulas devocionales clásicas, y de la
oración mental o meditación. Es en este momento, a nuestro entender, cuando el
don de piedad va tomando el relevo al de temor de Dios, cada vez con más fuerza.
Como virtud humana, la piedad es justamente la virtud característica del trato
entre padres e hijos. Cuando hablamos de piedad en el trato con Dios queremos
acentuar el espíritu de devoción, de cariño filial, en definitiva, que debe
fomentarse en la oración y demás prácticas de la vida cristiana; evitando así,
el mero formalismo, la rutina. Como nos propone San Josemaría Escrivá: “Descansa
en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de
infinito amor. -Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres,
¡que le quieres muchìsimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo
suyo”[14].
Hay una fuerte componente de lucha personal, de ejercicio de las virtudes con la
ayuda de la gracia, en el afianzamiento de esas disposiciones interiores en el
alma. Pero lo más profundo y valioso de la piedad cristiana no se explica sin la
intervención del don de piedad; pues sólo el Espíritu de Amor, fruto en el seno
de la Trinidad del mismo trato paterno-filial entre Dios Padre y Dios Hijo,
puede enseñarnos los secretos de esa intimidad amorosa divina, y darnos el amor
con que amar realmente a Dios como El nos ama y merece ser amado; y el don de
piedad, que el mismo Espíritu divino nos da, es la disposición necesaria para
que seamos capaces de comprender y valorar ese amor, aplicarlo de hecho a
nuestra vida cristiana, e incluso para ser capaces de manifestar al Señor
nuestro amor.
Así lo explica magistralmente San Juan Crisóstomo, glosando conocidas frases de
San Pablo: “Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: ‘Señor,
Jesús’, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu
Santo (cfr. 1 Cor 12, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar
con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: ‘Padre nuestro que estás en los
cielos’. Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios.
¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: ‘Y, por ser hijos, envió Dios a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre’ (Gal 4, 6).
Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien,
al mover tu alma, te ha dado esa oración”[15].
El don de piedad se hace así especialmente valioso en la participación en los
sacramentos, particularmente en la Sagrada Eucaristía; en el rezo de la Liturgia
de las Horas; en el Santo Rosario y las prácticas de piedad mariana; en los
tiempos dedicados a la oración mental personal; en el examen de conciencia, etc.
Es decir en todas las variadísimas formas de la oración cristiana, como nos
enseña el Catecismo: “El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser,
es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición
viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes,
pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos”[16].
Más aún, este espíritu de piedad nos ayuda a armonizar oración personal y
litúrgica, pública y privada: a dar a toda oración su pleno valor eclesial. Así
lo explica Santa Edith Stein, con una honda comprensión de la acción del
Paráclito en la Iglesia y en el cristiano: “no se trata de contraponer las
formas libres de oración como expresión de la piedad ‘subjetiva’ a la liturgia
como forma ‘objetiva’ de oración de la Iglesia: a través de cada oración
auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en
cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por
nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26). Esa es la oración auténtica, pues
‘nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo’ (1 Cor 12, 3)”[17].
La piedad filial proporciona también una cierta participación en la piedad
paternal. El buen hijo aprende a ser buen padre, y por tanto, buen hermano. El
que se acostumbra a dejarse guiar por el Espíritu de piedad, penetra no sólo en
los sentimientos filiales del Hijo, sino también en los paternales del Padre. El
don de piedad traslada así los mismos rasgos que confiere a las relaciones del
cristiano con Dios hacia las relaciones con los demás hijos de Dios; con
sentimientos y actitudes no sólo de hermano mayor, sino de verdadero padre.
Oigamos de nuevo a Santa Edith Stein:
“El primer paso es estar unidos con Dios, pero a éste le sigue inmediatamente un
segundo. Si Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros del Cuerpo Místico,
entonces nuestras relaciones mutuas son de miembro a miembro, y todos los
hombres somos uno en Dios, una única vida divina. Si Dios es Amor y vive en cada
uno de nosotros, no puede suceder de otra manera, sino que nos amemos con amor
de hermanos. Por eso precisamente es nuestro amor al prójimo la medida de
nuestro amor a Dios (…) Cristo ha venido al mundo para reintegrar al Padre la
humanidad perdida, y quien ama con su amor quiere también a los hombres para
Dios y no para sí. Este es, sin duda alguna, el camino más seguro para poseerlos
eternamente, pues si hemos acunado a un hombre en Dios, entonces llegamos a ser
uno con él en Dios”[18].
“Acunar” al prójimo como un padre, como una madre: expresión atrevida de esta
santa, pero apropiada para entender hasta donde debe llegar la piedad cristiana,
el amor cristiano, bajo la guía del Espíritu de Amor y de piedad.
En particular, la oración dominical, paradigma de la piedad cristiana, une
estrechamente esos dos sentidos de la piedad, hacia Dios y hacia los demás, en
una de sus manifestaciones principales, la misericordia: “perdona nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Jesús mismo nos da de nuevo ejemplo de piedad profunda, movida por el Espíritu,
tanto en sus frecuentes ratos de recogimiento y soledad dedicados al diálogo
íntimo con su Padre, como en su forma de vivir el sábado judío, de acudir a
rezar al templo de Jerusalén, etc.; y desde luego, en los desvelos de su Sagrado
Corazón, que sale siempre al encuentro del hijo, del hermano, del amigo
necesitado.
Ese mismo Espíritu de piedad brilla con fuerza en la imagen clásica de María
recogida en oración, con frecuencia representada precisamente con la paloma que
simboliza a la Tercera Persona de la Trinidad sobrevolando su cabeza, en el
momento de la Anunciación y Encarnación del Verbo; y brilla con no menos vigor
en su Inmaculado Corazón maternal, tan unido siempre al Corazón de Cristo. Por
eso, exclama San Buenaventura: “¡Oh, qué Madre más piadosa tenemos!
Conformémonos con nuestra Madre e imitemos su piedad. Tanta compasión tuvo de
las almas, que reputó como nada todos los daños y padecimientos temporales. Del
mismo modo séanos agradable crucificar nuestro cuerpo por la salvación de
nuestra alma”[19].
4. La ciencia de lo divino
Los dones de temor y piedad han introducido ya al cristiano por caminos de
oración y de intimidad con Dios, de lucha interior y de ejercicio de las
virtudes. Pero el cristiano es un “viador”, un ser que vive en el mundo, que
recorre su camino hacia Dios en un contexto personal, familiar, social,
profesional y cultural determinado; incluso en el caso de los que, siguiendo una
peculiar vocación divina, renuncian a determinados aspectos de esa vida en el
mundo, para testimoniar ante todos la grandeza de los dones divinos y de Dios
mismo. Esa condición personal de cada uno y su posición en el mundo es asumida y
querida por Dios, o incluso propuesta expresamente por El con una llamada
específica, como elemento decisivo de su camino de santidad; una vez liberada,
desde luego, de sus condicionamientos pecaminosos, con la ayuda del don de
temor, y orientada hacia el amor divino, con la ayuda del don de piedad. Para
ayudarnos a desenvolvernos cristianamente en ese entorno, nos ofrece el Espíritu
Santo el don de ciencia.
En efecto, con la fe, el cristiano no sólo conoce a Dios mismo y sus misterios,
sino que se adentra en todo lo relacionado con Dios, y en particular, sobre
todo, en la realidad del mismo ser humano y del mundo vistos a la luz de su
relación con la Trinidad. La fe es un foco poderoso que ilumina hasta los
rincones más ocultos de la vida humana, desvelando sus dimensiones más profundas
y, por tanto, también más humanas, pues sólo en Cristo, Dios y Hombre verdadero,
se encuentra la plenitud de sentido del hombre y del mundo.
La luz de la fe es muy poderosa, pero en una paradoja misteriosa, es a la vez
oscura, pues no se apoya en la visión, la evidencia o el razonamiento, sino en
la aceptación libre y confiada de la Palabra de Dios, en una adhesión personal a
la misma Palabra encarnada, Jesucristo. En la vida eterna sí alcanzaremos la
visión del mismo Dios, y en él comprenderemos también los misterios del hombre y
del mundo; pero como un anticipo de esa luz definitiva, el Espíritu Santo,
Espíritu de Verdad, nos da nuevas luces que permiten, por decirlo así, ampliar
la potencia luminosa de la fe. Una de ellas es el don de ciencia, que
distinguimos de los de entendimiento y sabiduría, y consideramos inferior,
porque su fin no es iluminarnos sobre Dios mismo, sino precisamente sobre el
hombre y el mundo.
Así lo explica Santo Tomás de Aquino: “Dos cosas se requieren de nuestra parte
respecto de las verdades que se nos proponen parar creer. Primera, que sean
penetradas y captadas por el entendimiento, y es lo que compete al don de
entendimiento. Segunda, que el hombre forme sobre ellas un juicio recto, que
ordene a la adhesión a las mismas y la repulsa de los errores opuestos. Este
juicio corresponde al don de sabiduría cuando se refiere a las cosas divinas; al
don de ciencia, si versa sobre las cosas creadas, y al don de consejo, cuando
considera su aplicación a las acciones singulares”[20].
El don de ciencia es como un foco de luz divina vuelto hacia la tierra. Con su
ayuda, el cristiano adquiere una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo
en sus inspiraciones y mociones respecto a las cosas creadas. Es decir, por una
parte, profundiza en el conocimiento de esas dimensiones más profundas, divinas,
que la fe le ha descubierto en sí mismo y en cuanto le rodea; por otra, le
permite transformar cualquier actividad humana en algo santo y santificante, en
la medida, precisamente, de esa profundización y de cómo deja penetrar al
Espíritu divino con docilidad en todo lo que hace, para que El grabe su impronta
sobrenatural.
No se trata de una ciencia infusa, que sería más bien un don extraordinario de
Dios. Es decir, el don de ciencia no nos permite saber más matemáticas,
biología, historia o antropología; sino que ilumina esas y otras ciencias
humanas, y cualquier arte, oficio o actividad, hasta hacernos comprender y
asimilar su sentido último en Dios, y ayudarnos a unir nuestro propio ser al
divino en el desempeño mismo de esas ciencias, trabajos y acciones.
Digámoslo con las palabras de uno de los más importantes difusores de este afán
de divinización de las realidades terrenas, San Josemaría Escrivá: “Nuestra fe
nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los
astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el
sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se
ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no
nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece
los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es
El quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce
la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”[21].
El don de ciencia nos parece, pues, un don clave en la solución -práctica y
teórica- al problema clásico de las relaciones entre acción y contemplación,
entre Marta y María; o expresado de otra forma, en la consecución de la
necesaria unidad de vida que permita al cristiano no sólo alejar el pecado de su
vida, y ser piadoso con Dios en los momentos dedicados expresamente a El, sino
orientar todo su quehacer a la Trinidad, hacer de todas sus acciones una
profunda manifestación de amor[22].
Para esto resulta necesario, sin duda, alcanzar una mínima purificación del alma
y un cierto hábito de oración. De ahí que, aunque el don de ciencia actúa desde
el momento mismo en que la fe y la gracia se asientan en el alma, empieza a dar
sus mejores frutos cuando los dones de temor de Dios y piedad han preparado ya
al cristiano para entrar en sintonía con Dios. Además, el propio don de ciencia
ayuda a purificar el alma, al enseñarle a distinguir lo bueno y lo malo en su
vida y en el mundo que le rodea.
Así lo explica San Buenaventura: “Se dice la ciencia gratuita ciencia de los
santos, porque no tiene mezclado nada de viciosidad, nada de carnalidad, nada de
curiosidad, nada de vanidad (…) El que tiene la ciencia para discernir lo santo
y lo profano, debe abstenerse de todo lo que puede embriagar, esto es, de toda
delectación superflua en la criatura; ésta es el vino que embriaga. Si uno, ya
por vanidad, ya por curiosidad, ya por carnalidad, se inclina a la delectación
superflua, que es en la criatura, no tiene la ciencia de los santos”[23].
Son abundantes las manifestaciones del don de ciencia en la vida de Jesucristo.
Más aún, toda su vida, desde los nueve meses en el seno de su Madre hasta su
Ascensión a los cielos, viene a constituir un completísimo “tratado” de esta
ciencia de la presencia de lo divino en lo humano y de la santificación de las
realidades terrenas. Destaquemos en particular los panoramas que abren el
comportamiento de Cristo y el don de ciencia en los ámbitos más corrientes y
comunes de la vida humana: la familia, el trabajo, el trato con los demás, el
descanso y la diversión, la cultura, la vida social, económica y política, etc.
Por ese mismo camino nos conduce la “ciencia” de la vida corriente de María,
como mujer, esposa, madre, ama de casa, etc. Así lo expresa la Beata Isabel de
la Trinidad: “¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María
a todas las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella, pues la
Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”[24].
5. Fortaleza en la lucha ascética
Ya tenemos al cristiano, con la ayuda de los dones de temor, piedad y ciencia,
embarcado en una lucha decidida contra el pecado, buscando la intimidad con
Jesucristo y procurando orientar todo su quehacer hacia Dios. Pero ese camino de
santidad así iniciado y afianzado no es un camino fácil. La santidad misma es
exigente; más aún, heroica; y las acciones que la llamada de Dios nos invita y
mueve a realizar suponen lucha, esfuerzo, sacrificio, entrega.
La naturaleza humana, y más si es virtuosa, tiene buenas capacidades, ampliadas
y reforzadas notablemente por la gracia y las virtudes infusas, que orientan
además esa lucha hacia su verdadero fin, dándole su sentido pleno en el amor a
Dios y a los demás. Pero sólo Dios es el verdaderamente fuerte, como nos explica
San Buenaventura: “La fortaleza dimana, como de principio sólido, sublime y
fuerte, de Dios; y Dios eterno es el origen de la fortaleza de todas las cosas,
porque nada es poderoso ni fuerte sino en virtud de la fortaleza del primer
principio. Esta fortaleza desciende, pues, de Dios, que nos protege como de
primer principio según las disposiciones jerárquicas; y esta fortaleza convierte
a todo hombe en rico, y seguro, y poderoso, y confiado”[25].
En consecuencia, sólo el que está fortalecido por el Espíritu divino es capaz de
afrontar con garantías de éxito los momentos más duros de la lucha interior,
superar los obstáculos más problemáticos en el camino de la santidad, afrontar
las empresas apostólicas más audaces. Con el don de fortaleza, el alma cristiana
encuentra los medios que facilitan en ella esa acción realmente poderosa del
Espíritu Santo, que por sí misma es incapaz de realizar.
Por ese camino busca el Beato Juan Ruusbroec relacionar el don de fortaleza con
el anterior, el de ciencia: “Si el hombre quiere acercarse a Dios y elevarse en
sus ejercicios y en toda su vida, debe hallar la entrada que lleva de las obras
a su razón de ser y pasa de los signos a la verdad. Así vendrá a ser señor de
sus obras, conocerá la verdad y entrará en la vida interior. Dios le da el
cuarto don, a saber, el espíritu de fortaleza. Así podrá dominar alegrías y
penas, ganancias y pérdidas, esperanzas y cuidados relativos a las cosas
terrenas, toda suerte de obstáculos y toda multiplicidad. De esta suerte el
hombre viene a ser libre y desprendido de todas las criaturas”[26].
Resulta significativo, a nuestro entender, que este don aparezca ocupando un
puesto central en la tradicional enumeración septenaria. En efecto, desde esta
perspectiva gradual de la vida espiritual, son los años centrales de la vida de
la mayoría de los cristianos los más necesitados de una actividad constante de
ese don; pues, en esos años, la perseverancia, la paciencia, la constancia en la
lucha contra los propios defectos, en subir el tono cristiano de la propia vida,
en ayudar con mayor efectividad a personas con las que quizá se lleva ya mucho
tiempo conviviendo, exigen un ejercicio especial de fortaleza que parece
justamente el más cercano a esa labor callada, pero constante y eficaz, que es
la más habitual del Paráclito.
Son momentos, además, en que se puede dar un cierto conformismo en la vida
interior, que olvide las exigencias últimas de la llamada a la santidad. La
docilidad al don de fortaleza ayuda a romper esa peligrosa dinámica y a llenar
de ambición el corazón. Con impresionante vigor lo expresa otro conocido y muy
citado texto teresiano: “No os espantéis, hijas, que es camino real para el
cielo. Gánase por él gran tesoro, no es mucho que cueste mucho, a nuestro
parecer. Tiempo vendrá que se entienda cuán nonada es todo para tan gran precio
(…) importa mucho, y el todo (…) una grande y muy determinada determinación de
no para hasta llegar a ella (el “agua de vida”), venga lo que viniere, suceda lo
que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera
llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos
que hay en él, siquiera se hunda el mundo”[27].
De todas formas, en muchas personas también, el primer paso o pasos de
conversión y de respuesta a la llamada divina pueden necesitar una sensible
intervención de este don; y a su vez, los momentos cumbres y finales de la vida
de muchos santos les enfrentan a situaciones realmente heroicas, que no se
explican sin una gran dosis de fortaleza divina: pensemos, sin ir más lejos, en
el emblemático caso del martirio, realidad siempre presente y edificante de la
santidad en la Iglesia.
Así concluye, por ejemplo, el relato de una de las actas martiriales más
impresionantes de la antigüedad, el martirio de las santas Perpetua y Felicidad:
“¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para
gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece y honra y
adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los
antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas
virtudes atestiguen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que
obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor
nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos.
Amén”[28].
Por todo lo dicho, quizá sea el de fortaleza uno de los dones que, al menos en
sus manifestaciones, se hace más omnipresente en la vida cristiana. Es difícil
encontrar un aspecto o un momento de la misma que no necesite de esa fortaleza
divina; o por lo menos, en que al cristiano no le convenga recurrir a ella para
afianzarse y ser más eficaz.
En la vida de Nuestro Señor y de su Madre, encontramos momentos emblemáticos de
fortaleza humana y fortaleza divina, con la Cruz, desde luego, en primer plano.
Pero el fuerte tirón, también sentimental, que suele producir en nosotros la
consideración de la Pasión y muerte del Señor, con su Madre dolorosa al lado, no
nos puede hacer olvidar la constante búsqueda de esa fortaleza divina que
encontramos en todo el comportamiento de Jesucristo, dejándose llevar siempre
por el Espíritu, buscando con afán la intimidad de su Padre, perseverando con
paciencia en una labor de almas poco agradecida: desde la insistente oposición
farisaica hasta la fragilidad de la fidelidad de apóstoles y discípulos, pasando
por la caprichosa versatilidad de las masas.
En cuanto a María, así ensalza San Buenaventura los frutos de su fortaleza en
beneficio nuestro: “¿Y de quién es esta estima y precio? De esta mujer, Virgen
bendita, es el precio, por el que podemos obtener el reino de los cielos, o
también es de ella, o sea tomado de ella, pagado por ella y poseído por ella;
tomado de ella en la encarnación del Verbo, pagado por ella en la redención del
género humano, y poseído por ella en la consecución de la gloria del paraíso.
Ella produjo, pagó y poseyó este precio; luego es suyo en cuanto ella es la que
lo origina, lo paga y lo posee. Esta mujer produjo aquel precio como fuerte y
santa; lo pagó como fuerte y piadosa, y lo posee como fuerte y valerosa”[29].
6. Un Espíritu consejero
La virtud de la prudencia y la luz de la fe van arraigando en el alma que se
encamina por estos senderos de santidad, y le van conduciendo por sus vericuetos
con eficacia, en la medida de la propia docilidad a la gracia. Además, la rica
tradición espiritual de la Iglesia acumulada en estos veinte siglos proporciona
un caudal de conocimientos y consejos prácticos impresionante; entre los que
resulta fácil encontrar una recomendación o ayuda oportuna para cada situación,
tanto personalmente como en la dirección o acompañamiento espiritual. Se trata
además de una experiencia ascética muy decantada y bien cribada; por lo menos en
los puntos más frecuentes y comunes a la vida espiritual cristiana.
Sin embargo, la misma grandeza de la santidad y el progresivo adentramiento en
la atractiva pero misteriosa intimidad divina, y junto a ello, con frecuencia,
la complejidad de la psicología y el espíritu humano, necesitan algo más, mucho
más incluso, de lo que la propia experiencia, el sentido común y sobrenatural,
los buenos libros o los buenos directores nos pueden decir. Resulta ya casi
tópica, pero cierta, en particular, la constatación de la dificultad de dirigir
espiritualmente a un santo: la hagiografía está llena de ejemplos y anécdotas
-algunas muy duras- al respecto.
Un vez más, el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda con sus dones. El don de
consejo es mucho más que una recomendable fuente de consulta y criterio en
momentos de apuro; es como tener al mismo Dios como director espiritual: es una
participación en el mismo Espíritu consejero; es como leer en el libro abierto
de la experiencia interior del mismo Jesucristo.
No es fácil, sin embargo, leer en ese libro, aceptar los consejos divinos y
seguirlos, con todas sus consecuencias. Como en el caso de los demás dones, hay
intervenciones del Espíritu de consejo desde los primeros pasos de la vida
cristiana. Pero, llegados ya en nuestra reflexión al quinto don, hemos subido un
buen número de peldaños en este proceso gradual de docilidad a la acción
santificadora divina; y para los que, en nuestra propia vida, no hemos llegado
tan lejos, nos resulta muy difícil penetrar en esa psicología sobrenatural de
los santos, guiados por el consejo divino; experiencia de santidad que, al
hablar de los dos últimos dones, todavía nos resultará más excelsa, misteriosa e
inalcanzable; pero a ella nos sigue invitando la llamada de Dios.
De todas formas, no olvidemos que la naturaleza propia de los dones es facilitar
la docilidad; y el don de consejo, por tanto, es un potente receptor para oír la
voz de Dios en el fondo de nuestra alma, o para descubrirla a través de
acontecimientos aparentemente intrascendentes; y también un potente motor para
poner esos consejos en práctica.
Insistamos, además, en que seguimos hablando de nuestra condición cristiana
normal en esta tierra, del ámbito de la fe; y que, por tanto, oír la voz de Dios
no significa necesariamente comprenderla: hay una fuerte componente de
arriesgado salto en el vacío en el seguir las inspiraciones del Espíritu de
consejo; y quizá, más ciego y más arriesgado conforme el alma es más santa y
Dios le pide más. Es lo que expresan bellamente los conocidos versos de San Juan
de la Cruz: “Cuanto más alto subía / deslumbróseme la vista, / y la más fuerte
conquista / en oscuro se hacía; / mas, por ser de amor el lance, / di un ciego y
oscuro salto, / y fui tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”[30].
El alma se arriesga, y mucho, en ese “oscuro salto”; pero, como se desprende de
estos versos del místico castellano, en la medida de la generosidad personal,
Dios también da más. Usando símiles toreros y montañeros, podemos asegurar que
el Espíritu Santo no es un guía que mira los toros de la barrera; sino un
experto cabeza de cordada, que conoce a la perfección el camino, estudia con
minuciosidad el itinerario, atraviesa en primer lugar los pasos difíciles,
asegura bien la cuerda antes de que nosotros pasemos, e incluso, si es
necesario, nos sube a pulso con sus poderosos brazos. Ningún santo que se ha
lanzado al vacío siguiendo las inspiraciones divinas se ha estrellado.
El don de consejo cobra además particular valor en el apostolado y la dirección
de otras almas. A la hora de servir a los demás, es imprescindible comprender
que sólo somos instrumentos en manos de Dios, y que sólo el propio Espíritu
Santo puede realmente aconsejar y dirigir a otros. Es la recomendación que hace
San Ignacio de Loyola al director de los ejercicios espirituales, y que resulta
sin duda aplicable a toda circunstancia similar: “más conveniente y mucho mejor
es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la
su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que
mejor podrá servirle adelante. De manera que el que los da no se decante ni se
incline a la una parte ni a la otra; mas estando en medio como un peso, deje
inmediate obrar al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y
Señor”[31].
Y es la misma doctrina que recuerda con claridad San Juan de la Cruz: “Adviertan
estos tales y consideren que el Espíritu Santo es el principal agente y
promovedor de las almas; que nunca pierde el cuidado de ellas y de lo que las
importa para que aprovechen y lleguen a Dios con más brevedad y mejor modo y
estilo; y que ellos no son los agentes, sino instrumentos solamente para
enderezar las almas por la regla de la fe y ley de Dios, según el espíritu que
Dios va dando a cada uno. Y así su cuidado sea no acomodar al alma a su modo y
condición propia de ellos, sino mirando si saben por donde Dios las lleva; y si
no lo saben, déjenlas y no las perturben”[32].
Aquí, más que nunca, somos sólo un eco de la voz divina; aunque eco libre y
responsable, del que el mismo Paráclito se quiere servir en esa normalidad que
le gusta dar a su actuación en las almas. “Como los cuerpos resplandecientes y
translúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven
brillantísimos y por sí mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas
portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven
espirituales y proyectan la gracia en otros”[33], nos enseña bellamente San
Basilio.
Forma parte del gran misterio de la Encarnación del Verbo cómo Jesús, con toda
su sabiduría humana y divina, se deja sin embargo continuamente guiar por el
Espíritu Santo, y prácticamente no da ningún paso sin esa íntima inspiración y
conducción. Así resume San Bernardo la acción de los cinco primeros dones en la
obra redentora de Cristo: “sumiso al Padre por el espíritu de temor, se
compadeció del hombre por el espíritu de piedad, y con el espíritu de ciencia
discernió qué debía dar a cada uno de los litigantes. Por el espíritu de
fortaleza triunfó del enemigo y con el espíritu de consejo escogió esta manera
tan inaudita de triunfar”[34].
Por su parte, tras la aparente sencillez de las palabras de María en Caná:
“haced lo que El os diga” (Jn 2,5), se esconde el mejor de los consejos del
Espíritu, que en ella habita de forma excelsa desde el momento de su Inmaculada
Concepción.
7. La inteligencia contemplativa de los misterios de Dios
Con el don de inteligencia o entendimiento entramos ya en el mundo de la
contemplación, y por tanto, de la mística: mundo apasionante para el alma que
por él se encamina, y para la reflexión teológica; pero, por ello mismo, difícil
y delicado. Estamos ya en los umbrales de la santidad misma, de la unión íntima
con Dios. Pero no hablamos de algo raro o extraordinario: los dones de
entendimiento y sabiduría son tan “normales”, tan propios de todo cristiano,
como los otros cinco. Lo extraordinario en la vida espiritual son otros carismas
muy particulares. Recordemos lo que dice claramente al respecto el Catecismo de
la Iglesia Católica:
“El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo
mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en El, en el misterio de la
Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque
las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean
concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a
todos”[35].
El don de entendimiento hace directa referencia justamente a esos misterios
divinos, abriéndonos el camino de su contemplación y de la unión de amor con
Dios, que culminará el don de sabiduría. Por la fe conocemos ya esos misterios y
los aceptamos plenamente; pero la potente luz intelectual de la fe queda
condicionada por los límites de nuestra inteligencia humana. El Espíritu de
Verdad viene entonces en nuestra ayuda, y con este don nos abre las puertas del
misterio divino, para que penetremos en él.
Con Santa Catalina de Siena, podemos cantar en oración las excelencias de este
don: “Eres fuego que siempre arde y no se consume; Tú, el Fuego, consumes en tu
calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; Tú
iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda
luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y
perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe veo que mi alma tiene
vida y con esta luz recibe la luz”[36].
No se trata, sin embargo, de la luz de la visión beatífica; ni tampoco de la luz
encendida mediante pruebas o demostraciones: seguimos en el ámbito propio de la
fe. Por ello, la contemplación propia del don de entendimiento todavía tiene
mucho de oscuridad: de “noche”, en el lenguaje popularizado por San Juan de la
Cruz; pero una noche que, en misteriosa paradoja divina, facilita el encuentro
con Dios:
“Esta noche oscura es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas.
Llámala noche, porque la contemplación es oscura; que por eso la llaman por otro
nombre mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida,
en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni
espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y
natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo;
lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo, porque esto no se
hace en el entendimiento que llaman los filósofos activo, cuya obra es en las
formas y fantasías y aprehensiones de las potencias corporales, mas hácese en el
entendimiento en cuanto posible y pasivo, el cual, sin recibir las tales formas,
etc., sólo pasivamente recibe inteligencia sustancial desnuda de imagen, la cual
le es dada sin ninguna obra ni oficio suyo activo”[37].
Lo característico del don de entendimiento es, entonces, la intuición;
conocimiento intuitivo que es, a su vez, el constitutivo formal de la
contemplación: “simplex intuitu veritatis”, según la clásica fórmula de Santo
Tomás[38]. El mismo Aquinate habla de este don como un “penetrar” en la verdad,
“leer interiormente”, un “conocimiento íntimo”, etc.[39].
Esta inteligencia contemplativa es, pues, una intuición de la Verdad divina,
simple, pero profunda y abarcante; que ilumina, pero que sobre todo enamora. El
que contempla, en efecto, no se limita a ver, ni siquiera a mirar: el que
contempla admira, alaba, se goza en lo que ve… Ama lo que ve. Por eso el don de
entendimiento nos sitúa en los umbrales mismos de la santidad, que es unión de
amor con Dios.
“Allí me enseñó ciencia muy sabrosa: La ciencia sabrosa que dice aquí que le
enseñó, es la Teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los
espirituales contemplación; la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor,
el cual es el maestro della y el que todo lo hace sabroso. Y, por cuanto Dios le
comunica esta ciencia e inteligencia en el amor con que se comunica al alma,
esle sabrosa para el entendimiento, pues, es ciencia, que pertenece a él; y esle
también sabrosa a la voluntad, pues es en amor, el cual pertenece a la
voluntad”[40].
Algo de contemplativa, de “ciencia sabrosa”, tiene, desde luego, la vida
cristiana desde el principio; y este don ilumina siempre, discreta pero
eficazmente, la búsqueda de la intimidad con Dios, presentándonos su verdadera y
atractiva imagen para facilitarnos el acceso a su amor. Pero sólo cuando el alma
está ya suficientemente alejada del pecado por el temor de Dios, bien
fortalecida y guiada por el Espíritu divino, como acostumbrada al lenguaje de
Dios y a la vida sobrenatural, la intuición propia del don de inteligencia se
hace plenamente luminosa, clara, diáfana, penetrante; y la vida contemplativa
empieza a enseñorearse del alma: sea en la misma vida de oración, que el don de
piedad venía ya alentando, sea en medio de cualquier actividad, que el don de
ciencia procuraba conducir a Dios y santificar.
Hablar del don de inteligencia en quien es el Verbo de Dios encarnado nos lleva
directamente a las paradojas que provoca en nuestra razón el conocimiento del
misterio de Cristo. Pero su Humanidad Santísima también fue sede de este
espíritu, que quizá hacía como de puente entre su inteligencia humana y la
Verdad divina que continuamente estaba contemplando y manifestando en su palabra
y en su vida. De María Santísima, por su parte, recordamos siempre su actitud
recogida y contemplativa, guardando y ponderando todas las maravillas divinas en
su corazón (cfr. Lc 2, 19).
8. La sabiduría y la unión de amor con la Trinidad
Si ya lo hemos hecho en los pasos anteriores, llegados a la cima de lo que puede
ser un camino de santidad guiado por los dones del Espíritu Santo, no tenemos
más remedio que acudir a los que la han alcanzado, para poder adentrarnos con
cierta seguridad en terreno tan delicado. Así se expresa Santa Teresa de Jesús
en uno de los textos más importantes de la historia de la mística cristiana:
“Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y
entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y
metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de
representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres
Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una
nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia
admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres
Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo
que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque
no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria.
Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender
aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el
Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus
mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y
creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta
más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que
notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su
alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es,
porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía”[41].
No es fácil, en particular, distinguir la acción del don de sabiduría de lo
propio del don de entendimiento. En este conocido texto teresiano -que no busca
la precisión teológica- aparecen como mezclados; pero, en nuestra opinión, el
ver y entender del primer párrafo haría más bien referencia a lo ya explicado
sobre el don de inteligencia; y el “comunicar” y la “compañía”, del segundo
párrafo, nos acerca más a lo propio de la sabiduría.
En efecto, si ya la inteligencia contemplativa no se entiende sin el amor, la
sabiduría surge directísimamente del amor: es un verdadero conocimiento de amor
y por amor. El Espíritu Santo, por medio de este don, logra, por decirlo así,
una perfecta unión y sintonía entre nuestro conocer y nuestro amar a Dios;
precisamente porque brota desde lo más hondo, desde algo inefable, que está más
allá de nuestro mismo entendimiento y de nuestra misma voluntad. Porque
realmente Dios es “intimior intimo meo”[42].
Se comprende que sólo un alma ya muy dócil a la acción divina, realmente
embebida de lo divino en todo su ser, desde los aledaños del castillo hasta sus
moradas más secretas -glosando todavía a Santa Teresa-, sea capaz de alcanzar
esa intimidad y esa riqueza que brota desde lo más hondo: un profundo
enamoramiento que llena por completo el alma. Y esa intimidad, riqueza y amor
tienen que ser necesariamente trinitarios: “cuando en la perfecta unión de amor
el alma es introducida en la corriente de la vida divina, ya no se puede ocultar
que esa vida es una vida tripersonal, y ella entrará en contacto experimental
con todas las tres divinas personas”[43], sentencia Santa Edith Stein, comentado
precisamente a Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Y San Josemaría Escrivá nos transmite experiencias paralelas: “El corazón
necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De
algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida
sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador,
que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! (…)
Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento
se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con
cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a
todas horas”[44].
Esta sabiduría divina sigue además unos caminos muy diversos a la sabiduría
terrenal, doctorando en la ciencia del amor -la que más importa- incluso a los
que a los ojos humanos apenas merecen la categoría de alumnos primerizos: “Él,
que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: ‘Te doy
gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los
entendidos, y las has revelado a la gente sencilla’, quería hacer resplandecer
en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me
instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida
estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver
a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos
secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos
es necesario ser pobres de espíritu…”[45]. Aquella niña tan sabia como humilde y
atrevida, Teresita, es hoy ya oficialmente doctora de la Iglesia.
El don de sabiduría enriquece así al alma santa con una participación en la
misma Sabiduría eterna, y con ella, en todas las perfecciones divinas. De esta
forma, en el Espíritu de sabiduría, el santo reencuentra, llevado a su plenitud,
todo el contenido del itinerario sobrenatural que ha recorrido hasta entonces.
Así lo explica el Beato Juan Ruusbroec: “De esta consideración amorosa resulta
el séptimo don, el espíritu de sabiduría sabrosa, que, con sabiduría y gusto
espiritual penetra la simplicidad de nuestro espíritu. Es el fundamento y origen
de todas las gracias, de todos los dones y de todas las virtudes. En este toque
de Dios cada uno gusta el sabor de sus ejercicios y de toda su vida, conforme a
la vehemencia del toque y medida de su amor. Esta moción divina es el medio más
íntimo entre Dios y nosotros, entre el descanso y la acción, entre los modos
indeterminados y la indeterminación pura, entre el tiempo y la eternidad”[46].
Los titubeantes inicios de la vida cristiana han quedado ya muy lejos, con esta
impresionante efusión de los dones divinos. San Bernardo se remonta a aquel
principio, para cantar los frutos de la sabiduría: “Esta pobre alma se hallaba
adormecida en una fatal negligencia, excitada por una pésima curiosidad, atraída
por la experiencia, enredada en la concupiscencia, encadenada por la costumbre,
encarcelada por el desprecio y decapitada por la malicia. Pero con el triunfo de
la sabiduría, el temor la despierta, la piedad la endulza suavemente, la ciencia
le añade el dolor indicándole qué ha hecho; la fortaleza hace su obra propia,
levantándola; el consejo la desata, el entendimiento la saca de la cárcel; y la
sabiduría le prepara la mesa, sacia su hambre y la repara con sabrosos
alimentos”[47].
Partícipe, por este don, de la Sabiduría y el Amor divinos, todo cobra para el
alma santa una nueva dimensión: desde la conciencia de la propia miseria hasta
el amor de Dios; desde las más sencillas oraciones vocales hasta la
contemplación; desde la recepción de un sacramento hasta su vida de trabajo por
Cristo.
Así, en una referencia muy especial a la Sagrada Eucaristía, le habla Dios Padre
a Santa Catalina de Siena: “Yo soy para ellos (los que han alcanzado esa
intimidad con la Trinidad) lecho y mesa. El dulce y amoroso Verbo es su manjar,
tanto porque lo reciben de este glorioso Verbo como porque El es la comida que
se os da. Su carne y su sangre, Dios y hombre verdadero, las recibís en el
sacramento del altar, preparado y dado por mi bondad, mientras sois peregrinos y
caminantes, para que no desfallezcáis por la debilidad y para que no perdáis la
memoria del beneficio de la sangre derramada por vosotros con tan ardiente amor,
y para que siempre os halléis fuertes y contentos durante vuestro caminar. El
Espíritu Santo, esto es, el afecto de mi caridad, es el camarero que reparte los
dones y las gracias. Este dulce camarero trae y lleva dulces y amorosos deseos,
y lleva al alma el fruto de la caridad divina y de sus trabajos, gustando y
alimentándose de la dulzura de mi caridad. Por eso, yo soy la mesa; mi Hijo, la
comida, y el Espíritu Santo, que procede de mí y del Hijo, el servidor”[48].
Y en cuanto a la acción de este don en el trabajo y en la vida corriente del
cristiano, oigamos de nuevo a San Josemaría Escrivá: “se deja paso a la
intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos
entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor
perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas
propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va
hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a
Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto”[49].
En definitiva, el don de sabiduría es esa “connaturalidad” con lo divino[50],
propia del alma enamorada, que, en la medida de ese mismo amor, no sólo penetra
más y más en la intimidad divino-trinitaria, sino que se extiende también más y
más por toda la vida del cristiano santo y a todo su alrededor.
Casi parece innecesario hablar del don de sabiduría presente en quien es la
Sabiduría personal, en quien está siempre en perfecta sintonía con el Padre,
contemplándole y amándole en íntima unidad. Y a María aplica la Iglesia también
algunos de los más conocidos textos bíblicos sobre la Sabiduría divina, porque
ella fue su Madre y, por tanto, su sede, su trono.
Del temor de Dios a la sabiduría hemos recorrido un camino que nos ha permitido
adentrarnos en el misterio de Dios y de nuestra vida de relación con El. Así
resume certeramente los hitos principales de ese itinerario Santa Edith Stein, y
con sus palabras queremos cerrar nuestra reflexión:
“El don de temor ‘distingue’ en Dios la ‘divina maiestas’ y determina la
distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El
don de la piedad distingue en Dios la ‘pietas’, el amor paternal, y le contempla
con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido
al Padre en el cielo. En la prudencia (consejo) es donde se ve con más claridad
que la discreción es un don de discernimiento; ella determina qué es lo más
conveniente para cada situación concreta. En la fortaleza (…) el espíritu humano
obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo (…) La luz del
Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo
creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno, comprenderlo en su
estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le
corresponde. Finalmente le concede, como don de entendimiento, la penetración en
las profundidades de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda
claridad la verdad revelada. En su punto culminante, como don de sabiduría, le
une con la Trinidad y le permite penetrar de alguna manera hasta la misma fuente
eterna, y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en
ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente”[51].
Javier Sesé
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1830.
[2] Ibidem, n. 1831. Así desarrolla estas ideas el Papa León XIII en su
encíclica Divinum illud munus, n. 12: “por estos dones es investida el alma de
un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud
a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones,
que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad; y tanta su
excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino
celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a
conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la
primavera, cual indicio y presagio de la eterna bienaventuranza”.
[3] Uno de los estudios más completos al respecto, ya clásico y muy dependiente
de la escuela tomista, es el de M.M. PHILIPON, Les dons du saint-Esprit; versión
castellana: Los dones del Espíritu Santo, Barcelona 1966. Para una visión de
conjunto de esa y otras posturas teológicas, se puede consultar: J. DE BLIC,
Pour l’histoire de la théologie des dons, en “Revue d’Ascétique et de Mystique”
22 (1946) 117-179.
[4] Aunque los críticos modernos tienden a reducir la relación de Isaías a seis
“espíritus”, identificando los dos últimos, las versiones utilizadas por los
teólogos y autores clásicos, la vulgata en particular, mencionan siempre siete.
[5] SAN AGUSTÍN, Sermo 347, 2. En su obra De sermone Domini in monte, el propio
San Agustín relaciona los dones con las bienaventuranzas, también de forma
escalonada (libro I, 4, 11). Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, entre
otros, también establecerán relaciones entre virtudes, dones y bienaventuranzas.
[6] Cfr., en este sentido, SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 4, 3.
[7] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 141, a. 1, ad 3. De
todas formas, hay una cierta evolución en la opinión del Aquinate, pues en las
Sentencias relaciona todos los aspectos del don de temor con esta virtud
cardinal: cfr. In III Sent., d. 34, qq. 1-2; mientras en la Suma, el don de
temor corresponde sobre todo a la esperanza, como recordaremos enseguida.
[8] SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Cartas, n. 258, 18.7.97, al abate Bellière. En
otra carta, ahora a su hermana Leonia, utiliza expresiones parecidas, y extrae
nuevas consecuencias sobre el temor y el amor: “Te aseguro que Dios es mucho
mejor de lo que piensas. El se conforma con una mirada, con un suspiro de
amor... Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he
comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón...
Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o
desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo
a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si
va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: ‘Dame un beso, no lo volveré
a hacer’, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará
sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño
volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a
ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado... Ya en tiempos de la ley
del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías,
hablando en nombre del Rey del cielo: ‘¿Podrá una madre olvidarse de su hijo...?
Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás’ (Is 49, 15).
¡Qué encantadora promesa! Y nosotros, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos
a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo...? ¡Cómo
vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre
nuestro cuello...! (Cfr. Cant 4, 9)” (Cartas, n. 191, 12 de julio de 1896, a
Leonia).
[9] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 19.
[10] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 34, q. 2, a. 1.
[11] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VI, 10, 7.
[12] SAN BENITO DE NURSIA, Regla, 7.
[13] SANTA TERESA DE JESÚS, Vida 19, 5.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 331.
[15] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sermo I de Sancta Pentecoste, nn. 3-4 (PG 50, 457).
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2672.
[17] SANTA EDITH STEIN, La oración de la Iglesia, en Los caminos del silencio
interior, Madrid 1988, p. 82. En el momento de escribir estas líneas se ha
anunciado ya oficialmente la canonización de la actual beata, por lo que
preferimos utilizar ya el calificativo de santa.
[18] SANTA EDITH STEIN, El misterio de la Nochebuena, en Los caminos del
silencio interior, Madrid 1988, pp. 51-52.
[19] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 21.
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 6; cfr. la q. 9.
[21] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 130.
[22] No descartamos realizar un estudio más específico sobre este punto en otro
momento. En efecto, entre otras perspectivas del tema, es frecuente entre los
teólogos de la vida espiritual relacionar la contemplación con los dones de
sabiduría, inteligencia y ciencia; pero a la hora de profundizar en su
naturaleza teológica, apenas se hace referencia al tercero; quizá por una
polarización hacia unas formas de contemplación más propias de la llamada “vida
contemplativa”, y escasa atención a la naturaleza teológica de la “contemplación
en medio del mundo”. Esta última, a nuestro entender, siendo verdadera
contemplación, y por tanto con una vinculación plena a los dones de sabiduría y
entendimiento, abre nuevas perspectivas al papel del don de ciencia, casi
siempre mencionado en este contexto pero poco comprendido.
[23] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti IV, 21.
[24] BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra, día décimo.
[25] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti V, 5.
[26] BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, II, 66.
[27] SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, 35, 1-2.
[28] Martirio de Stas. Perpetua y Felicidad, 20-21.
[29] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 5.
[30] SAN JUAN DE LA CRUZ, Poesías 6, 2.
[31] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, Anotación 15ª.
[32] SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 3, 3.
[33] SAN BASILIO, El Espíritu Santo, 9, 23.
[34] SAN BERNARDO DE CLARAVAL, In Annuntiatione Dominica, sermo III, 2.
[35] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014.
[36] SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 167.
[37] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 39, 12.
[38] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 180, aa. 1 y 3.
[39] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 1.
[40] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 27, 5.
[41] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 1, 6-7.
[42] SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6, 11.
[43] BEATA EDITH STEIN, Ciencia de la Cruz, Burgos 1989, p. 224.
[44] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 306-307.
[45] SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscrito A, 49 rº.
[46] BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, libro II, cap. 71.
[47] SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones varios, XIV, 7.
[48] SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 78.
[49] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296.
[50] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 45, a. 2.
[51] SANTA EDITH STEIN, Sancta discretio, en Los caminos del silencio interior,
Madrid 1988, pp. 96-97.