Lo encontré. Teología para ateos


José Antonio Íñiguez Herrero
 



 

 

 

INTRODUCCIÓN.

André Frossard escribió un libro al que tituló: "Dios existe, yo lo encontré". Las reflexiones que siguen y que motivaron en mí el recuerdo de André Frossard tuvieron lugar con durante una breve conversación con un gran amigo: Me preguntó: "¿que puedo decir a un vecino, ya viejo, que no tiene fe, y que me dijo ayer, al encontrarnos en la escalera: "estoy desesperado, ustedes tienen fe, yo no; ustedes pueden esperar en algo, yo no."?

En busca de una contestación a la angustiada declaración del vecino en la escalera encontré en mi pequeña biblioteca el folleto del Cardenal Joseph Ratzinger. "El Dios de Jesucristo", y comencé a leerlo. Los tres elementos, el título de André Frossard, la pregunta del vecino de mi amigo, y el folleto de Ratzinger, serán los guías de todo lo que escriba, buen o malo, a continuación. Espero que sirvan de algo al amigo de la escalera y a otros que se encuentren en el mismo caso o en otro similar.

I

La demostración es el camino que lleva a la evidencia,

por tanto, no se puede demostrar la evidencia,

porque ya estamos en ella;

no hay camino que recorrer, sino sólo contemplar, ver.

Olvidemos, de momento, el lema que encabeza este primer capítulo. Más adelante recurriremos a él, pero este más adelante no quiere decir más adelante en este capítulo, sino en éste u otro. Todavía no lo sé.

Amigo mío de la escalera -¿me permite que le llame así, para no utilizar el nombre más largo de "amigo de la escalera de mi amigo", y, además, porque, pienso, ha comenzado una cierta amistad entre los dos?-. Ud. dice que está medio desesperado; que cerca del final de su vida envidia a los que tienen fe.

Pues bien:

En verdad siente la necesidad de que después de la muerte comience una nueva vida, de que haya un Dios que le acoja, que le dé la felicidad que en su tiempo terreno no alcanzó –ni Ud. ni tantos otros con vidas mucho más desgraciadas o felices que la suya-.

Siente la necesidad de que al final se imponga la justicia, que en este mundo ha brillado por su ausencia... y muchas cosas más que no es necesario enumerar.

Lo mismo que a Ud. me pasa a mí y a muchísimos hombres y mujeres más.

Todos, o muchos, muchísimos, sentimos esa necesidad, sentimos que necesitamos que Dios exista, pero, ¿sentirla supone que ese ser que necesitamos existe realmente? Me parece que hay que contestar que no.

Que nuestro ánimo pide que exista es cierto, pero que la petición de nuestro ánimo demuestre que en realidad existe es mucho afirmar. Sería como afirmar que nuestro deseo es capaz de dar la realidad a algo, o que no se pueda desear algo simplemente fantástico. Y esto es absolutamente falso.

Sin embargo, a la vez, hay que decir que tampoco tenemos noticias que demuestren que Dios no exista. ¿Conoce Ud. un razonamiento que demuestre que Dios no existe? Yo no le conozco. En verdad, no hay ningún argumento que demuestre que Dios no existe. Si queremos afirmar Dios no existe por esto, no encontramos el esto. Se pueden plantear problemas sobre su existencia, ciertamente, pero no demostraciones. Ni siquiera la comprobación terrible de la maldad instalada en el mundo, que nos lleva a preguntarnos ¿cómo puede ser consentida por Dios?, es prueba de su inexistencia. Se sigue sólo que es inexplicable cómo Dios puede permitir esa maldad, pero no que no exista Dios.

Hay otras objeciones que ni siquiera merecen ser tenidas por tales:

No existe porque no le veo. ¡Tantas cosas existen que no veo ni veré nunca ni sospecharé que existen!

No existe porque no sé donde está. ¡Tantas cosas sé, o sospecho, que existen y no sé donde están! Tampoco vale decir, como solución, en algún lugar porque eso es no decir nada. Piense Ud. en cualquier otra dificultad. Verá como tampoco es válida.

Repito, una vez más que, de esto, de que no haya un argumento positivo de la inexistencia de Dios no se sigue que exista, pero sí se sigue que es necesario admitir que puede existir.

Llegamos según lo expuesto -quizá sorprendentemente- a la siguiente definición: Dios es un ser necesario para mí, para Ud., que no sabemos si existe, ni mucho menos donde está.

He de recordar que Ud. decía a mi amigo de la escalera: "estoy desesperado, ustedes tienen fe, yo no; ustedes pueden esperar en algo, yo no." Para aquel que no se ha planteado ese problema no se escriben estas líneas. En todo caso, se escribiría lo mismo pero de otra manera, que aquí no viene al caso.

Hemos de reconocer que todo lo escrito hasta ahora es pura lógica. A poco que se analice se ve con facilidad cómo es una concatenación de ideas en que cada una se deriva necesariamente de la anterior. Un razonamiento que se puede llamar científico, no según las ciencias naturales, sino según el método filosófico.

Según esto, me es lícito establecer las siguiente pregunta: ¿Cuál parece ser la actitud correcta, inteligente, de cualquier hombre o mujer, ante esta conclusión? Me parece que la siguiente: pedir a ese ser posible que se manifieste, dirigirnos a él con la siguiente frase: si existes, te pido que te me manifiestes.

¿Se manifestará? Pienso que, si existe, sí lo hará. Mejor dicho, estoy seguro de que lo hará, pero digo esto desde una postura de fe. En consecuencia, y en el peor de los casos, se podría mantener la postura de duda, pero no de negación. No puede asegurar ni que no existe ni que no le ayudará. De aquí la coherencia de la oración -esta actitud tiene todos los méritos para recibir ese calificativo- en el caso de que.

El plazo lógico final de esta ayuda sería: hasta la fecha de la muerte de cada uno.

¿Cómo nos dará esa ayuda? Me parece que por dos caminos –no hay otros posibles dentro de la normalidad; de una aparición no hablaremos aquí-. Suscitando pensamientos en nuestra cabeza directamente o a través de una lectura, de una conversación con una persona bien intencionada y que sepa algo de estas andaduras, quizá porque está también en ellas, o porque también lleva bastante tiempo siguiendo esta singladura. No es otra cosa que decir que Dios –si existe- se comunicará ,o directamente o a través de otras personas, bien de un modo oral o por escrito.

Todo ello será -si Dios existe- una colaboración entre cada persona y Él. Una colaboración que la persona no debe suspender, interrumpir por un espacio largo de tiempo. Por eso, animo a estas personas a que cada día se acerquen a este supuesto –sólo supuesto- Dios y le pidan que no les deje en la duda o la ignorancia.

¿Qué sucederá? Hay que esperar a que pase el tiempo, aunque hace pocas líneas dije ya lo que pienso.

A esta actividad le llamaré –por llamarle de alguna manera- oración atea. Es un nombre como otro cualquiera que pudiera buscarse, pero suficientemente descriptivo como para que lo podamos aceptar en la nomenclatura de este trabajo.

Aunque se note que vamos acercándonos al final de este capítulo, todavía no es tiempo de acabarlo, porque es bueno tratar aquí, aunque sea brevemente, de dos temas: de una posible objeción a este modo de actuar que he recomendado -que he hecho yo, y aún tengo que hacer a veces-, y de una realidad histórica.

Primero la objeción. Todo el mundo se puede preguntar: todo esto ¿no nos llevará a obsesionarnos? No. No hay razón para el miedo. Una persona normal no se obsesiona. El seguir una idea lógica, un conjunto de ideas lógicas, no puede llevar a la obsesión. Lo que ocurre es que Dios puede llegar a manifestarse, pero de esto no se tiene conciencia hasta que ha sucedido.

De todas maneras hablaremos de ello en el capítulo siguiente. De momento, no se ha de dejar de hacer la oración atea frecuentemente.

Segundo, no olvidemos la realidad histórica, el hecho, presente a lo largo de la historia del hombre, de que casi todas –o todas- las culturas se han movido dentro del concepto de ese Dios necesario para mí. La necesidad que siente el hombre de este Dios necesario para él es causa vital de todas las religiones: budismo, cristianismo, judaísmo, islám, y animismo de África, por citar las más extendidas e importantes. Todas son la respuesta a este anhelo, que puede calificarse de casi universal. Es, pues, un hecho, que el número de hombres y mujeres del mundo que creen en un Dios es muchísimo mayor que el número de los que no creen.

Además, la mayoría creen en el mismo Dios: mahometanos, judíos y cristianos profesan la fe en un mismo Dios, el Dios de Adán, de Abraham y de Moisés, aunque su comportamiento ante este Dios, el concepto que tengan de él difiera en cada uno de ellos. Sus religiones son diferentes, pero su Dios el mismo. El concepto básico de Dios es el mismo; algunos de sus atributos –cómo es- son distintos

¿Justificaría este hecho nuestra adherencia a la fe en este Dios?

Me parece que la contestación a esta pregunta es no aunque, en verdad, si nos ajustáramos a la doctrina democrática de que la mayoría tiene razón, debería ser sí.

Pero no. El reconocimiento personal de Dios corresponde a su manifestación también personal. Manifestación que él hace per diversos caminos.

El comienzo de uno de ellos, sólo el comienzo, puede ser la duda que nos plantea el hecho antes mencionado: si tantos creen, ¿no tendrán razón? Y su correspondiente reacción en nosotros: por si tienen razón, te pido que, si existes, Dios, en ese caso también, mío, te me manifiestes.

Como fácilmente se ve, este nuevo camino nos lleva a la misma conclusión que el seguido anteriormente: a adoptar la misma actitud, pedir lo que nos parece no tener a quien no nos atrevemos a afirmar que en realidad existe.

Y, conclusión muy importante: esta actitud es la única plenamente racional, como ya tuvimos ocasión de ver antes.

II

Vivimos inmersos en la realidad de las cosas.

No podemos negar su existencia.

Ni lo que ellas reclamen al mostrar lo que son.

A esto se llama contemplación.

Tampoco hemos de tener en cuenta, al menos de momento, este encabezamiento. Solamente anuncio al lector que este capítulo va a ser completamente diferente del anterior.

Empieza con el siguiente razonamiento: si todo lo que me rodea -y yo contemplo- exige un organizador de todo ello, una inteligencia que sea capaz de "inventarlo" y un poder que sea capaz de "hacerlo", entonces, ese organizador existe. No porque lo exija mi entendimiento, sino porque lo exigen las cosas creadas. Mi entendimiento solamente entiende que las cosas no han podido crearse ni organizarse solas, ni por azar, ni por evolución no preorganizada. Es cierto que se habla de las leyes de la evolución, pero, en este caso hipotético, alguien o algo ha tenido que dar esas leyes a la evolución, pues la evolución no ha podido darse esas leyes a la vez que evolucionaba según esas leyes, pues supone afirmar que una cosas puede existir y no existir a la vez.

Este ser o cosa puede llamarse precisamente ser necesario para las cosas. Antes conocimos el ser necesario para mí -yo necesitaba su existencia-. Ahora conocemos el ser necesario para las cosas -las cosas reclaman su existencia-. Yo reclamaba subjetivamente, las cosas reclaman objetivamente.

Todo esto es un argumento lógico que no admite objeción, lo que no quiere decir que se acepte fácilmente, sin más reflexión o discusión. Pero este tema de la aceptación de la verdad será tratado en el capítulo siguiente. Ahora hagamos solamente una breve descripción de algunas circunstancias de la realidad que nos rodea, tan breve como incompleta, pero, a la vez, muy significativa, quizá, incluso impactante.

¿Se puede admitir que es producto de la casualidad que el ternerillo, nada más nacer, busque la ubre da la vaca? No vale decir la evolución porque ¿qué es lo que evoluciona hasta que aparece un ternero buscando la ubre de su madre?

¿Se puede admitir que son producto de la evolución todas las leyes ecológicas que hacen posible la convivencia de los seres vivos? Y no olvidemos aquellas que rigieron –y rigen- la desaparición de muchos de ellos, por ejemplo, la de los dinosaurios, per ejemplo. ¿Porqué evoluciona en ese sentido? No es la ley de supervivencia en que venza el más fuerte, sino la supervivencia de todo el sistema de convivencia que sacrifica alguna de sus especies, algo que rige el sistema que no es el sistema.

No cabe otra solución. Éste, el ser necesario para las cosas, existe, porque las cosas existen y le reclaman,

En mí puedo dudar, en las cosas no.

Podemos estar seguros de que el ser necesario para las cosas existe, de que Dios existe, como yo debo estar seguro, –y gracias a Dios, lo estoy- de que exista.

He dicho gracias a Dios porque, en ese momento, estaba hablando de mí.

La manifestación de Dios se nos da por diversos caminos, uno de ellos, la consideración del ser necesario para las cosas. Animo a quien esto lee a que camine por él, junto con la oración del capítulo II. Mientras tanto, podemos seguir con la lista, absolutamente incompleta, de realidades que directamente claman por una explicación.

Empecemos por todo el proceso de reproducción de los animales –he puesto ya el ejemplo de la vaca y el ternerillo-, que comienza por la separación de la misma raza en macho y hembra, sigue con el instinto del apareamiento, la producción de óvulo y el espermatozoide, que éste penetre en el anterior de aquel, todos los procesos vitales en la madre, el parto, el cuidado de los cachorros etc. etc. No pueden explicarse como el producto de una casualidad, con toda evidencia -aquí habría que recordar el encabezamiento del primer capítulo-. Pero tampoco puede tratarse de una evolución, porque, por ejemplo, no puede determinarse qué es lo que evoluciona hasta diferenciarse en macho y hembra. No es una evolución, es un salto. Lo mismo puede decirse de todo lo demás enumerado en el párrafo anterior.

Se puede seguir con toda la organización de cuerpo humano, que la medicina no abarca a describir ni a dar razón de cada uno de sus procesos, todo perfectamente ensamblado ¿no exigen un organizador? Hasta el mismo envejecimiento total está reclamando una inteligencia y un poder que lo haya determinado así pues, si los órganos reciben el mismo alimento, y se renuevan sus células, ¿por qué envejecen? Hay una ley de envejecimiento, pero esa ley no se la da a sí mismo cada cuerpo, tiene que haber un legislador universal que sea capaz de dar la ley y de hacerla cumplir.

Todo le que se ha llamado el hábitat de cada especie o de cada grupo de animales; la suma de los seres vivos que pueden subsistir porque están interrelacionados unos con otros –piénsese en el mar, desde el plancton hasta las ballenas, pasando por los crustáceos, las medusas, los peces, depredadores y vegetarianos o planctonianos etc.- ¿se explica por sí solo?

¿Por qué las tan traídas y llevadas especies en vías de desaparición? ¿Sólo por la maldad del hombre? Pude ser que haya casos en que así sea, pero sabemos que han desaparecido muchas especies sin que el hombre tenga nada que ver con ello. ¿No será porque hay un plan que la creación sigue necesariamente, porque alguien se lo ha impuesto?

Etc. etc. etc. etc.

Este Dios exigido por las cosas es el que he llamado Dios de los filósofos, porque se llega a Él estudiando profundamente lo que las cosas son, filosofando.

Quiero añadir una advertencia final: los científicos no han inventado la clonación de los seres vivos. Sólo han descubierto que las células de lo mamíferos se pueden clonar, pero la posibilidad está en los mamíferos, en sus células, y estaba antes de que a nadie se le hubiera ocurrido que esto era posible..

Los científicos descubren, no inventan, descubren lo que ya está en la naturaleza, e intentan explicar –y a veces lo consiguen- cómo funciona.

Ahora sí me referiré a las líneas de encabezamiento de este capítulo: debemos contemplar la realidad, que nos llevará, irremediablemente, al Dios de las cosas, siempre que no la interrumpamos por un largo tiempo o, desechando esta contemplación, la apartemos voluntariamente de nuestro entendimiento.

 

III

Si sé que Dios existe

debemos investigar cuales son sus características,

y debemos hallar así al Dios verdadero,

al que estas características que vamos encontrando,

nos lleven.

 

Como en todos los capítulos anteriores, advierto al lector que no se preocupe de los párrafos anteriores de comienzo. Recurriré a ellos cuando sea conveniente.

Pasemos a lo que interesa.

Una vez alcanzado el convencimiento de la existencia de Dios –aunque sea todavía un conocimiento incipiente, lleno de dudas, de vacilaciones-; o, más brevemente, una vez que Dios se ha manifestado, el paso siguiente, con toda evidencia, es alcanzar algún conocimiento de ese Dios en el que ya se cree; saber, lo más posible, cómo es.

No olvidemos que esta admisión de la existencia de Dios pude ser todavía, como decía antes, muy débil; que este conato de fe puede ofrecer todavía muchas incertidumbres, muchos momentos de duda. No importa. La manifestación ya se dio. Solamente hay que insistir en ella, y escuchar lo que Dios nos pueda decir, directamente casi siempre por medio de un pensamiento que, al parecer se nos ocurre, o a través de un amigo, de un libro, aunque ahora hay que advertir que la lectura de un libro que trate del tema me parece imprescindible. Naturalmente, nos hemos de asegurar de que el libro que vamos a leer es honrado, dice la verdad, quizá por el consejo de un amigo honrado.

Desde un punto de vista teórico, aquí debía terminar todo lo que me propuse escribir. A partir de este momento cada uno debe navegar ya por su cuenta.

Sin embargo, me da pena dejar todo tan pronto, porque pienso que algo más podré decir para acompañar al lector en esta aventura que, se lo aseguro, es apasionante. De ella quiero también participar.

Pasemos a una nueva consideración.

Soy consciente de que pueden sonar muy mal las palabras que siguen, pero las escribo porque pienso que son las más claras para exponer el planteamiento de nuestro problema: debemos elegir que Dios buscamos. Hay que elegirle a la vez que vamos conociendo sus cualidades, sus características.

Según nuestra convicción, a tenor de lo que hemos visto antes, todo lo que cambia no pude explicar su existencia. Todo lo que nace y muere o aparece y desaparece no explica su existencia, a la vez que la organización de lo creado necesita también un organizador para explicar su subsistencia. Es necesario que Alguien haya establecido estas leyes que siguen las cosas creadas y, a la vez, que haya creado las cosas.

Con este concepto, estamos en condiciones de establecer una definición de este Alguien, de Dios. Dios no recibe la existencia de nada ni de nadie –como hemos visto- y, por tanto, Dios es el ser que existe porque es, o, el ser cuya propiedad más primaria es existir, o, más brevemente, el ser al que le compete existir. Nada más ni nada menos.

De esto se siguen las siguientes consecuencias:

Primero. Dios es sólo existencia, todo existencia. Luego no posee ningún mal, pues mal es carencia de algo que se debería tener, como ya sabíamos.

Conclusión: Dios es la bondad, y no hay maldad en Él.

Segundo. Todas las cosas tienen su explicación en Dios, como también sabíamos.

Conclusión: Dios es el creador.

Tercero. Si Dios es el creador y la bondad. Por tanto, no puede desentenderse de las cosas –incluido el hombre- que ha creado.

Conclusión: nuestra actuación no es indiferente ante Dios. Él juzga con justicia y con amor todo, toda la actuación de cada una de sus criaturas libres, per también debe manifestarles qué espera de ellas. Dios no es ni desinteresado ni mudo.

Hay más características de Dios. Sin embargo, para nuestro intento, estas son suficientes.

La tercera conclusión es importante, pues puede determinar nuestra decisión ante la evidencia, ante la contemplación de la existencia de Dios, porque somos libres, también para rechazar esa evidencia o cualquier otra. Podemos rechazar la evidencia porque, admitirla, admitir el conocimiento Dios, encierra el conocimiento de aquello que Dios espera de cada uno de nosotros. Esto se expresa más brevemente diciendo que el conocimiento de Dios tiene siempre consecuencias morales. Y estas consecuencias morales pueden ser un obstáculo para admitir a Dios.

Déjeme que cuente un suceso real.

Conozco a una persona que es muy inteligente, con un perfil científico brillante y de una moral irreprochable.

Pues bien. Ha fumado toda su vida. Ha sido operado de un cáncer de laringe, operación de la que ha salido prácticamente curado, y sigue fumando, a pesar de las advertencias de varios médicos.

Es inteligente. Está convencido. Pero no admite, en la práctica, no en la teoría, que debe dejar de fumar.

Esto le ocurre no sólo a mi amigo. Hay infinidad de fumadores a los que les pasa lo mismo.

Algo parecido pude pasar con la contemplación de la existencia divina. Escribe Ratzinger: "Con tales reflexiones (las que viene haciendo) se esclarece también algo fundamental sobre la cuestión del conocimiento (mejor sería decir reconocimiento) humano de Dios: se demuestra, en último término que el conocimiento (reconocimiento) de Dios no es una cuestión de pura teoría, sino que es, en primer lugar, una cuestión de praxis vital." Es cuestión de lo que cada uno pueda decidir, coherente o incoherentemente con la evidencia teórica, con la evidencia de los hechos físicos o históricos. Dicho de una manera más simple. No podemos esperar que la fe en Dios se nos imponga: llega un momento en que hay que decidirse. Cada hombre es responsable de esta decisión, coherente o incoherente.

Sigue Ratzinger: De las experiencias y decisiones básicas (de dada uno) depende el que el hombre mire a la coexistencia y preexisencia del totalmente otro (mire a Dios, preexistente a él y contemporáneo, digámoslo así,) como a un competidor, como a un peligro, o bien, como al fundamento de la confianza. Y de esto depende, una vez más, si a la larga ha de atacar a ese testigo o si puede darle, reverente y agradecido, su asentimiento "

Si se le ve como a un competidor o como un peligro. ¿Qué hay que hacer? Convencerse de que no es verdad, no puede ser un enemigo, pues es el sumo bien. Y seguir adelante. Es absurdo atacar al testigo por ser bueno y por ser testigo, pero se ha hecho innumerables veces a lo largo de la historia. Y se sigue haciendo ahora. Sin embargo, nada de esto es racional. Quizá sea sólo visceral.

Como pienso que no estamos en ese caso, podemos quedarnos tranquilos, pero ha sido bueno dedicar algunas líneas al asunto para entender mejor lo que pasa tantas veces a nuestro alrededor y quizá -¿quién sabe?- nos ha podido pasar a nosotros alguna vez, o nos puede pasar.

No hay que tener miedo. Si hay buena voluntad se resuelve, lo resuelve Dios y nosotros colaboramos con Él.

Hemos llegado a Dios y, naturalmente, el deseo de saber más de Él crece. Pro tanto, debemos investigar a Dios según nuestras fuerzas y confiando en su ayuda. Debemos investigar al Dios de los filósofos –de los filósofos deístas, naturalmente- y al de las diversas religiones conocidas. Comenzaremos por el Dios de los filósofos dejando para el capítulo siguiente el de las religiones.

El Dios de los filósofos, al que se llega por todas las consideraciones que hemos hecho antes, es único e inmensamente sabio, verdadero, poderoso y bueno, como consecuencia de ser el que posee toda la existencia y carecer, por tanto, de toda carencia, de toda deficiencia, como hemos visto. Por ser así, inmensamente sabio, verdadero, poderoso y bueno, alguna relación debe tener con sus criaturas inteligentes, pero nos preguntamos: ¿cuál? ¿Qué ha dicho Dios a los hombres, si les ha dicho algo? ¿Cómo lo averiguo yo?

La respuesta no se encuentra ya a través de un raciocinio, sino a través de la experiencia histórica; hemos de preguntarnos cuál ha sido la relación de Dios con los hombres; por tanto, hemos de preguntar a las diversas religiones conocidas. En el estudio de ellas hemos de adentrarnos y, lógicamente, empezaremos por las más importantes, las más extendidas entre los hombres en la actualidad.

Pero esto es ya el objeto del capítulo siguiente.

 

IV

La Religión es el conjunto de verdades

que Dios ha manifestado al hombre,

en la que se incluyen sus mandatos

y sus promesas.

 

Pues bien, con gran sorpresa encontramos, cuando empezamos a estudiar el problema, que todas las grandes religiones –hebrea, cristiana y musulmana- creen en el mismo Dios, precisamente el Dios de la Biblia, el Dios de los hebreos, el que, según las Escrituras, se manifestó a Abraham y a Moisés.

Sin embargo, puesto que hemos dicho que las estadísticas no son valederas para nosotros, este hecho del número de los creyentes lo mantendremos como interesante pero no decisivo. Pero sí es decisivo que todos los que creen en Dios creen en un mismo Dios, al que siguen de manera distinta. Se nos presenta la pregunta: ¿qué forma empezaremos por estudiar? La respuesta me parece sencilla. A poco que sepamos sobre Judaísmo, Islamismo y Cristianismo, podemos afirmar que la religión, digámoslo así, más evolucionada, la que tiene una teología y una moral más completa, es el Cristianismo. Luego parece conveniente empezar por él, porque probablemente a él deberíamos llegar si comenzáramos por estudiar las otras dos religiones.

Así, entremos de lleno en el asunto.

El Cristianismo es el conjunto de doctrinas que predicó Jesucristo durante su paso por la tierra. Esta definición origina dos preguntas fundamentales. Primera ¿Qué garantías tengo de que lo que Jesucristo dijo y lo que hizo y le sucedió es lo que hoy se conoce?. Segunda ¿Qué garantías tengo de que la doctrina de Jesucristo haya llegado hasta mí?.

Se pueden tratar las dos preguntas a la vez.

La doctrina de Jesucristo ha sido trasmitida por los escritos de la primera cristiandad: los Cuatro Evangelios, los Hechos de los apóstoles, las Cartas de los apóstoles y el Apocalipsis. Una colección muy extensa de escritos. Ocupan unas 1000 páginas de una edición de tamaño y letra normal.

Todos estos documentos se escriben entre los años 40 y 90, en un período que ocupa los cuarenta años posteriores a la muerte del Señor. Lo que implica. Primero: que no dio tiempo a la aparición de un mito, una versión deformada y poética de los hechos. Segundo: que existían testigos oculares de lo que en estos escritos se narra, quienes no permitirían el engaño, puesto que, muchas veces les iba la vida en ello, o, al menos, exigen los escritos una moral muy elevada, tanto, que parece imposible seguirla sin una ayuda especial de Dios. Tercero: que quienes escriben sólo pudieron relatar lo que vieron u oyeron pues, si se piensa que lo inventaron, entonces adelantaron la novela histórica propia del s. XVIII, casi dieciseis siglos, lo que es imposible. Lo que narran coincide con los sucesos que conocemos por la historia, los ambientes que describen son los que corresponden a ese tiempo en ese lugar –Palestina del siglo I-, así como los usos y costumbres de un país dominado por la tropas y los políticos romanos.

Sobre la honradez de los hagiógrafos, (los escritores) no cabe duda, aunque más tarde volveremos sobre ello. Ahora bien, ¿ha llegado hasta nosotros lo que ellos escribieron con suficiente garantía? Para contestar a esta pregunta seguiré el estudio de Ingo Hermann recogido en W. Kern y otros autores en "¿Por qué cremos?". [6]

En la Pág. 230 ss aparece la siguiente proposición:

TESIS XX: "Los escritos que constituyen el Nuevo Testamento son históricamente fidedignos como testimonios de la fe de la Iglesia primitiva. Dan testimonio genuino de Jesucristo."

Y sigue más adelante: "Prueba. Los resultados de diligentes investigaciones de crítica textual nos permiten tener por «seguro» el texto actual del Nuevo Testamento.

Los autores del NT escribieron en papiro, material poco resistente. Por esta razón se perdieron los escritos originales autógrafos. La misma suerte corrieron las copias de los primeros siglos. Ni una de ellas se ha conservado completa. A felices circunstancias se debe que se hayan hallado fragmentos sueltos, los cuales han sido (...) estudiados, comparados y fechados por razón de la escritura y de la estructura del papiro, habiendo sido numerados del 1 al 68. Los más antiguos son del siglo II.

Todo esto demuestra que los libros de NT fueron copiados y difundidos desde los primeros tiempos de la Iglesia.

Más tarde se escribió en pergamino, material muy resistente, siendo los códices, que han llegado hasta nosotros: 2 del siglo IV; 7 del siglo V, 500 de los siglos VI-VII. [7]

Sólo hay unos 250 años entre la composición de NT [Segunda mitad des siglo I] y el más antiguo manuscrito en pergamino [el Codex Vaticanus] y sólo algunos decenios median entre la composición y los fragmentos más antiguos de papiros." Se designan con la letra P y un superíndice. "P52, el más antiguo papiro conocido hasta ahora, es el resto de un códice escrito hacia el año 130." Si suponemos que San Juan escribió hacia el año 80, distaría 50 años del original.

Sobre el valor innegable de la proximidad de estos textos a sus originales puede dar una idea el compararlos, por ejemplo, con los testigos del texto original de la Guerra de Galias de César Augusto, contemporáneo de Jesucristo: los más antiguos son del siglo X.

Se han estudiado todos estos textos –como se hace habitualmente con los textos antiguos- clasificándolos en familias, esto es: si un copista, por descuido o intencionadamente, introduce un error, todos los que copien de ese ejemplar introducirán el mismo error, y esa transcripción ha de ser rechazada. Una vez hecha la clasificación, se comparan los textos más fiables entre sí y con las traducciones antiguas que poseamos, especialmente latina y copta, fijándose así el texto crítico griego del NT.

Pues bien, concluye Ingo Hermann del examen del estudio verificado: Nuestro texto actual del NT coincide plenamente, en cuanto al contenido, y en grandísima escala, en cuanto a las palabras, con los escritos originales.

Y concretamente, sobre cómo se escribieron los hechos y dichos del Señor recogidos en los tres primeros evangelios (Sinópticos) escribe el mismo autor: La estructura de los evangelios muestra que no son obras literarias debidas a la mano de un escritor, sino que los autores del NT, más bien que literatos, eran compiladores y redactores de formas de tradición ya existentes. ¿De qué disponían los sinópticos cuando emprendieron la compilación y redacción de los dichos y hechos de Jesús?. Quizá S. Lucas conocía ya el Evangelio de San Marcos y S. Mateo los dos anteriores, además de contar con sus recuerdos personales, pero cuentan con una fuente mucho más copiosa: con la tradición oral acerca de los dichos y hechos de Jesús. Sigue diciendo el mismo autor: ésta (la tradición) es lo primero, la fijación por escrito lo segundo.

Es bueno recordar que esta tradición ocupa muy pocos años: desde la muerte de Jesucristo hasta la redacción de los tres evangelios –aproximadamente desde el año 33 hasta el 70 todo lo más- pasaron treinta y siete años, y hasta el Evangelio de S. Juan, si se escribió al hacia el año 80, diez más.

Y añade: elementos importantes de la tradición fueron ya fijados durante los primeros veinte años que siguieron a la muerte de Jesús. «Podemos también admitir que todos los elementos de la tradición de que se compone el evangelio de Mc habían recibido ya su forma en griego a más tardar entre los años 50 y 70. Por consiguiente, la parte más importante de la tradición se había constituido ya en una época en que todavía vivían los testigos oculares y en que los hechos se remontaban a lo sumo a cosa de una generación. Nada tiene de extraño que esta parte de la tradición se conservara relativamente sin deformación» [M Dibelius, Die Formengeschichte. Tubinga. 1919. Pág. 294 ss.].

Por tanto, desde un punto de vista científico, no tenemos motivo para dudar que la doctrina cristiana nos ha sido comunicada por Jesucristo, que se manifestó Dios con hechos y palabras.

Si se tiene presente todo lo anterior, y recordando que San Juan fue el último de los apóstoles que escribió, habiendo leído los tres Evangelios sinópticos anteriores y las cartas de los Apóstoles, para añadir sus recuerdos, sus escritos cobran una importancia insospechada; muy especialmente las siguientes palabras del comienzo de su Evangelio: "En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Todo fue hecho por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. (...) Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad."

Ahora bien, la decisión de aceptar estas investigaciones la debe tomar cada persona, no porque no sean válidas, sino porque pueden ser rechazadas, como veremos en el capítulo siguiente.

 

V

La fe en Dios llega por el siguiente camino:

el que la busca piensa:

Primero: esto se puede creer.

Segundo: esto se debe creer.

Al final dice creo.

Me parece conveniente hacer un resumen final de todo lo dicho a la vez que desarrollaré el tema anunciado el final del capítulo precedente.

Tradicionalmente se explica el recorrido que lleva a la fe diciendo que pasa por tres etapas. En la primera., la persona llega al convencimiento de que la doctrina puede ser creída, y llega a producir lo que se llama acto de credibilidad: dice, esto puede ser creído. La etapa siguiente consiste en llegar a la conclusión de que aquello debe ser creído: dice, debo creerlo. A este acto se le llama acto de credentidad. El entendimiento pide a la voluntad que acepte aquello que le propone, pero no puede obligarla. Por último, si la voluntad accede, se produce el acto de fe, la persona dice creo.

La doctrina de la Iglesia Católica afirma que Dios acompaña al hombre con su ayuda en todo este proceso, y que esta ayuda es absolutamente necesaria para el último paso. También afirma, siguiendo una frase de la carta de Santiago, "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia". Por esto es tan importante no cortar el proceso anteriormente descrito.

Moviéndonos siempre dentro de un campo meramente teórico, habría que decir que todo hombre o mujer que ha alcanzado la fe ha recorrido, de una manera más o menos consciente, el camino antes descrito. Y también, en la más pura teoría, se podría añadir que este camino se recorre una sola vez. Pero la vida es siempre mucho más rica que la teoría y, por eso, me parece que es más frecuente de lo que se suele enseñar que este camino haya de andarse con alguna frecuencia, y de repetirse, aun en aquella gente que no se plantee el problema de la fe. No se lo plantea, pero Dios puede purificar su fe haciendo que cada individuo reflexione, problemáticamente o sin problema, sobre las verdades fundamentales que le hacen ser cristiano, que llevan su vida por los derroteros de la vida cristiana.

Soy consciente de que he verificado un salto al hablar, sin más justificación, de que la Iglesia Católica afirma, pues en lo escrito hemos llegado al Cristianismo, pero no a diferenciar los diversos modos de Cristianismo, los diversos tipos de Iglesia –Católica, protestante, etc.- También entre ellas ha de elegir el que llega a la fe. Para ello no hay otro camino que leer detenidamente las palabras de Cristo en los Evangelios y ver cuál de ellas las cumple más perfectamente. Es más patente de lo que a primera vista se pudiera penar que sólo la Iglesia Católica cumple con todas ellas. Si embargo, en esa aventura ya no le acompaño: también un buen libro le podrá prestar un gran servicio.

Me parece que aquí termina todo lo que quería escribir. Espero que le haya gustado al lector y que le sea de alguna utilidad.

Notas

[1] No lea estas notas la primera vez que lea el texto de este trabajo. Probablemente no harán otra cosa que confundirle. En cambio, si se anima a una segunda lectura, entonces le parecerán, con seguridad, jugosas y esclarecedoras.

Pasamos a la primera cita.

El primer consejo de los versos del Upanishad, el libro que contiene la esencia del mensaje del hinduísmo, dice: "Tomando como un arco el gran arma del Upanishad, debes colocar sobre él una flecha afilada por la meditación, estirarlo con un pensamiento dirigido a la esencia de Aquello, y penetrar, amigo mío, aquel Imperecedero como blanco". Encontrar a Dios, en resumidas cuentas.

Todas las azoras de Corán –sus diferentes capítulos, que son, por cierto, 114- menos una, comienzan por las palabras: "En nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso". Dentro de ellas, la 112, 1,4 dice: "Di: Él es Allah, Uno, Allah, el Señor Absoluto [a quien todos se dirigen en sus necesidades]. No ha engendrado ni ha sido engendrado. Y no hay nadie que se le parezca." 3,75. "El Ungido, hijo de Myriam, no es más que un mensajero antes del cual ya hubo muchos otros mensajeros." Cito esta última azora por si alguien tiene curiosidad por conocer cual es el concepto que el musulmán tiene de Jesucristo y de su Madre.

De los muchos textos del Judaísmo, sólo citaré Dt. 6, 4.: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor».

Para el Cristianismo no católico, el Catecismo Mayor de Lutero: "¿Qué significa que hay Dios, o qué es eso de Dios?. Respuesta. Se llama Dios a aquello en lo que uno debe cifrar el hallazgo de todo bien y a lo que recurre en todas las necesidades." (Die Bekenntnisschiften der evangelisch-luteranischen Kirche. Göttingen 1952. 560).

Llegados a este punto, no puede faltar la cita del Catecismo de la Iglesia Católica: "«Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor» (Dt. 6, 4: Mc. 12, 29) ». «Es absolutamente necesario que el Ser supremo sea único, es decir, sin igual [...] Si Dios no es único, no es Dios»". (n. 228).

"La fe en Dios nos mueve a volvernos sólo a Él como a nuestro primer origen y nuestro fin último; y a no anteponer nada a él". (núm. 229).

[2] Este es un resumen válido de las tradicionalmente llamadas pruebas de la existencia de Dios. Sobre ellas escribe Ratzinger.[ "El Dios de Jesucristo". Ed. Sígueme. Salamanca. 1980. Pág. 37]. "Intentemos [...] aprender con mayor profundidad lo que significa Dios es creador.

¿Y qué significa? Ante todo, esto: la fe cristiana tiene que ver con todo lo real. Tiene que ver con la razón. Plantea una cuestión que importa a todos los hombres. [...] Pero si la entidad que con ello se designaba (las pruebas) fuese totalmente descartada, ocurriría algo de muy graves consecuencias: se privaría a la fe de su apertura al ámbito de la racionalidad de todos los hombres.

Ahora bien, donde esto ocurre, esa fe se encoge hasta el particularismo; se convierte en una de las tradiciones de la humanidad; uno hombres tienen esa tradición, otros tienen otra. La verdad pasa a ser folklore; de algo que se sigue por necesidad íntima (intelectual, porque así lo gritan las criaturas) pasa a ser un producto que se postula (que se afirma sin demostración) y por el que nadie siente ya alegría. La alegría de la fe depende decisivamente de esta certidumbre (que dan las pruebas): la fe no es una cosa cualquiera, sino la perla preciosa de la verdad."

[3] Ratzinger. ["El Dios de Jesucristo". Ed. Sígueme. Salamanca. 1980. Pág. 28.] "La expresión Dios es significa: Existe el valor de lo que en la tierra no se estima. [...]. Todos nosotros somos sus criaturas. Sólo criaturas, pero en cuanto tales, verdaderamente provenientes de Dios. Somos criaturas queridas por él y destinadas a la eternidad. [...]. El hombre no proviene de la casualidad ni de la mera lucha por la existencia que lleva a la victoria del más apto, del que logra imponerse: el hombre proviene del amor creador de Dios."

[4] Ratzinger. ["El Dios de Jesucristo". Ed. Sígueme. Salamanca. 1980. Pág. 17.]

[5] Walter Kern y otros. "Por qué creemos". Herder. Barcelona. 1963.

[6] CÓDICES GRIEGOS DEL NT.

GER. 15,17. Firmado: M. Fernández Galiano.

Son más de 5.000 hasta la aparición de la imprenta, cifra realmente impresionante; son citados según la lista oficial de C. R. Gregory con sus suplementos.

Se repiten aquí los famosos unciales que contienen la Biblia entera o su mayor parte:

S., Sinaíticus, del s. IV, único NT completo uncial, que además dio a conocer la Epístola de Bernabe y el Pastor de Hermás. British Museum. Hay fragmentos en Leipzig y Leningrado.

A. Alexandrinus, del s. IV o V (o quizá del VI), contiene la mayor parte del NT.

B. Vaticanus, del s. IV, falta el final. El texto es el alejandrino. Roma.

C. Ephraemi Syri, del s. V. París.

D. Codex Bezae, del siglo V-VI, en Cambridge.

E. Basileniensis, s. VIII, en Basilea.

Eª o E2, Laudianus, s. VI-VII, en Oxford.

Hp o H3 Coislinanus, s VI, en París, con algunas hojas repartidas por algunos países.

L. Regius, s. VIII, afín al B, en París.

N. Purpureus Petropolitanus, s. VI, en Leningrado.

Σ. Rossanensis, s. VI, solo Mateo y Marcos, en Rossano.

En total: dos del s. IV, uno de los siglos IV-V, uno del s. V, uno de los siglos V-VI, dos del s. VI, uno del s. VI-VII, dos del s. VIII.

[7] "C. IVLI CAESARIS COMENTARIORUM. Pars prior qua continentur LIBRI VII DE BELLO GALICO CUM A HIRTI SVPLEMENTO." Renato du Pontet. Oxford 1900. Repinted 1959.

OXONII E TYPOGRAPHEO CLAENDONIANO.

First publishec 1.900. Repìnted 1959. Oxfrod University Press. Amen House, London E.C.4.

PRÓLOGO. Firmado: Renatus Dy Ponetet.

Los códices en los que se contienen los Libros "De Bello Galllico" no se derivan de la misma fuente purísima en todas sus partes, según enseña Carlos Nipperdey, principal crítico de César, sino que proceden de dos fuente de las cuales, una (que designaremos con la letra a) a la que aplicó el calificativo de íntegra, y la otra (designada con la letra ß) el calificativo de interpolada.

De estos códices, los mejores son:

A = codex Amstelodamensis 81, siglo IX_ X, antes en la biblioteca de Jacobo Bongarsi, por lo que se llama el primero Bongarsiano.

B = codex París. Lat. 5763, siglo IX, llamado por Nipperdey el primero de París.

M = codex de París. Lat 5056,. s. XI. antes en la biblioteca del monasterio Moysiacensis.

R = codex Romano. Vaticano 3864, s X

T = codex País. Lat. 5764, s. XI. Antes en la biblioteca de Jacobo Augusto Thuani, por lo que se llama Thuaneo.

U = codes Vaticano 3324 s. XII, antes en la biblioteca de Fulvio Ursini, por lo que se llama Ursino.

De éstos, ninguno ha sido transcrito de otro, y de estos dependen los demás códices que se han encontrado hasta hoy, excepto quizá el codex Ashburnhamiano.

Se añaden además algunos de estos libros donde se ve que se conservan lecturas verdaderas de algunos lugares.

C = codex París Lat. 6842B, s. X, semejante al codex B los fragmentos que los libros I-V, escritos con el mismo tenor.

D = Codex Laurentianus Ashburnhamianus 33, s. X, semejante a toda la familia, pero contaminado con interpolaciones, de manera que no ha de contarse entre los hijos genuinos de la familia α.

G = codex Gottopiensis o Havniensis descrito según el codex R.

J = codex París Lat. 6106, escrito en Ladre el año 1437 y llamado por eso Ladrenensis.

Α codes Paris Lat. 5766, s. XIII, semejante al codex A.

Sólo dos son anteriores al s. X, y uno de ellos con duda.

[8] Jn. I. 1-14

[9] Sant. IV.6.